Buena suerte (fragmento): La fotografía

«Un detalle de la fotografía le cautiva desde que la vio: detrás de ellos a lo lejos, una mujer aparece suspendida en el aire, a punto de zambullirse en el agua. Su cuerpo extendido flota sobre el agua de forma inquietante y misteriosa. La respuesta racional es evidente, pero se pregunta si llegó a penetrar en el lago o quedó fijada allí para siempre; a veces piensa que simplemente bajó planeando y la cámara la capturó justo cuando se procedía a levantar el vuelo de nuevo. Hay infinitas posibilidades por las que la foto podría haberse tomado un instante antes o después, o simplemente no tomarse; la más mínima alteración en el transcurso de su existencia, en la de su tío, en la de aquella mujer, en la de cualquier otra persona relacionada o no con ellos, un cambio de las condiciones meteorológicas o los accidentes naturales, la rotación terrestre, la intensidad de los vientos solares, las mareas o la expansión del universo hubiera sido suficiente para hacer que ella no estuviese allí suspendida y entonces la fotografía no sería igual o no habría fotografía ni tampoco estantería, y él no habría pasado horas observando a esa mujer clavada en el infinito del papel, horas que en otra vida diferente en otro universo diferente habría dedicado a otras actividades diferentes, de nuevo el germen de infinitos caminos aleatorios».

Fragmento de la novela Buena suerte.

Buena suerte (fragmento): Caída.

«Su madre llorará desconsolada y su padre la tranquilizará pasando el brazo sobre su hombro, mientras le advertirá con ojos inyectados en sangre que no regrese jamás a esa casa, mira lo que le has hecho a tu madre. Saldrá de la cárcel años más tarde, víctima de varias violaciones carcelarias, compañero aunque no amigo de un narcotraficante de poca monta con aires de Pablo Escobar, con el pelo rapado al cero y varios tatuajes hechos con alguna de las agujas hipodérmicas con las que se hará adicto a la heroína, portador del VIH y enfermará del peor tipo de hepatitis. Nadie recordará su nombre y todos fingirán que ese drogadicto que dice ser su hijo, su sobrino, su amigo, su compañero, ya no existe. Volverá a esa casa y su madre convencerá a su padre y como a un perro abandonado llegarán a ofrecerle comida y cama por lástima, por el recuerdo oculto y proscrito y enterrado en su memoria de un amor mutuo que se rompió, pero que mucho tiempo atrás llegó a existir. A las semanas abandonará su casa, por voluntad propia y ajena, y morirá poco después de una sobredosis, con una goma atada a un brazo en fase avanzada de necrosis, delgado como una lámina de papel y la cara sembrada de pústulas, debajo de un puente tirado sobre un colchón húmedo con olor a orina».

Fragmento de la novela Buena suerte.

Una mañana en el metro

Es hora punta aquí y en cualquier estación de metro del planeta. Las ocho y cuarto. Apenas pueden entrar en el vagón y parece que las puertas vayan a aplastar a alguien al cerrarse, pero no es así, porque todo el mundo sigue ileso cuando el tren arranca de nuevo. Faltan nueve paradas hasta su destino, comprimidos, asfixiados, tragando el dióxido de carbono de todas esas personas pegadas unas a otras en una superficie de veintidós metros de largo por tres metros de ancho, algunas de las cuales es evidente que hace días que no se duchan mientras otras abusan de la colonia para enmascarar esa falta de higiene. Detrás de él hay un universitario. Quítate la puta mochila de la espalda, gilipollas, está tentado a decir, pero se contiene. El ruido que logra escapar de los auriculares de su vecino hace crecer la ansiedad en Carpo. Si no fuese tan civilizado, le haría tragar esos jodidos cascos junto con el cable y el móvil al que van unidos. Está seguro de que si se lo comenta a Mapache, este lo hará. Le ha visto hacer cosas similares por razones más banales.

Mejor no. Son solo nueve paradas. Pasarán pronto. Puedes aguantar.

Empieza a sudar. Mapache le mira y casi en un susurro, dice:

—Eh, ¿te encuentras bien?

El aliento le huele a tabaco y cerveza. Carpo asiente con la cabeza aunque la expresión de su cara diga otra cosa.

—Yo diría que no. Lo que necesitas es un poco de aire.

—Ahora no, Mapache. Ahora no.

—Me temo que vamos a tener que coger el siguiente.

—Venga, estate quieto. Tengamos una mañana tranquila.

—Ya verás —dice Mapache sonriendo. Nunca sabe si eso es buena o mala señal, aunque tiende a ser más lo segundo que lo primero.

Un hombre medio calvo y bajito pegado a ellos, con una americana que le viene grande, barba de pocos días y cara de alelado, les mira de reojo. Mapache le devuelve la mirada.

—¿Qué cojones estás mirando? Métete en tus putos asuntos, enano de mierda.

