Diario de la COVID-19: la cuestión de las mascarillas

Hace unos días que en España el uso de la mascarilla es obligatorio en espacios cerrados y en la calle, cuando no sea posible mantener la distancia de seguridad. Aunque la OMS mantiene su recomendación inicial de llevar mascarilla únicamente “si atiende a alguien en quien se sospeche la infección por el 2019-nCoV” o “si tiene tos o estornudos”, esto va en la línea de otras organizaciones sanitarias importantes como el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades estadounidense, que sí recomienda utilizar una mascarilla, aunque sea casera. Entiendo que la idea detrás de esa posición es que cualquier protección, por insignificante que sea, ayuda a contener la emisión de partículas de contagio.

En mi caso, desde el principio he estado en contra del uso de las mascarillas para la población general, porque considero que generan en la persona una falsa sensación de seguridad que puede convertir su uso en más perjudicial que beneficioso.

La confirmación definitiva ha llegado estos días, en los que el uso generalizado de la mascarilla ha hecho que muchas personas le hayan perdido el miedo al contagio, y los dos metros de distancia de rigor, que es la medida de seguridad principal, se hayan evaporado.

Esto se suma a los problemas de que mucha gente no sepa llevarla o ponérsela de manera segura, de que aumenten las veces que una persona se toca la cara para recolocársela o comprobar que la lleva bien, la posibilidad de que se relajen las medidas higiénicas, o de que simplemente sea una mascarilla fraudulenta con un sello de homologación falso (lo cual ya sabemos que no sería una sorpresa).

Pero hay además una cuestión adicional, que se deriva de los distintos tipos de mascarillas. Dentro imagen.

Fuente: HC Marbella, www.hcmarbella.com

Fuente: HC Marbella, www.hcmarbella.com

Si atendemos a la razón principal esgrimida para la recomendación del uso de la mascarilla en espacios públicos, que es la protección contra los contagios derivados de asintomáticos, vemos que básicamente, sirven casi todas menos las FFP2 y FFP3 con válvula.

Mascarilla desechable 3M™ FFP2 con válvula

Mascarilla desechable 3M™ FFP2 con válvula

Sin embargo, no son pocas las personas que se pueden ver por la calle llevando mascarillas con válvula, que a efectos de contagio a terceras personas, equivale a lo mismo que no llevar mascarilla.

Es decir, una persona con esta mascarilla no ofrece ningún tipo de protección para nadie más que para él, pero llevar una mascarilla FFP* con válvula hará, previsiblemente, que no mantenga la distancia de seguridad con otras personas, entre las que se encuentran las personas con mascarillas higiénicas, quirúrgicas o sin mascarilla (ah, o que lleven una mascarilla mal homologada).

Si eso no es suficiente, está también el tema económico. En las circunstancias económicas actuales, el coste en mascarillas para una familia de cuatro personas no es insignificante, y si sufren problemas económicos, en el mejor de los casos podrían comprar las higiénicas o quirúrgicas, que no protegen al portador. Por lo que, en última instancia, la falta de recursos económicos tiene un impacto directo en la calidad de los medios de protección frente al contagio. Aunque eso ya lo sabíamos.

Pero aún existe una derivada adicional. Incluso en el caso de aquellas personas que se puedan permitir un suministro constante de mascarillas, no se puede descartar que, por simple pereza (o esa falsa sensación de seguridad de la que hablábamos), muchas de ellas se utilicen más allá de lo recomendable. Debe tenerse en cuenta que, aunque la carencia de mascarillas ha hecho que se considere aceptable una reutilización limitada, los filtros que utilizan se degradan con la humedad y otros factores, y el número de usos aceptables para garantizar su eficacia de filtrado es reducido (no existen, al parecer, estudios que relacionen la degradación con el número de usos). Sin olvidar, tampoco, que una mascarilla debe desinfectarse tras cada uso (o dejarla en barbecho en torno a una semana, en el caso de las quirúrgicas), lo cual añade un plus de pereza.

En definitiva, como he mantenido desde el principio de esta gran mierda que estamos viviendo, la generalización del uso de la mascarilla ha traído, y sigue haciéndolo, una falsa sensación de seguridad que provoca, entre otros problemas, que personas con mascarillas inadecuadas, mal colocadas, no homologadas o reutilizadas más allá de lo sensato y por tanto ineficaces, prescindan de los dos metros de separación que corresponde, simplemente porque llevando mascarillas se sienten inmunes al contagio.

