Trenes

Cuando por el sistema de megafonía del tren se anuncia la parada de Chamartín, mi situación ya es bastante comprometida. Apenas logro contener la enorme chaqueta plegada sobre mis rodillas, mientras lucho por evitar que el paraguas, que no he abierto y que con toda probabilidad acarrearé inútilmente durante todo el día de un lado para otro, caiga al suelo, o que algún extremo de la bufanda desborde por los laterales de mi cuerpo y se desparrame sobre la persona que viaja a mi lado. Encima de todo ello, en precario equilibrio, el voluminoso libro que estoy leyendo, que mantengo abierto por la mitad con una mano, y entre las piernas, el maletín del portátil, con la correa extendida desafiante en el suelo hacia el asiento delantero, que permanece vacío desde Atocha. A pesar de todo, mantengo bajo control tanto la estructura como el ansioso estado anímico que me provoca. Al detenernos en la estación, al otro lado del ventanal, la luz tímida de la mañana sobre los andenes crea marcados contraluces, como en una imagen a la que se le ha aplicado demasiado contraste. Algunas personas se mueven con lentitud acompañando al tren en su movimiento, como si persiguieran una puerta escogida de antemano, que se abrirá poco después con un molesto pitido.

Para mi desconsuelo, dos personas vienen a ocupar los asientos frente a mí. Un chico joven, cargado con una mochila vieja y roída y apariencia de haberse trasladado al presente desde un mitin sindicalista de los años ochenta (cazadora marrón descolorida y abombada, pantalones grises casi blancos y un pelo rizado similar a una permanente), y una señora mayor, cargada con dos grandes bolsas de plástico llenas de pequeñas cajas de cartón. Ambos apresuran a poner sus bártulos entre las piernas, ella ocupando parte del pasillo, mientras yo trato de recoger con el pie la correa del maletín y meterla debajo de mi asiento. La maniobra de encaje, coordinada pero individual, nos lleva apenas unos segundos, y cuando nos ponemos de nuevo en marcha, es como si todos nosotros y nuestras cargas fuéramos polvo lunar que tras el movimiento se ha aposentado de nuevo en el lugar que le corresponde.

Todo comienza poco después de dejar atrás la estación. En el breve trayecto a mi destino regresan a mi pecho como losas las implicaciones inherentes al cargamento que llevo conmigo: dónde guardar el libro, cómo coger el maletín, inalcanzable desde mi posición actual, si la mujer se echará a un lado para dejarme pasar o si se negará a moverse, cómo agarraré la chaqueta y me pondré en pie o si al frenar la inercia hará que me desplome sobre el sindicalista venido del pasado. El proceso mental, improductivo pero inevitable, se muestra como una metamorfosis que me fusiona con el asiento en una única pieza de plástico y metal y carne y hueso, y cuyo resultado final se hace patente un instante antes de ponerme en pie, incapaz de hacer el menor movimiento, de mover un solo músculo, como si con mi cuerpo tuviese que mover el resto del vagón. Dura solo un mínimo fragmento de un segundo, pero uno absolutamente real, en el que el cansancio y la apatía se abaten sobre mí y me invitan a desistir y continuar el trayecto hasta la siguiente estación o cualquiera más allá, y esa opción se presenta como una revelación, como la salida que estoy esperando. Entonces, movidos por una fuerza invisible, la carne y el hueso se liberan del plástico y el metal, y mi cuerpo se pone en pie, todavía sorprendido de su autonomía, en el reducido espacio destinado a mis piernas, y agotado aún pero satisfecho, salgo al pasillo y bajo al andén, donde dejo que el aire frío de la mañana llene mis pulmones.

Leer (Breve, seis)

Leo mucho, desde hace un par de meses. Devoro los libros, uno tras otro, como si fueran meros productos de consumo, como una bolsa de pipas. Algunos lo son, es cierto, y así merecen que se les trate, quizá, no lo sé, pero no sería justo tratarlos así a todos. Los devoro, decía, quizá como devoro la comida, casi sin masticar, engullidos, directos desde la boca al estómago, y cuando me doy cuenta, que no es siempre, tengo que regurgitar lo leído, y volver atrás, y releer capítulos, hojas, pasajes, líneas, palabras, a veces incluso libros enteros, para encontrarme de nuevo con ideas, conceptos, sensaciones cuyo sabor despierta algún vago recuerdo, y entonces sí, las paladeo, las mastico bien y dejo que su jugo se deslice por la garganta hacia el esófago, quizá por las comisuras hasta la barbilla, y es en esos momentos cuando de verdad encuentro el placer de leer, y siento la necesidad de volver a escribir.

Ricardo

De joven tuve un amigo cuya principal diversión consistía en abrir los maleteros de los coches detenidos en un semáforo o un paso de cebra. Los dejaba abiertos sin coger nada y salía corriendo. A menudo, los amigos le jaleábamos la hazaña desde la acera, a una distancia prudencial para que nadie sospechara de nuestra complicidad. Un día, animado por nosotros, Ricardo se acercó a un enorme Audi A8, pero antes de que pudiese tocar la cerradura el conductor dio marcha atrás y lo arrolló. En la caída la bola del remolque le golpeó la cabeza y le dejó para el resto de su vida media cara paralizada.

Eso lo sé porque sus padres se lo contaron a Daniel, el único de nosotros que fue a visitarlo durante los dos meses que estuvo ingresado. Como los demás, aquel día salí corriendo, y no había vuelto a ver a Ricardo hasta esta mañana, cuando he ido a recoger el coche del lavadero. De espaldas a mí, ha cogido las llaves de un clavo en la pared, y al girarse nos hemos encontrado de nuevo. Me ha mirado a los ojos y tras un instante de duda ha esbozado una cálida sonrisa. Yo he rehuído su mirada, he fingido que no lo conocía y me he alejado de allí a toda prisa, igual que hice aquella tarde de viernes.

Breve, cinco

Frente al portal de mi casa hay una marquesina de autobús, y sentado en ella me encuentro cada mañana a un hombre mayor, pero no demasiado, con las manos apoyadas en las rodillas, de aspecto descuidado y la mirada perdida. No sé si está abatido o espera algo que nunca llega. Con la boca entreabierta y las mejillas caídas, pelo blanco enmarañado y barba blanca de varios días, sostiene un cigarro eterno apagado entre los dedos, casi una colilla, y viste una camisa de rayas desgastada, un pantalón de chándal y unos zapatos. Al pasar frente a él con Samy tirando de la correa, todos los días sin excepción la señala con el dedo, sonríe y dice: "El jefe". Es un instante de revelación, de regreso a la realidad, como si la perra fuese lo único que le trae de vuelta al mundo durante unos segundos. Yo le devuelvo la sonrisa y contesto: "Siempre".

Otras veces me lo cruzo por la calle, en diferentes momentos, por las cercanías de esa misma marquesina, busco sus ojos y hago ademán de saludarlo, pero él ni siquiera me ve. 

Hyde park

El fragmento de «Buena suerte» a continuación está inspirado en la fotografía de la izquierda  (J. A. Hampton, Hyde Park, London, 1939).

