Violencia

Desde que comenzó el movimiento este del 15-M he estado siguiéndolo —siempre obviamente por los telediarios e Internet— con cierta curiosidad, pero sobre todo con mucho escepticismo. No es que no crea en las buenas intenciones de los movimientos sociales espontáneos como el 15-M. Creer, creo; será por credulidad.

Creo en las buenas intenciones detrás de la mayoría de sus participantes, en las buenas intenciones de las asambleas, en las buenas intenciones de las acampadas y en las buenas intenciones de las manifestaciones. Lo que no creo es que nada de eso vaya a conducir absolutamente a nada y a las pruebas me remito: mayoría absoluta del PP, que no es un partido que venga precisamente a simpatizar con las ideas del 15-M. En realidad, no tengo una idea exacta de con qué simpatiza el PP, aunque intuyo que viene a ser lo mismo con lo que simpatizó el PSOE durante los últimos ocho años, y con lo que simpatizó el PP de Aznar, y etcétera hasta el comienzo de todo esto: ellos mismos.

El problema de las buenas intenciones es que son sólo eso: buenas intenciones. Van bien para las navidades y nos hacen sentir mejor, pero desafortunadamente ni dan de comer, ni consiguen cambian las cosas. Para eso hace falta algo más: un compromiso real y la voluntad de sacrificar hasta lo más sagrado, especialmente en el ámbito personal; cualquier otra cosa es, en la mayoría de los casos, algo tan poco honesto como fructífero y demasiado a menudo una burda instrumentalización de las ideas al servicio de los propios intereses. No cabe ninguna duda de que si te lo montas bien, vivir de la ideología ha acabado por ser un buen negocio, especialmente entre la clase política de izquierdas, más tendente —con honrosas excepciones— a mantener discursos de clase, válidos hoy en día o no pero que ni ellos mismos se creen, apoltronados en sus sueldos, sillones de cuero y con sus iPhones y iPads; sigamos hablando, pero sólo eso que cuanto menos se mueva la cosa, mejor, no sea que me toque salir a la palestra y demostrar que yo sí estaba realmente comprometido. O peor, que todo este tinglado cambie y mi cabeza ya no haga falta.

Volvamos al 15-M. La cuestión de fondo es que esa actitud pacífica, calmada y dialogante de que han hecho gala durante estos meses no tiene otro beneficiario que el sistema contra el cual el 15-M dice estar. Cuando el poder económico, político y mediático está en manos de unos cuantos y la mayoría (entre la que me incluyo) está totalmente atocinada y acomodada, que se reúnan un puñado de perroflautas a discutir sobre el bien y del mal no sólo es inofensivo, siempre que no hagan ruido y no molesten a los turistas, sino que además proporciona una satisfactoria sensación de salud democrática a la sociedad; viene bien, mientras se sienten en el suelo y se dediquen sólo a hablar.

La necesidad del uso de la violencia legítima es algo sobre lo que ya he escrito alguna que otra vez en el pasado, y con todo lo pacífico que yo soy (que lo soy, y mucho) y lo poco que me gusta dar y recibir hostias, actividades que afortunadamente no practico habitualmente, es algo sobre lo que estoy bastante convencido; la violencia puede llegar a ser un instrumento útil e incluso necesario en determinadas circunstancias, pero que las clases dirigentes se han encargado de demonizar, mientras que el inútil (por idealista) diálogo habermasiano se ha adoptado como herramienta de resolución de conflictos, cuando nunca las partes que entablan el diálogo están en igualdad de condiciones y por tanto siempre pierde el débil. Que es lo que interesa, al fin y al cabo.

No compararé la situación actual con la Revolución Francesa, porque los pobres franceses no tenían un montón de cosas que son deberían ser habituales hoy en día, como un techo, comida, ropa, educación, sanidad, y otras tantas cosas, pero a nadie se le ocurriría pensar hoy en día que a través del diálogo la Revolución Francesa (con sus bondades y sus maldades) se habría llevado a cabo. Tan poco como me gustaría ver a algún cacique político pagando por sus "pecados" (tengo mis preferencias políticas y de método, que no confesaré), he de admitir que ese tipo de "iniciativas" son al final las únicas que pueden generar un cambio que, no obstante, sabe uno como empieza, pero no cuándo ni cómo acaba. Esa incertidumbre es la que obliga a que el compromiso con las ideas, acertadas o no, deba ser total; nadie dijo que fuese a ser fácil. Por supuesto, no todo van a ser ventajas (especialmente para el cacique del que hablaba).

