Luna

Aterrorizado hasta la médula y alejándome a toda velocidad bajo la luz amarillenta y lánguida de las farolas, escuché la puerta cerrarse con violencia detrás de mí y no fue hasta mucho tiempo después, tras recorrer varias calles, cuando estuve a una distancia que consideré prudencial, que reduje el ritmo y volví la cabeza hacia atrás, sin pensar por un segundo en detenerme, para descubrir con sorpresa que a pesar de mis temores nada ni nadie me seguía, que el mundo a mis espaldas continuaba en reposo, tan tranquilo como podría estarlo cualquier otra noche, lo que me pareció muy extraño y me hizo preguntarme por un instante si quizá había sido todo un macabro juego de mi imaginación, si era posible que todo estuviese en realidad dentro de mi cabeza, si aquellas caras salpicadas de sangre, los ojos vidriosos y vacíos, las muecas que elevaban las comisuras de los labios formando una espantosa curva o los cuchillos relucientes que entonces habría jurado que empuñaban habían sido reales y no, como empezaba a sospechar, un producto de mis fantasías y de los cientos de noches que había pasado devorando historias de terror, pero sin dar tiempo a esa peligrosa duda a echar raíces en mi cabeza la arranqué de cuajo y seguí corriendo tan rápido como me permitían mis jóvenes piernas, y muy pronto las casas y las luces del pueblo quedaron atrás, al tiempo que entre jadeos y sudores penetraba en el estrecho sendero semiabandonado que abruptamente desciende hasta el lago bordeando los vallados de los campos de maíz, trasladándome en apenas unos instantes a un mundo tan diferente que parecía pertenecer a otro universo, un mundo casi mágico, en el que me sentía protegido por las lechuzas suspendidas sobre mi cabeza y sus grandes ojos acechantes y vigilantes, contrariadas por el hecho de que mis correrías ahuyentarían sin duda a sus presas, y habitado por tortuosos troncos de alcornoques convertidos en esqueléticos seres de otro mundo, arbustos que arañaban sin compasión mis muslos con sus ramas desnudas, alfombrado por la hierba húmeda y rebosante de rocío que me acariciaba las pantorrillas y refrescaba mis tobillos, y sumido en los sonidos difuminados y tímidos que se extendían sobre la manta del silencio, como el susurro de las hojas movidas por el viento, el crujido de los animales salvajes correteando a lo lejos, el zumbido de abeja de los automóviles que transitaban la carretera nacional, ocupados por personas que iban de unos lugares a otros sin tener tiempo o querer pararse a pensar qué dejaban tras de sí, o el reír cristalino del arroyo, cuyo murmullo se hacía más fuerte a medida que, todavía con el corazón en un puño, me acercaba veloz a su muerte en las aguas del lago, todo yo y todo ello rendido, sometido, embriagado por la luz de una luna que clavada en el cielo sobre mi cabeza, a pesar del aspecto fantasmal en el que sumía al bosque que dejaba a mi espalda, diríase que estaba decidida a protegerme, a ayudarme en mi huida, porque jamás la había visto tan grande ni tan reluciente y parecía alumbrarme en mi camino, hasta que minutos más tarde, sudoroso y jadeando, con el pecho elevándose nervioso y agitado al ritmo de mis pulmones y el corazón latiendo como un tambor dentro del pecho y batiendo en las sienes, alcancé al fin el claro en el que moría el camino y la tierra y la hierba se tornaban en fina arena, con el lago multiplicando el reflejo de mi celestial acompañante en infinidad de centelleantes puntos que como las lentejuelas de una estrella de cine brillaban un instante antes de desaparecer, ese lugar en el que desde mi infancia había sentido que el tiempo se detenía, en el que a lo lejos descansaba y me contemplaba compasivo el viejo embarcadero que hace más de una década se tragó a aquella desdichada familia en mitad de la tormenta, y sobre el que me esperaban, pacientes, iluminados por una luna cómplice y culpable, aquellos cuatro seres y sus relucientes cuchillos.

Corregir un texto (I): las expresiones regulares

Si recuerdan, hace unos días estuvimos viendo las reglas básicas de las acotaciones en los diálogos, cuyo conocimiento es imprescindible (pero no suficiente, claro está) para que alguien enfrente nuestro texto con seriedad. Les comentaba que aunque algunas de las reglas eran sencillas de buscar con Word, otras no lo eran tanto. Ahí es donde entran las expresiones regulares, que a lo largo de esta serie de entradas verán que son de gran ayuda para detectar esos errores que dejan el texto en evidencia.

Una expresión regular es, según la Wikipedia, una secuencia de caracteres que forma un patrón de búsqueda. No sé si eso les dice algo, pero lo entenderán enseguida. Pero primero vamos a organizar un poco la mesa de trabajo. 

Ingredientes

  1. Aunque no es necesario que sean unos maestros de la informática, sí que es necesario que tengan un mínimo de soltura. Y es un mínimo muy bajo.

  2. Necesitaremos el texto a corregir, en versión borrador final. Esto es importante porque lo que vamos a hacer es buscar los errores que no hemos detectado tras muchas lecturas, esos que no aparecen aunque lo leas mil veces. Una vez encontrados, los corregiremos manualmente en el borrador. Si nos ponemos a buscar errores en un primer borrador, saldrán tantos que no será útil.

  3. Necesitamos que el texto no esté en un PDF, sino en Word, txt, rtf, html, lo que quieran, pero no PDF. Enseguida verán por qué.

  4. Por último, necesitamos un editor que soporte las expresiones regulares. Aunque Word sí tiene la opción de utilizar caracteres comodín, lo hace un poco por libre y creo que limita algunas de las búsquedas. En mi caso, utilizo Notepad++, aunque otros como Sublime Text o EditPadPro también lo hacen. Escojan el que escojan, lo descargan y lo instalan.

Preparando el editor

Vamos allá.

Lo primero es abrir nuestro borrador, copiar el texto y pegarlo en el editor que vayamos a utilizar. Al hacerlo, vamos a perder cualquier estilo que hayamos aplicado, como la cursiva, que es la razón de que no podamos corregir sobre el texto. Por tanto, lo que vamos a hacer es buscar errores y luego iremos al borrador a corregirlos.

También necesitamos que el texto que copiamos esté en un formato editable, si no sucede lo siguiente:

El problema es que al copiar el texto en PDF, se copia exactamente igual que aparece en pantalla, por lo que las palabras que están divididas en guiones, se quedan divididas y por tanto, si buscamos una palabra que está dividida en dos líneas por un guion, no la encontraremos.

Lo siguiente es activar el ajuste de línea. ¿Por qué? Porque un párrafo de texto es en realidad una misma línea que continúa hasta que hay un salto de línea, aunque los editores como el Word lo presenten como varias líneas. Debajo, un ejemplo:

Bien, está claro. Activamos el ajuste de línea yendo al menú "Vista" y marcando la opción "Ajuste de línea". No tiene mucho secreto, pero por si acaso, una imagen:

Ajuste de línea.JPG

A partir de aquí estamos listos. Ahora vamos al menú "Buscar", y pinchamos en la primera opción, "Buscar" (también vale CTRL+F). En esa ventana vamos a ir a la pestaña "Mark", y marcamos lo que se muestra en la imagen: 

  • Coincidir MAYÚSCULAS/minúsculas.

  • Buscar en todo el documento.

  • Expresión regular.

La diferencia entre "Buscar" y "Mark" es que con "Mark" nos coloreará las coincidencias que haya encontrado, y una vez comprobado que hemos buscado lo que queríamos, podremos ir a "Buscar" e ir una por una.

pantalla2.png

Las expresiones regulares

Aunque las imágenes parezca que hemos hecho mucho, en realidad todo lo anterior es bastante rápido y solo es necesario hacerlo una única vez. Ahora es cuando viene lo interesante. 

Podemos decir que una expresión regular es una cadena de "comodines" que el editor utiliza para buscar patrones. Aunque más adelante veremos más, por hoy nos vamos a conformar con unos pocos:

  • [A-Z] coincide con cualquier letra mayúscula... menos las nuestras, que habrá que añadir, y por tanto quedará [A-ZÁÉÍÓÚÑ]. No obstante, si buscamos un conjunto de letras, serán solo esas las que incluyamos dentro de los corchetes.

  • En el caso de las minúsculas, lo mismo: [a-záéíóúñ].

  • Los números los encontramos con [0-9], aunque podemos especificar los que buscamos.

  • El carácter especial ^ representa el comienzo de una línea.

  • El carácter especial $ representa el final de una línea.

  • El carácter especial * representa 0 o más instancias del carácter anterior. Por ejemplo, si ponemos en la caja de búsqueda la expresión regular Ju*an, buscará Jan, Juan, Juuan, Juuuan, etc.