El hombrecillo baja la cabeza y vuelve a sus pensamientos, si es que los tiene.

—Tranquilo, Mapache, tranquilo —dice Carpo entre dientes.

El vagón se inclina suavemente al coger una curva peraltada y el altavoz del tren anuncia la siguiente estación.

—Allá vamos. Va a ser divertido.

Justo en el momento en el que la velocidad comienza a disminuir, Mapache hincha el pecho todo lo que puede y de su garganta sale un grito como si se hubiese aplastado un dedo con un martillo. Pilla de sorpresa incluso a Carpo, que se aparta asustado. Igual que él, todas las personas que un instante antes se agolpaban junto a ellos en un espacio en el que parecía no caber un alfiler, de repente han encontrado huecos donde antes no los había. La estampida hacia atrás empuja a los pasajeros de pie encima de los que están sentados. Se encajan unos con otros como piezas de un puzzle humano, aterrorizados por la posibilidad nada descartable de que ese individuo que grita a pleno pulmón padezca algún tipo de trastorno mental, sea un terrorista, un asesino, un ser venido del Averno, y que pueda sacar un cuchillo, un arma o peor, una bomba de fabricación casera cuyas instrucciones ha sacado de Internet. En los extremos del vagón, el resto de viajeros levantan las cabezas intentando averiguar la causa del grito y el movimiento de masas. Como en una explosión, la onda expansiva se propaga más allá de la gente que les rodea y se expande. Como una gota de jabón en una balsa de aceite. Como ñus en estampida. Como una gota de café en un vaso de leche.

Carpo contempla el espectáculo, atónito. Mapache está llegando al límite y levanta las manos en el aire como haría un director de orquesta. Los pasajeros le observan curiosos y asustados; en los más valientes entre el público el temor inicial ha dado paso a la curiosidad, pero incluso así se mantienen a una distancia prudencial; otros se alejan a empujones sin dejar de mirar atrás y por último, están los que huyen a toda prisa del epicentro. Justo antes de parar en la estación, Mapache se detiene un segundo para coger aire por última vez y de su boca sale un chillido agudo. Carpo mira a su alrededor y por un momento piensa que alguien va a hacer algo, que alguna persona saldrá al frente para poner orden, cordura, sentido común. Casi desea que eso suceda.

Vamos, cobardes. Es solo un chaval gritando, solo un crío, miradlo, ¿no pensáis hacer nada?

Como espera, nadie se adelanta, nadie toma el mando, nadie trata de evitar una posible catástrofe. Rojo como un Los pulmones y la garganta de Mapache abandonan su púlpito en el preciso momento que las puertas se abren, como si el conductor del tren y él estuviesen coordinados. Está rojo como un tomate.

—Vamos, Carpo, los de seguridad llegarán pronto —dice con una sonrisa infantil mientras recupera el aliento.

—Sí, un segundo.

Carpo da una zancada hasta el chico de los auriculares, que se echa atrás asustado y se protege la cara con el antebrazo.

—No te voy a pegar, tranquilo, chaval.

Acto seguido, agarra los voluminosos cascos de su cabeza, los arranca de un tirón y los lanza contra el suelo con todas sus fuerzas. Centenares de piezas de plástico salen disparadas en todas direcciones.

—Ten un poco de civismo, joder, que viajas con personas —dice Carpo al tiempo que le da al chico un par de palmadas en la mejilla.

Se alejan andando por el andén, mientras cientos de ojos los observan desde detrás de los gruesos cristales de los vagones. En las puertas más alejadas, los viajeros han salido fuera y les vigilan para asegurarse de que no regresan dentro. Los que esperaban al tren no entienden nada y al entrar miran alrededor con desconfianza. El hueco creado por Mapache no tardará en reducirse a la mínima expresión una vez reanudado el viaje, con sus apretones, sus olores, sus empujones y sus manos que tocan culos, a veces con intención y otras por accidente. Antes de que el convoy comience a moverse, Mapache se detiene, da una vuelta sobre sí mismo y acaba con una pausada reverencia con los brazos abiertos y las piernas cruzadas, mientras Carpo lo mira con curiosidad.

Puto chalado, piensa Carpo, aunque admite que ha sido divertido.

Tienen que esperar dos horas hasta que están seguros de que los de seguridad han dejado de deambular por el andén.

★ ★ ★

 

(Descarte muy prematuro de la novela). 

Vivir en armonía con la naturaleza

Vuelvo hoy con una entrada de hace algún tiempo correspondiente a un fragmento de El antropólogo inocente, de Nigel Barley. Un libro muy divertido y totalmente recomendable.