El primer problema son aquellos energúmenos que se apuntan a cualquier cosa que huela a violencia. Los reconocerán porque todo equipo de fútbol que se precie tiene unos cuantos que probablemente usted pueda contratar si tiene un problema, necesita ayuda, tiene el dinero suficiente y puede localizarlos (le adelanto que será tan difícil como encontrar al Equipo A). Comience usted una revolución y acabará rodeado de animales sin otra motivación que robar y romper cráneos sin distinción de edad, sexo, raza o condición social; eso es igualdad de oportunidades y todo lo demás son tonterías. La cuestión es la violencia, y si es la violencia por la violencia, mejor que mejor. Qué mejor entretenimiento que romper escaparates y robar amparado por la multitud. Cierto: cualquiera consigue algo de legitimidad en ese escenario. Esa es, en efecto, una buena razón para prescindir de toda violencia en actos reivindicativos; a saber si al manifestante que tienes detrás le gustan tus zapatillas y acabas con la cabeza abierta y sin zapatillas. No empieces algo si no sabes quién va a apuntarse.

El segundo problema, obviando lo terriblemente grande que es el primero, es saber quién le pone el cascabel al gato. En una sociedad, para bien o para mal, totalmente anestesiada (¿quién se siente mal cuando ve a un pobre pidiendo por la calle?) y en la que mucha gente —no me atrevo a decir la mayoría— tiene techo, comida, Internet y ocio de fin de semana, a ver quién es el guapo que se juega los cuartos y se lanza a las calles, cóctel Molotov en mano, a luchar por sus derechos y por los de sus congéneres. Y además, esperar apoyos y comprensión de otros que viven demasiado bien como para mover el culo del sofá. Como que no. Trabajo no tendré, pero no vivo tan mal, oiga; todo es mejorable, pero también puedo ir a peor.

Si recuerdo bien, en unos de los libros de la saga Fundación de Asimov, un personaje cuyo propósito era hacerse con un planeta —ahí es nada— utilizaba los electrodomésticos que él mismo había proporcionado a la población para conseguir que ésta se levantase contra sus dirigentes; primero se los daba y luego se los quitaba. No tengo ninguna duda de que en cualquier sociedad contemporánea occidental el resultado sería el mismo: retírele sus comodidades al ciudadano de turno y conseguirá una revuelta que superará lo inimaginable. Desgraciadamente, la motivación de toda esa turba embrutecida será volver al estado anterior, no conseguir ningún tipo de progreso que no sea una tele más grande, un smart-phone más bonito o un coche más potente. Intentar convencerlos de algún tipo de motivación o finalidad superior sería una total pérdida de tiempo.

El tercer y último problema es el que más me gusta. Max Weber, que era un tipo que al parecer dedicaba algún tiempo a pensar, escribió una vez algo así como que el Estado es aquel que mantiene el monopolio del ejercicio legítimo de la violencia. El problema es que si dejamos de lado la violencia física, existen otras muchas formas de violencia que el bueno de Weber no contempló. Un político que decide eliminar las ayudas a los más necesitados al mismo tiempo que mantiene coches oficiales, dietas, chóferes y otras prebendas escandalosas, está ejerciendo la violencia. Un empresario que trata a sus empleados como si fuese un señor feudal, está ejerciendo la violencia. Una empresa que despide a cientos de empleados mientras su dirección se mete en el bolsillo cientos de miles de euros, está ejerciendo la violencia. Un banco que paga miles de euros en bonus mientras mantiene sueldos basura, está ejerciendo la violencia. De manera mucho más sutil, pero con un resultado idéntico: la gente sufre y a menudo mucho más. Sin embargo, aunque todos tenemos la posibilidad de ejercer la violencia física con mayor o menor acierto, estos tipos de violencia menos evidentes están reservados a las clases dirigentes, especial pero no exclusivamente a la política, empresarial y financiera.

El problema es que nos hemos acabado de creer, tras mucho oírlo y repetirlo, el discurso oficial de condenar cualquier tipo de violencia que no provenga de los cauces "oficiales": la violencia es mala, la violencia no lleva a ningún sitio, excepto a conseguir que un antidisturbios te abra la cabeza con una porra, porque eso no es violencia, es mantener el orden público. De esta forma, al no poder ejercer la violencia física por falta de legitimidad y carecer de medios para defendernos de los otros tipos de violencia, el ciudadano de a pie se encuentra despojado de cualquier medida de defensa contra los estamentos del poder establecido.

En definitiva: abandonen toda esperanza de cambio que no alimente los intereses de las clases dirigentes. Reúnanse si quieren, dialoguen y debatan, pero mucho me temo que eso no les llevará a nada más que a conocer personas políticamente activas, lo cual está muy bien, hacer amistades, que también está bien, y pasar frío, lo que no es tan agradable. Por cierto, ¿se acuerdan de aquello Rajoy dijo hace tan sólo unos días sobre no subir los impuestos? Pues parece que ha cambiado de opinión, entre otras gratas medidas. No descarten ver algún funcionario quemando contenedores en las próximas semanas, pero tampoco apuesten a favor. Ya saben que la violencia sólo engendra violencia. Mala cosa, sin duda alguna.