  • El carácter \s representa un espacio, aunque también podemos poner un espacio :)

Si queremos buscar alguno de los caracteres especiales, lo único que tenemos que hacer es añadirles una barra invertida delante: \^ o \$.

Según lo que hemos visto, por ejemplo, la expresión [A-ZÁÉÍÓÚÑ][a-záéíóúñ]$ buscará todas aquellas líneas que acaban con una mayúscula seguida de una minúscula.

Del mismo modo, la expresión ^[0-9][abc][45][ABC] buscará todas aquellas líneas que comienzan por un dígito, seguido de 'a', 'b' o 'c', seguida de '4' o '5' y por último seguida de 'A', 'B' o 'C'. Por ejemplo, encontrará una línea que comienza con la cadena "2a5A". No obstante, no la encontrará si no está al principio de la línea ni si es por ejemplo "2ab5A", porque entre los dos dígitos solo puede haber una letra.

Eso no nos ayuda mucho, pero vamos a buscar un par de ejemplos un poco más reales. 

Ejemplo 1

En este primer ejemplo, vamos a buscar todas las líneas (o párrafos, si lo quieren ver así) de nuestro texto que no empiezan con mayúscula. La expresión regular es sencilla: ^[a-záéíóúñ].

Líneas que no comienzan en mayúscula

Como vemos, nos colorea en rojo los "matches" o coincidencias, y nos indica cuántas ha encontrado. Si el texto fuese mayor, iríamos a la pestaña "Buscar" e iríamos una por una.

Ejemplo 2

El segundo ejemplo es igualmente sencillo. Vamos a buscar aquellas palabras que tras una coma, comienzan por mayúscula, con independencia de que tras la coma haya o no un espacio (eso lo veremos más adelante). La expresión sería: ,\s*[A-ZÁÉÍÓÚÑ].

Es decir, una coma, seguida de 0 o más espacios, y una letra mayúscula.

Mayúscula tras una coma, con independencia del número de espacios que haya tras la coma.

Mayúscula tras una coma, con independencia del número de espacios que haya tras la coma.

Como vemos, nos colorea todas aquellas coincidencias donde hay una coma, cero o más espacios, y una mayúscula.

En la siguiente entrada veremos otros "comodines" y empezaremos a buscar cosas un poco más serias. Permanezcan a la escucha y si tienen dudas o quieren proponer ideas, háganlo en los comentarios.

Les cuatre cents coups - III

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

Hace unas semanas (más de las deseadas) les hablé de la película Los 400 golpes, de François Truffaut (1959), y en concreto de la escena del teatro, uno de cuyos fotogramas aparece sobre estas líneas. También les comenté que los tres chiquillos que aparecen en el plano son Cloé Le Brun, Felix Moreau y Didier Faure-Baud (tapado en parte por el rostro desenfocado de Alain Ferrec), cuyas historias se recogen en un documental rodado en 1989 con motivo del 40º aniversario de la cinta, titulado «Les 400 coups: regardez Truffaut».

Haciendo un poco de memoria a lo que vimos en la primera entrada, recordarán que uno de los elementos destacables de la escena del teatro en cuestión es que no hubo ninguna planificación previa. Esta fue organizada por Truffaut y su mujer Madeleine a espaldas del productor, de modo que no hubo segundas tomas y las expresiones de los niños, que desconocían por completo que estaban siendo grabados, reflejan las emociones que la obra de teatro les provocaba sin que hubiera ningún tipo de manipulación o dirección. En la segunda entrada hicimos un repaso relámpago a las malogradas vidas de Felix y Didier, y para esta última entrada quise dejar a Cloé, con la que la vida fue algo más benévola.

Cloé Le Brun, que como es evidente en el fotograma es la única chica de los tres, entró a los diecinueve años en el prestigioso instituto de arte dramático Le Cours Florent para estudiar arte e interpretación. Aunque en condiciones normales su más que modesta familia jamás habría podido pagar lo que costaba la matrícula, tras la película de Truffaut la chiquilla participó en una veintena de filmes con papeles que aunque pequeños, generaban un dinero que sus padres ahorraban en una cuenta corriente de la que jamás tocaron un franco. A pesar de que aun así, los ahorros apenas daban para pagar los dos primeros cursos, el talento y el esfuerzo de la chica hicieron que no tardase en destacar, y ni siquiera fue necesario que pagara la matrícula del segundo, gracias a la beca que ganó y que renovó con facilidad el resto de años hasta acabar los estudios.

En una coincidencia que puede considerarse casi cósmica, durante el tercer curso conoció a Sophie, la hija menor de Truffat, con la que Cloé inició una relación sentimental que se prolongaría durante casi tres décadas, hasta finales de 2001, momento en el que da un giro radical a su vida y decide abandonarlo todo y emigrar a Mauritania, para incorporarse como voluntaria a una ONG que luchaba por erradicar la ablación del clítoris en los países centroafricanos. Pasará el resto de su vida en África, prácticamente en el anonimato, y el 12 de febrero de 2012 fallece a la edad de 60 años a causa de una infección de malaria. Desde el día que la abandonó, no volvió a pisar Francia.

Aunque durante su vida como intérprete Le Brun siempre mostró una clara preferencia por el teatro, que encontraba más cercana a la libertad y experiencia interpretativa, según afirmó en una entrevista realizada en 1995, sí intervino en un puñado de películas independientes, en su mayoría francesas, siempre en papeles secundarios en los que, sin embargo, su actuación no pasó desapercibida. Dotada de un talento excepcional y una belleza poco común debido a los orígenes argelinos de su madre, varios directores de primera fila le ofrecieron durante los primeros años de su carrera más de una docena de papeles como protagonista, que ella siempre rechazó, alegando que deseaba permanecer alejada de los focos. Uno de los más insistentes fue Jean-Luc Godard, con quien tenía afinidad política, y de quien se dice que se obsesionó tanto con ella que llegó a ofrecerle una hoja en blanco firmada, completamente en blanco, para que ella pusiera las clausulas y el salario que deseara. Como respuesta, ella le devolvió el contrato firmado con una única frase: «Non merci». 

Sin embargo, el ámbito donde Cloé realmente destacó y muy a su pesar no logró pasar desapercibida fue la militancia social, y específicamente la feminista, cuya lucha e implicación fue la que le llevó a África y en última instancia le condujo a la muerte. Aunque las protestas de Mayo del 68 le pillaron con solo dieciséis años, a través de ellas entró en contacto con los movimientos de izquierdas más radicalizados y el pensamiento maoísta que se abría paso, frente al comunismo soviético más tradicional. Un par de años más tarde, se afilió al Partido Comunista Francés, con el que años más tarde mantendría una tensa relación al acusarlo públicamente de machismo en una columna publicada en el diario Libération, en la que criticaba no solo la ausencia de mujeres en los órganos principales de decisión, sino también el enfoque heteropatriarcal de sus protestas y reivindicaciones. 

No sin cierto desdén público, Cloé no tardaría mucho en abandonar los movimientos tradicionales de izquierdas, incluida su afiliación al PCF, a los que tildaba de conservadores por su desprecio de la mujer como actor político relevante. A partir de ese momento, se centraría en el activismo feminista, y durante las décadas de los ochenta y noventa, ella y Sophie fundaron tres revistas, una de las cuales hoy en día todavía se sigue publicando («Oui, moi, femme») y crearon una docena de asociaciones feministas, además de organizar y liderar más de un centenar de protestas, no siempre de carácter pacífico, en las que tuvieron que enfrentarse tanto a la derecha como a la izquierda. De hecho, se sospecha que varios de los atentados contra sedes de organizaciones feministas que sufrieron fueron llevados a cabo por miembros de la CGT, aunque tal extremo nunca ha podido ser demostrado.

Primero como miembro activo de la segunda ola francesa, y posteriormente como una de las principales representantes francófonas de la tercera ola, junto a Marguerite Billard, Charlotte Renan, Zoe Farmechon y la propia Sophie Truffaut, entre otras, a Cloé Le Brun se la reconoce como uno de los principales exponentes del feminismo francés de final del segundo milenio. Aunque mantuvo una prolongada relación epistolar con Simone de Beauvoir, que al parecer fue la que le convenció de publicar la polémica columna en el Libération (pese a la oposición reiterada de Sartre), de esta solo se conservan media docena de cartas.

Una de las principales incógnitas a día de hoy es por qué Sophie Truffaut no la acompañó en su viaje a África, y se ha especulado mucho al respecto, pero lo que parece más probable, y que encaja con su compromiso con el activismo feminista, es que fuese la propia Cloé la que la disuadiera de hacerlo, conocedora del enorme trabajo que todavía  quedaba por hacer en tierras francesas. 