Imagen: Zona TES, www.zonates.com

Imagen: Zona TES, www.zonates.com

Conclusión

Que la gente no se acerque a ti, a no ser que lleven un traje NBQ con un equipo de respiración autónoma, con el que lleva el señor de la foto de la izquierda.

Diario de la COVID-19: la cuestión del confinamiento

No hace falta investigar mucho para encontrar, en cualquier red social, a alguien quejándose del comportamiento de alguna persona o grupo de personas durante el confinamiento, con mayor o menor grado de indignación en función de la gravedad de la violación del estado de alarma, su situación personal o un simple y llano fanatismo. Por supuesto, los medios han colaborado a este clima de indignación publicando una y otra vez vídeos de personas saltándose la cuarentena, en la línea de otras políticas informativas igual de poco rigurosas en las que no voy a entrar. 

No se puede negar, yo también lo he visto, que hay gente que ha tenido comportamientos irresponsables, como los vistos este pasado fin de semana. En realidad, más que irresponsables, prefiero decir contrarios a las condiciones de la cuarentena. Sin embargo, no sé en qué momento nos hemos apuntado a esta tendencia de criminalizar a individuos concretos de todos los males de esta pandemia, como si la culpa de la saturación de las urgencias, los ERTE, los millones de parados o la falta de camas en las UCI fuera de los ciudadanos, sin aplicar el más mínimo análisis a la realidad que vivimos o a lo que nos rodea. Supongo que lo mismo se puede aplicar a la facilidad y alegría con la que mucha gente ha aceptado y aplaudido la restricción de movimientos, porque una cosa es admitir que son una medida necesaria, y otra que encerrar a la gente en su casa es una maravilla.

Estamos muy bien enseñados, por los medios de comunicación y la política, en lo de buscar culpables. Nos gusta tener alguien a quien señalar, o incluso, como están haciendo los medios, que nos digan quién tiene la culpa de que las cosas vayan mal. Compramos esos discursos a gran velocidad, sin dudar por un momento de los hechos que los respaldan. Y en este caso los culpables que se nos señalan son esas personas incívicas que han contravenido, a menudo de manera absolutamente irrelevante, las condiciones del confinamiento (lo cual, no obstante, tiene su justificación en la necesidad de crear un clima público que considere que el confinamiento es necesario, cuestión que en cierto modo puede ser comprensible).

Pero la realidad es que la culpa de esta situación no es del que sale a la calle con el perro y en lugar de quince minutos está treinta minutos. Ni del que se para en la calle a hablar con un vecino, del que sale a correr en el garaje de su edificio por hacer algo de deporte, ni siquiera del que tose sin taparse la boca. Esta situación es consecuencia de nuestra naturaleza biológica y vulnerable como seres humanos, y es culpa de un virus que se ha mostrado más contagioso de lo que se previó en un primer momento. Pero también es consecuencia del tipo de sociedad en la que vivimos, del contacto social al que estamos tan acostumbrados y de que millones de personas nos apiñemos en ciudades con una enorme densidad de población.

Indirectamente, si quisiéramos ir más allá, porque a pesar de todo ni siquiera se les puede considerar responsables directos de las muertes de una pandemia global, es culpa de las administraciones que han hecho la vista gorda en lo tocante a la conocida precariedad de las residencias de personas mayores y los recortes en camas de hospital y personal sanitario de estos últimos años, es culpa de una gestión que posiblemente podría haber sido mejor (algo que, no obstante, resulta muy fácil decir a toro pasado), es culpa de la falta de material de protección en condiciones para el personal sanitario, la inexistencia de tests o de la dependencia de terceros países en lo referente a la fabricación de mascarillas u otros dispositivos médicos.

Y si aún quisiéramos retroceder más, es culpa de los recortes en impuestos que la ciudadanía tan alegremente celebra (impuestos que sirven para pagar esa sanidad que ahora nos parece tan insuficiente), es culpa de un modelo económico que pone la rentabilidad por encima de todas las cosas, es culpa de la destrucción del ecosistema y es culpa del exceso de deuda nacional y de la poca capacidad de reacción que esta le proporciona al Estado (por si no queda claro, aquí “el Estado” no es el Gobierno, somos el conjunto de la ciudadanía). Pero aun así, con todos esos responsables, insisto, muy indirectos, sigue habiendo un responsable directo, que es el virus, y es algo que conviene no olvidar. 