Necesito matar a alguien

Hoy he descubierto que un hijo de la gran puta me ha rayado intencionadamente y por simple diversión, parece que con una llave, el lateral del coche. Desde el borde trasero de la puerta del copiloto hasta prácticamente el faro delantero. Teniendo en cuenta lo laxas que son las penas por asesinato en este país, deseo con todas mis fuerzas encontrar a algún hermano del hijo de la gran puta que les decía (porque al mío asumo que no lo voy a encontrar), en plena faena haciendo alguna de las suyas. De ese modo sospecho que aunque no arreglase el lateral del coche, al menos se me calmaría un poco la mala hostia. Ah. Y no, yo no aparco *nunca* (y cuando digo nunca, quiero decir nunca jamás) en pasos de cebra, encima de aceras, calles peatonales o demás lugares en los que pueda desatarse la cólera colectiva. Así que no existe justificación alguna: es un, de nuevo, hijo de la gran puta.

En cualquier caso, si en unos días no hay nada nuevo por aquí, significará que yo estoy en la cárcel cumpliendo condena y él criando malvas.

Pensar en los demás es de idiotas

Al individuo que les habla no hay muchas cosas que le pongan de mala leche, ni tampoco es una persona violenta. Dicho esto, teniendo en cuenta cómo está el tema del aparcamiento en las grandes ciudades como por ejemplo un dos tres Valencia, a esa clase de sujeto que aparca como en la fotografía superior ocupando dos plazas de aparcamiento sin ningún tipo de consideración ni solidaridad con el que viene después, lo colgaba yo de los cojones -o su equivalente femenino- y esperaba que se secase al sol.

Cosas que me sacan de quicio

Soy una persona calmada y tranquila. Siempre lo he sido. Una de esas que pueden estar en medio de una gran vía parado durante media hora sin rechistar, de esas que pueden estar en un atasco en la autopista durante horas sin hacer de eso un drama. Pero las cosas como son, hay personas y situaciones que me sacan de quicio, y esta mañana me he topado con una de ellas; una persona y una situación. Les cuento.

Ayer por la noche aparqué en una calle cercana a mi casa, en la que hay un colegio de primaria y párvulos, si no estoy equivocado y son lo mismo. La calle en cuestión, en la que vivían hace unos años mis abuelos maternos, tiene una longitud de trescientos metros y es en los dos primeros tercios bastante estrecha, a lo que hay que sumarle los coches aparcados a la derecha encima de la acera. Como es natural, a las nueve de la mañana, hora a la que cojo habitualmente el coche para ir a trabajar, está llena de madres, padres y críos que entran al colegio. No suelo aparcar allí si no tengo necesidad, pero ayer no me quedaba otro remedio. Así que esta mañana he cogido el coche, y a paso de peatón, deteniéndome cuando era pertinente y necesario, he avanzado hacia el final de la calle, sin meterle prisa a nadie, sin tocar el claxón, y asumiendo las circunstancias del momento. Pero he aquí que al llegar a la puerta del parvulario, tras estar parado más de dos minutos esperando que la gente me abriese paso (no hablamos de cincuenta mil personas) un hombre de quizá sesenta años que llevaba a su nieto al colegio me mira y me escupe: "No tienes vergüenza", haciendo referencia sin duda a la circulación de mi coche por allí a esas horas de la mañana.

Como les decía al principio, acostumbro a ser una persona conciliadora, pero no siempre. Los gilipollas integrales me sacan de quicio. Entiendo que hay que llevar cuidado, que un chiquillo es algo frágil, y que hay que tomar las precauciones debidas. Pero también que si he aparcado al principio de una calle que no es peatonal y tengo que coger el coche para ir a trabajar, tengo todo el derecho a hacerlo llevando, según lo dicho, el cuidado oportuno. No recuerdo toda la "conversación", pero en pocos detalles, cometo el error de contestar a su impertinencia -con su misma cordialidad- diciéndole que no tengo otra manera de sacar el coche para ir a trabajar y que me dé otra solución, a lo que responde que sabe como va él a trabajar, no cómo voy yo.

No suelo perder los estribos, pero en este caso, la estupidez me ha superado y le he respondido literalmente "Señor, es usted francamente imbécil", y antes de que las cosas llegasen a mayores, con bastante mala hostia, he seguido mi camino. Y es que ya les digo que a los gilipollas integrales no los trago y en algunas ocasiones, hasta me sacan de mis casillas.

(Para acabar, les dejo con un homenaje a un grande que se nos ha ido hoy)

Una reflexión de pacotilla: la violencia

Ya saben lo pesado que me pongo últimamente con este tema de las reflexiones de tres al cuarto y tiro porque me toca. Tendrán que perdonarme, porque aquí va otra. Recuerdan la historia -verídica- que les contaba el otro día, ¿verdad? Bien. Ésta viene a colación de un tema recurrente en mí, y que expresé hace unos meses en la historia de ficción The Shouting Hill. De nuevo, confieso que aunque a ustedes todo esto les pueda parecer aburrido e incluso una perogrullada -no les culpo por ello-, a mí me resulta bastante interesante. Tampoco me juzguen por la profundidad del asunto o la argumentación, que esto es un blog, no una cátedra de Ciencias Sociales o Filosofía. No lo olviden.

