Balconing

El principal inconveniente que veo en esta extraña afición de idiotas (nacionales o de importación, da igual, idiotas al fin y al cabo) denominada "Balconing" (que consiste, según elmundo.es en "pasar de un apartamento a otro o de saltar de habitación en habitación a través de los balcones. También los hay que tratan de utilizar la terraza como trampolín a la piscina del hotel"), es que uno de esos gilipollas te caiga encima borracho y drogado y aparte de salvarle la vida y joderte las vacaciones, lo que ya es grave de por sí tal y como está el patio, te compre una habitación en la morgue más cercana. Claro que en el mejor de los casos (i.e. no te cae encima) no hay que olvidar que el tema del levantamiento del cadáver y la limpieza de la sangre pueden agriarte la mañana en la piscina, y los costes médicos que se generan no son despreciables. Propongo que no nos entrometamos y dejemos actuar a las sabias leyes de la evolución natural que nos han traído hasta aquí (lo que no sé determinar si es bueno o malo), lo que como efecto colateral podría tener un nada despreciable efecto disuasorio sobre el resto de idiotas.

Un ruso, otro ruso y un húngaro irresponsable

El pasado sábado estuve viendo Eurovisión, como al parecer unos cuantos millones de españoles. Bueno, en realidad sólo podemos estar seguros de que lo vieron unos miles y yo, que son los que tienen el cacharro en casa (y yo que lo acabo de admitir), pero ya saben cómo funciona todo esto de la estadística y la extrapolación.

En fin. No sé si vieron ustedes la actuación del ganador, o ganadores: el cantante (Dima Bilan), un patinador que había ganado nosecuántos premios y medallas (Evgeny Pluschenko), y un violinista húngaro (Edvin Marton, o Csűry Lajos Edvin para ustedes, en realidad) tocando un Stradivarius de 1697; un violín de esos que valen una millonada y sólo quedan unos cuantos. El suyo en concreto —en realidad no es suyo, pero se lo han dejado de por vida, así que qué más da— tocado por el mismísimo Paganini, según Edvin, aunque la Wikipedia no lo incluya entre los ejemplares renombrados. Y Paganini no es el de los cromos, no se confundan; ese es Panini.

Les describo brevemente la escenografía, por si no tuvieron el privilegio de ver el show. El cantante cantando, y el violinista tocando, ambos haciendo todo tipo de aspavientos estilo Operación Triunfo, mientras el sujeto de los patines daba vueltas a su alrededor, bailando como sólo saben hacerlo los patinadores sobre hielo (y eso no es necesariamente bueno). Y todo eso, en un circulo de quizá tres metros de diámetro a lo sumo. Tiene su mérito, hay que reconocerlo.

Imaginen ahora por un momento que el campeón olímpico se resbala y le mete un codazo al húngaro, quien deja caer al suelo un instrumento de semejante valor. O que el cantante, todos somos humanos, se equivoca en sus cálculos coreográficos y lanza al húngaro contra el patinador, violín incluído. O imaginen que, cuando se están haciendo la foto del ganador, con aquello de la euforia desatada y las ganas de salir retratado (por cierto, y a modo de inciso, ¿no les pareció que cuando entrevistaron a Chikilicuatre la bailarina española que aparecía a la izquierda de las pantallas se exhibía demasiado?), alguien empuja a alguien, que a su vez empuja a otro alguien, que empuja a otro alguien, quien a falta de un apoyo mejor, acaba empujando al húngaro, que sostiene el Stradivarius en lo alto, y que por puro instinto y para evitar romperse la nariz contra el material sintético que simula el hielo, se olvida de lo que se lleva entre manos y pone las dos manos en el suelo, con todo lo que ello implica (es decir, la nariz del húngaro a salvo y el objeto de incalculable valor a freír espárragos).

Imaginen algo así, y entenderán el sufrimiento que tuve que soportar durante algunos momentos de la "gala". Dicho esto, ayer comentaba con una amiga que me parecía una irresponsabilidad hacer algo así, como si, como bien apunta Jorge Galindo, yo «cogiese un Dalí y me lo echase enrollado bajo el brazo para enseñarlo en la cafetería de la uni». A lo que ella me contestaba que si lo había pagado, podía hacer lo que quisiese con él.

