Breve, uno

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En vuelo hacia Estrasburgo, a merced de la mecánica de este avión, la profesionalidad del piloto y la suerte —siempre hace falta un poco de suerte—, pienso que volar solo tiene algo de melancólico, triste incluso, y tengo la sensación de haber pensado algo similar las veces que, hace ya años, cruzaba el Atlántico para ir o volver de Atlanta. 

A miles de metros de altura, sobrevolando un mar de nubes debajo del que se adivina el perfil de la costa francesa, los cristales de hielo formados sobre la ventanilla brillan, y la nitidez del extremo del ala contrasta con la línea difuminada de un horizonte que separa el exterior en blancos y azules. Sin una sola alma aquí arriba con la que tenga una mínima cercanía, treinta y dos filas con seis asientos por fila, 192 personas, solo le queda a uno agarrarse al consuelo de la humanidad colectiva, esperando que tal asidero, que falla más a menudo de lo deseable, no sea necesario. 

Mientras miro al infinito, a cientos de metros debajo de nosotros, de repente aparece otro aparato que cruza nuestra trayectoria en diagonal y en segundos se pierde por la cola, dejando tras de sí una estela blanca de conspiraciones. Quizá haya alguien volando solo allí dentro.

Hablar o escribir sin concierto ni propósito fijo y determinado

Hace mucho tiempo que no me dejo caer por aquí a divagar —y permítanme decirles antes de comenzar lo mucho que adoro esa expresión: dejarse caer, como si yo fuese un estresado ejecutivo que tiene la gentileza y el detalle de dedicarles unas palabras—. Sospecho que puede ser en parte, pero solo en parte, porque le haya cogido un poco de manía a esta silla y a esta mesa a las que he estado encadenado durante tantas horas, como si las asociase a algún tipo de terrible tortura que en realidad nunca fue. Pues escribe en algún otro lado, dirán ustedes. Bueno, lo he intentado —sin demasiada voluntad, a quién quiero engañar— pero tampoco crean que he tenido éxito. Resumiendo, que no me ha quedado otra que resignarme a volver a sentarme frente a este patio interior en el que, a pesar del interés que parece tener Samy desde que se levanta, nunca pasa nada más que, de vez en cuando, alguna mujer se asoma a tender o recoger la ropa, o una bandada de pájaros formando una uve cruza el cielo y el cristal de la mesa en la que escribo.

También he de confesar, para qué negarlo, que no está siendo una época especialmente fértil para la divagación, o quizá sería más apropiado decir para la disciplina. Tengo varios textos a medio acabar: un par de descartes de la novela que nunca acabé de pulir del todo, un pequeño relato sobre un salto en un lugar de Londres —sé lo raro que suena eso—, un breve relato de autoficción impregnado de odio trasladado incólume desde mi infancia hasta estos días y por último, la narración del «qué fue de» la buena de Clóe Le Brun, a la que, después de haberles contado la vida y milagros de Didier Faure-Baud y Felix Moreau, dejé en la estacada. Me cuesta creer que ese olvido tenga algo que ver con su género, pero cualquier hijo de vecino sabe que existen procesos mentales que escapan a nuestro control, así que podría ser. Para compensar, le tengo preparada una vida más fructífera que la de sus dos malogrados compañeros de reparto. Denme tiempo, voluntad y disciplina.

En su lugar, ya ven lo que les he ofrecido. Un texto de Roberto Bolaño, sublime, eso sí, y muy útil para poner en perspectiva las ambiciones literarias que albergo, pero ajeno al fin y al cabo, y un vistazo relámpago al estado de la novela. Nada más, desde principios de marzo. No es como para echar cohetes, lo reconozco.

Al menos —ese al menos es para mí, no para ustedes— estoy leyendo bastante, hasta el punto de haber creado una —estúpida— página para llevar un registro de lecturas, y es que hace años que no disfrutaba de una época tan prolífica como lector. Ya saben que he dejado de reseñar textos ajenos —aclaración innecesaria porque reseñar los textos propios no deja de ser un ejercicio de vanidad bastante estéril—, pero les recomiendo La mujer helada, de Annie Ernaux. También he retomado algo de mi intermitente actividad en redes sociales y consumo —¿o debería decir engullo?— series de ficción a una velocidad que entra de lleno en la idiotez.

Tampoco debería obviar que he comenzado a pensar en la siguiente novela. No será lo que tenía pensado en un principio, y que no obstante es una idea que guardo como oro en paño —toma cliché de tres al cuarto—, ya que su escritura requeriría un esfuerzo que no soy capaz de asumir ahora mismo, sino que tengo en mente algo más sencillo de ejecutar. Una historia con menos personajes y ubicaciones, un conflicto tan evidente como la perversión de la socialdemocracia y tanta oscuridad como me sea posible inyectarle.

Para el final he dejado la parte más interesante, si es que en este contexto podemos decir tal cosa: interesante. No por nada la RAE dice de divagar en su tercera acepción que es «Hablar o escribir sin concierto ni propósito fijo y determinado». A lo que me refiero es, por supuesto, la novela. Qué otra cosa si no. Ah, en eso sí he tenido noticias, tan frescas como si las acabara de coger del lineal de yogures del Carrefour, en el que estaremos de acuerdo que hace siempre un frío de narices. Sin embargo, por eso mismo voy a esperar un poco a que tales noticias se posen en los adoquines de mi mente para contárselas. No se trata de que crea que hacerlo las malogrará, qué va; no soy ese tipo de persona. Es tan simple como decir que prefiero esperar a que esté todo atado; no tardaré mucho, créanme. Lo único que les puedo decir es que, si todo va como debe ir, les voy a pedir dinero y a cambio les daré un libro. Y hasta aquí puedo leer. O escribir, si lo prefieren.

He de admitirlo. Había olvidado lo mucho que disfruto divagando, o escribiendo, quién sabe dónde está la diferencia.

Buen fin de semana.

El hombre y la mierda

Ayer estuvimos en Rascafría, donde el año pasado subimos a propósito de una gran nevada que había caído tan solo hacía un par de días. Teníamos la esperanza de que la experiencia se repitiese, pero por desgracia, en esta ocasión hacía ya varios días que había nevado y en lugar de la nieve polvo de la última vez, nos encontramos con un paisaje igual de blanco pero significativamente más sólido y por tanto menos mágico. Tampoco tuvimos la suerte de que hiciese sol, así que la visita fue relámpago.

Decididos ya a volver al coche, pasamos junto a tres parejas jóvenes, que sentados sobre el guardarraíl con los pies sobre la nieve le daban la espalda a la carretera. Una de las chicas estaba en ese momento desembalando una esterilla de protección para el parabrisas, que más tarde utilizaría de trineo improvisado. Dejó caer un pequeño trozo de  plástico aluminizado al suelo y al darse cuenta de que la miraba, cogió el resto entre sus manos e hizo ademán de meterlo en uno de los bolsillos de su anorak blanco. Sin embargo, no nos habíamos alejado ni cien metros cuando al girarme me di cuenta de que había tirado al suelo todo el embalaje. Lo cierto es que podría haberme dado la vuelta y recriminarle aquello, pero no soy amante de los conflictos y me gusta menos aún que tres descerebrados me partan la cara. Sin embargo, no puedo menos que acordarme de la cita de Edmund Burke "Para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada", y siento cierto resquemor interior. Todavía ahora le doy vueltas al asunto, y aunque no sirva de nada, vengo desde entonces deseándole un doloroso impacto contra el tronco de un pino. O por justicia poética, que un plástico similar le haga resbalar y se rompa el cráneo contra una acera. 