El problema que vengo a contarles aquí gira en torno a la indefensión a la que se ve sometido a menudo el individuo civilizado y dialogante en -y de- la vida moderna, ese sujeto que rechaza recurrir a la violencia, que cree firmemente en el uso de la razón y en la palabra como herramienta de solución de conflictos. Esto es fácil de ver en muchos ambientes, incluso en los niños; si un niño insulta al otro, se asume que el agredido verbalmente no va a soltarle una leche al primero, sino que o le ignorará o a lo sumo le devolverá el insulto; eso es lo que está bien visto. El primero puede seguir, pero en última instancia, la "víctima" tendrá que ignorarle, lo que significa que: Dong!, punto moral, set y partido para el matón y tocapelotas, que es además el que se lleva toda la diversión.

Si esto lo llevamos al extremo, el problema se puede ver representado en la segunda parte de La Naranja Mecánica, cuando el protagonista ha sido sometido al tratamiento de rechazo instintivo a la utilización de la violencia, lo que le deja en un estado total de indefensión frente a otros que sí hacen uso de ella. Aunque las condiciones psicológicas y sociales del personaje en la película no son directamente extrapolables al mundo real, sí es cierto que muchas personas son educadas en el total y absoluto repudio irracional de la violencia, incluyendo los extremos en los que ésta está fundamentada en la defensa propia -ya saben lo que se dice: la violencia engendra violencia.

La realidad es que el mundo espera que si dos capullos en una moto te mojan el pantalón porque a ellos les parece divertido, te comportes como un ser civilizado incluso mientras se ríen y burlan de tí, y no recurras, como decía el otro día, a alguna medida de violencia física para proteger tu persona contra una agresión tanto psicológica como física. El problema es que de este modo, aquellos que hacen un uso gratuito de la violencia y a través de ella abusan de otras personas educadas, salen una vez tras otra indemnes, sabiendo que están protegidos por unas reglas sociales y unas convenciones de comportamiento que no sólo ellos no admiten sino que además actúan como mecanismos inhibidores de actitudes de defensa para la víctima, resultando de este modo perjudiciales para ella.

Y eso es todo. Una cuestión adicional -pero fuera del ámbito de esta entrada- es que a veces, en individuos puntuales, la repetición de este tipo de situaciones reprimidas provoca que se vaya lentamente tensando lentamente la cuerda, hasta que un buen día a esa buena persona -hasta ese momento- "se le tuerce la castaña" y su siguiente aparición es en las noticias, sección de sucesos, aunque en opinión de todos sus vecinos fuese una persona normal y muy educada, que siempre daba los buenos días. Pero bien, como digo, esa es otra historia.

Historia verídica

Un hombre delgado, de aproximadamente cincuenta años, aguarda de pie detrás de su todoterreno Porsche Cayenne, aparcado en doble fila y con el maletero abierto. Su acompañante, una mujer rubia que sin duda es su mujer y de quizá cuarenta años de edad, está a su lado, en la parte de la acera. Aparentemente están descargando un cochecito de niño. Doscientos metros detrás suyo, el semáforo se pone en verde y una moto tipo scooter pero de gran cilindrada, a decir por el tamaño y ruido que hace, se pone en marcha con dos chicos cuya edad física debe rondar los treinta años. Ambos van vestidos con la indumentaria habitual de los propietarios de esas motos: sudadera con capucha, pantalones vaqueros anchos y zapatillas, todo ello de marca, incluído el casco fashion.

Al llegar a la altura del matrimonio, el que va sentado detrás abre una botella de agua de litro y medio y aprovechando la velocidad, le tira al propietario del coche un buen chorro que le moja todo el camal derecho del pantalon, de color caqui. A causa de esto, la víctima sale corriendo detrás de la moto profiriendo gritos, a lo que los motoristas contestan con burlas y risas, pero siempre a una distancia prudente para que éste no les alcance. Cansado, enfadado y sintiéndose agredido, se da la vuelta y vuelve al coche.

Mientras tanto, la moto ha dado media vuelta buscando provocar a su diversión, y se pone de nuevo lo suficientemente cerca del hombre como para que éste comience de nuevo a correr detrás de ellos, insultándoles y retándoles. Como antes, éstos se limitan a mantener una velocidad suficiente, a la vez que se mofan y ríen de su víctima casi en su cara, incrementando probablemente la frustración de éste por haber sido violentado y quizá humillado, al menos a la vista de los dos capullos. Finalmente, harto de aquello, el protagonista de esta historia desiste y regresa con su mujer, mientras los dos sujetos siguen riéndose y se alejan haciendo eses con la moto.

Moraleja: si no puedes llevar armas, lleva siempre un bate de béisbol en el coche. Nunca sabes dónde puedes encontrar una cabeza -o dos- con las que utilizarlo.