«Popularmente se supone que los africanos rebosan sabiduría indígena y conocimientos ancestrales sobre plantas y animales. Son expertos en su identificación por el rastro, el olor o las señales que dejan en los árboles y se embarcan en meticulosos análisis encaminados a determinar a qué planta pertenece una hoja, fruto o corteza. Para infortunio suyo, los occidentales suelen actuar de una manera interesada en sus interpretaciones. En la época en que se daba por sentada la superioridad cultural de Occidente, era intuitivamente evidente que todos los africanos se equivocaban en la mayoría de las cosas y que simplemente no eran muy listos. Por lo tanto, no era de extrañar que sus mentes no fueran nunca más allá de sus estómagos. El antropólogo se encontraba de forma inevitable en el papel de refutador de esta concepción del hombre primitivo. A él le tocaba demostrar que cierta lógica guiaba su comportamiento y que seguramente su sabiduría escapaba al observador occidental. En esta época de neorromanticismo, el antropólogo ético se sorprende al encontrarse de repente en el otro extremo. Actualmente, el hombre primitivo es utilizado por los occidentales, igual que lo fue por Rousseau o por Montaigne, para demostrar algo referente a su propia sociedad y reprobar los aspectos de la misma que les parecen poco atractivos. Los “pensadores” contemporáneos tienen el juicio fundamentado y equitativo en tan poca consideración como sus antecesores. Un ejemplo que me impresionó especialmente antes incluso de ir al país Dowayo fue una exposición de objetos de los indios pieles rojas. En ella se exhibía una canoa de madera y nos informaban que “las canoas de madera funcionan en armonía con el entorno y no son contaminantes”; junto a ella había una fotografía del proceso de contrucción en la que aparecían los indios quemando grandes extensiones de bosque para obtener la madera adecuada y dejar que se pudriera el resto. El “noble salvaje” se ha alzado de su tumba y se encuentra vivito y coleando en el noroeste de Londres, igual que en algunos departamentos de antropología.

Lo cierto es que los dowayos sabían menos de los animales de la estepa africana que yo. Como rastreadores, distinguían las huellas de motocicleta de las humanas, pero esa era la cima de su conocimiento. Al igual que la mayoría de los africanos, creían que los camaleones eran venenosos y me aseguraron que las cobras eran inofensivas. Ignoraban que los gusanos se convierten en mariposa, no distinguían un pájaro de otro ni te podías fiar de que identificaran bien un árbol. Muchas plantas carecían de nombre aún cuando las usaran con frecuencia; para referirse a ella tenían que dar largas explicaciones: “La planta que se usa para extraer la corteza con la que se fabrica el tinte.” Gran parte de los animales de caza se habían extinguido debido al uso de trampas. En lo que se refiere a “vivir en armonía con la naturaleza”, a los dowayos les quedaba mucho camino por recorrer. Con frecuencia me reprochaban no haber traído una ametralladora de la tierra de los blancos para poder así erradicar las patéticas manadas de antílopes que todavía existen en su territorio. Cuando los dowayos empezaron a cultivar algodón para el monopolio estatal, les suministraron grandes cantidades de pesticidas, que ellos inmediatamente aplicaron a la pesca. Arrojaban el producto a los ríos para después recoger los peces envenenados que flotaban en la superficie. Esta ponzoña sustituyó rápidamente a la corteza de árbol que habían utilizado tradicionalmente para ahogar a los peces. “Es maravilloso -explicaban-. Lo echas y mata todo, peces pequeños y peces grandes, a lo largo de kilómetros.”»

Virus

Quisiera compartir una revelación que he tenido desde que estoy aquí. Esta me sobrevino cuando intenté clasificar a su especie. Verá, me di cuenta de que en realidad, no son mamíferos. Todos los mamíferos de este planeta desarrollan instintivamente un lógico equilibrio con el hábitat natural que les rodea. Pero los humanos no lo hacen. Se trasladan a una zona y se multiplican y siguen multiplicándose hasta que todos los recursos naturales se agotan. Así que el único modo de sobrevivir es extendiéndose hasta otra zona. Existe otro organismo en este planeta que sigue el mismo patrón ¿Sabe cuál es?  Un virus. Los humanos sois una enfermedad, sois el cáncer de este planeta, sois una plaga. Y nosotros somos la cura.

Agente Smith, Matrix

Teteras de porcelana

Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es demasiado pequeña como para ser vista aún por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, la vacilación para creer en su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo iluminado, o la del inquisidor en tiempos anteriores.

Bertrand Russell

 

La razón por la que la religión organizada merece hostilidad abierta es que, a diferencia de la creencia en la tetera de Russell, la religión es poderosa, influyente, exenta de impuestos y se la inculca sistemáticamente a niños que son demasiado pequeños como para defenderse. Nadie empuja a los niños a pasar sus años de formación memorizando libros locos sobre teteras. Las escuelas subvencionadas por el gobierno no excluyen a los niños cuyos padres prefieren teteras de forma equivocada. Los creyentes en las teteras no lapidan a los no creyentes en las teteras, a los apóstatas de las teteras y a los blasfemos de las teteras. Las madres no advierten a sus hijos en contra de casarse con infieles que creen en tres teteras en lugar de en una sola. La gente que echa primero la leche no da palos en las rodillas a los que echan primero el té.