Sin extenderme mucho más: no. El Vaticano no es —o no debería ser— libre de pintar de rosa fucsia la Capilla Sixtina ni nadie tiene derecho a utilizar un Van Gogh de alfombra; y no importa lo que haya pagado. Los únicos que pueden hacer eso son sus autores; el pago es en concepto de préstamo, no de propiedad, o eso debería ser. Al menos, eso creo yo.

Cosas que me sacan de quicio

Soy una persona calmada y tranquila. Siempre lo he sido. Una de esas que pueden estar en medio de una gran vía parado durante media hora sin rechistar, de esas que pueden estar en un atasco en la autopista durante horas sin hacer de eso un drama. Pero las cosas como son, hay personas y situaciones que me sacan de quicio, y esta mañana me he topado con una de ellas; una persona y una situación. Les cuento.

Ayer por la noche aparqué en una calle cercana a mi casa, en la que hay un colegio de primaria y párvulos, si no estoy equivocado y son lo mismo. La calle en cuestión, en la que vivían hace unos años mis abuelos maternos, tiene una longitud de trescientos metros y es en los dos primeros tercios bastante estrecha, a lo que hay que sumarle los coches aparcados a la derecha encima de la acera. Como es natural, a las nueve de la mañana, hora a la que cojo habitualmente el coche para ir a trabajar, está llena de madres, padres y críos que entran al colegio. No suelo aparcar allí si no tengo necesidad, pero ayer no me quedaba otro remedio. Así que esta mañana he cogido el coche, y a paso de peatón, deteniéndome cuando era pertinente y necesario, he avanzado hacia el final de la calle, sin meterle prisa a nadie, sin tocar el claxón, y asumiendo las circunstancias del momento. Pero he aquí que al llegar a la puerta del parvulario, tras estar parado más de dos minutos esperando que la gente me abriese paso (no hablamos de cincuenta mil personas) un hombre de quizá sesenta años que llevaba a su nieto al colegio me mira y me escupe: "No tienes vergüenza", haciendo referencia sin duda a la circulación de mi coche por allí a esas horas de la mañana.

Como les decía al principio, acostumbro a ser una persona conciliadora, pero no siempre. Los gilipollas integrales me sacan de quicio. Entiendo que hay que llevar cuidado, que un chiquillo es algo frágil, y que hay que tomar las precauciones debidas. Pero también que si he aparcado al principio de una calle que no es peatonal y tengo que coger el coche para ir a trabajar, tengo todo el derecho a hacerlo llevando, según lo dicho, el cuidado oportuno. No recuerdo toda la "conversación", pero en pocos detalles, cometo el error de contestar a su impertinencia -con su misma cordialidad- diciéndole que no tengo otra manera de sacar el coche para ir a trabajar y que me dé otra solución, a lo que responde que sabe como va él a trabajar, no cómo voy yo.

No suelo perder los estribos, pero en este caso, la estupidez me ha superado y le he respondido literalmente "Señor, es usted francamente imbécil", y antes de que las cosas llegasen a mayores, con bastante mala hostia, he seguido mi camino. Y es que ya les digo que a los gilipollas integrales no los trago y en algunas ocasiones, hasta me sacan de mis casillas.

(Para acabar, les dejo con un homenaje a un grande que se nos ha ido hoy)

Criterios de felicidad

Esta noche, viendo a la comentarista del Telediario de La Primera sonreir como si acabase de tocarle la lotería cuando hablaba del triunfo de Nadal en Roland Garros, me he preguntado porqué la gente se pone -incluído a veces un servidor- tan contenta cuando algún compatriota, generalmente deportista, gana algo. Quiero decir, la gente vive enfangada en su propia miseria, en su propia vida de mierda, y se alegra porque un sujeto al que no conoce de nada y que -habitualmente- vive sin ninguna preocupación gane un partido de tenis, un partido de fútbol o una carrera de Fórmula 1. Ya sé algunas de las razones a este particular comportamiento, no teman. Una podrían ser las consideraciones patrióticas -chicos no empecemos- que es obvio que existen y se fomentan desde los medios de comunicación, otra la necesidad que tiene la gente de evadirse de la putrefacción existencial en la que están sumidos, y por último, el sentimiento de grupo, que imagino que enlaza con la primera. Pero qué coño quieren que les diga, no voy a comprenderlo todo siempre ni a compadecerme de mi mismo y de los demás una y otra vez, así que la única respuesta que encuentro a esto en estos momentos es la siguiente, que ya conocen: somos gilipollas.