Bendito alambre

No les voy a preguntar si alguna vez han sentido deseos de matar a alguien, porque doy por supuesto que sí; hay demasiado capullo suelto como para no haber querido nunca en tu vida librar al mundo de uno de ellos. Pocas tareas más altruistas existen. Seguramente, algunos de ustedes incluso habrán imaginado o hasta planeado cómo lo harían. No sé, incluso es posible que alguien haya llevado a cabo tan reprobable tarea, aunque lo dudo. Esto no son los usa; allí, BANG BANG! y espabilao de marras al hoyo. Qué gran país, ¿no creen? Todo se andará, no desesperen.

Disculpen el desvarío; ya me conocen. Esto venía a propósito de lo siguiente. Intentaré ser breve, pero si no lo consigo, sepan que la intención es lo que cuenta. Como algunos de ustedes saben -y a esos no hace falta que os trate de usted-, hace no mucho tiempo vivía yo en la casa familiar, un chalet apartado de la inmundicia de la urbe. Allí, cuando llega la noche no hay más sonidos que los ladridos de algún perro, propio o extraño, y algún grillo o cigarra cantando; a las proletarias hormigas no las oye nadie, están currando.

En ese silencio, cualquier ruido de un volumen decente se oye en más de un kilómetro a la redonda, y ese ruido solían ser los putos tubos de escape de las putas motos de los putos mascachapas que se paseban por aquella carretera, propicia para coger velocidad, hasta la llegada de los benditos badenes, mal que me pese. Perdonen el vocabulario, es que me enervo. Desde que empezabas a oír el molesto sonido hasta que dejabas de hacerlo, podía pasar más de medio minuto, con el pertinente -y esperado- pico decibélico al pasar delante de la puerta de mi casa. Imagínense eso a las doce de la noche. Así pues, mientras me cagaba en toda su familia estuviera viva o muerta, solía especular con la idea de poner un alambre de lado a lado de la carretera, y sus posibles consecuencias. A veces, hasta visualizaba la escena, aunque por desgracia, mi visión solía ser demasiado realista; nunca les cortaba la cabeza, sino que caían hacia atrás y se partían la crisma contra el asfalto, con parte de la garganta rajada; too bad. No vayan a pensar que soy un sádico o un asesino; es que me molestaban de verdad.

Recuerdo ahora que hace un tiempo unos niños mataron a un motorista mediante este macabro procedimiento. Suerte que no se lo conté a nadie, o vayan ustedes a saber si me habrían imputado como cabeza pensante o quién sabe qué. Bueno, pelillos a la mar, porque en realidad, todo esto era para contarles que hace un par de noches me acordé de aquellas ensoñaciones, cuando tres motos con sus tres correspondientes gilipollas -uno de ellos, por cierto, vecino de mi misma finca- se pusieron a hacer caballetes y carreras a las dos de la mañana justo debajo de mi ventana. Y mientras pensaba en llamar a la policía -¿me estaré haciendo mayor?- y como hace meses, me cagaba en todo lo cagable -disculpen de nuevo el vocabulario- me he dicho a mi mismo que en este caso no sería suficiente con un sólo alambre, y probablemente tampoco con dos, pero... ¿y con tres?

De regalo, y gracias a Singleboy, esa noticia que todos sospechábamos.

Y no se olviden, sobre todo, de que en este blog desaprobamos el asesinato. Aunque sea de capullos. Buenas noches a todos.

Gente incívica

Hace ya unas semanas, un sábado por la mañana me despertó una música aparentemente hindú. A las nueve de la mañana. A todo volumen, entendiendo por "a todo volumen" como "tan alto como si tuviese la radio en el dormitorio". Aquella noche me había acostado a las tantas, por lo que es fácil de imaginar la gracia que me hizo levantarme un sábado antes de las diez sin motivo justificado. Pero bueno. Ese mismo día, después de comer, se me ocurrió la feliz idea de dormir la siesta, por aquello de aprovechar la tarde y compensar de esa manera el despropósito de la mañana. Ante mi sorpresa, la musiquilla del demonio volvió a sonar, aunque por fortuna cosa de media hora más tarde, minuto arriba, minuto abajo, cesó, y yo pude dormir unas horas.

El pasado sábado por la noche, cuando llegamos a casa después de cenar para coger algo de abrigo antes de volver a salir, nos encontramos con la misma sorpresa. La música hindú -aparentemente- a toda pastilla, esta vez con sus alaridos y gritos incluidos. Lo juro. El volumen era tal que el vecino del otro lado, pensando quizá que éramos nosotros los causantes de aquello, aporreó nuestra pared un par de veces. El caso es que salimos de allí poco más tarde, cuando era casi la una. Y tanto la música como su acompañamiento vocal continuaban a esa hora. Algunas horas después, después de habernos acostado a las siete, nos despertó a la una del mediodia la misma música hindú, jamaicana o loquesea, es decir, la música de mierda esa. Y al mismo puto volumen irracional.