Si nos vamos a los datos, en este país, las condiciones del confinamiento social se establecieron el 15 de marzo. Para entonces, se sospecha que un número importante de personas ya estaban contagiadas. El 28 de marzo se renovó el estado de alarma y se redujo la movilidad, deteniendo las actividades no esenciales, lo que hasta entonces significaba que mucha gente estaba yendo a trabajar, con el riesgo de contagio que ello conllevaba. Ya hablé de ello en la anterior entrada y me reitero en mi opinión, pero admito que quizá estaba siendo muy duro con el dilema economía/salud. No es tan sencillo, en absoluto. Tras eso, la primera quincena de abril se comenzó a ver una reducción significativa de los contagios, lo que coincide con la fase más dura del confinamiento. Desde entonces, las cosas han ido mejorando, sin olvidar que el periodo de incubación puede ser de hasta 15 días, al que hay que sumar los días en los que esa persona está siendo tratada por el sistema sanitario, hasta que es dada de alta, o desgraciadamente fallece.

Han sido cerca de siete semanas en las que, en mi opinión, la inmensa mayoría de la población se ha comportado de manera impecable, y lo sigue haciendo. Hay gente cuyo comportamiento ha sido menos impecable, igual que en cualquier aspecto de la vida, pero yo diría que ha sido una minoría amplificada por los medios de comunicación. En cualquier caso, la mayor parte de las violaciones del confinamiento se han producido estos últimos días, cuando se ha permitido salir a la calle por franjas horarias, y se han expresado en general en la forma de personas hablando o caminando juntas o niños jugando al fútbol en un parque. Y cada una de esas actitudes es criminalizada, una y otra vez, por infinidad de gente que no se ha parado a pensar en factores no despreciables que, por cierto, tampoco acostumbramos a ver en los medios, dedicados en cuerpo y alma a describir las bondades del ejercicio físico en casa, el teletrabajo o la educación a distancia. En definitiva, del confinamiento.

En primer lugar, sería interesante analizar por qué pocos países de nuestro entorno, si acaso alguno, han impuesto unas condiciones de cuarentena tan estrictas como las de España. Somos, junto con Italia, el país que más ha restringido la libertad de movimientos, llegando a una paralización casi total de la economía, y aun así, el número de fallecidos de nuestro país y los ratios de mortalidad son de los más altos de Europa. No parece, por tanto, que el confinamiento haya servido demasiado para reducir el número de contagios y fallecidos. Puede argumentarse, con toda la razón, que de no haberlo hecho, los números habrían sido mucho peores, pero entonces habría que plantearse por qué, si hubiéramos rebajado el confinamiento a los niveles de otros países, habríamos estado incluso mucho peor. 

En segundo lugar, se encuentra el tema de la economía. No seré yo quien defienda poner el dinero por encima de la salud, pero eso es fácil decirlo cuando sigues cobrando la nómina y tu situación económica apenas se ha visto afectada por el confinamiento. En este país vamos camino de una tasa del 20% y una caída del PIB próxima a 10%. Durante meses, mucha gente no tendrá (o no tiene ya) ningún ingreso, lo que se traduce en malnutrición, suicidios, problemas mentales, abuso de drogas o violencia de género. Especialmente viniendo de una situación de desigualdad ya muy severa, considerar que el confinamiento solo tiene un impacto positivo en la reducción de contagios y muertes, y que los efectos negativos son despreciables es mirarse el ombligo y no entender el mundo en el que vivimos.

La Universidad John Hopkins lo expresa muy bien cuando dice que: "Está bien documentado que las recesiones económicas no solo causan sufrimiento humano debido a la escasez, sino que también provocan problemas de salud y aumentos de la mortalidad. En resumen, el virus es letal; pero también lo es la pobreza". Y el dilema al que esto conduce, lo expresa de manera meridianamente clara:

Por lo tanto, ya se está haciendo un sombrío balance entre salvar diferentes vidas: salvar las vidas de los más vulnerables a COVID-19 contra salvar las vidas de los más vulnerables al suicidio, al abuso de sustancias y a la violencia doméstica. Además, estas vulnerabilidades significan que el distanciamiento social puede ser insostenible para grandes franjas de los estadounidenses más pobres. A medida que los responsables de la toma de decisiones contemplan las compensaciones económicas a medio plazo frente a las de salud pública, deben hacerlo reconociendo la naturaleza gravemente sesgada de los costos del distanciamiento.