Eso no fue todo. En el aparcamiento varios embalajes de plástico y alguna bolsa campaban a sus anchas y al llegar al coche, algún simpático hijo de puta había dejado un tetrabrik de zumo sobre la nieve que delimitaba el aparcamiento, tal y como aparece en la foto. Probablemente le pareció divertido o no daba para más, nunca lo sabremos. Aunque en este caso no había un ser humano en el que concentrar mi odio acumulado, como no quiero que nadie me acuse de discriminación, también a todos ellos les deseo la peor de las agonías. Mi nivel de odio hacia el incivismo y la maldad humana es cada día mayor. Hasta que se haga insoportable, seguiremos aguantando. Entonces ya veremos. 

No voy a ponerme a divagar sobre si es aconsejable o incluso bueno que el ser humano entre en contacto con la naturaleza con teóricos (y buenistas) propósitos educacionales, porque en este santo país tenemos cada año decenas de incendios que prueban lo contrario, y solo hace falta acercarse a cualquier paraje por remoto que sea para darse cuenta de que la respuesta es no. Un gran, enorme, inmenso y planetario no. Pon un sendero y siempre encontrarás a algún gilipollas al que se le ocurrirá tirar una lata de refresco o un papel de aluminio o una bolsa de plástico. Al pie de cualquier zona de escalada es fácil encontrar decenas de colillas y he llegado a ver a un hombre que merecía que le partiesen las piernas por diez sitios diferentes cogiendo setas en el Parque Nacional de Ordesa, caminando campo a través haciendo caso omiso de las prohibiciones y advertencias. 

No, los parques naturales y espacios protegidos deberían estar herméticamente cerrados al público, y contar cada uno con varias docenas de francotiradores entrenados y con la orden de disparar a matar a cualquier persona que se adentrase en ellos. Quizá les parezca injusto, y no digo que no lo sea, pero es preferible eso a ver cómo la piara de cerdos que es un número significativo de personas trata la naturaleza como si se tratase de un estercolero, lo que supone muy probablemente el mejor reflejo de su miserable existencia. Me atrevo a aventurar que si adoptásemos tal radical medida, en un par de décadas una vez eliminada la prohibición, los que disfrutamos de la Naturaleza coseríamos a palos a cualquier indeseable que con su comportamiento provocase la vuelta de las restricciones. 

Para acabar esta simpática entrada no puedo menos que terminar con una entrada del agente Smith que resume de manera bastante explícita todo esto que les decía:

"Quisiera compartir una revelación que he tenido desde que estoy aquí. Esta me sobrevino cuando intenté clasificar a su especie. Verá, me di cuenta de que en realidad, no son mamíferos. Todos los mamíferos de este planeta desarrollan instintivamente un lógico equilibrio con el hábitat natural que les rodea. Pero los humanos no lo hacen. Se trasladan a una zona y se multiplican y siguen multiplicándose hasta que todos los recursos naturales se agotan. Así que el único modo de sobrevivir es extendiéndose hasta otra zona. Existe otro organismo en este planeta que sigue el mismo patrón ¿Sabe cuál es? Un virus. Los humanos sois una enfermedad, sois el cáncer de este planeta, sois una plaga. Y nosotros somos la cura".

Actualización

Hace tiempo que no paso por aquí. Utilizo esa frase cada vez que hace un tiempo que no paso por aquí, lo que me parece bastante coherente.

Vayamos por orden. No hay mucha miga, no vayan a pensar.

La novela. La novela está acabada, pero no está acabada. Es decir, se mantiene igual que la última vez. Véase la entrada de debajo. Eso tiene dos interpretaciones. No ha ido hacia delante, pero tampoco hacia atrás. No es un gran consuelo, porque no espero que se "desescriba". En fin. Corría el 27 de abril de 2016 y dije que me había tomado un pequeño descanso. Estamos a 3 de junio y la pausa parece que se ha alargado y de momento no hay planes de retomarla. Eso significa que no llego tampoco a la convocatoria del premio Herralde de novela, pero será por premios. La pregunta entonces es: ¿cuándo voy a continuarla? La respuesta es sencilla: el día que me encuentre con ganas, previsiblemente después del verano. Ya veremos.

Aparte de eso, he comenzado a desvincular este blog y mis cuentas sociales de mi perfil profesional. O mejor dicho, de mi identidad, dado que es la única forma de hacerlo. La intención última es que si tecleas mi nombre en Google, no haya una relación directa y evidente con mi Instagram, Facebook o Twitter. Sí, los caminos de Google son inescrutables (y que mi foto está en todos mis perfiles, eso también es importante), pero es un comienzo.

Y no hay muchas más novedades. Los relatos siguen en línea, ahí arriba a la izquierda. Sigo con el Instagram, más activo de lo que esperaba. He dejado de correr; me duró dos días. O tres, no es una diferencia que sea relevante. Continúo con el mismo móvil, como es evidente, y aún no me he cargado la pantalla, aunque se me ha caído un par de veces. Me he cortado el pelo de nuevo, precisamente hoy. Es una extraña coincidencia. Y no hay más, eso es todo por ahora. Más adelante, más, probablemente. 

Fin de la cita.

Bueno, sí tengo un nuevo proyecto, pero eso lo dejaremos para mediados de julio.

Huellas

Muchas personas entienden un hijo como la vía a la inmortalidad, aunque en ocasiones no de manera consciente o con esas palabras. Permanece en el pensamiento colectivo la idea de que pasamos a la posteridad a través de nuestra descendencia; eso es lo que el ser humano deja para el futuro. Es posible que esa idea surja como respuesta a la inmediatez, a la cercanía, a la presencia de la muerte, que pasados los veinte y superado el complejo de superman nunca está tan lejos como nos gustaría; es un pequeño consuelo: el día que muera, sé que habré dejado un surco en la Historia, con mayúscula. Quizá un surco pequeño, quizá uno insignificante o, en el peor de los casos, uno teñido de maldad, de estupidez, de indiferencia. A lo Maquiavelo, la inmortalidad bien se merece todo lo demás.

Podemos aplicar lo mismo a aquellos que a través de sus obras consiguen trascender su existencia: inventores, pintores, filósofos, escritores, creadores en general, pero también asesinos, genocidas, torturadores. Es muy interesante el caso de estos últimos, que son escoltados y conducidos a la eternidad por las víctimas sobre las que descansa su nombre. Has de saber que no fue suficiente con morir; vas a contribuir a llevar a tu verdugo al fin de los tiempos. Nadie recordará tu nombre, sólo el del asesino que con sus manos o con las de otros, te quitó la vida. Se escribirán biografías, se analizará su vida, se rodarán documentales, todo gracias a tus lágrimas, tu sangre y tu sufrimiento. La memoria no hace distinciones: recuerda algo o no recuerda y las razones por las que lo hace son irrelevantes; no es posible aplicar un filtro a nuestros recuerdos como si se tratase de una hoja de cálculo. Sería deseable que la Humanidad se permitiese olvidase la identidad de los asesinos; no borrarlos, no negar su existencia. Dejarlos de lado, sacarlos de la Historia o arrinconarlos en una esquina; sus víctimas se merecen al menos el respeto de que no encumbremos a aquellos que acabaron con su existencia. ¿Sería eso negar la memoria de las víctimas? Quizá. Pero, en realidad, ¿de la memoria de quién estamos hablando? En la cabeza resuenan Stalin, Hitler, Pol Pot, Torquemada. Debajo de ellos, como piezas prescindibles, intercambiables, algunos nombres sueltos. Millones de asesinados de los que sabemos algo cuando aparecen en los medios por alguna conmemoración, evento, o curiosidad histórica. Nombres que olvidamos a los pocos segundos pero que son los granos de arena que construyen el castillo de sus verdugos. Sólo aquellos que tienen una relación directa con las víctimas conocen alguno, pero es cuestión de tiempo que esa línea acabe por deshilacharse y romperse; adivinen entonces quién permanecerá en la Historia. Por tanto, ¿la memoria de quién estamos preservando? No parece un trato justo. 