No sabemos qué vecino es el causante de ese escándalo. Que conste que yo no tengo nada contra la música hindú, japonesa o cubana, ni siquiera contra Bisbal, mientras sea a horas y volúmenes lógicos. Cuando uno de esos factores sobrepasa lo razonable, entonces es cuando empiezo a tener algo en contra. En ese caso, como si son Los Rolling Stones en concierto. Me pregunto yo, en mi infinita ignorancia, si no sería posible crear en cada ciudad un barrio aislado unos cuantos kilómetros, los suficientes, y meter allí a todas esas personas incívicas que no entienden qué coño es vivir en sociedad. Y que entonces, si así lo quieren, se maten y entiendan porqué coño nos quejamos los que sí sabemos [vivir en sociedad].

Violencia

Hace ya algún tiempo -bastante- que vengo pensando en el problema de la violencia y su legitimación. Dicho así suena raro, lo sé. Aunque llevo bastante tiempo dándole unas vueltas, el tema resurgió tras ver de nuevo V de Vendetta hace un par de semanas. Y no es que quiera tampoco hacer apología de la violencia (gratuita). No esperen ningún hilo argumental en lo que van a leer; probablemente no lo haya. Tampoco busquen exactitud filosófica; eso sí que les puedo asegurar que no hay. Esto es la entrada de un blog escrita en un rato, no un ensayo filosófico. Es posible que sea algo largo, así que tómenselo con calma; estos tres últimos días el blog ha sido suave. Tengan asimismo en cuenta que tampoco pretendo decir nada nuevo, ni por supuesto, como nada de este blog, deben ustedes tomarlo demasiado en serio; son sólo unos cuantos pensamientos incompletos en voz alta, y no quiero ser el responsable de que den con sus huesos en la cárcel, así que no esperen que les visite.

Esta historia comienza un párrafo tarde y con la excesiva confianza que hay en el funcionamiento del diálogo. Parte de la popularidad actual de éste viene de la mano de Habermas y K.O. Appel y su ética dialógica. El principio específico de esta ética afirma que sólo pueden pretender validez las normas que sean aceptadas por todos los afectados tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría, y que tenga en cuenta los intereses de todos. Seguro que eso les suena; de ahí es de donde mana gran parte del ideario socialzetapeista actual. Además, existen una serie de precondiciones a la entrada en el diálogo, una de los cuales es la predisposición a aceptar las opiniones de otros y ser capaz de sustituirlas por las propias. El problema es que ninguna de estas condiciones suele cumplirse en la realidad; ni los diferentes actores están en situación de igualdad ni se suele dar una voluntad real por parte de ninguno de ellos para llegar a acuerdos justos y ajenos a los propios intereses. De hecho, cada uno de ellos entra al diálogo con sus propios intereses y hace valer su poder y estatus para forzar hasta donde pueda su propia solución. Creo que Nietzsche decía -aunque por supuesto, no con estas palabras- que sólo el débil -el esclavo-, aquél que no puede hacer valer su fuerza, busca el consenso, el acuerdo, la igualdad. Y si no lo decía, entonces lo he soñado.

Del fracaso del diálogo sincero podemos pasar a la actual consideración de la violencia. Max Weber definía el Estado como aquel que tiene el monopolio de la violencia legítima y por tanto, todo lo que salga de ahí supone un uso ilegítimo de ésta y lo que es más importante, es condenable moralmente, excepto en aquellos casos claros de defensa propia. De hecho, esta sociedad condena cualquier cosa que huela a violencia, lo que va seguido inmediatamente de un llamamiento al diálogo, la comprensión, el consenso y la búsqueda de soluciones racionales, sin que en realidad los agentes implicados, y sobre todo aquellos que se encuentran en la parte fuerte de la balanza, estén dispuestos a ello. Tal llamada a la búsqueda de soluciones racionales es por lo general un simple medio de evitar el conflicto, pero sin ninguna intención real en absoluto de que nada cambie.

Esto implica que en algunos casos, la única arma de la que se dispone frente a los poderes del Estado, frente al abuso social económico y político de unos muchos por unos pocos, y frente a la injusticia encubierta, es una violencia (si bien es cierto que Gandhi hizo de la no-violencia un arma social, no está claro que sin las circunstancias de colonialismo y represión en las que éste vivió, dicha actitud sirviese de algo) que se ve deslegitimada moralmente por la propia sociedad. Una moral que vale para unos pero no para otros. No querría limitar esto únicamente a los oprimidos por ejemplo en las dictaduras sudamericanas, como hace la que se ha dado en llamar ética de la liberación, que parte de la filosofía ha condenado (y es que a veces menudo ésta se olvida de que en el mundo real las cosas no se mueven sin rozamiento, y es que desde el sillón de una cátedra todo se ve más fácil), sino que es aplicable a muchos otros ámbitos.