 

«Un detalle de la fotografía le cautiva desde que la vio: detrás de ellos a lo lejos, una mujer aparece suspendida en el aire, a punto de zambullirse en el agua. Su cuerpo extendido flota sobre el agua de forma inquietante y misteriosa. La respuesta racional es evidente, pero se pregunta si llegó a penetrar en el lago o quedó fijada allí para siempre; a veces piensa que simplemente bajó planeando y la cámara la capturó justo cuando se procedía a levantar el vuelo de nuevo. Hay infinitas posibilidades por las que la foto podría haberse tomado un instante antes o después, o simplemente no tomarse; la más mínima alteración en el transcurso de su existencia, en la de su tío, en la de aquella mujer, en la de cualquier otra persona relacionada o no con ellos, un cambio de las condiciones meteorológicas o los accidentes naturales, la rotación terrestre, la intensidad de los vientos solares, las mareas o la expansión del universo hubiera sido suficiente para hacer que ella no estuviese allí suspendida y entonces la fotografía no sería igual o no habría fotografía ni tampoco estantería, y él no habría pasado horas observando a esa mujer clavada en el infinito del papel, horas que en otra vida diferente en otro universo diferente habría dedicado a otras actividades diferentes, de nuevo el germen de infinitos caminos aleatorios».

Patios de recreo

Éramos los parias. Con los roles establecidos desde el principio del curso, cuando sonaba la sirena nos conformábamos con una pequeña porción del espacio disponible en el patio de recreo, en la que formábamos dos porterías con cualquier otra cosa que tuviéramos a mano. Sin larguero ni líneas pintadas en el suelo, los límites se establecían por sentido común y acuerdo popular, y la pelota no era más que la suma del papel de plata de los bocadillos de los integrantes de ambos equipos, que a menudo había que rearmar tras la desintegración que sufría a causa de alguna patada. Varios metros más allá, grupos de nuestros compañeros más aventajados, a los que llamábamos los profesionales con sorna y cierta envidia, disfrutaban de las comodidades de campos de fútbol sala casi reglamentarios, incluyendo los balones que el profesor de educación física tan amablemente les cedía al llegar la hora del recreo. Aun así, no teníamos ningún tipo de conciencia de clase futbolera. Estoy bastante seguro de que, en secreto, todos albergábamos la esperanza de dejar atrás las líneas imaginarias y la minúscula y aparatosa pelota para formar parte de alguno de los equipos oficiales.

Visto en perspectiva, tampoco nos podíamos quejar; un escalón por debajo en estatus y ocupación física, las niñas se arrinconaban en las esquinas del recreo, sentadas o cantando en torno a alguna goma de saltar. Solo algunas parecían interesadas en el fútbol, pero una cosa era ser un paria del patio de recreo, y otra dejarlas jugar con, o incluso, contra nosotros. Entre ellas, la más insistente fue María, una chiquilla rubia y desgarbada con las piernas como palillos, que se presentaba al borde del campo imaginario todos los días. Finalmente, tras una pequeña asamblea improvisada, aceptamos que formara parte de los suplentes, a regañadientes de más de uno. Al fin y al cabo, era una chica. ¡Una chica!

No duró en el banquillo. Aún en un curso inferior al nuestro, ella era, con diferencia, la que mejor jugaba, y me atrevo a decir que nada tenía que envidiar a cualquiera de los profesionales, pese a lo cual su estatus de chica condicionaba cualquier posible ascenso a categorías superiores. Sin embargo, tampoco aquello era suficiente, ya que nos comportábamos como si le estuviéramos haciendo un favor, y como es evidente, fuera de la cancha de juego, nos manteníamos mutuamente distanciados. Ella no era nuestra amiga.

Una mañana, el balón de uno de los campos reales llegó hasta nuestro campo imaginario. Al jugar en terreno de nadie, era una interrupción habitual, y nos limitábamos a devolverlo con nuestro mejor estilo, quizá con la idea de demostrar que, en realidad, aunque jugásemos con porterías ficticias y una bola de papel de plata, no éramos tan malos (aunque sí lo fuésemos). En aquella ocasión fue María quien lo interceptó, sujetándolo con la planta del pie. A distancia, Julio, un chiquillo que venía todos los días al colegio con zapatillas de fútbol sala, esperaba el balón de vuelta, y al ver que ella no reaccionaba, él y varios compañeros suyos se acercaron, mientras nosotros nos mirábamos unos a otros sin saber muy bien qué hacer.

—Devuélveselo, vamos —susurró algún miedoso. Más bien al contrario, María comenzó a dar toques con él en el aire, un desafío que los profesionales no podían dejar pasar.

—Que me des el balón, niña idiota —dijo Julio cuando llegó junto a ella.

El siguiente toque que María le dio a la pelota fue una patada que la mandó al otro lado de las paredes del patio del colegio, para desconcierto de ellos y regocijo nuestro. Incluso se escuchó alguna risa reprimida.

—Ahí tienes tu balón, niño idiota —dijo ella sonriendo con los brazos cruzados.

María pasó una semana castigada por aquello, y tras el castigo volvió a aparecer en nuestro campo imaginario a jugar, como si nada hubiera pasado. Aunque plantarles cara a los profesionales era algo a lo que ninguno jamás se habría atrevido, nadie en el grupo mostró un ápice de cercanía o admiración.

La misma escena se repitió en varias ocasiones en los meses siguientes, con resultado y protagonistas dispares. A veces el balón acababa de nuevo en el otro lado de la valla (y también de nuevo, ella castigada), a veces le pegaba una patada y lo mandaba al otro extremo del patio y a veces le daba toques hasta que el profesional, resignado, se plantaba frente a ella y lo pedía de buenas maneras. Desde que uno de los mayores había tratado de quitársela y ella lo había toreado entre risas, nadie se había vuelto a arriesgar a una humillación pública. Todo el colegio sabía que, con mucha diferencia, era más hábil que cualquiera, y aunque para nuestro grupo era un orgullo tenerla junto a nosotros, era un sentimiento que manteníamos oculto. Incluso así, no puedo negar que cada vez que una pelota ajena llegaba a sus pies, una sonrisa de diversión mal disimulada se dibujaba en nuestros rostros.

Una mañana, antes de que comenzáramos a jugar, Julio se acercó con dos de sus lugartenientes.

 —Eh, niñ… María, ¿quieres venir con nosotros?

Ella los miró, indiferente, mientras esperábamos a su espalda, tímidos y convencidos de que nos íbamos a quedar sin nuestra estrella.

—Qué pasa, ¿os falta alguien?

—No. Solo queremos que juegues con nosotros.

—Pero no os sobra ningún sitio, ¿no?

—Quitaré a alguno, yo me encargo de eso.

María no dijo nada. Giró la cabeza y nos recorrió con la mirada uno a uno. Me pareció que se estaba despidiendo y sentí una punzada de remordimiento por cómo la habíamos tratado. No podíamos reprocharle nada.

—Qué dices, María, ¿te apuntas? —insistió Julio.

Ella frunció los labios un segundo y sonrió.

—No, creo que me quedo con ellos.

Y sin decir nada más, se volvió y los dejó plantados a su espalda, mientras se dirigía a mí con una gran sonrisa y la mano extendida para que le chocara los cinco.  