En un tercer grupo quedan aquellas personas sin descendencia ni relevancia histórica; aquellas que no dejan nada detrás de ellos. Aquellas que simplemente, desaparecen, pasan sin hacer demasiado ruido, sin levantar la mano, sin molestar. Esas que alguien se atrevería a decir que no dejan surco, huella, memoria. Sin embargo, afirmar eso es dotar de una trascendencia que no tiene la existencia humana y al mismo tiempo negar la existencia concreta de esos seres humanos. Lo cierto es que nadie muere sin dejar huella y todos morimos sin dejarla. Porque en un abanico de infinitos universos posibles, son los actos de cada ser animado o inanimado a lo largo de millones de años los que hacen que las cosas sean exactamente como son y no de otra manera. Y sin embargo, cuando al final de los tiempos todo esto se apague, lo que somos y lo que fuimos desaparecerá como una pisada en la arena al llegar una ola.

Divagar

Cuentan que la razón de que The Doors tenga unas canciones tan largas e hipnóticas se debe a que en sus comienzos se veían obligados a tocar en clubs (sí, es cierto, eso de "verse obligados a tocar" suena como si lo hiciesen bajo amenaza de sodomía) durante muchas horas sin tener por aquel entonces un gran repertorio de canciones.

Por ello, tendían a alargarlas indefinidamente, creando lo que más tarde ha sido parte de la idiosincrasia del grupo. No sé si hay algo de verdad detrás de eso, aunque me suena que leí que fue el propio Jim Morrison quien lo dijo en una entrevista. Sin embargo, no he conseguido encontrar la entrevista ni ninguna mención a ello. 

Y no me pregunten más, porque al fin y al cabo, no importa demasiado.

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Actualizo. Pues resulta que sí es cierto, aunque no fue Morrison sino Manzarek, cofundador y tecladista de la banda entre 1965 y 1973 (según Wikipedia), quien lo dijo. A lo que iba. 

En Rolling Stone:

 

[En sus comienzos] los Doors sólo tenían unas quince canciones. Hacían algunos covers de blues de James Brown y Chicago, pero tener que tocar dos sets por noche obligó al grupo a expandir literalmente su repertorio, reformulando así el sonido de la banda. "Repetir y alargar", dice Manzarek. "’Light My Fire’ pasó a tener solos. ‘The End’ se convirtió en la épica que conocemos hoy".

Libros, de nuevo

Lo he vuelto a hacer. Podría excusarme en mi interés por mantener a flote la industria editorial hasta que acabe, espero que pronto, mi novela, pero creo que ni por esas.

Si bien es cierto que mi tendencia acumulativa ha cedido en los últimos meses al sentido común, a veces se me olvida y entonces sucumbo al placer de comprar libros aun sabiendo que las probabilidades de que no los lea son significativas.

Tengo tantos libros haciendo cola que ni los recuerdo todos y lo peor es que hay gente que sigue escribiendo.

Si hago un breve repaso, en la primera categoría encuentro aquellos que a estas alturas de mi vida empiezo a asumir que jamás leeré, como El día del Watusi de Francisco Casavella o Cosmópolis de Don Delillo. En esa misma sección se encuentran también los los clásicos que adopté impulsivamente, como La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline, La montaña mágica de Thomas Mann o Rayuela de Cortázar, por mencionar solo algunos.

La siguiente categoría es la de los que empecé pero estoy casi seguro que no terminaré nunca, ya sea por falta de constancia, tiempo o interés. Más esto último que cualquier otra cosa. En la orilla, de Chirbes, Nostromo de Joseph Conrad, El lamento de Portnoy de Roth o Corre, conejo de John Updike son algunos que me vienen a la mente.

La tercera está formada por aquellos que he leído pero con los que me gustaría repetir. Son demasiados, creo. Ansiedad de Scott Stossel, El guardián entre el centeno de Salinger, El proceso de Kafka, Pastoral Americana de Roth, El antropólogo inocente de Nigel Barley o El malestar en la cultura de Freud. También debería tratar de releer La subasta del lote 49 de Pynchon, solo por ver qué me aporta una segunda lectura. Hay otros muchos, como la serie Fundación de Asimov, pero eso sería pedir demasiado. 

Debería acabar esta entrada con aquellos que estoy decidido a leer, los haya empezado o no. Las dos menciones destacadas son La broma infinita de DFW y Jota Erre de William Gaddis, que juntos deben sumar unas 2300 páginas que me temo que por momentos serán casi ininteligibles. Admito que, no sin sacrificio, voy a esperar a acabar Jota Erre para comprar Los reconocimientos de Gaddis. En esta lista también veo a La maravillosa vida breve de Óscar Wao de Junot Díaz, Amor líquido de Zygmunt Bauman y (creo) Cómo aprendí a leer, de Agnés Desarthe. Seguro que hay más, pero mi memoria tiene las patas cortas.

Tampoco puedo olvidar otros en los que estoy interesado, aunque se salgan un poco de mis preferencias habituales. Otros dos clásicos más, como no podría ser de otra manera: Hojas de hierba de Walt Whitman y Las flores del mal de Charles Baudelaire.

Son muchos y faltan otros tantos que hace años que acumulan polvo en las estanterías de Valencia, sin contar todas las adquisiciones que hice durante Filosofía. 

A pesar de todo eso, como decía al comienzo, lo he vuelto a hacer. Ayer añadí/me regalaron Limónov de Emmanuel Carrère y Ánima de Wajdi Mouawad a la lista. De momento, entran en la cuarta categoría (un poco de voluntarismo siempre es necesario): aquellos que estoy decidido a leer (de lo contrario, no los habría comprado). Dentro de unos meses veremos si me he equivocado. 

(El oficio de vivir, de Cesare Pavese, queda pendiente para el siguiente brote consumista).

En fin. Debería leer más, escribir más y hacer todo lo demás menos. No hay tiempo para todo y tampoco fuerza de voluntad.

Una visita a comisaría (adenda)

Creo que Patrick McLaw y yo compartimos problemas similares, aunque de momento el mío no es tan grave. http://www.playgroundmag.net/musica/noticias-musica/actualidad-musical/escribir-ciertas-novelas-podra-llevarte-al-manicomio-o-algo-mucho-peor

 

La historia es así: Patrick McLaw, un joven talento de la novela negra, publica su violento relato bajo pseudónimo y continúa su vida como si nada. Tiempo más tarde, a sus veintitrés años y como profesor de colegio en Maryland, un grupo de policías llaman a su puerta y le obligan a someterse a un tratamiento psicológico de emergencia. Por lo visto, el pobre aspirante a Stephen King está siendo investigado como sospechoso de un posible crimen (...)

 

Por cierto, el martes volví a comisaría. Ya no tengo claro cual es la gravedad real del asunto, aunque mi abogado insiste en que no me preocupe. Claro, qué va a decir él... Espero poder contarlo el fin de semana, si saco fuerzas.