La misma fuerza que muchos años atrás las había llevado a coincidir en el instituto Le Cours Florent hizo pocas horas tras la muerte de Cloé, Sophie falleciese de un ataque al corazón, sin que la noticia hubiera llegado todavía a Francia. Ambas se encuentran enterradas en el cementerio local de Tambacounda.

 

★ ★ ★ 

 

Ya se imaginan que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Buena suerte (fragmento): La fotografía

«Un detalle de la fotografía le cautiva desde que la vio: detrás de ellos a lo lejos, una mujer aparece suspendida en el aire, a punto de zambullirse en el agua. Su cuerpo extendido flota sobre el agua de forma inquietante y misteriosa. La respuesta racional es evidente, pero se pregunta si llegó a penetrar en el lago o quedó fijada allí para siempre; a veces piensa que simplemente bajó planeando y la cámara la capturó justo cuando se procedía a levantar el vuelo de nuevo. Hay infinitas posibilidades por las que la foto podría haberse tomado un instante antes o después, o simplemente no tomarse; la más mínima alteración en el transcurso de su existencia, en la de su tío, en la de aquella mujer, en la de cualquier otra persona relacionada o no con ellos, un cambio de las condiciones meteorológicas o los accidentes naturales, la rotación terrestre, la intensidad de los vientos solares, las mareas o la expansión del universo hubiera sido suficiente para hacer que ella no estuviese allí suspendida y entonces la fotografía no sería igual o no habría fotografía ni tampoco estantería, y él no habría pasado horas observando a esa mujer clavada en el infinito del papel, horas que en otra vida diferente en otro universo diferente habría dedicado a otras actividades diferentes, de nuevo el germen de infinitos caminos aleatorios».

Fragmento de la novela Buena suerte.

Buena suerte (fragmento): Caída.

«Su madre llorará desconsolada y su padre la tranquilizará pasando el brazo sobre su hombro, mientras le advertirá con ojos inyectados en sangre que no regrese jamás a esa casa, mira lo que le has hecho a tu madre. Saldrá de la cárcel años más tarde, víctima de varias violaciones carcelarias, compañero aunque no amigo de un narcotraficante de poca monta con aires de Pablo Escobar, con el pelo rapado al cero y varios tatuajes hechos con alguna de las agujas hipodérmicas con las que se hará adicto a la heroína, portador del VIH y enfermará del peor tipo de hepatitis. Nadie recordará su nombre y todos fingirán que ese drogadicto que dice ser su hijo, su sobrino, su amigo, su compañero, ya no existe. Volverá a esa casa y su madre convencerá a su padre y como a un perro abandonado llegarán a ofrecerle comida y cama por lástima, por el recuerdo oculto y proscrito y enterrado en su memoria de un amor mutuo que se rompió, pero que mucho tiempo atrás llegó a existir. A las semanas abandonará su casa, por voluntad propia y ajena, y morirá poco después de una sobredosis, con una goma atada a un brazo en fase avanzada de necrosis, delgado como una lámina de papel y la cara sembrada de pústulas, debajo de un puente tirado sobre un colchón húmedo con olor a orina».

Fragmento de la novela Buena suerte.

Una mañana en el metro

Es hora punta aquí y en cualquier estación de metro del planeta. Las ocho y cuarto. Apenas pueden entrar en el vagón y parece que las puertas vayan a aplastar a alguien al cerrarse, pero no es así, porque todo el mundo sigue ileso cuando el tren arranca de nuevo. Faltan nueve paradas hasta su destino, comprimidos, asfixiados, tragando el dióxido de carbono de todas esas personas pegadas unas a otras en una superficie de veintidós metros de largo por tres metros de ancho, algunas de las cuales es evidente que hace días que no se duchan mientras otras abusan de la colonia para enmascarar esa falta de higiene. Detrás de él hay un universitario. Quítate la puta mochila de la espalda, gilipollas, está tentado a decir, pero se contiene. El ruido que logra escapar de los auriculares de su vecino hace crecer la ansiedad en Carpo. Si no fuese tan civilizado, le haría tragar esos jodidos cascos junto con el cable y el móvil al que van unidos. Está seguro de que si se lo comenta a Mapache, este lo hará. Le ha visto hacer cosas similares por razones más banales.

Mejor no. Son solo nueve paradas. Pasarán pronto. Puedes aguantar.

Empieza a sudar. Mapache le mira y casi en un susurro, dice:

—Eh, ¿te encuentras bien?

El aliento le huele a tabaco y cerveza. Carpo asiente con la cabeza aunque la expresión de su cara diga otra cosa.

—Yo diría que no. Lo que necesitas es un poco de aire.

—Ahora no, Mapache. Ahora no.

—Me temo que vamos a tener que coger el siguiente.

—Venga, estate quieto. Tengamos una mañana tranquila.

—Ya verás —dice Mapache sonriendo. Nunca sabe si eso es buena o mala señal, aunque tiende a ser más lo segundo que lo primero.

Un hombre medio calvo y bajito pegado a ellos, con una americana que le viene grande, barba de pocos días y cara de alelado, les mira de reojo. Mapache le devuelve la mirada.

—¿Qué cojones estás mirando? Métete en tus putos asuntos, enano de mierda.

El hombrecillo baja la cabeza y vuelve a sus pensamientos, si es que los tiene.

—Tranquilo, Mapache, tranquilo —dice Carpo entre dientes.

El vagón se inclina suavemente al coger una curva peraltada y el altavoz del tren anuncia la siguiente estación.

—Allá vamos. Va a ser divertido.

Justo en el momento en el que la velocidad comienza a disminuir, Mapache hincha el pecho todo lo que puede y de su garganta sale un grito como si se hubiese aplastado un dedo con un martillo. Pilla de sorpresa incluso a Carpo, que se aparta asustado. Igual que él, todas las personas que un instante antes se agolpaban junto a ellos en un espacio en el que parecía no caber un alfiler, de repente han encontrado huecos donde antes no los había. La estampida hacia atrás empuja a los pasajeros de pie encima de los que están sentados. Se encajan unos con otros como piezas de un puzzle humano, aterrorizados por la posibilidad nada descartable de que ese individuo que grita a pleno pulmón padezca algún tipo de trastorno mental, sea un terrorista, un asesino, un ser venido del Averno, y que pueda sacar un cuchillo, un arma o peor, una bomba de fabricación casera cuyas instrucciones ha sacado de Internet. En los extremos del vagón, el resto de viajeros levantan las cabezas intentando averiguar la causa del grito y el movimiento de masas. Como en una explosión, la onda expansiva se propaga más allá de la gente que les rodea y se expande. Como una gota de jabón en una balsa de aceite. Como ñus en estampida. Como una gota de café en un vaso de leche.

Carpo contempla el espectáculo, atónito. Mapache está llegando al límite y levanta las manos en el aire como haría un director de orquesta. Los pasajeros le observan curiosos y asustados; en los más valientes entre el público el temor inicial ha dado paso a la curiosidad, pero incluso así se mantienen a una distancia prudencial; otros se alejan a empujones sin dejar de mirar atrás y por último, están los que huyen a toda prisa del epicentro. Justo antes de parar en la estación, Mapache se detiene un segundo para coger aire por última vez y de su boca sale un chillido agudo. Carpo mira a su alrededor y por un momento piensa que alguien va a hacer algo, que alguna persona saldrá al frente para poner orden, cordura, sentido común. Casi desea que eso suceda.

Vamos, cobardes. Es solo un chaval gritando, solo un crío, miradlo, ¿no pensáis hacer nada?

Como espera, nadie se adelanta, nadie toma el mando, nadie trata de evitar una posible catástrofe. Rojo como un Los pulmones y la garganta de Mapache abandonan su púlpito en el preciso momento que las puertas se abren, como si el conductor del tren y él estuviesen coordinados. Está rojo como un tomate.

—Vamos, Carpo, los de seguridad llegarán pronto —dice con una sonrisa infantil mientras recupera el aliento.

—Sí, un segundo.

Carpo da una zancada hasta el chico de los auriculares, que se echa atrás asustado y se protege la cara con el antebrazo.

—No te voy a pegar, tranquilo, chaval.

Acto seguido, agarra los voluminosos cascos de su cabeza, los arranca de un tirón y los lanza contra el suelo con todas sus fuerzas. Centenares de piezas de plástico salen disparadas en todas direcciones.

—Ten un poco de civismo, joder, que viajas con personas —dice Carpo al tiempo que le da al chico un par de palmadas en la mejilla.