La idea detrás de todo esto, y acabo, es que muchas reivindicaciones válidas, totalmente legítimas, se ven autolimitadas a la protesta pacífica por una moral que no parece aplicarse a aquellos contra quienes se dirige. Cuando en realidad, nadie sabe hasta qué punto esa protesta a la Gandhi funciona. Hasta qué punto una sentada hace moverse a alguien que no está dispuesto a moverse. Hasta qué punto un comunicado pacifista hace reflexionar a alguien que no está dispuesto a reflexionar. Hasta qué punto una manifestación hace ceder a alguien que no está dispuesto a ceder. Nadie sabe si eso funciona, pero a la vez, se condena el uso de la violencia física, de manera que la moral pasa a ser un arma en manos de aquellos que carecen de escrúpulos y no dudan en ignoran tales mandatos morales en su actividad diaria. Digo yo, en otras palabras, ¿no podría considerarse la violencia física social ejercida por la masa, en ocasiones, y bajo ciertas circunstancias, como una cierta forma de defensa propia?

Hay demasiado cabrón suelto

El pasado viernes me enfadé ligeramente al descubrir que alguien me había robado el piloto del intermitente lateral, el que hay al lado de la puerta en muchos coches. No es un gran problema así que para qué sulfurarse; la pieza no valdrá más de diez euros —espero—, y afortunadamente, y cruzo los dedos para que eso no me pase ahora, ni me han jodido la bombilla, ni han tirado del cable, ni nada. Sólo querían el trozo de plástico color naranja y es eso lo que se han llevado. Si es que aún debería estar agradecido.

Esto me ha recordado que nada más estrenar mi coche, descubrí al par de días un par de rayas en el capó, hechas sin duda por algún hijo de la gran puta. Tomen nota de que lo he escrito bien, con todas las letras, no ijoputa como cuando lo vanalizo. Esta vez lo digo en serio, y me refiero a uno de esos que habría que colgar de los cojones hasta que se los arrancase la acción de la gravedad sobre su propio cuerpo. Y sigo hablando en serio. Todos nos hemos cruzado con personas de esa calaña, y no hay pocos. La maldad por la maldad, sin más. Joderme el capó, porque sí. Porque le divertía, aunque no sacase nada con ello. Hacer el mal por pura y simple diversión.

Y mientras pensaba tirando de ironía y en broma, que habría que mandar al paredón a todos aquellos que abusan físicamente de los coches del prójimo sin obtener ningún beneficio, me he dado cuenta de que en realidad, el cabrón del viernes pasado sí que había ganado algo: mi intermitente. Un puto trozo de plástico triangular de color naranja. Y aunque esto desbarata parte de lo contado hasta ahora, también he pensado que bueno, qué más da si tenía o no algo que ganar, ya que después de todo, no deja de ser una verdad como un templo que me va a tocar comprarme el puto piloto y que como todo el mundo sabe, hay muy cabrón, y mucho hijo de la gran puta suelto por el mundo.

Muchos no. Demasiados.

(¿Les parece a ustedes que la una menos cuarto de la madrugada de un domingo es hora para poner una obra maestra como Bienvenido Mister Marshall? ¿Es que no hay horarios más asequibles?)

Soy un buenazo

Soy una persona pacífica, muy pacífica. Soy como un perezoso, pero sin uñas. El caso es que yo no me enfado con nadie excepto con la gente con la que tengo mucha, muchísima confianza. Es decir, mi familia, un par de amigos y alguna persona más. Con esas sí, con esas sí que tengo uñas, demasiado afiladas a veces.

Y esta puta manía de ser igual de agresivo que un un caracol sin antenas es algo que a algunas personas les incita, al parecer, con la pretensión de ser graciosos, a convertirme en objetivo de sus gracietas. Bien, pues tengo el defecto de que este tipo de cosas me traigan sin cuidado. Me resbalan, me la traen floja, por lo general, así que nunca respondo, y esto parece que constituye un aliciente adicional. Uno puede ser gracioso una vez, dos veces, y hasta tres, y si la cosa tiene gracia, hasta yo me río de mi mismo. Cuando se es gracioso, claro, porque hay veces que ni eso. Tengo mucho aguante, pero cuando la cosa se repite por norma, aunque yo no me encare contigo y te mande a la mierda, o te diga que dejes de tocarme los cojones —hay días y días—, deberías darte cuenta de que estás meando fuera del tiesto: háztelo mirar. No obstante, como digo, perder el tiempo en cosas así no me vale la pena ni el tiempo empleado. Es tan fácil como que evito el trato con personas así. Para qué.

Da la casualidad además de que mi carácter hacia la gente con la que tengo poca confianza suele ser jovial, alegre y desenfadado, quizá demasiado, de modo que a menudo, ante tales gilipolleces, por hablar con propiedad, que es en lo que se suelen convertir tales gracias, sólo esbozo una sonrisa, aunque pienso otra cosa, claro. Soy una persona que se rie de todo o casi todo, y esto la gente no demasiado inteligente lo confunde; es normal. La principal ventaja de este tipo de comportamientos es que ayuda a valorar la calidad de las personas con las que trato.

Quizá alguien se sienta aludido por este post; nada más lejos de mi intención. Esto es sólo la descripción de un comportamiento que se repite y se ha repetido de forma recurrente en mi relación con muchas personas. Y si alguien se siente identificado, debería analizar porqué.