Richard Dawkins

(Ambas de la Wikipedia: Tetera de Russell)

Sistemas de valores

Los logros, como factores principales de motivación, son trampas limitadoras. Nuestro sistema de valores ha sido modelado para equiparar nuestro sentido más profundo del valor personal con los logros, pero la clarividencia de la lógica arroja serias dudas sobre este modo de pensar. ¿Es una persona sin mucha educación o discapacitada intrínsecamente menos valiosa que un alto ejecutivo? ¿Escalar 8a nos hace más valiosos que nuestro amigo, que sólo escala 6c+? Pocos responderán que sí cuando se les formule la pregunta directamente. Sin embargo, esta estructura está anclada profundamente en la mentalidad de la mayoría de la gente y controla su autoestima. Cuanto más pensamos en un sistema de valores fundamentado en los logros, más erróneo se vuelve.

 

Arno Ilgner, Gerreros de la roca

¿Qué puede esperarse de un hombre?

¿Qué puede esperarse de un hombre? Cólmelo usted de todos los bienes de la tierra, sumérjalo en la felicidad hasta el cuello, hasta encima de su cabeza, de forma que a la superficie de su dicha, como en el nivel del agua, suban las burbujas, déle unos ingresos que no tenga más que dormir, ingerir pasteles y mirar por la permanencia de la especie humana; a pesar de todo, este mismo hombre de puro desagradecido, por simple descaro, le jugará a usted en el acto una mala pasada. A lo mejor comprometerá los mismos pasteles y llegará a desear que le sobrevenga el mal más disparatado, la estupidez más antieconómica, sólo para poner a esta situación totalmente razonable su propio elemento fantástico de mal agüero. Justamente, sus ideas fantásticas, su estupidez trivial, es lo que querrá conservar...

Fiódor Mijáilovich Dostoievski

Is Google Making Us Stupid?

«[...] I can feel it, too. Over the past few years I’ve had an uncomfortable sense that someone, or something, has been tinkering with my brain, remapping the neural circuitry, reprogramming the memory. My mind isn’t going—so far as I can tell—but it’s changing. I’m not thinking the way I used to think. I can feel it most strongly when I’m reading. Immersing myself in a book or a lengthy article used to be easy. My mind would get caught up in the narrative or the turns of the argument, and I’d spend hours strolling through long stretches of prose. That’s rarely the case anymore. Now my concentration often starts to drift after two or three pages. I get fidgety, lose the thread, begin looking for something else to do. I feel as if I’m always dragging my wayward brain back to the text. The deep reading that used to come naturally has become a struggle.

I think I know what’s going on. For more than a decade now, I’ve been spending a lot of time online, searching and surfing and sometimes adding to the great databases of the Internet. The Web has been a godsend to me as a writer. Research that once required days in the stacks or periodical rooms of libraries can now be done in minutes. A few Google searches, some quick clicks on hyperlinks, and I’ve got the telltale fact or pithy quote I was after. Even when I’m not working, I’m as likely as not to be foraging in the Web’s info-thickets’reading and writing e-mails, scanning headlines and blog posts, watching vídeos and listening to podcasts, or just tripping from link to link to link. (Unlike footnotes, to which they’re sometimes likened, hyperlinks don’t merely point to related works; they propel you toward them.)

For me, as for others, the Net is becoming a universal medium, the conduit for most of the information that flows through my eyes and ears and into my mind. The advantages of having immediate access to such an incredibly rich store of information are many, and they’ve been widely described and duly applauded. “The perfect recall of silicon memory,” Wired’s Clive Thompson has written, “can be an enormous boon to thinking.” But that boon comes at a price. As the media theorist Marshall McLuhan pointed out in the 1960s, media are not just passive channels of information. They supply the stuff of thought, but they also shape the process of thought. And what the Net seems to be doing is chipping away my capacity for concentration and contemplation. My mind now expects to take in information the way the Net distributes it: in a swiftly moving stream of particles. Once I was a scuba diver in the sea of words. Now I zip along the surface like a guy on a Jet Ski. [...]»

 

Nicholas Carr en Is Google Making Us Stupid?

Muy recomendable.

Crisis

«Pertenece a la esencia misma de la crisis la existencia de una decisión pendiente y todavía no adoptada. Y asimismo pertenece a ella el hecho que se desconozca provisionalmente cuál es la decisión que ha de recaer. La inseguridad general en una situación crítica cualquiera se halla teñida, pues, por la certeza de que —indeterminadamente en cuanto al momento, pero con toda seguridad; con incertidumbre respecto al cómo, pero con plena certidumbre— se avecina el término de la situación crítica. La posible solución sigue siendo incierta, pero el término en sí, el cambio radical de las circunstancias existentes —amenazador y temido o deseado esperanzadamente, según los puntos de vista— resulta cierto para los hombres. La crisis provoca la pregunta por el inmediato futuro histórico».