Porque lo peor es que cuando un compatriota efectivamente hace algo que vale la pena, que no es ganar un campeonato de Fórmula 1 ni la Liga de Campeones ni el Masters de Augusta, sino algo como desarrollar técnicas que salvan la vida de las personas, a la gente se la suda. Ya ven lo absurdos que son nuestros criterios de felicidad.

¿Es la gente... gilipollas?

Ya sé lo que les dije el otro día acerca de escribir ficción, pero hay ciertas cosas a las que no puede uno resistirse; me van a disculpar si el siguiente comentario es algo largo. Al menos lo intentaré hacer ameno en la medida de mis posibilidades, que no nos engañemos, no son muchas. Tampoco crean que les voy a decir nada nuevo; en esto de la reflexión política, si es que se atreven ustedes a utilizar tal denominación, no soy nada innovador. Más bien al contrario, soy bastante típico, pero qué le voy a hacer. Lo que venía a contarles hoy es que un rato después de acabar de escribir la entrada del otro día, ví en Noche Hache una pequeña encuesta a pie de calle hecha por Marta Nebot en la que se le preguntaba al viandante sobre temas de política. Sí, claro que sé que Cuatro es una cadena sociata, pero eso no viene al caso ahora. El caso es que hubo dos que me llamaron especialmente la atención, aunque en conjunto eran todas las opiniones bastante deprimentes. En la primera de ellas, una mujer acusaba al PSOE de intentar hacer creer a los españoles que ETA había sido la causante del 11-M. Tras unos momentos de vacilación, no le quedó más remedio que admitir que se estaba liando; menos mal que se dió cuenta. Sin embargo, la mejor era la segunda que recuerdo, que es la que da origen a esta entrada.

La encuestadora le pregunta a una mujer de quizá cincuentaytantos qué opina de ZP, a lo que esta responde literalmente Es un gilipollas. Su interlocutora le pregunta, asombrada, cuáles son las razones para tal opinión, y contesta algo como que es un gilipollas porque lo dice su hermano, que siempre está metiéndose con él. Tras esta asombrosa gilipollez, esta vez sí, mi señora L., bastante indignada, me pregunta si es que la gente es gilipollas. Y yo, aparte de contestarle que sí, que la gente es efectiva y profundamente gilipollas, les traslado la pregunta a ustedes, a pesar de la redundancia del insulto: ¿Creen que es la gente gilipollas? No, no estoy siendo laxo en el uso del lenguaje. No interpreten nada: ¿es la gente gilipollas?

Y no me refiero sólo a esta buena y paleta señora (perdóneme buena mujer, pero puestos a ello, seguro que su hermano opina lo mismo que yo). Si sólo fuese esta tonta, otro gallo nos cantaría. A lo que voy es a cómo es posible que la gente que ha salido más reforzada de estas elecciones sean los especuladores del ladrillo [gracias, primo] y muchos sujetos políticos de dudosa reputación y peores escrúpulos, imputados por delitos más que sospechosos; Fabra es el primero que me viene a la cabeza. O cómo es posible que aún haya gente que crea que ETA tuvo algo que ver en el 11-M, o el populacho ignore conscientemente o disculpe barbaridades urbanísticas simplemente porque la causa de éstas es la construcción del estadio de "tu equipo". Para mí, esto es casi incomprensible. Verán, hace unas semanas salía en prensa el señor Alfonso Rus, alcalde de Xàtiva, porque al parecer había llamado burros a sus propios votantes, ya que en un mítin había prometido que llevaría la playa a Xàtiva, y eso le había conseguido la reelección. Para los que no la conozcan, Xàtiva es una bonita ciudad que está situada aproximadamente a cuarenta y cinco (45) kilómetros de Valencia hacia el interior [actualización 12:25h], segun la Wikipedia. Sí, ni más ni menos. Cuarenta-y-cinco. Cágate lorito. Mucho tiene que subir el nivel del mar para que Xàtiva vea algún día las olas del Mediterráneo.