Se alejan andando por el andén, mientras cientos de ojos los observan desde detrás de los gruesos cristales de los vagones. En las puertas más alejadas, los viajeros han salido fuera y les vigilan para asegurarse de que no regresan dentro. Los que esperaban al tren no entienden nada y al entrar miran alrededor con desconfianza. El hueco creado por Mapache no tardará en reducirse a la mínima expresión una vez reanudado el viaje, con sus apretones, sus olores, sus empujones y sus manos que tocan culos, a veces con intención y otras por accidente. Antes de que el convoy comience a moverse, Mapache se detiene, da una vuelta sobre sí mismo y acaba con una pausada reverencia con los brazos abiertos y las piernas cruzadas, mientras Carpo lo mira con curiosidad.

Puto chalado, piensa Carpo, aunque admite que ha sido divertido.

Tienen que esperar dos horas hasta que están seguros de que los de seguridad han dejado de deambular por el andén.

★ ★ ★

 

(Descarte muy prematuro de la novela). 

Cómic: adaptación del relato Canta

A pesar de que en Madrid es lunes era festivo, esta semana se me ha hecho larga. Entre que arrastraba cansancio del fin de semana y que he estado bastante liado con el lanzamiento de la preventa de mi primera novela Buena suerte, he llegado al viernes pidiéndole la hora al árbitro. Pero ya está aquí el fin de semana. De todas formas esto es accesorio. Lo interesante viene ahora.

Debajo les dejo algo muy especial: la adaptación en cómic que mi padre ha hecho del relato Canta, en tinta china y escaneado directamente de los originales. Espero que les guste.

(Ilustraciones © Manuel Benet Blanes, 2017).


Canta

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Juegos de clase

(Si tiene usted alguna duda sobre si lo que sigue es realidad o ficción, le refiero al punto 8 del Acerca de).


Hoy le traigo otro incidente que recordé el otro día, a propósito de algo que no viene a cuento, pero del que creo que podrá sacar algo en claro.

En cierta ocasión, en el colegio, durante los minutos de descanso entre clase y clase mientras los profesores cambiaban de grupo, comencé a jugar junto a la puerta con una pelota hecha con papel de plata del bocadillo, dándole pequeños toques con el pie, a la espera de encontrar algún cómplice de juegos. No era nada sofisticado, ya se lo puede imaginar: uno hacía de portero mientras el otro intentaba marcar gol. 

Las puertas de las clases eran de contrachapado de doble hoja y color oscuro, con un pequeño ojo de buey a la altura de los ojos —de un adulto medio, aclaro—, que permitía avisar al profesor, ver quién daba la clase y supongo que buscar a algún alumno por la razón que fuese; ya se imagina el tipo de puertas que le digo. En algunas aulas, la puerta quedaba a la espalda y los curiosos pasaban desapercibidos, pero cuando se encontraba en un lateral, si tu visión periférica detectaba un bulto no podías evitar que los ojos se te fuesen como un resorte a la abertura. 

Como debe ser incómodo sentir la mirada inquisitiva de un puñado de críos, a menudo no se veía la cara de la persona, sino que esta se asomaba como si estuviese escondiéndose de un francotirador. A veces, tras una de esas apariciones, el profesor detenía la explicación, salía y regresaba a los pocos minutos preguntando por alguien.

Siguiendo ese procedimiento, una mañana se llevaron a un chico rubio en mitad de clase de inglés y no volvió al colegio hasta una semana después. Lo de la clase de inglés y el color de su pelo no lo tengo claro, pero lo de la madre es cierto, no me olvidaría de eso. Poco tiempo después supimos que su ausencia se debía a que aquella mañana habían encontrado a su madre cadáver en la cocina, tirada sobre un charco de sangre. Lo de la sangre no sé si será verdad, pero dicen que se resbaló con el detergente y se destrozó la cabeza contra la encimera. También se dijo que la había asesinado su padre, es decir, el padre del chico, del que la madre estaba separada, o divorciada, o algo así, pero nadie confirmó ninguna de las teorías, así que quedó en que simplemente la había palmado porque claro, no le ibas a ir con preguntas morbosas al pobre huérfano, que ya tenía bastante con aguantar lo suyo como para que encima le fuesen con crueldades, a pesar de que todo el mundo sabe que los niños, esos pequeños hijos de puta, no entienden de miramientos. 

Hay que tener en cuenta que yo por aquel entonces tendría, aproximadamente, unos doce o trece años, no creo que más, y la naturaleza de aquella muerte quedaba muy lejos de mis intereses y probablemente también de los de mis compañeros. Sin embargo, eso no impidió que a partir de ese momento comenzáramos a mirarle con lástima, como si quisiéramos transmitir que compartíamos un dolor que no éramos capaces de entender y que en realidad, para qué negarlo, nos la traía al pairo. Como respuesta, lo único que él hacía era soltar algún gracias con esa vocecita afeminada que tenía, sonreír levemente o agachar la cabeza. Éramos a un montón de gilipollas que se pasaban el día recordándole lo jodido que estaba con palmaditas en la espalda y miraditas compasivas. Menuda panda de capullos.

Supongo que eso debió de pensar él todo el tiempo, porque medio año más tarde el director se volvió a asomar al ventanuco de la puerta y se repitió el proceso de la primera vez, solo que esta vez el chico rubio no volvió. Resultó que ni el padre ni el detergente ni la encimera, qué va. Él mismo la había matado con una fuente de cerámica antes de salir de casa, y todo porque la pobre mujer, que iba mal de pasta y hacía lo que podía para tirar adelante, no quería comprarle unas zapatillas de marca con las que el crío se había encaprichado. Todo por unas jodidas zapatillas, ya ve. 

El próximo día, si le parece, volvemos a la pelota de papel de plata con la que he empezado, que en realidad era lo que venía pensando en contarle mientras venía de camino.


Por cierto, aprovechando que está aquí. Me he decidido a crear una lista de correo para el blog, a la que mandaré las entradas que publique y alguna cosilla más, solo para aquellas personas que se hayan suscrito

Hablar o escribir sin concierto ni propósito fijo y determinado

Hace mucho tiempo que no me dejo caer por aquí a divagar —y permítanme decirles antes de comenzar lo mucho que adoro esa expresión: dejarse caer, como si yo fuese un estresado ejecutivo que tiene la gentileza y el detalle de dedicarles unas palabras—. Sospecho que puede ser en parte, pero solo en parte, porque le haya cogido un poco de manía a esta silla y a esta mesa a las que he estado encadenado durante tantas horas, como si las asociase a algún tipo de terrible tortura que en realidad nunca fue. Pues escribe en algún otro lado, dirán ustedes. Bueno, lo he intentado —sin demasiada voluntad, a quién quiero engañar— pero tampoco crean que he tenido éxito. Resumiendo, que no me ha quedado otra que resignarme a volver a sentarme frente a este patio interior en el que, a pesar del interés que parece tener Samy desde que se levanta, nunca pasa nada más que, de vez en cuando, alguna mujer se asoma a tender o recoger la ropa, o una bandada de pájaros formando una uve cruza el cielo y el cristal de la mesa en la que escribo.

También he de confesar, para qué negarlo, que no está siendo una época especialmente fértil para la divagación, o quizá sería más apropiado decir para la disciplina. Tengo varios textos a medio acabar: un par de descartes de la novela que nunca acabé de pulir del todo, un pequeño relato sobre un salto en un lugar de Londres —sé lo raro que suena eso—, un breve relato de autoficción impregnado de odio trasladado incólume desde mi infancia hasta estos días y por último, la narración del «qué fue de» la buena de Clóe Le Brun, a la que, después de haberles contado la vida y milagros de Didier Faure-Baud y Felix Moreau, dejé en la estacada. Me cuesta creer que ese olvido tenga algo que ver con su género, pero cualquier hijo de vecino sabe que existen procesos mentales que escapan a nuestro control, así que podría ser. Para compensar, le tengo preparada una vida más fructífera que la de sus dos malogrados compañeros de reparto. Denme tiempo, voluntad y disciplina.

En su lugar, ya ven lo que les he ofrecido. Un texto de Roberto Bolaño, sublime, eso sí, y muy útil para poner en perspectiva las ambiciones literarias que albergo, pero ajeno al fin y al cabo, y un vistazo relámpago al estado de la novela. Nada más, desde principios de marzo. No es como para echar cohetes, lo reconozco.