 

Reinhart Koselleck, Crítica y Crisis

Descarte miope

«Más enigmático resulta el descarte miope, es decir, aquella tendencia presente en todos nosotros que nos lleva a preferir una recompensa amplia más tarde a una pequeña antes, pero con el paso del tiempo damos la vuelta a nuestra preferencia y ambas recompensas se acercan [...] La debilidad de la voluntad es un problema no resuelto tanto en psicología como en economía. El economista Thomas Schelling plantea una pregunta acerca del "consumidor racional" que puede también aplicarse a la mente adaptada:

 

¿Cómo debemos conceptualizar a este consumidor racional que todos conocemos y algunos de nosotros somos, el cual, con amargo disgusto, estruja la última cajetilla de cigarrillos, jurándose que ahora va en serio y nunca más se arriesgará a dejar huérfanos a sus hijos a causa de un cáncer de pulmon, y apenas transcurridas tres horas, se halla en plena calle buscando presa del nerviosismo un estanco o un bar abierto donde comprar de nuevo tabaco; o aquel individuo que almuerza devorando una comida con muchas calorías sabiendo que lo lamentará, y de hecho lo lamenta, y luego, sin poder comprender cómo pierde el control, decide compensar aquel exceso tomando una cena frugal, y al cenar vuelve a hacer abuso de las calorías sabiendo que lo lamentará, y lo vuelve a lamentar; o aquel profesional que se queda pegado mirando el televisor sabiendo que al día siguiente se levantará temprano bañado en un sudor frío sin haber preparado la reunión que tiene en la agenda de la que tanto depende su carrera; o aquel padre que echa a perder el viaje a Disneylandia que ha organizado con sus hijos, al perder los estribos cuando sus hijos hacían precisamente aquello que sabía que estaban a punto de hacer y había decidido no perder los estribos si lo hacían?

 

[...] Si bien el descarte miope permanece sin explicación, Schelling capta algo que es importante de su psicología cuando enraíza la paradoja del autocontrol en la modularidad de la mente. Y observa que "las personas se comportan a veces como si tuvieran dos egos, uno que quiere tener los pulmones limpios y ambiciona la longevidad, y otro que adora el tabaco, o bien uno que prefiere un cuerpo esbelto y delgado, y otro al que le gustan los postres [...] Ambos se hallan en una contienda continua en la que se disputan el control". ¿Qué sucede cuando las recompensas son del mismo tipo, como un dólar frente a dos dólares mañana? Tal vez una recompensa inminente involucra un circuito que trata con cosas que son seguras y un circuito distante para apostar por un futuro incierto. Un circuito es de categoría superior al otro, como si la persona completa estuviese diseñada para creer que más vale pájaro en mano que ciento volando. En el entorno contemporáneo, con su conocimiento fiable sobre el futuro, esta primacía a menudo conduce a elecciones irracionales. En cambio, nuestros antepasados puede que hicieran bien al distinguir entre lo que es definitivamente disfrutable hoy y aquello que se conjetura o rumorea que será más disfrutable mañana. Incluso hoy en día, la demora en la gratificación a veces es castigada debido a la fragilidad del conocimiento humano. La retirada de fondos lleva a la bancarrota, los gobiernos incumplen las promesas y los médicos anuncian que todo cuando habían dicho que era malo para la salud es ahora bueno para sus pacientes y viceversa.»

 

Steven Pinker, Cómo funciona la mente. Ediciones Destino, Barcelona, 2001. El fragmento es de la edición de 2007, p. 508-509. El extracto de Schelling es de Choice and consequence: Perspectives of an errant economist, Harvard University Press, Cambridge, Massachusets, 1984, p. 58-59.

El efecto Coolidge (o porqué nos gustan todas)

“El avivarse del deseo sexual en un varón a causa de una nueva compañera se conoce como efecto Coolidge, en recuerdo de una célebre anécdota. Un día, el presidente Calvin Coolidge y su esposa habían ido a visitar una granja del gobierno y recorrieron la propiedad en grupos separados. Cuando a la señora Coolidge le mostraron los gallineros, la dama preguntó si el gallo copulaba más de una vez al día. «Docenas de veces», le contestó el guía, y la señora Coolidge añadió: «Por favor no se olvide de decírselo al presidente». Cuando el presidente visitó las gallinas y le contaron lo del gallo, preguntó: «¿Siempre con la misma gallina?». «Oh, no, señor presidente, una diferente cada vez». El presidente añadió: «No se olvide de decírselo a la señora Coolidge.»”

 

Steven Pinker, Cómo funciona la mente.

(Más, en la Wikipedia, en inglés)

 

Actualización 29/11: Agustín añade en los comentarios varias cosas interesantes...

