Imbéciles

Propongo que tratemos a los imbéciles como a imbéciles.

Por su bien, el nuestro, el de la Humanidad y el del planeta y todos los seres que lo habitan, dejemos de enmascarar la realidad. Dejemos de tratarlas como personas que razonan, que tienen opiniones fundamentadas e incluso son capaces de cambiarlas, que comprenden el mundo en el que nos movemos, sus complejidades e injusticias, que tienen propósitos que van más allá de ellos mismos. No podemos considerarlas por más tiempo como individuos con los que se puede tener una conversación productiva o ni siquiera educada, que van a mejorar este mundo, con las que es posible un intercambio de impresiones con un mínimo de racionalidad. Es la hora de dar un paso adelante y hacerles comprender y asumir que son imbéciles. Que eso les da unos derechos y les quita otros.

Aunque mi opinión personal es que el imbécil se hace, para evitar suspicacias, en la era de la corrección política y a pesar de la evidencia en contrario, podemos incluso aceptar que hoy en día el imbécil nace, no se hace. Así, igual que ninguna persona se siente insultada por ser morena o bajita, ninguna lo hará por ser imbécil. Debemos eliminar la carga negativa del término y poder decirle a alguien: «No podemos hablar porque aunque no lo sepas, eres un imbécil y esta charla estúpida no nos va a llevar a nada» sin que se lo tome mal. O «Tus esfuerzos por imponer tus ideas de imbécil a gritos son elogiables, pero ya sabes que tu opinión no tiene valor, ¿o es que no recuerdas que eres un imbécil?» o «No, usted no tiene derecho a voto, es un imbécil» o un sencillo y directo «Cierra la boca, imbécil».

Por el otro lado, eso también liberará a los imbéciles de responsabilidad. Sí, tendrán que aceptar, por ejemplo, que por su condición de imbéciles no pueden votar o salir en programas de televisión vociferando estupideces desde lo alto de tribunas mediáticas. Pero al contrario, eso también les traerá ventajas. Eres imbécil, puedes vanagloriarte de no leer libros. Eres imbécil, tienes permiso para ladrar a gritos por el móvil en el metro. Eres imbécil, podemos soportar que el ruido de tu moto de mierda a las tres de la mañana despierte a todo el vecindario. Eres imbécil, puedes utilizar los altavoces del móvil para escuchar música en el autobús. Eres imbécil, puedes obviar cualquier evidencia científica o hecho demostrado cuando abras la boca. Sí, eres imbécil, es cierto, pero no por ello las personas te miran mal, solo entienden tus limitaciones y te compadecen.

Porque con la tontería esta de tratar a todo el mundo por igual, al final lo único que estamos consiguiendo es que personas malvadas y psicopáticas y a veces también imbéciles lleguen a altos puestos de la política o tengan un lugar destacado en la sociedad, aupados ahí en volandas por hordas de imbéciles. Personas malvadas y psicopáticas y a veces también imbéciles que a su vez se rodean de más personas malvadas y psicopáticas y a veces también imbéciles dispuestas a hacer de este un mundo más imbécil, conscientes de que el sujeto imbécil es manipulable, es estúpido, es maleable, pero también de que hay personas que no lo son y que esas personas son peligrosas para ellos y sus intereses.

Si conseguimos que los imbéciles entiendan, lo que anticipo que no será fácil ni indoloro, que el mundo será mejor incluso para ellos y su prole si se mantienen al margen de los asuntos importantes y se limitan a su patética existencia, es muy probable que con cada nueva generación tengamos menos imbéciles, hasta que un día, quizá, solo quizá, nos hayamos librado de ellos o al menos, los hayamos relegado a un rincón tan insignificante que olvidemos que están ahí.

Perdamos el miedo a mirar al imbécil a los ojos y decirle: «Eres un imbécil, pero no es culpa tuya, y ahora apártate de mi camino», y regalarle la mejor de nuestras sonrisas.

¿Inteligencia? colectiva

Ayer estuve viendo el primer capítulo de la miniserie británica Black Mirror (la pantalla negra que queda en cualquier dispositivo cuando éste está apagado), que les recomiendo encarecidamente que no se pierdan si tienen la oportunidad de verla. Sin desvelarles ningún secreto de la trama, el argumento de este primer capítulo gira en torno al poder viral e irreflexivo que las redes sociales pueden llegar a tener hoy en día, llegando a forzar decisiones gubernamentales y marcando la agenda periodística, a menudo más preocupada por los trending topics que por dar un enfoque objetivo y reflexivo a la realidad.