(Traducción propia, original en inglés en el enlace)

Por último, tampoco son despreciables, especialmente para los niños, adolescentes y personas psicológicamente vulnerables (entre las que a menudo se encuentran personas mayores que viven solas), las implicaciones para la salud mental a medio y largo plazo de este confinamiento, por más que la mayoría de adultos lo llevemos con mayor o menor resignación. A menudo, la mención a estos problemas es tratada con cierto desprecio, como si fueran enfermedades accesorias que se pueden ignorar durante el tiempo que sea necesario.

A estas alturas parecería que estoy a favor de anular el confinamiento, o justificar a aquellos que se lo han saltado, y no es así. De lo que estoy a favor es de aplicar un mínimo sentido crítico a las medidas impuestas por las administraciones y de entender que las cosas no son blancas o negras, por mucho que esa sea la visión que nos venden. Durante siete semanas se han puesto en suspenso una gran cantidad de libertades civiles, y buena parte de la población lo ha asumido no solo de buena gana, sino que está dispuesta a extender dicha suspensión el tiempo que sea necesario para que el COVID-19 no cause más muertes, con independencia de las derivadas que pueda tener extender el confinamiento uno, dos o tres meses más. No disculparé a nadie, pero tampoco lo voy a convertir en un criminal.

No se trata de comportarse como si no pasara nada, pero tampoco pretender que un encierro estricto durante muchos meses no va a tener consecuencias o que es la solución definitiva a esta situación. La sociedad vive constantemente en un equilibrio entre los riesgos y las necesidades, y este no es un caso diferente. Si queremos no solo sobrevivir como individuos, sino también como sociedad, vamos a tener que jugar a un tira y afloja para encontrar el equilibrio entre el modo de vida lo más próximo a aquel que queremos mantener y el número de muertes por COVID-19. Y llegará un momento, como sucede con la polución de las grandes ciudades (que son consecuencia directa e indirecta de miles de muertes al año), que asumiremos que X muertes cada invierno es una cifra aceptable con la que tenemos que tragar si queremos seguir viviendo, aceptando que quizá un día seamos nosotros. Porque esperar encerrados en casa a perpetuidad, rezando para que la COVID-19 desaparezca por las altas temperaturas o aparezca una vacuna dentro de seis meses no garantiza que en 2021 no aparezca otro virus, tanto o más letal que este, o que la propia COVID-19 vuelva con una nueva mutación.

Somos seres humanos cuya biología nos expone a enfermedades como la COVID-19, tenemos un sistema sanitario, que como muchos otros, no estaba preparado para esto, y somos seres que tienden a concentrarse en grandes ciudades y se caracterizan, al menos en este país, por un enorme contacto social. Sin embargo, mucha gente parece dispuesta a sacrificar toda su vida sin fecha de vuelta atrás, sin poner condiciones ni considerar los efectos colaterales que ya se prevén. Como dice el filósofo Giorgio Agamben, las personas (en Italia, pero aplica también a España) tienen "tanto miedo de contaminarse que están dispuestos a sacrificar prácticamente todo, empezando por sus condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, los amigos, los afectos, pasando por las convicciones políticas y religiosas. Vivir como tal, sin más, no une a los seres humanos, mas bien los enceguece y los separa". 

Si a uno eso le hace sentir mejor, puede criticar el comportamiento de algunas personas, indignarse por ello y culparlos de todos los males del mundo, pero nadie, por mucho que se salte el confinamiento, puede ser apuntado con el dedo como el responsable de 25000 muertes, de la caída del PIB o de que haya millón y medio más de parados en este país. Y afirmar lo contrario es jugar a autoritarismos e ignorar décadas de estudio de la sociología y psicología humana.

Diario de la COVID-19: La lucha por las cifras

Escuchaba ayer a una tertuliana en el programa de Ferreras en La Sexta (de cuyo "periodismo" espectáculo espero hablar otro día) afirmar sin ruborizarse que, en África, en todo el continente (por si no queda claro), solo hay 15000 contagiados y 600 fallecidos. Ignorando todos los factores que pueden influir, para bien y para mal, en la incidencia que la COVID-19 pueda tener en África, debería ser evidente que, como mínimo, cualquier dato relacionado con el impacto de esta enfermedad en el continente africano debería ser tratado con mucha cautela.