“Qué curioso resulta comprobar cómo el comportamiento de las especies obedece a los dictados de los genes. El efecto Coolidge es una muestra, y la anécdota muy graciosa.

Otra muy interesante es el llamado efecto Bruce, según el cual, cuando un macho de ratón es introducido en una jaula con una ratona preñada (de otro macho, se entiende) es capaz de liberar un olor que inducirá en la hembra una elevación de los niveles de prolactina provocándole un aborto. Luego, la consolará preñándola él mismo...

Las especies incapaces de generar este olor adoptan otras estrategias: por ejemplo los caballos salvajes acosan a las hembras preñadas (el stress eleva los niveles de prolactina) hasta que estas abortan; los leones no se andan con moñadas... cuando un macho (o varios) desbanca a otro como lider de una manada, lo primero que hace es matar a todas las crías de anteriores leones dominantes con el fin de que las leonas entren en celo y poder preñarlas ellos. Este comportamiento se llama "infanticidio competitivo".

No sólo la biología modifica el comportamiento. También el comportamiento de las especias condiciona la aparición o desarrollo de diferentes rasgos biológicos. El estudio clásico es el de la Universidad de Chicago, comparando el tamaño testicular entre las distintas especies de primates, y relacionando éste con la promiscuidad entre las distintas especies. Me explico: nuestros parientes más cercanos, los bonobos (chimpancés enanos), son tan promiscuos (literalmente se "tiran" a todo lo que se mueve: macho-hembra, macho-macho, macho-púber, "amor-propio"... pero esto tiene tanta miga que da para una entrada) que han desarrollado unos testículos enormes. En el otro extremo estarían los gorilas donde el macho dominante es el único que copula con todas las hembras del harén. Sus testículos son muy pequeños.

En el hombre los testículos tienen un tamaño intermedio entre chimpancés y gorilas, por lo que a partir del tamaño testicular podríamos inferir que las mujeres no son tan golfas como las monas pero sí algo más que las gorilas...”

¿Tienes un problema?

«Las estadísticas de homicidios son un tipo de evidencia importante para las teorías de las relaciones humanas. Tal como Daly y Wilson explican, "matar al antagonista es la última técnica de resolución de conflicto a la que se recurre, y nuestros antepasados lo descubrieron mucho antes de que fueran personas". Los homicidas no pueden ser descritos como el producto de una mente o una sociedad enfermas. En casi todos los casos, una muerte es algo imprevisto e indeseado; es el clímax fatal y desastroso de una batalla de enfrentamiento en la cual la sensación de estar en la cuerda floja ha sido llevada demasiado lejos. Para cada asesinato habrá un sinfín de argumentaciones que pueden tranquilizar y un sinfín de amenazas que no son llevadas a cabo. Lo cual hace del homicidio un excelente modo de aquilatar el conflicto y sus causas. A diferencia de conflictos menores que sólo pueden ser descubiertos a través de informes que los involucrados en los altercados pueden amañar, un homicidio deja tras de sí una persona desaparecida o un cuerpo muerto, que son difíciles de ignorar, y los homicidas, además, son investigados meticulosamente y documentados.»

Steven Pinker, Cómo funciona la mente.

Corrección política o estupidez

«Por experiencia acumulada, tengo la impresión de que últimamente la enfermedad está pasando a formar parte del rollo identitario, según el cual ya no hay enfermos, sino gente que es así, diferente. Hace poco, un amigo me contaba que en Estados Unidos hay una asociación de sordomudos que se niega a aprender a leer el movimiento de los labios, porque se vulneran sus derechos en cuanto sordomudos, siendo la sordomudez ya no una enfermedad, sino una manera de estar en el mundo.

Da la impresión de que la corrección política va por el camino de suprimir también lo patológico vía afirmación de las minorías o de la diferencia. Lo absurdo del asunto no merece mayor comentario, aunque sí una mayor reflexión sobre las causas. Oliver Sacks ha llegado a decir de este libro [El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon] que es "verosímil y muy divertido". Ciertamente, es verosímil (dentro de un orden, el lingüístico), pero lo de muy divertido sólo puede deberse a que no lo ha leído o a que la corrección política lo ha vuelto idiota. Es un libro angustioso y profundamente triste, por mucho que hable de la vida.»

 

Alejandro Gándara, en su blog el escorpión. Otro día les hablo del minusválido que, bajo el mismo tipo de argumento, y en una conferencia en la Universitat de València, abogaba por la eliminación de todo tipo de ayudas estatales para los discapacitados.