Parloteo

Observo su reflejo en la ventana. Está desesperada o harta, no sabría decir. Aunque durante el trayecto se ha limitado a echar miradas intermitentes de desaprobación a nuestro amigo, como si se sintiese vencida, ahora ha bajado el libro y lo mantiene abierto sobre sus muslos, con los ojos perdidos en las personas del andén al otro lado de la ventana. Suspira visiblemente, cruzamos la mirada un segundo, diría que con la complicidad que da la resignación compartida, incluso el odio compartido, y luego clava los ojos en él como si quisiera fulminarlo. En mi caso, hace varios minutos que he dejado de leer, incapaz de concentrarme, y simplemente escucho una canción aleatoria en los cascos. Mientras tanto, el gilipollas a mi lado continúa radiando la conversación telefónica con su madre como si la tuviera a tres metros de distancia. Sus palabras, treintaypocos, acento andaluz, barbilampiño y con ligero sobrepeso, idiota sin lugar a dudas, incluso logran abrirse paso a través de la música hasta mis tímpanos, y durante los cuarenta minutos que dura la conversación me entero, yo y medio vagón, de que se le ha roto la pantalla del móvil, de que, para su sorpresa y disgusto, su madre tiene el iPhone cuatro que él tenía guardado para ocasiones como estas, que la reparación le cuesta ciento ochenta euros y de que como solución se plantea comprar un móvil para utilizarlo durante el tiempo que lleve el arreglo, para luego devolverlo a la tienda. Me levanto del asiento cuando el tren comienza a decelerar al llegar a mi parada, y sin interrumpir el parloteo echa las piernas a un lado para dejarme pasar. Frente a mí, una segunda chica con otro libro entre las manos frunce los labios mientras mira de reojo al locutor, y pienso que hay lugares del mundo en los que matan a la gente por menos que esto.

La mujer

La vi de lejos y me llamó la atención. De pie junto a un banco, vestía unos mocasines negros de imitación piel, desgastados a los lados, con unos pantalones pitillo verde esmeralda, que le hacían la forma del cuerpo como un botijo. El atuendo lo remataba con una chaqueta marrón claro que tenía el cuerpo recubierto de finos pelillos, que me recordaba a la que le había visto a alguna estrella de rock en una revista, y las mangas hechas de una tela que dibujaba como surcos rectilíneos a lo largo de los brazos. Volvió el cuerpo al pasar yo, como si me esperase, y me miró estirada, con una mezcla de desafío e indiferencia. Cuando apartó la mirada me fijé en su cara. Cincuenta años tendría, alguno más quizá, no sé. Iba muy maquillada, con los ojos pintados de un azul eléctrico y la piel oscurecida con un moreno artificial, como pretendiendo haber vuelto de algún crucero de pega por las islas griegas. Coronaba su cabeza un imponente y estrafalario peinado rubio de peluquería, que se arremolinaba en la cima y formaba tirabuzones que le caían pegados a las orejas. Se llevó el cigarro a la boca, le dio una chupada y alrededor de los labios aparecieron pequeñas arrugas que en el momento de la calada se oscurecieron y me recordaron a un ojo del culo. El pintalabios oscuro y el exceso de sombreado colaboraron a crearme esa impresión. Miraba a los lados, nerviosa, pareciera que vigilando, cuando la dejé atrás. Lo siguiente que escuché fue el bocinazo de un autobús a mi espalda y un golpe sordo. Me volví con calma, no sé por qué, como si supiera que la mujer ya no estaría allí. Con el cuerpo oculto bajo la carrocería, solo alcancé a ver uno de sus mocasines negros tirado sobre el asfalto y su mano sobresalir por un extremo, junto al cigarrillo que a unos centímetros de sus dedos todavía humeaba.

El verano en Sempiterno

Que alguien te diga que el verano es caluroso en Sempiterno puede significar una o más de estas tres cosas: que tu interlocutor es optimista por un buen trecho, que está muy hecho al clima sahariano, y la tercera, que tiene un escaso dominio del lenguaje, que a la postre viene a ser lo más habitual. Porque la auténtica realidad de esta maldita ciudad es que en apenas cuatro meses superamos más de la mitad de los días los cuarenta grados a la sombra. Cuarenta, sí. Así que más que el timorato caluroso, extremo o insoportable son calificativos que, sin pensarlo demasiado, son mucho más apropiados para describir esta estación del año en Sempiterno.

A pesar de ello, por alguna razón incomprensible, es poco habitual que los domicilios cuenten con un aparato de aire acondicionado, cuyo hermano pobre, el ventilador, deja de ser un accesorio útil a partir de la primera quincena de julio y queda relegado a la condición de mero consuelo psicológico. El aire se mueve pero su principio activo es el mismo que el de la homeopatía; efecto placebo que se disipa a los pocos segundos. Esta circunstancia convierte a los comercios climatizados en un lugares muy demandados, ya sea un bar, una carnicería, una floristería o incluso el mismo tanatorio, que es desde donde escribo estas palabras, convenientemente apoltronado en un sillón de polipiel bajo una rejilla por la que sale una placentera corriente de aire gélido.

Si uno presta un poco de atención, podrá observar cómo en estos locales se produce en verano una aglomeración de parásitos, sí, parásitos, que sin la menor intención de llevar a cabo transacción comercial alguna, deambulamos fingiendo interés en los productos expuestos o consumimos la mañana delante de un vaso de agua y un único café, cuyos posos hace horas que se secaron, cuando en realidad todo lo que hacemos es disfrutar del aire fresquito cayéndonos en el cogote, mientras los comerciantes observan con impotencia y cara de pocos amigos desde detrás de sus mostradores cómo sus establecimientos se llenan de presuntos consumidores sin que sus cajas registradoras lo hagan en la misma proporción. 

La situación es hasta tal punto inaguantable que no me cabe duda de que si en los calabozos de la comisaría hubiera aire acondicionado, el crimen en la ciudad se dispararía en los meses de julio a septiembre. Tengo serias dudas de que esta sea la causa de que la casta política, recluida durante estos meses en sus despachos con el aire acondicionado funcionando a todo trapo, lleve tantos años haciendo oídos sordos a las peticiones de la Policía Local, aunque tampoco dudo de que saltarían prestos a apropiarse del argumento en caso de necesitarlo. La buena gente de la policía lo intentó, si recuerdan, hace unos años, sin demasiado éxito, organizando una huelga que se alargó semanas, y con la cual lo único que los desgraciados agentes consiguieron fue una pírrica y ciertamente patética medida, en la forma de un vestuario más acorde a las condiciones climáticas: camisas de manga corta. La oferta inicial incluía también el pantalón corto, pero no les hizo falta pensar mucho para concluir, con bastante acierto, que el resultado era en la mayor parte de los casos ridículo, y esa parte de la propuesta se retiró discretamente. A pesar de los intentos del sindicato por vender aquello como un triunfo, la asfixiante atmósfera que se respira cuando entras en las dependencias policiales imagino que actúa cada verano de poderoso recordatorio sobre quién fue en realidad el ganador de aquella contienda.

Así, como se lo he descrito, es en realidad Sempiterno de junio a septiembre: abrasador como las llamas del fuego eterno, ardiente como el interior del un volcán, doloroso como un hierro candente. Lo que nos obliga a muchos a deambular sin descanso, a la caza de nuevos lugares en los que sobrevivir, como haré yo cuando esa pobre mujer que llora junto al cristal se me acerque para intentar averiguar qué vínculo tenía con el esposo fallecido. Y no se me ocurre una respuesta a esa pregunta mejor que la verdad: el frío, buena señora, el frío. ¿O por qué cree que ambos hemos escogido el tanatorio? 