Al menos —ese al menos es para mí, no para ustedes— estoy leyendo bastante, hasta el punto de haber creado una —estúpida— página para llevar un registro de lecturas, y es que hace años que no disfrutaba de una época tan prolífica como lector. Ya saben que he dejado de reseñar textos ajenos —aclaración innecesaria porque reseñar los textos propios no deja de ser un ejercicio de vanidad bastante estéril—, pero les recomiendo La mujer helada, de Annie Ernaux. También he retomado algo de mi intermitente actividad en redes sociales y consumo —¿o debería decir engullo?— series de ficción a una velocidad que entra de lleno en la idiotez.

Tampoco debería obviar que he comenzado a pensar en la siguiente novela. No será lo que tenía pensado en un principio, y que no obstante es una idea que guardo como oro en paño —toma cliché de tres al cuarto—, ya que su escritura requeriría un esfuerzo que no soy capaz de asumir ahora mismo, sino que tengo en mente algo más sencillo de ejecutar. Una historia con menos personajes y ubicaciones, un conflicto tan evidente como la perversión de la socialdemocracia y tanta oscuridad como me sea posible inyectarle.

Para el final he dejado la parte más interesante, si es que en este contexto podemos decir tal cosa: interesante. No por nada la RAE dice de divagar en su tercera acepción que es «Hablar o escribir sin concierto ni propósito fijo y determinado». A lo que me refiero es, por supuesto, la novela. Qué otra cosa si no. Ah, en eso sí he tenido noticias, tan frescas como si las acabara de coger del lineal de yogures del Carrefour, en el que estaremos de acuerdo que hace siempre un frío de narices. Sin embargo, por eso mismo voy a esperar un poco a que tales noticias se posen en los adoquines de mi mente para contárselas. No se trata de que crea que hacerlo las malogrará, qué va; no soy ese tipo de persona. Es tan simple como decir que prefiero esperar a que esté todo atado; no tardaré mucho, créanme. Lo único que les puedo decir es que, si todo va como debe ir, les voy a pedir dinero y a cambio les daré un libro. Y hasta aquí puedo leer. O escribir, si lo prefieren.

He de admitirlo. Había olvidado lo mucho que disfruto divagando, o escribiendo, quién sabe dónde está la diferencia.

Buen fin de semana.

Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

Iñaki Echavarne, bar Giardinetto, Calle Granada del Penedés, Barcelona , julio de 1994. Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de todos los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

‘Los Detectives Salvajes’. Roberto Bolaño

Seguimiento de la novela

Han pasado 65 días desde que acabé la novela. Es decir, desde que cerré el documento, respiré hondo y crucé los dedos. Tuve que descruzarlos al par de horas porque me dolían.

Por desgracia, no puedo decir que tenga muchas cosas que contar. Echemos un vistazo a la cronología:

  • El 29 de enero acabo la novela.
  • Del 30 de enero al 3 de febrero envío el manuscrito (o la propuesta editorial, en función de lo que cada destinatario solicita) a 7 agencias literarias y 10 editoriales. De esas, dos editoriales y una agencia contestan en cuestión de horas diciendo que están saturadas. Solo recibo acuse de recibo electrónico de las grandes: Kerrigan y Balcells. 
  • El 7 de febrero envío el manuscrito (...) a tres editoriales. Una de ellas me contesta en unas horas diciendo que está saturada.
  • El 14 de febrero recibo acuse de recibo de Anagrama (envío en papel), que tiene un plazo de valoración (¡y contestación!) de tres meses.
  • El 15 de febrero envío el manuscrito (...) a dos agencias literarias.
  • Del 3 al 6 de marzo envío el manuscrito (...) a dos editoriales.
  • El 14 de marzo recibo acuse de recibo de Random House (envío en papel), que me indica un plazo de valoración de diez meses.
  • El 20 de marzo envío el manuscrito (...) a una editorial, que me da acuse de recibo una semana más tarde.
  • Hoy mismo, envío el manuscrito (...) a una editorial.

En total, según mis registros y si no me he descontado (lo que es muy probable), la tienen en la actualidad 8 agencias literarias y 17 editoriales. De estas, ya ha expirado el plazo dado por la agencia Antonia Kerrigan (2 meses). Los siguientes plazos son los de Anagrama (3 meses), que aún queda, y la agencia Balcells (3 meses), para lo que quedan tres semanas. Sloper me indica un plazo de tres a cuatro meses para la valoración. Del resto no manejo plazos de contestación (ni desestimación silenciosa).

Han pasado dos meses y una semana. Todavía hay esperanza. Vuelvo a cruzar los dedos.

Voy a volver a escribir.

Ansiolítico y Amor empiezan por A

El diccionario no dice si lo nuestro es Amor, pero es una palabra tan grande que ha de tener un recodo donde escondernos. Lo sé, son solo cuatro letras pequeñas y vacías que no nos conocen. Cuatro estúpidas letras que no saben que solo contigo el mundo vuelve a ser un lugar habitable, uno del que no necesito huir, uno que no quiero abandonar saltando al vacío. Cuatro absurdas letras que no entienden que en todo el universo eres el único refugio que me queda. Que tú estiras el tiempo y lo tornas elástico, lo amoldas a las limitaciones de mi percepción y haces que todo suceda a la velocidad que dictan los impulsos eléctricos en mi cabeza. Cuatro innecesarias letras que no transmiten que cuando tú te vas, todo es Caos.

Fin de las reseñas literarias

Imagen por mangostar en Wikimedia Commons. Está borrosa, pero eso es cosa suya.

Imagen por mangostar en Wikimedia Commons. Está borrosa, pero eso es cosa suya.

He decidido dejar de reseñar libros. Es más, he eliminado aquellas críticas ya publicadas, a excepción de una sobre Jota Erre (Sexto Piso), que no calificaría como tal. Lo decidí el otro día, mientras podaba el blog y le daba brillo. Es, sin ninguna duda, una decisión dirigida en todo momento por el optimismo desmesurado, la soberbia, la ausencia de modestia y una versión del cuento de la lechera en la que yo soy el protagonista.

Les expongo el fantasioso razonamiento que he seguido. 

Imaginen que, por azares del destino, mi manuscrito, ese que hace unas semanas se fue —que largué, más bien— de casa a buscarse la vida, llega a manos de un editor, un comité, o yo qué sé, a manos de quien quiera que decida la publicación del texto de un novel, y lo aprueba. Que ya hay que estar loco, pero en fin, esa es otra historia. El caso es que, con independencia de la razón, el sentido común y las buenas costumbres, contra todo pronóstico (falsa modestia, no se engañen) el texto pasa todos los filtros y alguien, en algún sitio, en algún momento, dice algo así como: "Bien, publiquémoslo". Que dicho así suena un poco dejado, y me lo imagino en plan "Pues vale, si no hay más remedio" mientras la persona en cuestión resopla y eleva los ojos al techo pensando en qué punto del pasado se equivocó y lo bien que estaría en una isla rodeado de cocoteros y palmeras que acarician las cristalinas aguas del Pacífico. Sea como fuere, el resultado es el mismo: una persona física o jurídica decide publicarlo. Y mientras lo publiquen, casi admito que me escupan.

Bueno, no. 

Supongan entonces que alguien relacionado con la editorial agraciada acaba un día, por aburrimiento o curiosidad o casualidad, en mi blog —o donde quiera que esté usted leyendo estas líneas—, y se da cuenta de que hace X años publiqué una entrada en la que ponía a caer de un burro el libro de Menganito, que por casualidad resulta ser un autor de la casa. No he hecho muchas reseñas así, pero alguna con muy mala idea sí he hecho. Incluso más de la que el libro se merecía.

En fin.

Lo que pasa después se lo pueden imaginar. El manuscrito va directo a la papelera, con una cruz figurada encima. Además, en una suerte de cuento de la lechera invertido, ese editor llamaría a todos sus colegas y a todas las agencias literarias, y todos me pondrían esa misma cruz, u otra similar, también figurada, encima. Y caería un satélite ruso sobre mi casa, lo que sería un final poético, que es como deberían ser todos los finales. Vale, quizá no poético del todo, pero no me negarán que morir aplastado por un Sputnik no tiene cierto encanto.

Algo así.

Visto en perspectiva, tampoco soy un lector excepcional, y como reseñista soy todavía peor, así que el mundo de la crítica literaria no se pierde gran cosa. Lo único que les puedo decir es que lean Chicas de Emma Cline y El adversario de Emmanuel Carrère. Y esa es, por ahora, mi última palabra sobre el tema.

Consejos de escritura (VII)

Libros

Vamos con la séptima y, oh, sí, última entrega de los consejos de escritura (las anteriores, aquí: primera, segunda y terceracuartaquinta y sexta). Los de hoy son los dos más evidentes, no por ello los más fáciles de seguir: leer y escribir.

Sin más dilación, acabemos con esto.