Icarus is flying

Aquí estoy de nuevo hablándole al vacío. Ya sabes que no he estado muy comunicativo estas últimas semanas. No he estado muy nada, en realidad. Bastante poco de todo, a decir verdad. Bueno, quizá no de todo, pero es complicado de explicar. Quizá otro día. Hay días que no sé si mi cabeza está repleta de pensamientos sin ordenar o de un vacío ordenado. Hoy es uno de esos. Permanece todo tan confuso como los últimos días e incluso semanas. Por suerte, siempre quedan algunos pilares firmes a los que abrazarme mientras pasa la tormenta. Aunque a veces me siento como si durmiese en una de esas casas que en los programas de televisión americanos trasladan de una ciudad a otra por la noche, y al día siguiente me despertase en un lugar extraño y remoto. Soy el mismo pero al mismo tiempo dejo de serlo.

Estoy divagando sin rumbo.

Hace semanas que no escribo nada. Al menos, no algo de más de 300 palabras y desde luego, nada de ficción. La novela superó las 75.000 palabras y parece que se ha plantado, aunque no estoy dispuesto a dejarla ir ahora, aunque tenga que atravesarla con una lanza y encadenarme al enorme escritorio del estudio. Creo que no me equivoco si digo que lo último que escribí es el relato del Tío Raimundo para un curso de escritura creativa al que falté más de la mitad de las veces, alguna vez por impedimentos personales y en su mayoría profesionales. La vida no es fácil, dice Óscar. Supongo que no, pero nosotros tampoco ayudamos demasiado.

En ocasiones desearía ser una de esas personas que han sido bendecidas con el privilegio de la constancia por las cosas, ese estado mental que en mi caso se traduce en una obsesión pasajera que por lo general no me dura más de unas semanas o meses. Hay un refranero sobre eso. Supongo que siento cierta envidia al ver lo que esa constancia puede conseguir en algunos casos. Claro que en otras no. Imagino dónde hubiese podido llegar en esto o aquello si hubiese empezado hace años; quizá muy alto, quizá a ningún sitio. Pero la verdad es que luego lo pienso de nuevo y qué aburrimiento, joder.

En fin. Continuamos para bingo.

Blogs

Últimamente me ha dado por revisar algunos de los blogs que solía visitar y comentar hace ya varios años. Cuando publicaba más a menudo, era más guapo, más listo y menos viejo. Por aquel entonces. De todos los que he mirado, ya sea por mi pobre memoria o por las personas que dejaban su dirección en los comentarios, creo que apenas quedan en pie un par. El resto o han dejado de existir, o hace años que no se actualizan.

Nos estamos haciendo viejos.

Back again

Recuerdo exactamente el día que aparqué la escalada el pasado año. La última referencia gráfica es del 27 de octubre, intentando encadenar un 6c en Bellús donde por cierto un error al chapar la cuerda y luego intentar arreglarlo casi me cuesta un susto importante. No me encontré especialmente flojo, ni especialmente fuerte. A pesar de que continuaba con el entrenamiento, hacía tiempo que ya no hubiese sido capaz de encadenar los 35m de la Magnetorresistencia (6b+) de Oasis, Chulilla, pero seguía teniendo cierto éxito con los 6b/+. Por la razón que fuera (que yo creo conocer), el entrenamiento ya no funcionaba como debía y las salidas a la roca eran no demasiado satisfactorias, con independencia de si encadenaba o no. Así que colgué los gatos unos meses. Hasta el pasado 10 de marzo que fuimos a Ceguera. Chulilla, otra vez. Cuatro meses y medio, casi exactamente. Ese día lo pasé bastante mal, pero creo que más por mi obsesión con el ejercicio aeróbico de las anteriores, que me habían dejado muy justito de glucógeno, que por mi estado de forma real. Afortunadamente, las cosas han ido mejorando. Una semana después me llevé un 6b encadenado en Altura, y una semana después dos 6b y un 6b+ de continuidad. Al día siguiente, encadené dos 6c de placa en Montesa, cortos pero intensos, a los que no les voy a discutir el grado. La cabeza me respeta bastante en los pasos clave, he vuelto al roco, mis manos son ya más las de un labrador que las de un consultor informático y como solía decirse, todo parece que PA (Progresa Adecuadamente).

Ahora sólo falta apretar un poco más.

Resumen de las vacaciones y más

Hace ya prácticamente seis meses que no hablo de escalada, a pesar de alguna foto que haya podido colgar durante esta pausa. Naturalmente, he seguido escalando y aunque las cosas no es que hayan cambiado drásticamente, algún cambio sí ha habido en estos últimos meses. Empecemos por el principio. Aunque comencé a "entrenar" en el rocódromo a principios de enero y es cierto que había notado algún avance gracias a las series de continuidad en las que se centraba básicamente todo el "entrenamiento", la verdad es que el enfoque que estaba siguiendo hasta la fecha era totalmente intuitivo; nada de series, intervalos, tiempo de descanso, ejercicios dirigidos, etc. Es más, ni siquiera planificaba las travesías, sino que el planteamiento era hasta que los brazos aguanten.

Para intentar solucionar esto, a mediados de abril decidí hablar con Mónica, "colaboradora" del Búnker y con cierta experiencia en entrenamiento específico de escalada, con el propósito de estructurar de una manera más adecuada las sesiones de roco. Así pues, después de un mes de "puesta a punto" en el que casi sudé sangre, en junio comencé con lo que sería el entrenamiento específico y gané bastante resistencia, encadenando varios 6b y 6b+ a vista y llegando a montar un 7a+ en Oasis (Chulilla) y probar algún 6c/+.

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A principios de agosto me presentaba a mi primera competición "no oficial", el campeonato de escalada de velocidad Vicente Aguilar en Paiporta, con una actuación más que discreta; aunque pasé el primer corte con el segundo mejor tiempo (de un total de nueve), en la segunda ronda un resbalón del pie en la primera de las dos vías de la ronda hizo que acabase el último y quedase eliminado. Teniendo en cuenta que el pie se me fue no una vez sino dos en la misma presa y por las sensaciones del momento, casi juraría que no fue mi pie sino que la presa se giró, pero es sólo una impresión que no tiene mayor importancia.

Con los calores del verano, la relajación de los entrenamientos a finales de julio y las necesarias vacaciones estivales volvió el sufrimiento en el 6b/6b+. El principal cambio no fue quizá tanto a nivel de grado, sino en la facilidad y confianza con la que resolvía determinadas vías; ahora mismo veo difícil —pero no imposible— volver a encadenar la Magnetorresistencia en Oasis. Sin embargo, contrariamente a lo que pudiera parecer, a finales de agosto y después de algo más de media docena de pegues distribuidos a lo largo de los últimos dos o tres meses, encadené mi primer 6c+ —a pesar de que un par de personas opinan que es un 7a, sigo pensando que está más en el 6c+ que en el 7a—, una vía de unos 15 metros en la zona nueva de Gestalgar con una sección inicial de pasos largos y una segunda parte ligeramente desplomada; no se puede decir que fuera un proyecto en el que estaba demasiado enfocado y de hecho el día del encadenamiento ya le había hecho un pegue y estuve a punto de subirla en top por simple pereza. Una semana después en el Altet encadenaba mi primer 6c, Montesa vertical, que si bien puede admitir alguna matización de grado, éste no sería tanto por la dificultad de los pasos sino por la sobreprotección de la vía.