Breve, dos

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Camino de Barcelona, sentado junto a la ventanilla en un tren que se mueve a más de cien kilómetros por hora, las gotas de agua se deslizan por el cristal como renacuajos huidizos y se pierden por el otro extremo de la ventanilla, donde una chica de aspecto asiático mira el móvil abstraída mientras su compañera intenta dormir. Aumenta la velocidad y los falsos anfibios dan paso a hormigas nerviosas —y bastante veloces—, que con rapidez siguen el rastro anterior, hasta que a los pocos minutos la aceleración logra exterminar cualquier tipo de vida, real o imaginaria, que pudiera haber al otro lado del cristal. Para entonces Madrid ha quedado atrás y el exterior está cubierto de blanco.

Carretera oscura - Cap. 1

1

Levanté la mano al verle entrar. No me devolvió el saludo, y se dirigió a mí como si no me hubiera visto. Sin sacarse las manos de los bolsillos de la chaqueta empujó la silla con el cuerpo y se sentó. No reparó en mí. Echó un vistazo a través del amplio ventanal junto al que me había sentado y apretó los labios en señal, supongo, de desaprobación por el lugar escogido. No dije nada. En el exterior, la lluvia caía con fuerza contra las mesas de plástico de la terraza y algunas personas corrían pegadas a las fachadas. Sin embargo, él estaba completamente seco. Bajó la cabeza cuando el camarero se acercó y clavó la mirada en la mesa. Pedí dos cervezas sin consultarle, y debió de parecerle bien porque no puso ninguna objeción. Esperé que el camarero se alejara lo suficiente, saqué la grabadora y la puse sobre la mesa. Se quedó mirándola un par de segundos y me miró sin levantar la cabeza y volvió a apretar los labios. Pensé que se iba a echar atrás, pero asintió y cogió aire. «Vamos allá», pensé. Apreté un botón y una lucecilla roja se encendió en un lateral. No hubo presentaciones. Miró a nuestro alrededor y comenzó.

—Estuve en las primeras reuniones. Noviembre de 2010, según mis notas, año y pico antes de la entrada en vigor de la nueva normativa. Las teníamos todos los martes a las nueve de la mañana, aunque los de financiero siempre llegaban tarde. Al principio éramos por lo menos diez, entre los de producción, calidad, financiero, legal y algún otro departamento que se sumaba de vez en cuando. En las primeras, éramos los que llevábamos la voz cantante. Cada mañana aparecíamos con los resultados de las simulaciones que habíamos hecho durante la semana y los repartíamos entre los asistentes. Si había habido cambios relevantes hacíamos una presentación, si no, Diego o yo explicábamos de palabra los avances. Al acabar, no importaba lo que hubiésemos dicho, el jefe de producción se llevaba la mano a la cabeza y comenzaba a resoplar. Las reuniones no duraban mucho más de veinte minutos. Escogían los dos o tres escenarios más favorables y nos pedían que trabajásemos sobre esos, que los optimizáramos. Es lo habitual cuando se trata de resideñar procesos, pero no se puede optimizar nada hasta el infinito. Yo lo sé y todo el mundo allí lo sabía, es de lógica, joder. Si lo consigues, es que te estás haciendo trampas al solitario, y supongo que fue lo que alguien esperaba que hiciéramos y no hicimos, así que a la sexta o séptima reunión pasaron de nosotros y dejaron de convocarnos. Tanto mejor. Para entonces, estaba claro que financiero era quien mandaba allí dentro. En las reuniones que yo estuve nunca abrieron la puta boca. Un capullo con traje y corbata que acabaría de salir de la universidad tomaba notas y eso era todo.

Se calló cuando vio que el camarero se acercaba con las dos cervezas. Lo siguió con la mirada hasta verlo entrar en la barra y solo entonces continuó.

—En fin, era ya evidente que nosotros éramos más un incordio que una ayuda. Un lunes antes de la reunión el Director Financiero nos pidió los informes y nos comunicó, así lo dijo el muy capullo, «os comunico», que ya no era necesario que asistiéramos, y que a partir de ese momento con que le enviáramos los informes cada viernes a las dos de la tarde era suficiente. No nos explicó nada. Valiente hijo de puta. Tras la reunión, recibíamos un correo con las instrucciones. Que si teníamos que modificar esto, recortar de aquí, probar aquello, así todo. A menudo, o casi me atrevería decir que siempre, Diego y yo nos mirábamos porque las instrucciones o no tenían ningún sentido o era totalmente imposible de aplicar. Supongo que es lo que pasa cuando metes tus zarpas en algo que no entiendes. Eso mismo, que era imposible, pero adornado con palabras suavizadas, era lo que poníamos en el siguiente informe, así que un mes más tarde dejaron de pedirnos los datos de las simulaciones y nos apartaron del proyecto. Pensamos que nos iban a pegar la patada, pero no pasó. Todo se diluyó y pasado un mes era como si todo aquello nunca hubiera sucedido, aunque en calidad y producción todo el mundo sabía que habría que hacer cambios y que no se iban a hacer solos. Sin embargo, ¿qué vas a hacer? Tú haces lo que te mandan, para eso te pagan, ¿no? No es tu jodido problema. Sigues trabajando y supones que alguien más listo o mejor pagado que tú pensará algo, y bueno, lo cierto es que alguien pensó algo, ¿no le parece? El resto de la historia ya lo conoce, o quizá no tanto, pero es suficiente.

Hizo una pausa y me miró, inquisitivo. Comprendí que no iba a darme más y apreté un botón en la grabadora. El pequeño led rojo se apagó y tuve la sensación de que respiraba aliviado:

—Bien, ya tiene un par de nombres para ir tirando del hilo. Si consigue más pasta, ya sabe dónde estoy, pero —titubeó— la próxima vez busque un lugar más discreto.

Dejé el sobre encima de la mesa. Él sacó la mano de la chaqueta, lo cogió y lo guardó sin abrirlo. Me interrumpió antes de que pudiera abrir la boca.

—No se preocupe, sé que está todo. Confío en usted, pero, pero no me joda porque la mato. No me importa que sea usted una…

Dejó la frase en el aire y yo la terminé:

—Una mujer.

Me miró, molesto, incómodo.

—Tenga cuidado —añadió antes de levantarse y darse la vuelta.

Me quedé observando cómo salía del bar. Había dejado de llover y las luces de las farolas brillaban sobre las aceras. Guardé la grabadora en el bolsillo. Miré su cerveza, intacta. La alcancé y le pegué un trago, mientras le hacía un garabato en el aire al camarero. Mire alrededor. Todo parecía normal.

Siguiente capítulo en dos o tres semanas.

Algarrobas

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Encajonada entre la vía del metro, un campo de naranjos desahuciado, una calle secundaria y la carretera principal, la pinada formaba algo parecido a un triángulo irregular al que le hubieran pegado un corte con una tijera en la base. El lado más próximo a la carretera estaba permanentemente sembrado de plásticos, latas de refrescos, papeles y basuras de todo tipo, presumo que lanzados directamente por los conductores desde las ventanillas de sus coches. En esa parte abundaban los pinos jóvenes y escuálidos, lo que, unido a la escasez de arbustos y la alfombra de pinocha que lo cubría todo, le confería a aquella zona un aspecto famélico y siniestro. Como si hiciera falta algo para confirmarlo, de la rama de uno de los árboles encontré en una ocasión un enorme pastor alemán, ahorcado por algún sujeto desalmado, que a decir por lo hinchado que estaba y el olor que desprendía, llevaba varios días allí.