Sirva esto de ejemplo de la forma en que los grandes medios de comunicación están tratando a diario los datos que se dan oficialmente: a pies juntillas y sin poner en duda su fiabilidad (hacerlo en el caso de los datos de África es especialmente incomprensible). A estas alturas ha quedado claro que ningún dato sobre la COVID-19, lo dé quien lo dé, es del todo fiable y que detrás de cada cifra hay muchos “peros”.

Entre los justificados encontramos la dificultad de valorar el impacto de una enfermedad con un alto número de asintomáticos o sintomáticos leves y una fase de incubación de hasta dos semanas, la saturación de los servicios sanitarios, la carencia de medios de detección y diagnóstico, las dudas científicas sobre los criterios de medición a aplicar o la existencia de incógnitas todavía sin resolver, como la posibilidad de que se puedan producir segundos contagios en personas ya curadas.

Pero hay más, y ahí entramos ya en el terreno de los grises. Como no podía ser de otra manera, la política ha invadido la lucha por los datos desde el principio, tanto a nivel interno como externo.

Desde el punto de vista internacional, ser un país con un alto número de contagiados y fallecidos lleva irremediablemente asociado el estigma de ser un país poco preparado, desorganizado y con una clase política deficiente. Lo que suele interpretarse como poca seriedad para pagar tus deudas, y en última instancia, mayores tipos de interés para financiarse internacionalmente en un futuro próximo, lo cual es una poderosa motivación para ocultar y manipular las cifras, mientras las circunstancias lo permitan. Dicho de otra forma, quizá España e Italia no hayan gestionado la crisis de la COVID-19 todo lo bien que hubiera sido de desear, pero quizá uno de sus problemas haya sido su incapacidad para maquillar sus cifras o haber sido dos de los primeros países afectados de manera masiva.

La componente interna tiene tanta o más importancia. Cualquier gobierno, nacional o local, sabe que las cifras de personas muertas y contagiadas son valoradas por los ciudadanos como una forma de medir la acción del gobierno de turno, incluso cuando existan muchos factores que quedan fuera del alcance de dichos gobiernos. Cada dato que se da representa no el grado de eficacia para gestionar la propia crisis, sino también la capacidad de reacción o incluso la preparación del país o la región para hacer frente a una situación así. Y cualquier partido de la oposición sabe es un arma que, bien empleada, puede generar muchos dividendos en el futuro. (Esto no implica, por supuesto, que los gobiernos estén libres de crítica o que haya muchas responsabilidades cruzadas que se obvian —intencionadamente— en los mensajes de los políticos, pero de eso hablaremos otro día).

Y de esta forma, nos encontramos con un panorama en el que los gobiernos manipulan los datos que tienen, ocultando fallecidos y contagiados, agregándolos o directamente ignorándolos para, de cara al exterior, limitar la pérdida de prestigio y de capacidad de financiación futura, y de cara al interior, no perder la próxima carrera electoral frente a partidos que, en muchos casos, tienen un comportamiento oportunista. Es cierto que estas son las cifras que tenemos, pero haríamos bien en, como al resto de la población, ponerlas en cuarentena y no precipitarnos a sacar conclusiones sin algo de sana crítica.

(Epílogo: a pesar de lo dicho, no me cabe duda, no obstante, de que sí hay gobiernos que lo están haciendo mejor que otros, pero la poca fiabilidad de las cifras hace muy difícil estar realmente seguro de cuáles son en estos momentos).

No lo llames teletrabajo, no lo llames educación a distancia, llámalo X

En estos tiempos convulsos, cuando haya que sentarse delante del ordenador de lunes a viernes para teletrabajar —aquellos que tenemos la posibilidad de hacerlo—, obligar a los niños a hacer los deberes del colegio o impartir/conectarse a una clase online, haríamos bien en recordar la situación de confinamiento y estrés psicológico en la que nos encontramos.

El teletrabajo y la educación a distancia son prácticas, más o menos utilizadas —menos que más—, que se desarrollan en circunstancias de normalidad, en las que, al acabar la jornada laboral o educativa, las personas salen a la calle, hacen deporte o ven a los amigos. Pero estas no son circunstancias normales, así que nos haríamos todos un favor si dejáramos de pretender que lo de ahora es teletrabajo o educación a distancia, y fuéramos consecuentes con la realidad antes de juzgar nuestro propio rendimiento o exigirle productividad a los que nos rodean, tanto a este como al otro lado de la pantalla.

No hacerlo es, aparte de inhumano para los demás y contraproducente para nosotros mismos, carecer del más básico conocimiento sobre la psicología humana.