Volviendo a la actualidad, la semana pasada empecé de nuevo con la resina y después de un fin de semana para olvidar en Gestalgar, esta semana vuelvo "en serio" a los entrenamientos, con idea de recuperar el nivel del pasado junio y acabar el año sumando al menos media docena de 6c/+ a la colección y si los dioses nos son propicios, quien sabe si algún 7a. Para ello, no obstante, todo apunta a que debo aprovechar mejor las horas de descanso y mejorar significativamente la alimentación —irregular y poco adecuada por ser optimista— aspectos que parecen ser el punto débil del actual entrenamiento y los mayores limitantes para las sesiones en el rocódromo y en la roca.

Seguiremos informando, espero que en intervalos inferiores a los seis meses.

Violencia

Desde que comenzó el movimiento este del 15-M he estado siguiéndolo —siempre obviamente por los telediarios e Internet— con cierta curiosidad, pero sobre todo con mucho escepticismo. No es que no crea en las buenas intenciones de los movimientos sociales espontáneos como el 15-M. Creer, creo; será por credulidad.

Creo en las buenas intenciones detrás de la mayoría de sus participantes, en las buenas intenciones de las asambleas, en las buenas intenciones de las acampadas y en las buenas intenciones de las manifestaciones. Lo que no creo es que nada de eso vaya a conducir absolutamente a nada y a las pruebas me remito: mayoría absoluta del PP, que no es un partido que venga precisamente a simpatizar con las ideas del 15-M. En realidad, no tengo una idea exacta de con qué simpatiza el PP, aunque intuyo que viene a ser lo mismo con lo que simpatizó el PSOE durante los últimos ocho años, y con lo que simpatizó el PP de Aznar, y etcétera hasta el comienzo de todo esto: ellos mismos.

El problema de las buenas intenciones es que son sólo eso: buenas intenciones. Van bien para las navidades y nos hacen sentir mejor, pero desafortunadamente ni dan de comer, ni consiguen cambian las cosas. Para eso hace falta algo más: un compromiso real y la voluntad de sacrificar hasta lo más sagrado, especialmente en el ámbito personal; cualquier otra cosa es, en la mayoría de los casos, algo tan poco honesto como fructífero y demasiado a menudo una burda instrumentalización de las ideas al servicio de los propios intereses. No cabe ninguna duda de que si te lo montas bien, vivir de la ideología ha acabado por ser un buen negocio, especialmente entre la clase política de izquierdas, más tendente —con honrosas excepciones— a mantener discursos de clase, válidos hoy en día o no pero que ni ellos mismos se creen, apoltronados en sus sueldos, sillones de cuero y con sus iPhones y iPads; sigamos hablando, pero sólo eso que cuanto menos se mueva la cosa, mejor, no sea que me toque salir a la palestra y demostrar que yo sí estaba realmente comprometido. O peor, que todo este tinglado cambie y mi cabeza ya no haga falta.

Volvamos al 15-M. La cuestión de fondo es que esa actitud pacífica, calmada y dialogante de que han hecho gala durante estos meses no tiene otro beneficiario que el sistema contra el cual el 15-M dice estar. Cuando el poder económico, político y mediático está en manos de unos cuantos y la mayoría (entre la que me incluyo) está totalmente atocinada y acomodada, que se reúnan un puñado de perroflautas a discutir sobre el bien y del mal no sólo es inofensivo, siempre que no hagan ruido y no molesten a los turistas, sino que además proporciona una satisfactoria sensación de salud democrática a la sociedad; viene bien, mientras se sienten en el suelo y se dediquen sólo a hablar.

La necesidad del uso de la violencia legítima es algo sobre lo que ya he escrito alguna que otra vez en el pasado, y con todo lo pacífico que yo soy (que lo soy, y mucho) y lo poco que me gusta dar y recibir hostias, actividades que afortunadamente no practico habitualmente, es algo sobre lo que estoy bastante convencido; la violencia puede llegar a ser un instrumento útil e incluso necesario en determinadas circunstancias, pero que las clases dirigentes se han encargado de demonizar, mientras que el inútil (por idealista) diálogo habermasiano se ha adoptado como herramienta de resolución de conflictos, cuando nunca las partes que entablan el diálogo están en igualdad de condiciones y por tanto siempre pierde el débil. Que es lo que interesa, al fin y al cabo.

No compararé la situación actual con la Revolución Francesa, porque los pobres franceses no tenían un montón de cosas que son deberían ser habituales hoy en día, como un techo, comida, ropa, educación, sanidad, y otras tantas cosas, pero a nadie se le ocurriría pensar hoy en día que a través del diálogo la Revolución Francesa (con sus bondades y sus maldades) se habría llevado a cabo. Tan poco como me gustaría ver a algún cacique político pagando por sus "pecados" (tengo mis preferencias políticas y de método, que no confesaré), he de admitir que ese tipo de "iniciativas" son al final las únicas que pueden generar un cambio que, no obstante, sabe uno como empieza, pero no cuándo ni cómo acaba. Esa incertidumbre es la que obliga a que el compromiso con las ideas, acertadas o no, deba ser total; nadie dijo que fuese a ser fácil. Por supuesto, no todo van a ser ventajas (especialmente para el cacique del que hablaba).

El primer problema son aquellos energúmenos que se apuntan a cualquier cosa que huela a violencia. Los reconocerán porque todo equipo de fútbol que se precie tiene unos cuantos que probablemente usted pueda contratar si tiene un problema, necesita ayuda, tiene el dinero suficiente y puede localizarlos (le adelanto que será tan difícil como encontrar al Equipo A). Comience usted una revolución y acabará rodeado de animales sin otra motivación que robar y romper cráneos sin distinción de edad, sexo, raza o condición social; eso es igualdad de oportunidades y todo lo demás son tonterías. La cuestión es la violencia, y si es la violencia por la violencia, mejor que mejor. Qué mejor entretenimiento que romper escaparates y robar amparado por la multitud. Cierto: cualquiera consigue algo de legitimidad en ese escenario. Esa es, en efecto, una buena razón para prescindir de toda violencia en actos reivindicativos; a saber si al manifestante que tienes detrás le gustan tus zapatillas y acabas con la cabeza abierta y sin zapatillas. No empieces algo si no sabes quién va a apuntarse.

El segundo problema, obviando lo terriblemente grande que es el primero, es saber quién le pone el cascabel al gato. En una sociedad, para bien o para mal, totalmente anestesiada (¿quién se siente mal cuando ve a un pobre pidiendo por la calle?) y en la que mucha gente —no me atrevo a decir la mayoría— tiene techo, comida, Internet y ocio de fin de semana, a ver quién es el guapo que se juega los cuartos y se lanza a las calles, cóctel Molotov en mano, a luchar por sus derechos y por los de sus congéneres. Y además, esperar apoyos y comprensión de otros que viven demasiado bien como para mover el culo del sofá. Como que no. Trabajo no tendré, pero no vivo tan mal, oiga; todo es mejorable, pero también puedo ir a peor.

Si recuerdo bien, en unos de los libros de la saga Fundación de Asimov, un personaje cuyo propósito era hacerse con un planeta —ahí es nada— utilizaba los electrodomésticos que él mismo había proporcionado a la población para conseguir que ésta se levantase contra sus dirigentes; primero se los daba y luego se los quitaba. No tengo ninguna duda de que en cualquier sociedad contemporánea occidental el resultado sería el mismo: retírele sus comodidades al ciudadano de turno y conseguirá una revuelta que superará lo inimaginable. Desgraciadamente, la motivación de toda esa turba embrutecida será volver al estado anterior, no conseguir ningún tipo de progreso que no sea una tele más grande, un smart-phone más bonito o un coche más potente. Intentar convencerlos de algún tipo de motivación o finalidad superior sería una total pérdida de tiempo.