Aquella tarde nos ocultábamos tras la deficiente protección que nos brindaban los árboles, raquíticos pero suficientes para que ninguno de los conductores reparase en nosotros. Me acompañaba uno de mis vecinos, quizá el único entre todos ellos que se salvaba de la quema, porque eran con la citada excepción unos auténticos gilipollas la mayor parte del tiempo. Ignoro si lo siguen siendo, porque no sé en qué muta el gilipollas adolescente al hacerse adulto. Yo tendría, digamos, quince años, es probable que menos.

Sin ánimo de acertar, o quizá sí, lancé la algarroba hacia el coche que subía por la cuesta, y para mi desgracia y asombro alcanzó la luna delantera y se hizo añicos al momento. Nos quedamos inmóviles unos segundos, sin saber qué pasaría tras un suceso que hasta el momento no se había producido y cuyas consecuencias, por tanto, no habíamos previsto. Entonces las escuchamos: ruedas chirriando sobre el asfalto unos metros más adelante, una puerta que se abre, alguien que baja y la misma puerta que se cierra. Para entonces, nosotros ya habíamos comenzado a correr, cada uno en una dirección, como si lo hubiéramos planeado de antemano, y nos abríamos paso a toda velocidad entre las ramas que como brazos esqueléticos brotaban de los troncos.

La algarroba es el fruto del algarrobo, cuyo árbol dice la Wikipedia que en su vertiente mediterránea produce «unas vainas entre 10 y 15 cm. de longitud, de aspecto comprimido, indehiscentes, de color verde cuando no han alcanzado su madurez, y pardas cuando ya están maduras». Yo no hubiera sido capaz de explicarlo de esa forma, ni lo soy ahora, y tampoco tenía tiempo ni interés, mientras trataba de no sacarme un ojo en la carrera, de medir la longitud de mi proyectil. Sí sabía, no obstante, que mi algarroba parda, que por tanto se encontraba en su madurez, habría sido incapaz de traspasar el cristal de un coche. Sin embargo, en su ignorancia y enfado, nuestro perseguidor había confundido aquella vaina de aspecto comprimido e indehiscente con una piedra.

Quizá sería más correcto decir mi perseguidor, porque en una elección que nada me hace sospechar que no fuera al azar, me había escogido a mí, lo que desde todos los puntos de vista era justo, dado que había sido yo el culpable de aquello. También fue justo que me alcanzara, y también lo fue el miedo que pasé mientras le explicaba a toda prisa que no era una piedra lo que había impactado en su cristal, sino una simple algarroba cuya longitud desconocía. Todo era justo, aunque la justicia de la situación era de poco interés para mí en aquel momento.

Aún hoy en día sigo teniendo un ligero sentimiento de incomprensión respecto a aquella persecución y la facilidad y rapidez con la que el conductor del automóvil agredido me dio caza, porque mientras me internaba en las profundidades de aquella deslavazada población de jóvenes pinus halepensis, de «corteza gris rojiza y copa irregular», tenía la seguridad de estar dejando muy atrás las ansias de castigo de mi perseguidor. Hasta tal punto, que pasado un tiempo me detuve, inmóvil y cagado de miedo como estaba, convencido de haber logrado escapar. Como ya les he contado, no fue así, y aquella fue la primera y última vez que lancé algarrobas contra los vehículos que subían de la estación por aquella carretera huérfana de aceras. Y eso, más que justo, fue sensato.

Breve, uno

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En vuelo hacia Estrasburgo, a merced de la mecánica de este avión, la profesionalidad del piloto y la suerte —siempre hace falta un poco de suerte—, pienso que volar solo tiene algo de melancólico, triste incluso, y tengo la sensación de haber pensado algo similar las veces que, hace ya años, cruzaba el Atlántico para ir o volver de Atlanta. 

A miles de metros de altura, sobrevolando un mar de nubes debajo del que se adivina el perfil de la costa francesa, los cristales de hielo formados sobre la ventanilla brillan, y la nitidez del extremo del ala contrasta con la línea difuminada de un horizonte que separa el exterior en blancos y azules. Sin una sola alma aquí arriba con la que tenga una mínima cercanía, treinta y dos filas con seis asientos por fila, 192 personas, solo le queda a uno agarrarse al consuelo de la humanidad colectiva, esperando que tal asidero, que falla más a menudo de lo deseable, no sea necesario. 

Mientras miro al infinito, a cientos de metros debajo de nosotros, de repente aparece otro aparato que cruza nuestra trayectoria en diagonal y en segundos se pierde por la cola, dejando tras de sí una estela blanca de conspiraciones. Quizá haya alguien volando solo allí dentro.

Finales

Fue culpa de aquel proyecto. No había pasado ni una semana cuando comenzó a llegar a casa pasadas las diez de la noche, y a partir de ese momento, el poco tiempo de vida que le quedaba —los días que no tenía que encender el portátil y seguir trabajando— lo empleaba en hacerse la cena y tirarse frente a la pantalla de televisión hasta que llegaba la hora de acostarse. Así empezó todo, una noche cualquiera en la que se encontró demasiado cansado para cogerlo entre sus manos, abrirlo, hacer un repaso mental al último pasaje y continuar con la siguiente frase.

Ni siquiera era un libro denso o aburrido. Entretenido en general, sin dedicarle apenas tiempo había llegado a la mitad, y en los mejores momentos incluso le había llegado a atrapar. Si hubiese querido, podido o tenido fuerzas, antes de dormir podría haber leído una docena de páginas, media docena, un par de páginas, lo suficiente para no abandonarlo. Pero no quiso, no pudo o no encontró las fuerzas, y sin prestarle atención, aquella primera noche cualquiera su mano sobrevoló la portada de aquel librito, alcanzó el interruptor de la lámpara de la mesilla y se hizo la oscuridad. 

Ese mismo gesto se repitió cada noche y un tiempo después, como si el olvido le hubiera conferido la propiedad de atravesar los sólidos, el libro se deslizó al cajón y permaneció junto a los calcetines hasta que acabó volviendo a su anterior ubicación en la combada balda de la estantería del comedor, junto a varias docenas de ejemplares y sin el marcapáginas, extraviado en algún lugar del camino. Para cuando el proyecto acabó, aquella novelilla ligera había sido relegada al olvido, y por pereza o porque la tenía asociada a aquella nefasta temporada, cuando reanudó el hábito y buscó algo que leer, la pasó por alto sin ningún remordimiento; sabía que estaba ahí, pero sus ojos ni siquiera se detuvieron en el título impreso en el lomo. Hasta aquel día, jamás había dejado a medias ningún libro; ese fue el primero, ese fue el comienzo del fin. 

Liberada del remordimiento, su mente actuó como si hubiese estado esperando para resarcirse de los cientos de páginas leídas a la fuerza, de espesos pasajes y frases eternas, de argumentos insípidos y personajes planos. Durante meses, su nivel de tolerancia se fue reduciendo, y llegó un momento en el que una veintena de páginas le bastaban para cerrar el libro y pasar al siguiente, cuya lectura seguiría el mismo patrón. 

Lo siguiente fueron las series. A menudo no pasaba del capítulo piloto, un par a lo sumo, y pronto el catálogo y las opciones se agotaron y tuvo que buscar otros entretenimientos. Cuando el síndrome alcanzó las películas ya era tarde para buscar una cura; que requirieran mucha menos dedicación que los libros o las series no sirvió de nada. No era necesario que surgiese en su cabeza otra cosa que hacer, que el argumento le pareciese aburrido o las interpretaciones fueran malas; esos eran criterios racionales, y él había abandonado ese terreno hacía tiempo. Saber que tenía el poder de terminar las cosas cuando lo deseara y que ello no tenía consecuencias era suficiente justificación para hacerlo, y eso le provocaba más placer que experimentar lo que pudiera venir después.