Por supuesto, esto es lo que el sujeto este, por llamarlo de alguna forma, opina. Otra cosa es que realmente la gente creyese esta promesa y por eso le votase, aunque el hecho es que esta bonita ciudad hizo alcalde a un señor que decía que iba a llevar la playa a Xàtiva, cosa que es literalmente imposible; no sé de qué se asombra El Levante de que les llame burros, ni a qué viene tal indignación periodística. Porque sí, efectivamente son burros y muchas cosas peores. La gente se cree lo que un tipo subido en un pedestal le diga. La gente se cree que un producto es mejor que otro simplemente porque un médico, un actor o un presentador se lo dice en televisión. Porque básicamente, e incido, la gente es tonta. No sé si pillan la idea que quiero transmitir, aunque creo que sí. Esto es de alguna forma como el anuncio del Smart; metiendo dinero y gente, puedes hacer que la gente se crea cualquier cosa.

Hace algunos meses ya, cuando aún estudiaba la eternamente inacabada carrera de Filosofía, tuve una pequeña discusión en clase en torno a la capacidad de la gente para pensar por sí sola. En un extremo de la balanza, el individuo es capaz de tomar sus propias decisiones de manera autónoma en todas las circunstancias posibles, y si no lo hace así, se le culpabiliza por no llevar las riendas de su propia vida. Algo como esto es una utopía y me parece totalmente injusto. La gente no tiene siempre el tiempo, la formación y la capacidad para ello, y es totalmente comprensible que adopte modelos ajenos de conducta, opinión o ideológicos en ciertos ámbitos; todos lo hacemos de vez en cuando, y no hay nada de malo en ello. No obstante, eso no tiene porqué hacerle perder una posición crítica en muchos otros aspectos. En el otro extremo se plantea que, puesto que el sujeto carece de, como decía, la formación, el tiempo y la capacidad, no se le puede pedir que piense por sí mismo, y se le victimiza; es la sociedad la que le subyuga y le vuelve idiota. Pues no, perdone. Las cosas no acostumbran a ser blancas o negras, así que la cuestión reside en buscar el punto intermedio entre ambos extremos. Para variar.

Enlazando la idiotez no congénita y aprendida de las personas con nuestros amigos los políticos, uno podría pensar que un ciudadano formado y con capacidad de análisis crítico sería beneficioso, ya que votaría a la que considerase la mejor opción tras un análisis de cada uno de los programas electorales. Claro que eso implicaría la necesidad de que los políticos desarrollasen propuestas electorales viables (más playas en Xàtiva: conectar mediante AVE *todas* las capitales de provincia. Vamos, señor Rajoy, no nos haga perder el tiempo...) y discursos tanto razonados como razonables. Pero por desgracia, los políticos son conscientes del esfuerzo -y a menudo, de su incapacidad- para hacer tal cosa, por lo que escojen el camino rápido que es agilipollar a la gente y así poder manipularla sin más que subirse a un estrado y gritar cuatro tonterías a pleno pulmón llenas de descalificaciones.

Concluyo. Esta entrada es simplemente una respuesta a la incógnita de cómo es posible que los más beneficiados por las elecciones sean los sinvergüenzas de siempre que todo el mundo ya conoce. Sí, la gente es idiota. Tonta. Gilipollas. Faba. Imbécil. Y aunque a nadie se le pueden pedir imposibles, tampoco a nadie se le puede excusar de toda capacidad crítica. Y como creo que ya les he dicho, a los hechos me remito.

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Por lo demás, llegada la temporada de verano, van a haber algunos ligeros cambios en el blog, que afectan sobre todo a la periocidad de publicación. En estos momentos, estoy poniendo a razón de una entrada diaria, algo que creo que incluso puede ser demasiado para algunas personas de las que me leen. Tengan en cuenta que tengo que trabajar, salir a correr, hacer la cena, tareas de limpieza varias, sacar a Samy de paseo, comprar cuando se tercia, escribir algo más serio, y tareas diversas. Y todo eso, dejándole a mi señora su correspondiente parte de tiempo y protagonismo. Imagínense. Así que de una al día vamos a pasar a una cada dos días o de vez en cuando, incluso una cada tres días. Aunque seguramente me conocen bastante bien; digo esto y seguro que sigo como hasta ahora. Ya veremos, pero al menos quedan advertidos.