Hace unos días en un medio digital de ámbito nacional, un periodista poco dado a los números afirmaba que los aproximadamente 3,6 céntimos por litro que supondría la subida del IVA de los carburantes del 18% al 21% harían que la gasolina, que en ese momento estaba a 1,51 €/litro, pasase a superar los 1,8 €/litro. Evidentemente, 1,51 € + 0,036 € no suman 1,8 €, sino 1,546 €. No sé si fue gracias a los comentarios que hicimos un par de personas (de un total de más de 100 comentarios), pero el caso es que aproximadamente un par de horas después el titular indicaba que en lugar de superar los 1,8 €, se situaría "rozando" los 1,6 €/litro. Sin embargo, el error todavía persiste en el último párrafo de la noticia, y al parecer numerosos medios cometieron este error, al proceder la información de una noticia de Europa Press evidentemente poco analizada y contrastada. No es mi intención entrar a valorar errores periodísticos de bulto, tarea que ya hacen otros de manera admirable, ni tampoco analizar lo sencillo que resulta cambiar el contenido de una noticia digital sin que los lectores siguientes a la modificación perciban dicha alteración. La cuestión aquí son el centenar de comentarios de Público.es que ignoraron el contenido de la noticia, o las personas que en lugar de plantearse si la información era correcta, retuitearon directamente la información.

Durante los últimos meses, proliferó en las redes sociales (Facebook y Twitter, principalmente) la información de que en España hay aproximadamente 450.000 políticos, argumento que saltó de estos entornos más o menos "populistas" a medios más "serios" como tertulias radiofónicas, artículos de opinión, periódicos digitales y probablemente también a la televisión. En la situación actual de crisis y gracias al malestar existente con la clase política, resultaba tentador prescindir de cualquier análisis crítico e ir directamente a los números, que mostraban una comparación entre España y Alemania en población y políticos que facilitaba poner a los nuestros a caer de un burro. Afortunadamente, a estas alturas diversos medios ya han aclarado que de cuatrocientos mil políticos, nadadenada. Sin embargo, dicha información ha sido repetida hasta la saciedad durante meses probablemente por miles de personas en Twitter, Facebook, Tuenti, blogs personales, conversaciones con amigos, tertulias "políticas" y vayan a saber dónde más.

La cuestión aquí no es la falta de espíritu crítico que parece alumbrar todos estos ejemplos (en especial los dos últimos), que sería material para un blog de diferente temática, sino poner de relevancia la fuerza y el poder que las redes sociales están adquiriendo poco a poco (y que sin ese espíritu crítico, no son otra cosa que altavoces de intereses ajenos). Cierto es, en mi opinión, que no estamos todavía en condiciones de afirmar que Facebook o Twitter puedan ser representativos de la realidad social o política; por un lado, el diseño de las redes sociales en torno a "amigos" y personas con mismas aficiones y opiniones tiende a actuar como una lupa en la que las opiniones propias se ven automáticamente respaldadas por la —nuestra— comunidad y también como una burbuja en la que el usuario accede a los contenidos que le son afines (aunque esto es aplicable también a los ámbitos no digitales). Por otro, es conveniente no olvidar que una gran parte de la población con voz y voto no está presente en las redes sociales.

Sin embargo, no es descabellado pensar que la tendencia actual hará que Facebook, Twitter, Youtube, etc., o aquellas tecnologías y empresas que las releven en el futuro, vayan cobrando una mayor relevancia e importancia con el paso de los años y a medida que los actuales nativos digitales las incorporen a las diferentes esferas sociales. Sin dejar de lado los aspectos completamente beneficiosos de las redes sociales, todos hemos visto la típica escena de película de vaqueros en la que una masa enfurecida trata de linchar a un sospechoso, con independencia de que se haya decidido su culpabilidad o no; todos conocemos la frase difama que algo queda. Quizá no sea hoy, pero como sucede en el capítulo de Black Mirror, puede llegar un día en el que la masa social a través de las herramientas de comunicación digital pueda llegar a hundir una empresa, a una persona, o participe involuntariamente en la comisión (de cometer) o difusión de un acto ilegal o reprobable. ¿Es tolerable permitir que algo así pueda suceder con total impunidad, como si estuviésemos a bordo del Orient Express?