El tercer y último problema es el que más me gusta. Max Weber, que era un tipo que al parecer dedicaba algún tiempo a pensar, escribió una vez algo así como que el Estado es aquel que mantiene el monopolio del ejercicio legítimo de la violencia. El problema es que si dejamos de lado la violencia física, existen otras muchas formas de violencia que el bueno de Weber no contempló. Un político que decide eliminar las ayudas a los más necesitados al mismo tiempo que mantiene coches oficiales, dietas, chóferes y otras prebendas escandalosas, está ejerciendo la violencia. Un empresario que trata a sus empleados como si fuese un señor feudal, está ejerciendo la violencia. Una empresa que despide a cientos de empleados mientras su dirección se mete en el bolsillo cientos de miles de euros, está ejerciendo la violencia. Un banco que paga miles de euros en bonus mientras mantiene sueldos basura, está ejerciendo la violencia. De manera mucho más sutil, pero con un resultado idéntico: la gente sufre y a menudo mucho más. Sin embargo, aunque todos tenemos la posibilidad de ejercer la violencia física con mayor o menor acierto, estos tipos de violencia menos evidentes están reservados a las clases dirigentes, especial pero no exclusivamente a la política, empresarial y financiera.

El problema es que nos hemos acabado de creer, tras mucho oírlo y repetirlo, el discurso oficial de condenar cualquier tipo de violencia que no provenga de los cauces "oficiales": la violencia es mala, la violencia no lleva a ningún sitio, excepto a conseguir que un antidisturbios te abra la cabeza con una porra, porque eso no es violencia, es mantener el orden público. De esta forma, al no poder ejercer la violencia física por falta de legitimidad y carecer de medios para defendernos de los otros tipos de violencia, el ciudadano de a pie se encuentra despojado de cualquier medida de defensa contra los estamentos del poder establecido.

En definitiva: abandonen toda esperanza de cambio que no alimente los intereses de las clases dirigentes. Reúnanse si quieren, dialoguen y debatan, pero mucho me temo que eso no les llevará a nada más que a conocer personas políticamente activas, lo cual está muy bien, hacer amistades, que también está bien, y pasar frío, lo que no es tan agradable. Por cierto, ¿se acuerdan de aquello Rajoy dijo hace tan sólo unos días sobre no subir los impuestos? Pues parece que ha cambiado de opinión, entre otras gratas medidas. No descarten ver algún funcionario quemando contenedores en las próximas semanas, pero tampoco apuesten a favor. Ya saben que la violencia sólo engendra violencia. Mala cosa, sin duda alguna.

Sin paciencia se vive mejor

Mi madre siempre ha dicho que somos iguales en (al menos) una cosa: la poca paciencia que tenemos para hacer las cosas. Eso me lleva a comprar cosas que no necesito, suscribirme a revistas y comprar libros que luego no leo, obsesionarme con temas que dejan de interesarme a los dos días, o iniciar proyectos que abandono tan rápido como los comienzo. Hay un refrán que describe mejor que yo esta actitud: Arrancada de caballo y parada de burro. Les pondré un ejemplo. Cuando me suscribí a la revista Escalar, a la que permanezco suscrito (a diferencia del The New Yorker y Time, que cancelé algunas semanas después de recibir el primer número), me enviaron una tabla de entrenamiento multipresa (de escalada). Tardé un par de semanas en instalarla, lo que me llevó una docena de llamadas telefónicas y la visita a unas cuantas ferreterías para localizar una tornillería específica, sacrificando más de una tarde y un fin de semana. Desde entonces, he utilizado la tabla apenas un par de días, y de eso hace ya cinco meses. Sobra decir que si no la hubiese instalado, no habría pasado nada.

Esto tiene, como casi todo, dos maneras de verlo.

La negativa es que soy una persona impetuosa, poco constante y me cuesta mantener el interés pasado el arranque inicial si no existen estímulos adicionales. Dicho intervalo puede durar días, semanas, meses o incluso me atrevería a decir que años y eso no significa que en aspectos de importancia vital (literalmente) como las relaciones personales, el trabajo o la familia me dé por cambiar cada dos por tres, ya que en ese caso hablaríamos de un problema y no una anécdota de mi forma de ser. Afortunadamente, con el tiempo he conseguido manejar hasta cierto punto la energía de dichos impulsos: reprimirlos cuando son realmente estériles o implican un gasto que no puedo justificar desde el punto de vista de un observador (relativamente) externo o cuando soy más hábil, dirigirlos a un fin mejor que el original.

La versión positiva es más corta: esa energía bien enfocada me permite realizar ser mucho más productivo y avanzar más rápido de lo que lo haría en condiciones "normales" y en algunas ocasiones ese impulso inicial es más que suficiente para coger suficiente inercia. "Sólo" tengo que saber cómo enfocarla y proporcionarle suficiente combustible para mantenerla activa. Claro que en general eso es más fácil de hacer que de decir.

Hasta aquí, la visión dualista de las cosas.

Planteado así parecería que soy una persona con la estabilidad de la nitroglicerina, pero el asunto no es exactamente de esa manera, aunque yo me haya acostumbrado a esa interpretación. Presento, como casi todo el mundo, un nivel constante de energía que es con el que desarrollo la mayor parte de las actividades y que puede variar ligeramente dependiendo del estado anímico, condiciones personales y laborales y diversos factores externos; es decir, lo que se llama vivir. De vez en cuando, por la razón que sea, aparece algo que altera el estado "normal" de las cosas: un artículo, un libro, una conversación, una película o una idea. Ya se imaginan que viene después.

A esas "cosas", el estado de ánimo que provocan y todo lo que lo rodea lo llamo motivación y son los eventos más productivos y unos de los —por lo general— más satisfactorios de mi vida. Como comprenderán, la idea es tener cuantos más mejor. Al fin y al cabo, un par de revistas o libros y unas cuantas horas leyendo sobre cualquier cosa bien valen la pena si el resultado es ese.

¿Hay alguien ahi fuera?

Hace ya unos cuantos años, el jefe de un cliente para el que trabajaba se refirió a mí sin demasiada fortuna diciendo algo así como que estaba "bien amaestrado". Aunque su intención, como al momento aclaró, era poner de manifiesto mi actitud de servicio al cliente (él era el cliente), la forma de expresarlo no fue desde luego la mejor. Dejando de lado las formas y yendo al fondo, esa anécdota muestra una constante desde que salí de la universidad y me incorporé al mercado laboral: siempre he estado muy enfocado al cliente. No hay que ser muy observador para darse cuenta de que la orientación hacia el cliente no es algo que abunde entre las empresas, grandes o pequeñas. Aun muchas personas y empresas no sólo no se plantean escucharle (a usted), sino que han abandonado la idea de tratarle con unos mínimos de calidad: cuántas veces hemos entrado en un comercio donde te atienden a cara de perro; hay personas que todavía no son conscientes de que el dinero con el que viven no crece en los árboles sino que procede de las carteras de otras personas. Sólo las telecos pueden permitirse algo así, asumiendo unos estándares de calidad del sector pésimos; aun así, los últimos datos de portabilidad de líneas ADSL y móviles indican que eso podría cambiar en un futuro no muy lejano.

No obstante, asumamos que su empresa sí sabe tratar a sus clientes. Mejor o peor, pero con unos niveles de calidad razonables. Quizá incluso tenga alguna iniciativa implantada para medir el grado de satisfacción de sus clientes con sus productos, ya sean éstos (los clientes) particulares o empresas. Quizá haga alguna encuesta de vez en cuando. Quizá incluso alguna vez haya recibido alguna sugerencia.

