Huellas

Muchas personas entienden un hijo como la vía a la inmortalidad, aunque en ocasiones no de manera consciente o con esas palabras. Permanece en el pensamiento colectivo la idea de que pasamos a la posteridad a través de nuestra descendencia; eso es lo que el ser humano deja para el futuro. Es posible que esa idea surja como respuesta a la inmediatez, a la cercanía, a la presencia de la muerte, que pasados los veinte y superado el complejo de superman nunca está tan lejos como nos gustaría; es un pequeño consuelo: el día que muera, sé que habré dejado un surco en la Historia, con mayúscula. Quizá un surco pequeño, quizá uno insignificante o, en el peor de los casos, uno teñido de maldad, de estupidez, de indiferencia. A lo Maquiavelo, la inmortalidad bien se merece todo lo demás.

Podemos aplicar lo mismo a aquellos que a través de sus obras consiguen trascender su existencia: inventores, pintores, filósofos, escritores, creadores en general, pero también asesinos, genocidas, torturadores. Es muy interesante el caso de estos últimos, que son escoltados y conducidos a la eternidad por las víctimas sobre las que descansa su nombre. Has de saber que no fue suficiente con morir; vas a contribuir a llevar a tu verdugo al fin de los tiempos. Nadie recordará tu nombre, sólo el del asesino que con sus manos o con las de otros, te quitó la vida. Se escribirán biografías, se analizará su vida, se rodarán documentales, todo gracias a tus lágrimas, tu sangre y tu sufrimiento. La memoria no hace distinciones: recuerda algo o no recuerda y las razones por las que lo hace son irrelevantes; no es posible aplicar un filtro a nuestros recuerdos como si se tratase de una hoja de cálculo. Sería deseable que la Humanidad se permitiese olvidase la identidad de los asesinos; no borrarlos, no negar su existencia. Dejarlos de lado, sacarlos de la Historia o arrinconarlos en una esquina; sus víctimas se merecen al menos el respeto de que no encumbremos a aquellos que acabaron con su existencia. ¿Sería eso negar la memoria de las víctimas? Quizá. Pero, en realidad, ¿de la memoria de quién estamos hablando? En la cabeza resuenan Stalin, Hitler, Pol Pot, Torquemada. Debajo de ellos, como piezas prescindibles, intercambiables, algunos nombres sueltos. Millones de asesinados de los que sabemos algo cuando aparecen en los medios por alguna conmemoración, evento, o curiosidad histórica. Nombres que olvidamos a los pocos segundos pero que son los granos de arena que construyen el castillo de sus verdugos. Sólo aquellos que tienen una relación directa con las víctimas conocen alguno, pero es cuestión de tiempo que esa línea acabe por deshilacharse y romperse; adivinen entonces quién permanecerá en la Historia. Por tanto, ¿la memoria de quién estamos preservando? No parece un trato justo. 

En un tercer grupo quedan aquellas personas sin descendencia ni relevancia histórica; aquellas que no dejan nada detrás de ellos. Aquellas que simplemente, desaparecen, pasan sin hacer demasiado ruido, sin levantar la mano, sin molestar. Esas que alguien se atrevería a decir que no dejan surco, huella, memoria. Sin embargo, afirmar eso es dotar de una trascendencia que no tiene la existencia humana y al mismo tiempo negar la existencia concreta de esos seres humanos. Lo cierto es que nadie muere sin dejar huella y todos morimos sin dejarla. Porque en un abanico de infinitos universos posibles, son los actos de cada ser animado o inanimado a lo largo de millones de años los que hacen que las cosas sean exactamente como son y no de otra manera. Y sin embargo, cuando al final de los tiempos todo esto se apague, lo que somos y lo que fuimos desaparecerá como una pisada en la arena al llegar una ola.