Por tanto, desde el punto de vista social, la cuestión es: ¿cómo conseguir que esa inteligencia colectiva no sea en realidad un martillo neumático que se pone en marcha de manera arbitraria a veces, orquestada en otras, destrozando aquello que encuentra a su paso con o sin razón? Y lo que resulta igualmente importante: ¿cómo hacerlo sin que a) entremos en el peligroso mundo de la censura y b) el martillo neumático lo entienda como censura? ¿Es razonable empezar a pensar en mecanismos de (auto)control?

Desde el punto de vista de la empresa, no tengo ninguna duda de que la defensa, monitorización y control de la imagen de marca y la reputación (digital o no; cuando lo digital salta al mundo físico no tiene sentido diferenciar) y los riesgos que la rodean van a adquirir una importancia destacable en los años venideros. En el primero de los ejemplos, en un momento del capítulo el primer ministro británico pregunta a su asesora por el protocolo a seguir. Pueden imaginarse la respuesta.

La herida oculta

Ayer, mientras volvíamos de Lerma en el coche, tuvimos la ocasión de escuchar a Ricard Ruiz Garzón hablar del libro La herida oculta, que en ocho historias de diferentes escritores trata de mostrar la "problemática" (dejemos ahí ese eufemismo) detrás de los trastornos psicológicos como la esquizofrenia, la depresión o el trastorno bipolar entre otros. Durante la tertulia, tanto unos como otros reclamaban una mayor visibilidad para este tipo de enfermedades, estigmatizadas y escasamente reconocidas tanto por los propios enfermos como por las autoridades sanitarias (pidan cita en el psiquiatra o el psicólogo en la Seguridad Social, y ya verán la risa que les entra); si ya en España la situación es patética, en la Comunidad Valenciana rozamos el tercermundismo, con 2,4 psicólogos clínicos por 100.000 habitantes en 2008, cuando en 2004 la media europea era de 18. En fin, qué les voy a contar que no sepan ya.

Una reflexión que me pareció particularmente interesante fue la relacionada con la manera de hablar; mientras que términos como "sidoso" han sido abandonadas por considerar que la persona no debe ser definida a partir de la enfermedad, se siguen utilizando términos como "esquizofrénico", en lugar de "persona con esquizofrenia" (Laura me apunta que por eso precisamente debe hablarse de "persona con discapacidad" en lugar de "discapacitado"), tanto en el público como en el médico, teóricamente más dado a cuidar la integridad del paciente en las formas. He de decir que, si bien no soy especialmente amante de la corrección política, son aspectos terminológicos que no deberían considerarse baladí.

Volviendo a la tertulia, varios de ellos mostraban cierto optimismo respecto al futuro de estas enfermedades, especialmente en su reconocimiento público y privado, lo que irremediablemente mejoraría los medios y por tanto el éxito en el tratamiento. Es aquí donde discrepo profundamente. Estoy convencido de que la forma de vida que promociona la sociedad capitalista actual (productividad, competitividad, consumismo y crecimiento económico a cualquier precio) va estrechamente ligada al incremento de los trastornos de ansiedad o depresión en las sociedades "avanzadas". Dar completa visibilidad (y tratamiento psicológico, como imprescindible complemento al farmacológico) a uno de los extremos permitiría vislumbrar esa relación en toda su magnitud, algo que —por tanto— no parece probable que vaya a suceder.

NIMBY, o "Sí, pero no aquí"

No defenderé la posición de Sarkozy en la expulsión indiscriminada de gitanos rumanos y búlgaros en Francia, pero tampoco defenderé la posición de la comisaria Reding, y no sólo por comparar la situación con las expulsiones de los judíos en la Segunda Guerra Mundial, que tiene tela, sino porque se trata de un evidente caso de aplicación de principios NIMBY: "Not In My Back Yard", que en castellano viene a ser "Sí, pero no aquí".