Teniendo eso en cuenta, ¿cuándo fue la última vez que un cliente le trasladó una buena idea? ¿Y una idea genial? ¿Cuándo una encuesta o una sugerencia de un cliente provocó un cambio en su manera de hacer las cosas? Si se pusiese en el "otro lado", ¿pensaría que lo que usted hace es lo que representa la palabra "escuchar"? ¿Está realmente decidido a cambiar su manera de hacer las cosas, si las evidencias para hacerlo fuesen razonablemente grandes?

Es posible que piense que sus clientes no tienen buenas ideas (para usted). Es posible que piense que sólo tienen opiniones generales y superficiales sobre el producto o servicio que acaban de comprar, porque eso es después de todo lo que ha recibido hasta ahora. Pero la realidad es que tiene que ser consciente de que nadie que no se sienta escuchado va a perder el tiempo en decirle nada y el tiempo de su cliente vale tanto o más que el suyo. Así que escuchar probablemente no sea suficiente. Quizá necesite implicar a sus clientes en su empresa.

La herida oculta

Ayer, mientras volvíamos de Lerma en el coche, tuvimos la ocasión de escuchar a Ricard Ruiz Garzón hablar del libro La herida oculta, que en ocho historias de diferentes escritores trata de mostrar la "problemática" (dejemos ahí ese eufemismo) detrás de los trastornos psicológicos como la esquizofrenia, la depresión o el trastorno bipolar entre otros. Durante la tertulia, tanto unos como otros reclamaban una mayor visibilidad para este tipo de enfermedades, estigmatizadas y escasamente reconocidas tanto por los propios enfermos como por las autoridades sanitarias (pidan cita en el psiquiatra o el psicólogo en la Seguridad Social, y ya verán la risa que les entra); si ya en España la situación es patética, en la Comunidad Valenciana rozamos el tercermundismo, con 2,4 psicólogos clínicos por 100.000 habitantes en 2008, cuando en 2004 la media europea era de 18. En fin, qué les voy a contar que no sepan ya.

Una reflexión que me pareció particularmente interesante fue la relacionada con la manera de hablar; mientras que términos como "sidoso" han sido abandonadas por considerar que la persona no debe ser definida a partir de la enfermedad, se siguen utilizando términos como "esquizofrénico", en lugar de "persona con esquizofrenia" (Laura me apunta que por eso precisamente debe hablarse de "persona con discapacidad" en lugar de "discapacitado"), tanto en el público como en el médico, teóricamente más dado a cuidar la integridad del paciente en las formas. He de decir que, si bien no soy especialmente amante de la corrección política, son aspectos terminológicos que no deberían considerarse baladí.

Volviendo a la tertulia, varios de ellos mostraban cierto optimismo respecto al futuro de estas enfermedades, especialmente en su reconocimiento público y privado, lo que irremediablemente mejoraría los medios y por tanto el éxito en el tratamiento. Es aquí donde discrepo profundamente. Estoy convencido de que la forma de vida que promociona la sociedad capitalista actual (productividad, competitividad, consumismo y crecimiento económico a cualquier precio) va estrechamente ligada al incremento de los trastornos de ansiedad o depresión en las sociedades "avanzadas". Dar completa visibilidad (y tratamiento psicológico, como imprescindible complemento al farmacológico) a uno de los extremos permitiría vislumbrar esa relación en toda su magnitud, algo que —por tanto— no parece probable que vaya a suceder.

Objetivo: 7a (y un cuerno quemado)

No sé si recuerdan que hace algo más de dos meses publiqué una entrada en la que exponía mi intención de comenzar a racionalizar mi entrenamiento, con el objetivo de encadenar (en aquella ocasión dije "montar", pero quería decir "encadenar") un 7a antes de junio. Es decir, un 7a en aproximadamente un año de escalada partiendo de la nada y en seis meses a partir de 6a+. Voy a esperar un momento a que se les pase la risa.

La cuestión es que, como pueden imaginar, pasar de un 6a+ a un 7a es como intentar hacer una maratón en 3:30h cuando tu marca está en 4h. Es decir, que tiene su miga y es (¿casi?) imposible en seis meses. Bueno, nunca he corrido una maratón, así que no sé si la analogía es la mejor, pero qué más da, ustedes ya me entienden. Dejando la barbaridad implícita en las intenciones iniciales, lo cierto es que no he estado demasiado centrado en la escalada de los últimos tres meses y tampoco puedo decir que las circunstancias me hayan respetado lo suficiente.

Para empezar, la analítica de febrero me sacó una anemia ferropática, que aunque Laura diga que no es gran cosa, estoy seguro que es muy grave y que me ha debilitado enormemente (eso era una ironía, por si no lo han pillado). Luego tuve un bajón anímico en febrero (seguro que fue la anemia, no hay duda) durante el cual me pasé casi cuatro semanas sin entrenar y con no demasiado éxito en el día de escalada semanal, que me costó dos maillones. Por si eso fuera poco, tengo un nivel de estrés significativo, que ahora parece que estoy comenzando a digerir. Y por último, los flexores del antebrazo derecho han estado molestando ligeramente en las últimas escaladas, aunque eso es lo de menos.

En definitiva, que si encadeno un 7a en los tres meses que quedan, será un símbolo de que el fin del mundo está cerca, tal y como anticiparon sabiamente los incas. Actualmente encadeno 6a+, aunque no se puede decir que tenga el grado al 100% asentado, pero casi. Ya he encadenado quizá media docena de 6b aunque tengo serios problemas de resistencia en vías largas de continuidad, y ciertas limitaciones en el ámbito psicológico. Particularmente, controlar el diálogo interior negativo es uno de los aspectos en los que más tengo que trabajar, pero como diría aquel, estamos trabajando en ello. El acento tejano se lo dejo a ustedes.

Ahora bien, dado que no hay viento favorable para aquel que no sabe donde va (como me gustan los refranes, leñe), desde esta difícil perspectiva, ¿a dónde vamos? Pues hacia delante, obviamente, o mejor, hacia arriba. Creo que encadenar un 6c puede ser algo más asumible, si aprovecho las fiestas que vienen en abril, aunque visto lo visto, no debería volver a pillarme los dedos. Al fin y al cabo, ¿qué más da?

Objetivo 7a (II): Nutrición

En cuanto a los aspectos relativos a la nutrición de cara a los próximos meses de entrenamiento, no van a haber grandes modificaciones sobre la "dieta" que llevo actualmente (que no voy a detallar porque no es una dieta como tal, sino un cierto control sobre las calorías y las grasas), aunque sí alguna que luego detallaré. En términos generales, en los últimos meses he tenido alguna oscilación de peso entre aproximadamente 72kg y 74kg, correspondiendo el rango inferior a épocas de restricción de dulces (básicamente, eliminar las tabletas enteras de chocolate que a veces me da por comerme) y el superior a épocas donde como lo que me da la gana y cuando me da la gana. Dicho esto, el peso actual se sitúa aproximadamente en 73kg, debido principalmente al chocolate navideño, y el porcentaje de grasa corporal en la última visita al fisioterapeuta (tras una "época de chocolate" hace cosa de dos meses) se situaba en el 22%, lo que es a todas luces excesivo. Es de esperar que tras restringir las grasas en los próximos meses, tanto el peso como el porcentaje de grasa corporal se vayan reduciendo, el primero hasta ubicarse en aproximadamente 70kg, y el segundo en un porcentaje máximo del 15%. En teoría, según mis poco más de 176cm, debería situarme ligeramente por debajo de los 70kg y el porcentaje de grasa corporal debería reducirse a un óptimo del 10-15%, pero intentar llegar a esos valores rápidamente implicaría limitar de manera severa los carbohidratos, lo que generaría un impacto no deseado en el rendimiento deportivo de cara al objetivo del 7a.