Lo que vino después es fácil de adivinar. De una manera cruel e insensible, aunque rápida y casi quirúrgica, dio carpetazo a una relación de pareja que hasta entonces no había mostrado un ápice de debilidad, prefiero no ver cómo termina esto, y finiquitó todas sus relaciones de amistad, fértiles hasta entonces, con un puñado de palabras poco amables y sin ninguna consideración, lo que provocó un sentimiento de incomprensión generalizado en su entorno. No fue más delicado al cortar de cuajo los lazos familiares, a pesar de las lágrimas que su madre derramó al escucharle decir que no quería saber nada más de ellos. Horas más tarde, sentado en el frío suelo del baño y mientras veía cómo su sangre formaba un charco sobre las baldosas blancas, terminó lo único que le quedaba por terminar.

Perros lazarillo

Al detenerse en la estación y abrirse las puertas del tren, el recién incorporado pasajero se apresura a buscar alguna plaza libre y, siempre que no aplique ninguna de las categorías previas, ocuparlo, no siempre con la educación y el civismo que cabría esperar de personas adultas. Entre semana, el tren que llega a primera hora de la mañana, casi siempre con unos minutos de retraso, va lleno a rebosar, hasta que llega a la parada construida exprofeso para la planta automovilística. Hoy está de suerte. Cuando sube al vagón, divisa dos asientos libres y una docena de personas de pie. El primero no tarda en ser ocupado por la vencedora de la competición que se produce entre dos mujeres mayores, lo que produce un gesto de disgusto en el adolescente escuálido que cuatro paradas antes lo había ocupado con la mochila que ahora tiene que cargar sobre sus rodillas. El otro sitio libre está en el lado de la ventanilla y no es objeto de disputa, por lo que es el escogido.

Al llegar a su altura, se percata de que en el asiento contiguo hay un ciego con un perro lazarillo que se ha adueñado del espacio pensado para sus piernas. Por un momento siente la tentación de retirarse a la espera de que otro asiento se libere, pero no necesita mirar a su alrededor para percibir que es objeto de examen por varias personas, interesadas en averiguar cómo piensa resolver la tesitura: ¿Es que tiene usted algo en contra de los invidentes? ¿Y de los perros lazarillos? ¿Qué tipo de persona es usted? ¿Vamos, qué va a hacer? ¡Haga algo, por el amor de Dios, estamos mirando!

Mateo decide sentarse.

—Disculpe.

El hombre asiente sonriendo, coge al perro por la correa y lo coloca bajo sus pies sin que este ofrezca ninguna resistencia. Todo se desarrolla de una manera menos traumática de lo que había anticipado y Mateo se tranquiliza. El animal es un golden retriever de color crema. Los párpados inferiores descolgados le confieren un aspecto melancólico. No tarda en recostarse y recuperar el territorio perdido; los intentos del hombre por recolocar al perro son en vano.

—No se preocupe, no me molesta.

No sabe si está siendo sincero o cortés.

El roce continuo con el animal le llena la pernera de pelos blancos. Se pasa la mano por el pantalón para retirarlos, pero se da cuenta de que mientras el perro siga allí es inútil. Es un fastidio, pero prefiere aguantar y callar. Jodido chucho. En la medida de las posibilidades de su confinamiento, Mateo escora sus piernas hacia la derecha en un intento de evitar el contacto con el lomo del animal, que deja su rastro en cualquier superficie textil que roza. Resignado, mira por la ventana.

A pesar de las instrucciones y esfuerzos de su dueño, el maldito perro sigue moviéndose, luchando por reconquistar el espacio del que ha sido expulsado. Es más que un incordio; el animal se tumba, se sienta y se vuelve a tumbar, acomodándose en un ovillo un poco más a la derecha que la vez anterior. Con las piernas aprisionadas entre el animal y la pared, no tiene ninguna libertad de movimiento. El hombre hace lo que puede, se disculpa de nuevo por el comportamiento del can y le advierte de la caída del pelo. Es un poco tarde para eso, piensa Mateo. Aprovecha para diseccionar al invidente. En un lugar destacado de su cara rechoncha y pálida se encuentran dos ojos tan grandes como inútiles. Grises y brillantes, como si alguien hubiese aplicado una fina capa de pintura satinada y translúcida sobre ellos; la misma que tienen los ojos de algunos peces en la pescadería: muertos.

El hombre abre una pequeña tapa del reloj de su muñeca y lo palpa. Desde su asiento, Mateo lo observa con curiosidad.

—Llevamos retraso.

Está sorprendido de que ese hombre sepa algo que a él le costaría averiguar. Distraído, solo sabe que todavía no ha llegado a su destino. Por un instante siente admiración, pero se difumina pronto. ¿Sería capaz él de vivir así? Probablemente sí. Tiene curiosidad.

—¿Cómo lo sabe?

El hombre sonríe con lo que a Mateo le parece un gesto de suficiencia; quizá detecta el sentimiento de superioridad de los que le hablan desde el lado de la luz, como si el conocimiento les estuviese reservado a ellos.

—Hago este trayecto todos los días…

Esa frase parece solo una parte de la respuesta.

¿Se trata de una jodida adivinanza, o qué?

—… y hace un minuto que han anunciado la próxima estación.

Lo último que Mateo quiere es mantener una conversación, pero su pregunta parece haber despertado las ganas de hablar del individuo. Los próximos minutos le hablará sobre la incomodidad de hacer dos viajes diarios, los asuntos que tiene que gestionar a diario, las habilidades extraordinarias que posee su perro guía y que resulta ser una hembra en contra de lo que Mateo ha pensado hasta entonces, como si su comportamiento hubiese indicado lo contrario. No tiene mucho que aportar a la charla, así que se limita a asentir. A pesar del chucho, siente simpatía. Unos minutos antes de llegar a su destino, el hombre saca una correa con un asidero, se la pone al perro y se despide deseándole un feliz viaje. Quizá la oscuridad externa genere algún tipo de sabiduría interior. Se pregunta si habrá ciegos estúpidos y desagradables y gilipollas y concluye rápidamente que debe haberlos. Indudablemente. Los hay. De hecho, quizá este lo fuese.