18. Lee. 

Si te falta la inspiración o la fuerza de voluntad, coge un libro y lee. Tanto los libros buenos como los malos te servirán de motivación, aunque por una razón diferente. En una entrevista que Juan Gustavo Cobo Borda le hizo a Gabriel García Márquez, este último decía: 

“Estando un día en Valledupar, con un calor espantoso, en un hotel, me llegó la revista Life, enviada por esos locos de Barranquilla. Allí estaba El viejo y el mar, que fue como un taco de dinamita. Porque lo que pasa, Cobo, es que los novelistas son unos lectores diferentes al resto de los humanos. Sólo leen para saber cómo están hechos los libros. Se trata de una lectura puramente técnica, para desarmar el libro y ver cómo está cosido por dentro".

Presta atención a los cambios de ritmo, los recursos que utiliza el autor para hacer saltos atrás, para referirse a otros personajes, describir escenas, cambiar de punto de vista, forma verbal, etc. El principal problema que tiene esto es que leer se convierte en un ejercicio menos placentero y más mecánico, pero es el precio a pagar por ganar el Pulitzer y que el mundo entero se rinda a tus pies.

Ah. Tampoco vale recurrir a la lectura caaaaaada vez que te falte fuerza de voluntad, porque eso no va a hacer que el texto se escriba solo. Lo he intentado, y no funciona. Lo juro.

19. Escribe.

Este último consejo parece bastante obvio, ¿no? Si te gusta escribir, parece que incluir un consejo que dice que escribas es de perogrullo. Del género idiota, vamos. Pero no lo es, para nada. En Jurassic Park, al descubrir que en una isla sin hembras han aparecido nuevas crías de velocirraptor, el profesor protagonista dice eso de "La vida se abre camino" (o algo así, mi memoria no es ningún prodigio). Eso es justo lo que pasa.

Tú quieres escribir, pero la vida se abre camino. Aparece Internet, la televisión, Netflix, HBO. Aparece hacer la compra, el trabajo, el hastío, el cansancio y la falta de concentración. Aparece el lavavajillas, la lavadora y limpiar la casa (de esto último no soy culpable, entre nosotros). Aparece Facebook, Twitter, Instagram, Whatsapp y el blog. Aparece tu pareja que con todo el derecho reclama algo de atención, los amigos, una tarde de vinos, la resaca, las vacaciones y los viajes. Aparece la duda, la soledad, la inseguridad, la sensación de que no acabarás nunca, la pregunta de por qué escribes, el sentido de tu vida y de qué coño estás haciendo con ella.

Tú quieres escribir, pero la vida se abre camino.

La cuestión es que hay que encajar los ratos de escritura en ese puzzle en el que parece que no cabe y al mismo tiempo arrinconar tus dudas y el cansancio. Pactar un tiempo para ti y recompensar esas concesiones. Buscar lugares sin conexión a Internet si tú no eres capaz de desconectar, dejar de mirar el móvil cada 5 minutos, utilizar alguna técnica de productividad sencilla como la del pomodoro, comprar unos tapones y buscar un sitio que te permita un mínimo de concentración. Sacrificar parte de tu tiempo de ocio, dormir menos, aprovechar cada minuto. Saltarte alguna sesión de vez en cuando, asumir que unas cartas te han tocado y otras las has elegido tú, y dejar de quejarte. Ahora que lo leo, me parece que suena muy motivador. No era mi intención.

Y esto es todo lo que tengo que decir sobre ello. Me voy a leer, que se me escurre la vida entre los dedos.

Les cuatre cents coups - II

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

La imagen de arriba es un fotograma de la escena del teatro que vimos ayer, que pertenece a la película Los 400 golpes, de François Truffaut (1959). Aunque hay otras tomas que muestran a diferentes protagonistas, voy a centrarme en las historias de los tres chiquillos que aparecen en el plano, recogidas en el documental "Les 400 coups: regardez Truffaut", rodado en 1989 con motivo del 40º aniversario de la cinta. De izquierda a derecha, se trata de Cloé Le Brun, Felix Moreau y Didier Faure-Baud (este último tapado en parte por el rostro desenfocado de Alain Ferrec). 

Como comentamos en la anterior entrada, para la grabación de la escena no hubo ninguna planificación, por lo que la elección de los planos fue totalmente aleatoria, y sus posiciones y gestos responden únicamente a lo que están viendo en el escenario. En el momento de la filmación, los tres tenían siete años, y entre el mayor (Felix) y la menor (Cloé) apenas había cinco meses de diferencia. En esta entrada nos centraremos en los dos niños, y dejaremos a la niña para el último artículo de la serie.

Didier es sin duda del que menos información existe, y la que hay ha llegado a través de la memoria de su hermana, Ines Faure-Baud. Se sabe que aquel sábado estaba pasando el fin de semana en París con su familia, y que ella, un año menor que Didier, no participó en la grabación porque según confesó ella en el documental, su padre tenía una mentalidad muy cerrada y pensaba que nada que tuviera que ver con la televisión, el cine o el teatro era cosa de chicas. Los padres de Didier se separaron al poco de cumplir él trece años, y a partir de ahí su historia sigue casi a pies juntillas a la del protagonista de Los 400 golpes, con una diferencia importante: a los dieciocho, Didier saltó al Sena desde el puente Mirabeau, en pleno mes de diciembre, y las aguas gélidas se lo tragaron para siempre.

Felix, del que emana la mayor parte de la fuerza de la imagen y cuya mirada parece intuir que le están grabando, no estaba allí del todo por casualidad. Su madre, que trabajaba como limpiadora en el teatro, se había enterado de la grabación el día antes, y debido a los problemas económicos que atravesaba su familia, en gran parte causados por un marido alcohólico que se gastaba casi todo el dinero que llegaba a casa en vino, no se lo pensó dos veces. Aquello pareció ser una buena idea, porque Felix fue el único que tras la filmación participaría en alguna película más, aunque para su desgracia, su aspecto cambió radicalmente al cumplir los once años, dejándolo en tierra de nadie: era demasiado mayor para aparecer como un niño y demasiado pequeño para actuar de adolescente. 

Hasta entonces, había participado en seis películas, pero sin ningún papel que pudiera dar esperanzas de un futuro, prometedor o no, en el mundo de la cinematografía. A pesar de los esfuerzos de su madre, antes de cumplir los doce (1970) Felix ya trabajaba con su padre en la recogida de chatarra en las calles de Saint-Germain-en-Laye, hasta que a los diecinueve años, las circunstancias y una mujer embarazada de mellizos lo llevaron a él y a su padre a atracar la joyería de uno de los barrios pudientes de París. 

Felix recibió de un guarda de seguridad una bala que le perforó el estómago, y murió desangrado junto a la puerta del establecimiento antes de que llegara la ambulancia, por casualidades del destino a apenas un par de metros del cuerpo sin vida del productor Adrien Toussaint, que había sido en última instancia el autor indirecto de la escena de los títeres. Su padre murió en 1991 en una reyerta en la prisión de La Santé.

Tras eso, los servicios sociales se hicieron cargo de los mellizos. Uno de ellos, Laurent, se convirtió en el analista más joven de la política francesa, y jugó un papel decisivo en la elección de Jacques Chirac como Presidente de la República en 1995. Por su parte, Michel, escribió un libro narrando la historia de su hermano Didier, que consiguió el visto bueno de la crítica aunque no tuvo un gran éxito comercial. Ambos viven en París en la actualidad apartados de la vida pública.

Para la última entrada de esta serie sobre la película Los 400 golpes dejamos a Cloé Le Brun, la única chica de los tres, con la que mi imaginación se ha portado algo mejor y que a diferencia de Didier y Felix, hoy en día sigue viva.

Les quatre cents coups - I

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

La imagen de arriba es un fotograma de la película Los 400 golpes, de François Truffaut (1959). Forma parte de una secuencia mayor, filmada durante una mañana de sábado en el teatro Lido de París, en la que algo más de un centenar de niños observan entusiasmados los movimientos y bromas de varias marionetas sobre un pequeño escenario improvisado, mientras la cámara recoge sus expresiones de diversión y sorpresa. Según se supo varios años más tarde, la escena no estaba prevista en el guion original, y Truffaut decidió incluirla cuando quedaban apenas dos meses para que la cinta se presentara en el Festival de Cannes. Al parecer, el germen de la idea fueron los gritos de alborozo que el director escuchó mientras mantenía una conversación telefónica con el productor Adrien Toussaint (que moriría años más tarde asesinado en el asalto frustrado a una joyería), cuya responsable era la hija menor de este, que acababa en ese momento de llegar del teatro. Intrigado por el escándalo al otro lado de la línea, Truffaut le preguntó a Toussaint la razón, y la respuesta dio lugar a la escena en cuestión. 