Una opción alternativa para acelerar la reducción de grasa corporal sería dedicar parte del entrenamiento a algún tipo de ejercicio aeróbico como correr, nadar o hacer bicicleta, pero en este sentido hay tres puntos que me aconsejan no hacerlo. El primero es la limitación temporal, ya que no me dedico a esto a tiempo completo; debería dedicar al menos dos días a la semana para entrenar aeróbico al menos 30 minutos cada día, tiempo que podría utilizar para realizar ejercicios con un mayor nivel de especificidad o recuperación, o simplemente a descansar y hacer otras cosas, que la vida no es sólo escalar. Por otro lado, dado que la inclusión de aeróbico dos días a la semana acabaría quitando días de descanso, eso podría acarrear una mayor fatiga y reducción del rendimiento en el entrenamiento específico o en las salidas a la roca. Por último, mis años de ciclismo (y mi genética) han generado algo de hipertrofia en el tren inferior, que cualquier ejercicio aeróbico tendería a incrementar. Por ello, el único ejercicio aeróbico que me planteo es la realización de 5/10 minutos de bici elíptica como calentamiento cuando realice ejercicios en casa (dominadas, antagonistas, rehabilitación de hombros, etc.), y la reducción de grasa corporal y peso tendrá que venir de la mano de la restricción calórica (máx. 500-700 kcal/día).

Por último, aunque como decía no he introducido alteraciones radicales de la dieta, sí cabe destacar la adopción de algunos "hábitos" nutricionales nuevos. En primer lugar, he comenzado a tomar un complemento vitamínico "estándar" (Multicentrum), que no obstante ya he tomado en alguna ocasión por astenia primaveral y similares. En segundo lugar, he incrementado la ingesta de proteína, no hasta los casi 2 gr/kg que aconsejan algunas referencias (y que en mi opinión puede ser correcto para un escalador de élite, pero no para la mayor parte de los escaladores), pero sí hasta 1/1.2 gr/kg, aspecto en el que mi dieta era claramente deficitaria. Para ello, además de comer más carne, pescado y huevos, he empezado a tomar polvos proteínicos (proteína de suero aislada), aunque actualmente estoy limitando las tomas a los momentos posteriores a la finalización del entrenamiento (o tras acabar la salida a la roca), con el objeto de mejorar la recuperación. Un efecto colateral a destacar que no he contemplado arriba es el incremento del peso debido al aumento de la masa muscular que el entrenamiento puede conllevar, que por mínimo que sea, existirá. En cualquier caso, no creo que sea especialmente significativo y lo iremos viendo sobre la marcha.

Con todo esto, el único aspecto que me queda pendiente es la mejora del desayuno, que actualmente se limita a un café porque francamente, el cuerpo a las siete y pico no me admite nada más. Por supuesto, un nutricionista cualificado (o cualquier otra persona con más experiencia en estos temas que yo mismo, lo que no es pedir demasiado) podría introducir mejoras significativas sea cual sea la "dieta" que sigo, pero creo que de momento me apaño bastante bien. Si alguien tiene algún comentario que hacer a lo dicho hasta ahora, cualquier anotación o sugerencia es bienvenida.

Información sobre nutrición hay mucha, pero en la que me he basado puede obtenerse de Marvin Climbing, el libro de Eric Hörst "Entrenamiento para escalada" y el blog "Entrenamiento Escalada".

Nota: A raíz de un comentario en la entrada anterior, me he dado cuenta de que no he especificado el tipo de vía del 7a que tengo como objetivo. Aunque tengo en mente un 7a del Tallat Roig, lo cierto es que la tipología de la vía y la escuela no es algo que de momento me haya planteado demasiado en serio, así que por ahora, sólo nombre sin apellidos.

Plan de entrenamiento de escalada (I)

Aunque hace un tiempo que no paso por el blog para soltar mis típicas tonterías, lo que no he dejado de hacer ha sido escalar, que como cualquier persona que me conozca sabe, a estas alturas se ha convertido en mi principal afición y quasi obsesión. Empecé a escalar el 12 de junio pasado en un curso de 4 días organizado por Pacho (www.ritacuba.com), que finalizó el domingo 20 de junio, tras visitas a las escuelas de Cheste, Montesa, Jérica y Montanejos. Algo menos de 7 meses después, y diría que casi medio centenar de salidas, mi nivel asentado "a vista" se sitúa en 6a/6a+, aunque he encadenado algún 6b y dependiendo de la vía (mejor técnica que de fuerza) soy capaz de montar 6b+ sin demasiadas dificultades. Aunque por restricciones temporales no suelo realizar varios intentos a la misma vía en una misma salida, puedo afirmar sin entrar en exageraciones que por ensayo podría llegar a encadenar vías de grado 6b+ e incluso 6c.

La cuestión es que, llegado este punto, he decidido comenzar a planificar de una forma más racional el tiempo que paso escalando, especialmente entre semana en el boulder. Para ello, me he hecho con tres libros que parecen ser de lo poco que hay en este campo: Planificación del entrenamiento en escalada deportiva, de David Macià (me ha costado horrores encontrarlo), Entrenamiento para escalada, de Eric Hörst, y Conditioning for climbers, también de este último.

Aunque a estas alturas debería tener mejor definido el plan y especialmente haber comenzado a ejecutarlo, un amago de gripe me tiene aquí sentado en lugar de estar en el roco entrenando. Básicamente, aunque ya iré dando más detalles, la idea es comenzar por un mesociclo 4-3-2-1 (semanas) donde predomine el volumen frente a la intensidad, que me permita llegar a mediados de marzo listo para comenzar a trabajar la intensidad en el segundo mesociclo. En cualquier caso, como he dicho estoy aun definiendo el plan, del que espero poner detalles (y recibir sugerencias y correcciones).

El objetivo a medio plazo de todo esto, que no lo he dicho, es montar una vía de 7a a vista o con un número de ensayos inferior a 10 antes de acabar junio de 2011. Esperemos que las lesiones me respeten y que el cuerpo aguante.

Coches

Cosas que me ponen de mala leche:

1. El que tiene la extraña idea que conducir bien es circular por ciudad a 30 km/h, independientemente del tamaño de la vía.

2. El que conduce sin razón alguna por una gran avenida a 30 km/h hasta que ve un semáforo en ámbar y entonces acelera pasándolo en rojo y dejándote a ti parado en el semáforo.

3. El que piensa que tras poner el intermitente puede instantáneamente comenzar a cambiar de carril.

4. El que en una avenida de varios carriles se sitúa mal para girar por una calle y se enfada porque no le das prioridad.

5. El que piensa que conduce un fórmula 1 y para girar a una calle a 20 km/h marca la trazada ocupando dos carriles.

6. El que para girar a una calle a la izquierda o derecha en una calle de varios carriles ocupa no sólo el carril más cercano a la salida, sino también el contiguo.

7. El que utiliza el claxon sin razón alguna, o porque es gilipollas, que viene a ser lo mismo.

8. Y lo peor, el capullo incívico que intencionadamente aparca ocupando dos plazas de aparcamiento.

Hay más, pero seguro que me acuerdo mañana por la mañana de camino al trabajo.