Trenes

Cuando el tren, que procede de alguna ciudad alejada a cuarenta kilómetros al sudeste, hace su entrada a primera hora de la mañana en la estación, todos los asientos se encuentran ocupados. El color que predomina en el interior es un gris claro y opaco que parece escogido con la intención de servir de camuflaje a las apáticas caras de los viajeros y no alterar la atmósfera mortecina del vagón. Sin contar las dos ciudades, en el trayecto entre ambas hay cinco paradas, en lo que viene a ser un viaje de hora y pico. Tiempo más que suficiente para que por la mañana o por la tarde muchas cabezas acaben apoyadas contra los cristales, los ojos cerrados o entreabiertos, la boca abierta o cerrada. A veces algún pasajero ronca, lo que es una molestia para los que quieren echar una cabezada y una fuente de algarabía para el resto del vagón, a la que el protagonista es ajeno. Pero si hay algo peor que los ronquidos es una sonrisa o, válgame Dios, una carcajada, que desentona como lo hace el cadáver de un niño vestido de marinero dentro de un ataúd. Sucede en ocasiones, cuando alguien con auriculares ríe sin que exista un motivo evidente, probablemente al escuchar un programa de radio matutino; las cabezas y los globos oculares de los pasajeros se mueven al unísono buscando al culpable con miradas fugaces, con las que tratan de diagnosticar el origen de su alegría y si tienen algo que temer del individuo: ¿está loco o simplemente ríe por algo que ha escuchado? Al percatarse de que está siendo escrutado por el resto del vagón, lo normal es que el alborotador ahogue su risa y deje en su cara una sonrisa de satisfacción que cualquiera diría que es un arpón clavado en el corazón del resto de pasajeros. Las formas de matar el tiempo hasta llegar al destino son muchas: perder la mirada y la mente en el mundoque se mueve a toda velocidad al otro lado de los grandes cristales tintados, leer un libro o la prensa diaria, escuchar música o dedicarse a examinar al resto de viajeros, sin más, pero mi preferida siempre ha sido seguir con la vista las luces de las viviendas que flotan en el exterior como luciérnagas, e imaginar qué sucede en cada uno de esos puntos minúsculos tras los que hay personas, cada una con sus propias mentiras y secretos inconfesables. La evidente impostura de la raza humana me sirve en ocasiones de consuelo: no soy tan extraño.

Luna

Aterrorizado hasta la médula y alejándome a toda velocidad bajo la luz amarillenta y lánguida de las farolas, escuché la puerta cerrarse con violencia detrás de mí y no fue hasta mucho tiempo después, tras recorrer varias calles, cuando estuve a una distancia que consideré prudencial, que reduje el ritmo y volví la cabeza hacia atrás, sin pensar por un segundo en detenerme, para descubrir con sorpresa que a pesar de mis temores nada ni nadie me seguía, que el mundo a mis espaldas continuaba en reposo, tan tranquilo como podría estarlo cualquier otra noche, lo que me pareció muy extraño y me hizo preguntarme por un instante si quizá había sido todo un macabro juego de mi imaginación, si era posible que todo estuviese en realidad dentro de mi cabeza, si aquellas caras salpicadas de sangre, los ojos vidriosos y vacíos, las muecas que elevaban las comisuras de los labios formando una espantosa curva o los cuchillos relucientes que entonces habría jurado que empuñaban habían sido reales y no, como empezaba a sospechar, un producto de mis fantasías y de los cientos de noches que había pasado devorando historias de terror, pero sin dar tiempo a esa peligrosa duda a echar raíces en mi cabeza la arranqué de cuajo y seguí corriendo tan rápido como me permitían mis jóvenes piernas, y muy pronto las casas y las luces del pueblo quedaron atrás, al tiempo que entre jadeos y sudores penetraba en el estrecho sendero semiabandonado que abruptamente desciende hasta el lago bordeando los vallados de los campos de maíz, trasladándome en apenas unos instantes a un mundo tan diferente que parecía pertenecer a otro universo, un mundo casi mágico, en el que me sentía protegido por las lechuzas suspendidas sobre mi cabeza y sus grandes ojos acechantes y vigilantes, contrariadas por el hecho de que mis correrías ahuyentarían sin duda a sus presas, y habitado por tortuosos troncos de alcornoques convertidos en esqueléticos seres de otro mundo, arbustos que arañaban sin compasión mis muslos con sus ramas desnudas, alfombrado por la hierba húmeda y rebosante de rocío que me acariciaba las pantorrillas y refrescaba mis tobillos, y sumido en los sonidos difuminados y tímidos que se extendían sobre la manta del silencio, como el susurro de las hojas movidas por el viento, el crujido de los animales salvajes correteando a lo lejos, el zumbido de abeja de los automóviles que transitaban la carretera nacional, ocupados por personas que iban de unos lugares a otros sin tener tiempo o querer pararse a pensar qué dejaban tras de sí, o el reír cristalino del arroyo, cuyo murmullo se hacía más fuerte a medida que, todavía con el corazón en un puño, me acercaba veloz a su muerte en las aguas del lago, todo yo y todo ello rendido, sometido, embriagado por la luz de una luna que clavada en el cielo sobre mi cabeza, a pesar del aspecto fantasmal en el que sumía al bosque que dejaba a mi espalda, diríase que estaba decidida a protegerme, a ayudarme en mi huida, porque jamás la había visto tan grande ni tan reluciente y parecía alumbrarme en mi camino, hasta que minutos más tarde, sudoroso y jadeando, con el pecho elevándose nervioso y agitado al ritmo de mis pulmones y el corazón latiendo como un tambor dentro del pecho y batiendo en las sienes, alcancé al fin el claro en el que moría el camino y la tierra y la hierba se tornaban en fina arena, con el lago multiplicando el reflejo de mi celestial acompañante en infinidad de centelleantes puntos que como las lentejuelas de una estrella de cine brillaban un instante antes de desaparecer, ese lugar en el que desde mi infancia había sentido que el tiempo se detenía, en el que a lo lejos descansaba y me contemplaba compasivo el viejo embarcadero que hace más de una década se tragó a aquella desdichada familia en mitad de la tormenta, y sobre el que me esperaban, pacientes, iluminados por una luna cómplice y culpable, aquellos cuatro seres y sus relucientes cuchillos.

Les cuatre cents coups - III

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

Hace unas semanas (más de las deseadas) les hablé de la película Los 400 golpes, de François Truffaut (1959), y en concreto de la escena del teatro, uno de cuyos fotogramas aparece sobre estas líneas. También les comenté que los tres chiquillos que aparecen en el plano son Cloé Le Brun, Felix Moreau y Didier Faure-Baud (tapado en parte por el rostro desenfocado de Alain Ferrec), cuyas historias se recogen en un documental rodado en 1989 con motivo del 40º aniversario de la cinta, titulado «Les 400 coups: regardez Truffaut».

Haciendo un poco de memoria a lo que vimos en la primera entrada, recordarán que uno de los elementos destacables de la escena del teatro en cuestión es que no hubo ninguna planificación previa. Esta fue organizada por Truffaut y su mujer Madeleine a espaldas del productor, de modo que no hubo segundas tomas y las expresiones de los niños, que desconocían por completo que estaban siendo grabados, reflejan las emociones que la obra de teatro les provocaba sin que hubiera ningún tipo de manipulación o dirección. En la segunda entrada hicimos un repaso relámpago a las malogradas vidas de Felix y Didier, y para esta última entrada quise dejar a Cloé, con la que la vida fue algo más benévola.

Cloé Le Brun, que como es evidente en el fotograma es la única chica de los tres, entró a los diecinueve años en el prestigioso instituto de arte dramático Le Cours Florent para estudiar arte e interpretación. Aunque en condiciones normales su más que modesta familia jamás habría podido pagar lo que costaba la matrícula, tras la película de Truffaut la chiquilla participó en una veintena de filmes con papeles que aunque pequeños, generaban un dinero que sus padres ahorraban en una cuenta corriente de la que jamás tocaron un franco. A pesar de que aun así, los ahorros apenas daban para pagar los dos primeros cursos, el talento y el esfuerzo de la chica hicieron que no tardase en destacar, y ni siquiera fue necesario que pagara la matrícula del segundo, gracias a la beca que ganó y que renovó con facilidad el resto de años hasta acabar los estudios.