Aunque tomó la decisión de incluir la secuencia en ese mismo momento, se cuidó mucho de decírselo a Toussaint (si bien en una entrevista durante la promoción de la cinta en Cannes, este se atribuiría parte del mérito), a sabiendas de que el productor se habría negado en redondo. Por aquel entonces, la película estaba en la fase final del montaje y movilizar a los técnicos y el equipo de filmación de nuevo habría sido demasiado costoso, en un presupuesto que Truffaut había estirado varios cientos de miles de francos por encima de lo previsto. Pese a ello, más que el aspecto económico, pesaba la tensión que se había creado durante las últimas semanas entre el director y diversos productores, al negarse este a eliminar una de las escenas icónicas de la cinta y que incomodaba a los sectores más conservadores de la política francesa. El tira y afloja estaba alargando en exceso el proceso y ponía en riesgo la puesta de largo en Cannes. Truffaut temía, con bastante acierto, que el hecho de sugerir una nueva escena, incluso a cambio de sacrificar aquella que le pedían, fuese la gota que colmase el vaso, y provocase que lo apartaran definitivamente del montaje. 

La solución que escogió, probablemente la única que había para salvar la película, fue actuar a espaldas de los productores, consciente de que se estaba jugando su carrera profesional. La noche del miércoles previo a la grabación, reunió en su casa a su equipo de confianza y en una cena informal les contó la escena y algunas ideas vagas de cómo pensaba llevarla a cabo. Aunque varias personas mostraron reticencias por las repercusiones que aquel acto de rebeldía podría suponer para sus carreras profesionales en el futuro, Madeleine Morgenstern (la mujer de Truffaut) salvó la iniciativa proponiendo mantener a los miembros de aquella reunión en secreto, y esa misma noche se concretaron todos los detalles. A pesar de lo inverosímil que pueda parecer y las múltiples listas de posibles asistentes, nunca se han conocido las identidades de los conspiradores.

El papel de Morgenstern fue mucho más que hacer de anfitriona en dicha reunión. De hecho, ese sábado fue ella quien dirigió y coordinó la grabación de la escena de las marionetas en el teatro Lido de París, en una sola toma y de manera totalmente improvisada; no había guion, ni actores profesionales, ni maquillaje, ni vestuario. Los niños se sentaron donde quisieron y ninguno sabía que le estaban filmando, aunque para ahorrarse complicaciones, sí obtuvieron la aprobación escrita de los progenitores de al menos, todos aquellos menores cuyas caras se reconocen en algún plano, junto con un compromiso de confidencialidad que finalizaba veinticuatro horas después de la proyección oficial. Pese a que en el filme apenas aparece un fragmento, la obra infantil que se representó fue un viejo relato de la propia Madeleine titulado "Le petit arbre vert".

Tras la grabación, a Truffaut no le costó convencer al montador Jean Bonnet, que se enamoró al instante de la escena del teatro, y que a partir de Los 400 golpes trabajaría de manera exclusiva con Truffaut. Durante tres intensas semanas, los tres: Morgenstern, Truffaut y Bonnet trabajaron en secreto con dos versiones de Los 400 golpes. Por un lado, la versión díscola, en la que no solo aparecía la escena nueva del teatro, sino también la que los productores querían eliminar y tres más sobre las que Truffaut había acabado cediendo y que habían sido amputadas. Por otro lado, la versión aprobada, que no contenía ninguna de dichas secuencias y en la que Truffaut había fingido aceptar las presiones recibidas. Las dos versiones existieron hasta minutos antes de la proyección en Cannes.

Nadie sabe cómo, pero Truffaut se las ingenió para sustituir la versión "oficial" por la suya, que fue la que se acabó proyectando. Es probable que de nuevo, el mérito le corresponda a Morgenstern, una mujer muy apreciada en el sector por sus reivindicaciones laborales, y que tenía una extensa red de contactos en el ámbito cultural, no solo francés, sino también español e italiano. Aunque Truffaut insistió en incluir a Madeleine Morgenstern como codirectora, y de hecho la menciona frecuentemente en varias entrevistas, ella se negó en redondo a figurar con su nombre, quitándole importancia a su autoría en una de las escenas más recordadas de la película y casi se diría que del cine francés.

Para evitar que tras la proyección los productores impusieran su criterio y distribuyesen la versión "recortada" en lugar de la completa, Bonnet se aseguró de eliminar todas las copias que existían de esta. Lo más probable es que la cara de Toussaint y sus colegas en la oscuridad de la sala el día de la inauguración de Los 400 golpes en Cannes fuese un poema. Lo peor no es que hubiese una nueva escena no aprobada, lo que al fin y al cabo visto en perspectiva no tenía mayor importancia, sino que Truffaut había recuperado todas las demás. 

La larga ovación que la cinta recibió al aparecer los títulos de crédito y las excelentes críticas de la prensa especializada que obtuvo a la salida persuadieron a los productores de abrir la boca, a pesar de la cara de perro que mostraban cuando se encendieron las luces. Probablemente, ninguno quiso arriesgarse a ser acusado de echar a perder lo que tenía pinta de convertirse en una de las obras maestras de la cinematografía francesa. 

El próximo día hablaremos de tres de los protagonistas de la escena de los títeres: Cloé Le Brun, Felix Moreau y Didier Faure-Baud, cuya historia, tan inventada como los nombres y el texto que acaba de leer, no es menos sorprendente.

* * *

Si te apetece, puedes leer la segunda parte de esta entrada.

Mi prima Anna

Esta mañana he vuelto a hablar con mi prima. Hacía mucho tiempo que no hablaba con ella, ya que su familia vive en París y en casa el teléfono llevaba semanas sin funcionar. Mamá ha dejado el auricular sobre la mesilla del pasillo y ha pasado junto a mí secándose las mejillas con las palmas de las manos. Al verme ha sonreído, aunque yo sabía que intentaba disimular. No sabe que me daba cuenta de que algunos días cuando se sentaba a la mesa a cenar tenía los ojos enrojecidos. Hasta hoy no entendía por qué estaba tan triste y siempre que se lo preguntaba a papá, entonces él me alborotaba el pelo, me besaba en la cabeza y me decía que no era nada, pero nunca me lo creí.

Luego mamá ha entrado en su habitación con papá y por las voces que llegaban a través de la puerta parecía que estuviesen discutiendo, aunque en cuanto he escuchado la voz de Anna es como el mundo entero hubiese desaparecido. Anna es mi prima, y tiene nueve años, uno más que yo. Me ha contado que está saliendo con un chico de su clase que se llama François y que el martes pasado se dieron un beso. Casi me muero de envidia, pero no por lo de su novio, sino porque hace semanas que no voy al colegio y echo de menos a mis amigas e incluso las bromas del idiota de Samir, aunque a él nunca le daría un beso. Houda dice que es feo, pero a mí me parece que no es para tanto y me hace reír mucho con sus tonterías. No lo sé, a lo mejor sí le daría un beso. La última vez que le pregunté a papá cuándo volvería a clase, me sonrió y se dio la vuelta como si tuviese algo muy importante que hacer.

Anna me ha dicho que se ha comprado un vestido para una fiesta de cumpleaños a la que va a ir este viernes, pasado mañana. Me encanta su voz, suena tan alegre que podría estar todo el día escuchándola. Ojalá pudiéramos hablar más, porque me gusta lo que me cuenta y aunque mamá y papá lo intentan, aquí no quedan muchas cosas alegres y ella me hace sentir bien. Cuando ha empezado a hablarme del vestido, se ha escuchado un ruido muy grande y la lámpara de la mesita donde está el teléfono ha temblado. Del susto casi dejo caer el auricular al suelo, mientras la oía repetir mi nombre a lo lejos, como si me llamase desde París. Un instante después, mamá ha aparecido en el pasillo y me ha ordenado que colgase y cogiese mis cosas. Entonces ha entrado otra vez en su habitación, pero yo quería que Anna me dijera cómo era el vestido y no le he hecho caso, así que a los pocos segundos ha vuelto, me ha arrancado el teléfono de la oreja y ha colgado sin dejarme despedirme de Anna. Me he enfadado mucho y le he dicho algunas cosas feas, y la verdad es que pensaba que me iba a reñir o castigar o algo así. En su lugar, se ha agachado en cuclillas, me ha mirado a los ojos, ha esperado a que yo acabase y me ha pedido que me diera prisa en coger mis cosas porque teníamos que irnos. Estaba a punto de llorar y no he sabido qué decirle. Antes de que pudiera preguntarle nada se ha escuchado otro estruendo, pero esta vez ha sonado mucho más fuerte. Los cristales del armario se han roto y un jarrón se ha hecho añicos al caer al suelo. He sentido que las piernas me temblaban.