En otras palabras, la comisaria es consciente de que en su posición económica y política, jamás tendrá que lidiar con las consecuencias personales de vivir junto a un asentamiento gitano, por lo que puede permitirse el lujo de criticar medidas destinadas a solucionar problemas de otros ciudadanos que ella jamás tendrá. Quizá me esté escorando a la derecha, pero estoy bastante seguro de que a ninguno de los pocos pero imprescindibles lectores de este blog le gustaría tener un asentamiento de gitanos rumanos/búgaros pegado a su casa. Ahora bien, no hay que olvidar que la posición de la comisaria Reding es imprescindible para alcanzar cierto distanciamiento de los problemas y poder analizarlos con cierta objetividad, alejado de los prejuicios personales o las consecuencias que éstos tienen hacia uno mismo; no hay que ser muy listo para adivinar la opinión que tienen de esta medida las personas deportadas, o aquellas que tienen un campamento gitano cerca. Nos encontramos pues en un dilema en el que hay que proteger a aquellos que carecen de los medios básicos de subsistencia o tienen una "filosofía de vida diferente", pero al mismo tiempo es necesario defender los derechos de aquellos que pueden verse afectados por esa forma de vida. La situación no es fácil, y teniendo en cuenta que Sarkozy se debe a sus ciudadanos (por interés personal y por obligación política), y que los asentamientos son de inmigrantes, no es difícil ver la lógica en su medida.

Por otro lado, también habría que considerar la razón por la que los búlgaros y rumanos están emigrando hacia otros países de la Unión Europea más prósperos (aquí ya no viene ni cristo), y poner medidas para solventar dichos problemas. No obstante, para bien o para mal, la efectividad de dichas medidas se vería limitada por la soberanía nacional de ambos países, la escasa voluntad de Europa para ayudarse entre sí mientras no se trate de asuntos financieros de alto nivel, y la corrupción e incompetencia inherente a la mayor parte de la clase política, independientemente de su nacionalidad e ideología. En otro ámbito, cabría analizar si los asentamientos gitanos responden a necesidades de primer nivel, como puede ser la falta de vivienda, o como decía antes, se trata de estilos de vida tradicionales que tienen difícil cabida en las ciudades europeas contemporáneas. Por último, no hay que despreciar un cierto componente xenófobo fomentado por los partidos políticos de extrema derecha y bien aceptado y asimilado por la ciudadanía, que condiciona, permite y facilita la toma de decisiones de este calibre o incluso peores (aunque a Sarkozy no parece temblarle la mano a la hora de tomar decisiones, sean del calado que sean), por lo que no viene mal una voz discordante, en este caso la de la comisaria Reding, aunque sea para llamar la atención sobre el asunto; el resto de países europeos, bien por intereses de carácter político y/o económico, bien por mantener su libertad de acción en el futuro respecto de situaciones similares, prefieren mantenerse al margen o no participar de las críticas de la comisaria.

En definitiva, que nosotros nos quedamos como al principio, sin una solución clara, y los gitanos rumanos y búlgaros a merced de los gobiernos locales donde se encuentren asentados, ya que no sería de extrañar medidas similares en un futuro cercano por parte de otros países, ahora que Francia ha dado el primer paso.

Petardos

Cada vez estoy más convencido de que el tamaño de los petardos que una persona tira está en relación directa con su grado de estupidez, y en relación inversa con el tamaño de su cerebro. En el caso de los menores de catorce años (ya saben, por no discrepar de aquello de la edad penal), esta regla se aplica al familiar gracioso que le provee del material pirotécnico.

Hay momentos en los que desearía que alguno de estos sujetos perdiese un par de dedos, para que al menos él y sus amigos dejase de molestar por un rato. No es que no me gusten las Fallas, no, aunque cada vez me gustan menos; será que me hago mayor. El problema es que con la excusa de las Fallas, la fiesta, la pólvora y la madre que la parió, los mismos gilipollas de siempre, por decirlo sin rodeos, campan a sus anchas por Valencia sin que nadie les diga nada con petardos que sin demasiada dificultad le convierten a uno en inválido.

Lo peor de todo es que aunque nadie lo diría, las Fallas todavía no han empezado, algo que los descerebrados que llevan debajo de mi casa todo el fin de semana (son las doce y media de la madrugada del lunes y siguen ahí) probablemente no sean capaces de entender, por aquello de la relación del petardo y el cerebro que les comentaba al principio. Como siempre, la que nos espera; a ver cuántos dedos y manos son noticia este año.