En una coincidencia que puede considerarse casi cósmica, durante el tercer curso conoció a Sophie, la hija menor de Truffat, con la que Cloé inició una relación sentimental que se prolongaría durante casi tres décadas, hasta finales de 2001, momento en el que da un giro radical a su vida y decide abandonarlo todo y emigrar a Mauritania, para incorporarse como voluntaria a una ONG que luchaba por erradicar la ablación del clítoris en los países centroafricanos. Pasará el resto de su vida en África, prácticamente en el anonimato, y el 12 de febrero de 2012 fallece a la edad de 60 años a causa de una infección de malaria. Desde el día que la abandonó, no volvió a pisar Francia.

Aunque durante su vida como intérprete Le Brun siempre mostró una clara preferencia por el teatro, que encontraba más cercana a la libertad y experiencia interpretativa, según afirmó en una entrevista realizada en 1995, sí intervino en un puñado de películas independientes, en su mayoría francesas, siempre en papeles secundarios en los que, sin embargo, su actuación no pasó desapercibida. Dotada de un talento excepcional y una belleza poco común debido a los orígenes argelinos de su madre, varios directores de primera fila le ofrecieron durante los primeros años de su carrera más de una docena de papeles como protagonista, que ella siempre rechazó, alegando que deseaba permanecer alejada de los focos. Uno de los más insistentes fue Jean-Luc Godard, con quien tenía afinidad política, y de quien se dice que se obsesionó tanto con ella que llegó a ofrecerle una hoja en blanco firmada, completamente en blanco, para que ella pusiera las clausulas y el salario que deseara. Como respuesta, ella le devolvió el contrato firmado con una única frase: «Non merci». 

Sin embargo, el ámbito donde Cloé realmente destacó y muy a su pesar no logró pasar desapercibida fue la militancia social, y específicamente la feminista, cuya lucha e implicación fue la que le llevó a África y en última instancia le condujo a la muerte. Aunque las protestas de Mayo del 68 le pillaron con solo dieciséis años, a través de ellas entró en contacto con los movimientos de izquierdas más radicalizados y el pensamiento maoísta que se abría paso, frente al comunismo soviético más tradicional. Un par de años más tarde, se afilió al Partido Comunista Francés, con el que años más tarde mantendría una tensa relación al acusarlo públicamente de machismo en una columna publicada en el diario Libération, en la que criticaba no solo la ausencia de mujeres en los órganos principales de decisión, sino también el enfoque heteropatriarcal de sus protestas y reivindicaciones. 

No sin cierto desdén público, Cloé no tardaría mucho en abandonar los movimientos tradicionales de izquierdas, incluida su afiliación al PCF, a los que tildaba de conservadores por su desprecio de la mujer como actor político relevante. A partir de ese momento, se centraría en el activismo feminista, y durante las décadas de los ochenta y noventa, ella y Sophie fundaron tres revistas, una de las cuales hoy en día todavía se sigue publicando («Oui, moi, femme») y crearon una docena de asociaciones feministas, además de organizar y liderar más de un centenar de protestas, no siempre de carácter pacífico, en las que tuvieron que enfrentarse tanto a la derecha como a la izquierda. De hecho, se sospecha que varios de los atentados contra sedes de organizaciones feministas que sufrieron fueron llevados a cabo por miembros de la CGT, aunque tal extremo nunca ha podido ser demostrado.

Primero como miembro activo de la segunda ola francesa, y posteriormente como una de las principales representantes francófonas de la tercera ola, junto a Marguerite Billard, Charlotte Renan, Zoe Farmechon y la propia Sophie Truffaut, entre otras, a Cloé Le Brun se la reconoce como uno de los principales exponentes del feminismo francés de final del segundo milenio. Aunque mantuvo una prolongada relación epistolar con Simone de Beauvoir, que al parecer fue la que le convenció de publicar la polémica columna en el Libération (pese a la oposición reiterada de Sartre), de esta solo se conservan media docena de cartas.

Una de las principales incógnitas a día de hoy es por qué Sophie Truffaut no la acompañó en su viaje a África, y se ha especulado mucho al respecto, pero lo que parece más probable, y que encaja con su compromiso con el activismo feminista, es que fuese la propia Cloé la que la disuadiera de hacerlo, conocedora del enorme trabajo que todavía  quedaba por hacer en tierras francesas. 

La misma fuerza que muchos años atrás las había llevado a coincidir en el instituto Le Cours Florent hizo pocas horas tras la muerte de Cloé, Sophie falleciese de un ataque al corazón, sin que la noticia hubiera llegado todavía a Francia. Ambas se encuentran enterradas en el cementerio local de Tambacounda.

 

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Ya se imaginan que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Buena suerte (fragmento): La fotografía

«Un detalle de la fotografía le cautiva desde que la vio: detrás de ellos a lo lejos, una mujer aparece suspendida en el aire, a punto de zambullirse en el agua. Su cuerpo extendido flota sobre el agua de forma inquietante y misteriosa. La respuesta racional es evidente, pero se pregunta si llegó a penetrar en el lago o quedó fijada allí para siempre; a veces piensa que simplemente bajó planeando y la cámara la capturó justo cuando se procedía a levantar el vuelo de nuevo. Hay infinitas posibilidades por las que la foto podría haberse tomado un instante antes o después, o simplemente no tomarse; la más mínima alteración en el transcurso de su existencia, en la de su tío, en la de aquella mujer, en la de cualquier otra persona relacionada o no con ellos, un cambio de las condiciones meteorológicas o los accidentes naturales, la rotación terrestre, la intensidad de los vientos solares, las mareas o la expansión del universo hubiera sido suficiente para hacer que ella no estuviese allí suspendida y entonces la fotografía no sería igual o no habría fotografía ni tampoco estantería, y él no habría pasado horas observando a esa mujer clavada en el infinito del papel, horas que en otra vida diferente en otro universo diferente habría dedicado a otras actividades diferentes, de nuevo el germen de infinitos caminos aleatorios».

Fragmento de la novela Buena suerte.

Buena suerte (fragmento): Caída.

«Su madre llorará desconsolada y su padre la tranquilizará pasando el brazo sobre su hombro, mientras le advertirá con ojos inyectados en sangre que no regrese jamás a esa casa, mira lo que le has hecho a tu madre. Saldrá de la cárcel años más tarde, víctima de varias violaciones carcelarias, compañero aunque no amigo de un narcotraficante de poca monta con aires de Pablo Escobar, con el pelo rapado al cero y varios tatuajes hechos con alguna de las agujas hipodérmicas con las que se hará adicto a la heroína, portador del VIH y enfermará del peor tipo de hepatitis. Nadie recordará su nombre y todos fingirán que ese drogadicto que dice ser su hijo, su sobrino, su amigo, su compañero, ya no existe. Volverá a esa casa y su madre convencerá a su padre y como a un perro abandonado llegarán a ofrecerle comida y cama por lástima, por el recuerdo oculto y proscrito y enterrado en su memoria de un amor mutuo que se rompió, pero que mucho tiempo atrás llegó a existir. A las semanas abandonará su casa, por voluntad propia y ajena, y morirá poco después de una sobredosis, con una goma atada a un brazo en fase avanzada de necrosis, delgado como una lámina de papel y la cara sembrada de pústulas, debajo de un puente tirado sobre un colchón húmedo con olor a orina».

Fragmento de la novela Buena suerte.