Economy for dummies

Con poco que hayan leído o visto las noticias durante el último mes y medio, verán que últimamente se habla mucho de crisis financiera, de hipotecas subprime, tipos de interés, préstamos interbancarios, inyecciones, o liquidez; de economía en definitiva. Aprovechando la oportunidad, les he traído, desde euribor.com.es, una historia que cuenta con un sencillo símil el porqué de las recesiones. El original en inglés proviene de un artículo titulado "Monetary Theory and the Great Capitol Hill Baby-Sitting Co-op Crisis", por Joan and Richard Sweeney. Pueden consultar versiones en inglés de esta historieta en el blog de David McWilliams o en Slate, por Paul Krugman. La historia es la siguiente:

 

«Un grupo de vecinos, miembros de una cooperativa, establecen un sistema de cupones para hacer de canguro de los hijos de otros vecinos. Inicialmente, cada vecino tiene diez cupones y cada vez que se quiere ir de fiesta, le da un cupón al vecino que cuida de sus hijos mientras él está fuera. En teoría, el reparto de cupones debería equilibrarse, puesto que unos vecinos se irían de fiesta unas veces y harían de canguro otras. No obstante, una noche unos vecinos deciden que en lugar de salir de fiesta, para acumular cupones para alguna ocasión especial, es mejor quedarse haciendo de canguro. Esto provoca que, como estos vecinos tienen algún cupón "de más", algún otro vecino vea que se está quedando sin cupones, y decida dejar de salir para incrementar su reserva de cupones. Poco a poco, esta situación se repite y más vecinos deciden no salir para acumular cupones, lo que provoca a su vez que otros vecinos se queden sin ellos. Entonces, los que tienen escasez de cupones deciden dejar de salir y acumular cupones, pero como el resto de vecinos tampoco sale, al final nadie sale de fiesta, por lo que nadie necesita canguro y no es posible conseguir cupones».

 

¿No es fascinante la economía?

Quiero ser como Marlon Brando

«No es que El Padrino retratase a la perfección cómo era el mundo de la mafia, es que en la mafia querían ser como El Padrino. Les encantaba; la película era su modelo. Aunque en realidad, la gran mayoría se parecía más al elenco de Uno de los nuestros. Es la que mejor refleja el carácter del mafioso: charlatán, desmedido...»

 

Lou Díaz, el pasado 18 de agosto en El País.

El Nobel de Matemáticas (o no)

«El reputado y atractivo matemático sueco G. M. Mittag-Leffler (1846-1927) tiene asociado su nombre a la desgraciada inexistencia del premio Nobel de Matemáticas. Todas las versiones (suecas y francesas) tienden a coincidir en un hecho: Alfred Nobel, creó los premios anuales que llevan su nombre para los mejores trabajos de Física, Química, Psicología o Medicina, Literatura y a favor de la Paz Mundial. En aquellos momentos en los que los premios se estaban gestando las Matemáticas estaban también bajo consideración. Nobel preguntó a sus consejeros que, si hubiese un premio Nobel en Matemáticas, si Mittag-Leffler podría ganarlo. Como Mittag-Leffler era un matemático capaz y muy conocido, le contestaron que sí sería posible, ante lo que Alfred Nobel ordenó que entonces no hubiese premio Nobel de Matemáticas. Aquí tenemos un ejemplo de cómo un odio personal tuvo su influencia en el desarrollo científico mundial, pero ¿cuál fue el motivo de tal odio? Mientras que la versión sueca nos dice que ese odio pertenece al ámbito de unas relaciones personales difíciles (Mittag-Leffler era un hombre rico, que en el camino a esa riqueza se ganó la enemistad de muchas personas, entre ellas Alfred Nobel), la "versión francesa" afirma que el matemático sueco tuvo más éxito con cierta señorita que el propio Nobel, quien estaba realmente interesado en la señorita en cuestión (¿su secretaria?).»

 

Cl. Alsina, M. de Guzmán, Los matemáticos no son gente seria, Rubes, 1998; H. W. Eves, Mathematical Circles, vol I, MAA, 2003. (Leído en DivulgaMAT).

 

Al parecer, la historia es falsa (en inglés), pero no deja de resultar divertido y hasta creíble que una rivalidad sexual y/o personal pudiera influir en una persona como Nobel.

Benjamin Franklin

«La palabra clave del vocabulario de Franklin era “útil”. Su único libro, la Autobiografía fue comenzado como algo que podía ser útil a su hijo; cumplido este propósito, el libro nunca fue terminado. Inventó una estufa, fundó un hospital, pavimentó las calles y creó una fuerza policial urbana porque todos estos eran proyectos útiles. Consideró útil creer en Dios, pues Dios recompensa la virtud y castiga el vicio. En el Poor Richard's Almanack (1732-1757), Franklin saqueó el acervo mundial de aforismos y los adaptó a homilías para el pobre. “Como dice el pobre Richard” se convirtió en una expresión que dio paso a todas las buenas virtudes. Hay, decía Franklin, trece virtudes útiles: la templanza, el silencio, el orden, la resolución, la frugalidad, la laboriosidad, la sinceridad, la justicia, la moderación, la limpieza, la tranquilidad, la castidad y la humildad. No hay, quizá, mejor inventario del credo norteamericano. Franklin escribió que dedicaba a cada una de ellas una atención estricta durante una semana, y registraba en un cuaderno de notas el grado de éxito diario que alcanzaba en la práctica. Así, realizaba “un curso completo en trece semanas y cuatro cursos por año” [1].