En la escalera del edificio la gente bajaba atolondrada a toda prisa, empujándose una a otra, algunos saltando los escalones de dos en dos. Una señora ha tropezado y ha bajado rodando hasta el siguiente rellano, pero nadie se ha detenido a ayudarla. Solo saltaban sobre ella intentando no pisarla, aunque alguno lo ha hecho. Papá tampoco se ha parado. A mí varios vecinos casi me tiran al suelo. En ocasiones se oía un grito y después un saco o una bolsa de plástico caía por el hueco de la escalera como una piedra. Delante iba papá, llevando mi maleta y una más grande, y detrás mamá con otra maleta. Me giraba todo el rato para ver si nos seguía y ella decía con los labios "vamos, cariño" sin pronunciar ningún sonido, mientras hacía gestos con la mano para que me diese prisa. La calle estaba llena de gente, la mayoría corriendo o andando deprisa, pero me he fijado que algunas estaban inmóviles con la mirada perdida, como si de repente acabaran de aparecer allí y no supiesen qué sucedía. Casi todo el mundo iba cargado con maletas o bolsas de plástico llenas de ropa, y he visto mucha gente llorando, los mayores en silencio y los pequeños casi a gritos. Niños en brazos de sus madres o padres o cogidos de la mano de sus hermanos. Los adultos tenían en los ojos una expresión rara, como la de mi perro el día que papá le riñó por coger aquel trozo de pan de la mesa. Mamá me ha dicho luego que era miedo. 

Como yo no puedo correr mucho, papá me ha cogido y me ha pedido que me agarrase fuerte a él con los brazos y las piernas. "Cariño, como si fueras uno de los monos bebés que vemos a veces en la tele", me ha dicho. Aferrada con toda la fuerza que podía a su cuello, le escuchaba respirar y sentía cómo su piel se llenaba de sudor, aunque no me he quejado porque le veía preocupado y no quería molestarlo. Yo miraba a mamá, que nos seguía detrás y murmuraba que todo iba a ir bien. No se lo he dicho, pero a mí no me parecía que nada fuese a ir bien y ahora tampoco me lo parece y creo que lo decía más para ella misma que para mí. A veces pasábamos junto a algún chiquillo que lloraba como si estuviera perdido, y yo le gritaba a papá que teníamos que parar, pero él seguía caminando sin hacerme caso y me quedaba mirando al niño de pie en la acera muy quieto, oyendo sus lloros cada vez más lejos hasta que lo perdía de vista entre la gente que corría de un lado para otro.

No estábamos muy lejos de nuestra casa cuando se ha escuchado una gran explosión y en el tercer piso de nuestro edificio, cerca de la ventana de mi habitación, he visto cómo aparecía una nube de polvo marrón flotando en el aire. En ese momento me he quedado sin respiración y he sentido como si algo se hubiese roto en mi interior. Entonces he entendido por qué ya no iba a clase, por qué mamá lloraba en silencio, por qué la semana pasada me dio una maleta y me dijo que metiese mi ropa dentro, por qué papá me besaba en la cabeza y no me explicaba nada. Mamá se ha detenido y se ha vuelto a mirar y papá ha dejado las dos maletas en el suelo y le ha puesto la mano sobre el hombro, pero ella no se ha girado y ha seguido muy quieta observando lo que quedaba de nuestra casa cuando el viento ha dispersado el polvo. Estoy segura de que han sido solo unos segundos, aunque al recordarlo me da la sensación de que allí de pie hemos pasado mucho, muchísimo tiempo, como si hubiésemos consumido días enteros muy deprisa. 

La siguiente bomba ha caído donde está el parque, un poco más lejos, y eso ha hecho que nos pusiéramos en marcha de nuevo. Mamá me miraba e intentaba sonreír, y yo quería devolverle la sonrisa aunque veía cómo le caían las lágrimas por la cara. Cada vez que se escuchaba una explosión, lo que dejábamos detrás se oscurecía un poco más. Varias columnas de humo se elevaban en el cielo, y el azul de antes ahora empezaba a ser gris. Al salir de la ciudad, papá me ha vuelto a dejar en el suelo y nos hemos alejado de la carretera y un rato después junto a un árbol mamá se ha parado, ha sacado un trozo de pan y me lo ha dado. Le ha ofrecido otro a papá, pero él ha dicho que no, se ha vuelto y con la cara tapada con las manos le he oído llorar. No sé por qué, en ese momento me he acordado de Anna y he sabido que no volvería a hablar con ella. 
 

Estado del manuscrito

Hace casi un mes desde que acabé la novela y comencé a distribuirla, aunque los envíos se alargaron hasta mediados de mes. Creo que es un buen momento para hacer un breve resumen de situación. 

Agencias literarias

Si hacemos un breve repaso a las afortunadas, tenemos, en el papel de agentes literarios, a: Antonia Kerrigan, Carmen Ballcels, Agencia literaria MB, Página Tres, Ute Körner, Albardonedo, Casanovas Lynch, ACER, Silvia Bastos, IMC y BookBank. Otras como STA, IWE, The Foreign Office o Pontas Agency o no aceptan manuscritos, o representan solo a editoriales y agencias, o trabajan solo con manuscritos en otros idiotas.

Hasta el momento, el estado es el siguiente:

  • Antonia Kerrigan y Carmen Balcells me enviaron un acuse de recibo electrónico generado automáticamente por su página web.

  • Una agencia me comunicó que estaban saturados y no aceptaban manuscritos por el momento.

  • Otra agencia me indicó que no estaban interesados ya que no se corresponde con lo que buscan en la actualidad. Aunque en su página web tienen representados de ficción adulta, es cierto que su catálogo más reciente está orientado a la literatura infantil y juvenil.

  • Por último, una agencia me dijo que para la valoración del manuscrito era necesario primero contratar primero un informe de lectura. Aunque he leído buenas opiniones de estos, a la vista de la extensión de Yunque (en torno a 450 páginas), el coste del informe estaría en torno a los 500 €, por lo que de momento es un tema que no he valorado.

Editoriales

Por su parte, en el papel de editorial protagonista, tenemos a Tusquets, Malpaso Ediciones, Sexto piso, Hueders, Edhasa, Libros del Asteroide, Nørdica Libros, Errata Naturae, Anagrama, Alfaguara (Penguin Random House), Seix Barral (Planeta), Leqtor Universal, Automática Editorial, Delirio y Periférica. He preguntado si admiten manuscritos a varias otras, pero al no recibir respuesta de momento las he dejado en espera.

En este caso, el estado es el siguiente:

  • Anagrama me contestó a los pocos días de remitirles la propuesta editorial por correo postal, dando acuse de recibo. Si bien probablemente se trata de un correo modelo, el detalle es agradable.

  • Una editorial me contestó indicándome que no aceptaban manuscritos, antes de remitirlo.

  • Por último, una tercera editorial me contestó con una respuesta automática que la cuenta de correo asociada a la recepción de manuscritos estaba cerrada debido al volumen de propuestas recibidas.

Eso es básicamente todo lo que tengo hasta la fecha. Del resto de agencias y editoriales no tengo respuesta, aunque como digo, por lo que leo y me indicaba este fin de semana Marie N. Vianco, es todavía demasiado pronto para recibir una respuesta, afirmativa o negativa. Como es evidente, en ese caso no aplica lo de "No news is good news", sino más bien "No news is no news".

Lo único que me carcome ligeramente es que, tras remitirlo a casi todas las editoriales y agencias enumeradas arriba, detecté un error a mitad del segundo capítulo, introducido sin duda durante una de las últimas revisiones, a pesar de las innumerables lecturas que hice. Confío en que el resto del texto sea lo suficientemente sugerente o bueno o interesante o ausente de errores o lo que sea como para que la metida de pata no pese en exceso en la valoración de los lectores profesionales. 

* * *

Aparte de eso, para matar el tiempo he estado dándole un par de vueltas al blog, organizando etiquetas y categorías y cambiando ligeramente el diseño.

En la parte más "literaria", con la ayuda de una persona que no puedo decir (al menos de momento), he comenzado a trabajar en el argumento de la siguiente novela, aunque no creo que me ponga en serio hasta dentro de mes y pico como poco (si bien ya le voy dando vueltas en la cabeza). También he comenzado un par de relatos breves, uno de los cuales tengo ya bastante adelantado y espero acabarlo esta semana. Por último, he iniciado (tímidamente) a recopilar los textos ya escritos en Scrivener, aunque tengo la sensación de que eso me llevará algún tiempo. 

Y esto es todo, que ya es bastante. Seguiremos informando, espero.