Pero todo esto era astucia, en parte, y quizá hasta engaño. Si bien Franklin era ahorrativo y laborioso, su éxito, como el de muchos buenos yanquis, lo debió a su capacidad para hacerse amigos influyentes, a una extraordinaria habilidad para hacerse propaganda y al encanto y el ingenio de su persona y sus escritos. (Aún la “comezón“ resultó ser memorable, pues engendró otros dos hijos ilegítimos). Amasó una modesta fortuna, se retiró para satisfacer su interés por la filosofía natural y la electricidad, y durante seis años dedico su ocio al estudio desinteresado antes de ser arrastrado a la vida pública.

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[1] En su magistral obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber ve a Franklin como la encarnación de ambos. Cita sus “sermones”, como él los llama (“... El tiempo es dinero ... Recordad que el crédito es dinero. Si un hombre deja el dinero en mis manos después de terminado, me da el interés...”), como expresión del ethos característico del “nuevo hombre”. Un hecho interesante es que Weber cita a Franklin más que a Lutero, Calvino, Baxter, Bailey o cualquiera de los teólogos puritanos para describir los lineamientos de la nueva ética. Véase Max Weber, The protestant Ethics and the Spirit of Capitalism, trad. de Talcott Parsons (Londres, G. Allen & Unwin, 1930).»

 

Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza Universidad, Madrid, 1977.

Para más información sobre La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo, aparte de como es obvio la obra original -la edición de Jorge Navarro Pérez, de la editorial ISTMO es muy completa.

Te quiero a las diez de la mañana

Te quiero a las diez de la mañana y a las once y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.

Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mi, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo me vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.

Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?

(Jaime Sabines, Te quiero a las diez de la mañana)

Nacionalismos y Nazionalismos

« [...] Schmitt imagina la participación política simétrica de los ciudadanos en la formación política de la voluntad como una concordancia espontánea de manifestaciones de la voluntad de miembros avenidos de un pueblo más o menos homogéneo [1]. Sólo puede haber democracia en forma de una democracia nacional porque el sujeto del autogobierno del pueblo se piensa como un macrosujeto capaz de acción y porque la nación parece tener el tamaño adecuado para poseer este lugar conceptual: es puesta como substrato natural, por así decirlo, de la organización estatal [...].

Ciertamente, la democracia se puede ejercer únicamente como una praxis común. Pero Schmitt construye este espacio común, no como la intersubjetividad [...] de un entendimiento entre ciudadanos que se reconocen recíprocamente como libres e iguales. La cosifica en homogeneidad de los miembros de un pueblo. La norma del trato igual se remite al factum del origen nacional común [...].

Schmitt concibe la formación de la voluntad política como la autoafirmación de un pueblo: "Lo que el pueblo quiere es bueno precisamente porque el pueblo (lo) quiere" [2]. La separación de la democracia y el Estado de derecho muestra aquí su sentido último: como la voluntad política que indica el camino no tiene ningún contenido normativo racional y se agota más bien en el contenido expresivo de un espíritu del pueblo naturalizado, tampoco necesita proceder de la discusión pública.

Más acá de razón y sinrazón, la autenticidad de la voluntad popular se testimonia únicamente en el cumplimiento plebiscitario de la manifestación de la voluntad de una masa popular reunida en acto. El señorío sobre sí mismo del pueblo se manifiesta espontáneamente en las tomas de postura con un sí o un no frente a las alternativas dadas aún antes de que se solidifiquen en las competencias de los órganos del Estado. [...] La regla de la mayoría operacionaliza tan sólo la coincidencia de las manifestaciones individuales de la voluntad "todos quieren lo mismo"- [...].»

 

(J. Habermas, Inclusión: ¿Incorporación o integración? Sobre la relación entre nación, Estado de derecho y democracia, en La inclusión del otro. Estudios de Teoría Política, Barcelona, 1999, págs. 113 y s.)

Sin que sea Habermas santo de mi devoción, y reconociéndole al concepto de nación el papel que tiene, lo cierto es que demasiada gente ha estado mamando teorías como las de Schmitt durante demasiado tiempo.

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[1] Véase I. Maus, «Rechtsgleichheit und gessellscahftliche Differenzierung bei Carl Schmitt&raquo, en su obra Rechtstheorie und Politische Theorie im Industriekapitalismus, Munich, 1986, págs. 111-140.

[2] C. Schmitt, Verfassungslehre (1928), Berlín, 1983, pág 229 (trad. cast.: Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza, 1983).