Así que recuerda, si algún día te cruzas con alguien y no quieres que piense que eres un capullo mientras te sonríe, no le toques los cojones demasiado, y si lo haces, que os podáis reir los dos. Aunque a lo mejor él no tiene tanta paciencia y te rompe la cara. Y yo... algún día la cuerda va a acabar rompiéndose, ya lo verás.

Si es que soy un buenazo.

Violencia gratuita

Siempre he estado en contra de la pena de muerte, pero creo que es la única solución digna para algunas personas. Y éstas son los listos, esos espabilados que nos encontramos todos los días en la carretera (y en otros muchos sitios, aunque suelen ser los mismos); los que aparcan en el sitio reservado para minusválidos y bajan sonriendo con cara de "pero mira que soy listo", mientras los demás damos vueltas buscando un sitio donde dejar el coche. El que te adelanta en el atasco por el arcén a sesenta por hora, como si conducir por el arcén no estuviera prohibido, sino sólo reservado para personas con extrema pericia al volante como él. O ese que cree que sólo él ha visto ese carril de la rotonda que en un embotellamiento el resto de conductores hemos dejado libre para permitir el tránsito en otras direcciones, sintiéndose probablemente como el ser más avispado de la creación.

Y puesto que eso de que el tiempo pone a cada uno en su sitio suele ser mentira, y algunas personas nunca en la vida reciben lo que merecen, habría que decapitar de vez en cuando a alguno de estos individuos (preferiblemente con una katana, algo que lo haría más espectacular si cabe), lo que conseguiría que a los demás conductores las esperas en los atascos se nos hiciesen más entretenidas, y disuadiría al resto de potenciales y no tan potenciales listillos de demostrarnos a los demás su ingenio al volante.

(Alguien dirá que esto es simplemente la picaresca española, pero yo más bien lo llamaría la caradura universal)

No somos gomas elásticas

Mientras venía hacia casa esta noche, he encontrado de súbito explicación para todos esos crímenes y actos que aparecen en portada (no hablo de maltratos a mujeres) de las páginas de sucesos de los periódicos. Los protas de la historia son dos gilipollas dentro de un BMW y un Focus respectivamente, hablando a dos metros de distancia uno del otro, y a 15 km/h en medio de una rotonda que suele cogerse en torno a los 50 km/h. Como si estuviesen solos en medio del universo. Siento llamarlos así (gilipollas, por si falla la memoria), pero no se me ocurre nada más descriptivo.

Si a eso le añades un día de una tensión excesiva, un cansancio físico y anímico, y mucha mucha predisposición al conflicto, el resultado es que acabas pensando qué parte de su cuerpo tendrá que radiografiarse primero si le embistes a 60 km/h por detrás. ¿Una diferencia de 45 km/h será suficiente para una fractura cervical? Gilipollas hay muchos. ¿Qué más da uno más uno menos?

Afortunadamente para mí, para mi coche, para mi cuenta bancaria y sobre todo, para él, soy una persona con sentido común. Ni conduzco a 15 km/h como si estuviese en el garaje de mi casa ni voy metiéndome ostias porque sí.

La moraleja de esto es sencilla. Coge a alguien, estiralo mucho mucho mucho, ténsalo tanto que esté a punto de romperse, y sigue estirando. Lo que resulte de eso puede ser cualquier cosa, y el resto de las personas "normales" se echarán las manos a la cabeza sin entender cómo aquello pudo ser posible. Estoy seguro que muchas de esas historias de sucesos tienen una justificación injustificable de este tipo.

(Aviso: esto no es una aproximación a mi estado de ánimo actual, es simplemente un pensamiento transitorio igual que muchos otros. Que nadie se me asuste, por favor.)

Una hija de puta de buena mañanita

Empezamos bien el día. La situación es la siguiente: llego a la Piscina de Valencia, buscando aparcamiento, sobre las ocho menos diez, y ya no queda ni un sitio. Habitualmente, lo que se hace en esos casos es quedarse dentro del coche, en segunda fila, a la espera de que la gente que sale de la piscina a las ocho deje sitios libres.

Bien, pues en esas que estaba yo ya cinco minutos esperando, y veo que justo el que tengo detrás (los coches aparcan en batería delante de la piscina) entra en el coche, arranca y se dispone a irse. Hago un poco marcha atrás, paro, pongo el intermitente y espero a que salga, y justo cuando voy a empezar a hacer marcha atrás aparece un Citröen C2 y empieza a meterse. Al ver que pongo la marcha atrás, se detiene a mitad, y me mira, y poco más o menos me dice con gestos que no me ha visto -como si el coche no fuese visible- y que lo siente mucho, y acaba de meter el coche. Me cago en sus muertos y me vuelvo a meter en el coche, esperando que salga. Yo tenía sitio asegurado -Gregorio salía diez minutos más tarde- pero la situación me ponía de mala ostia. Como tarda un poco, me acerco ocasionalemente a su ventanilla y le preguntó a qué coño juega, y me contesta lo mismo: que no me ha visto. Todo eso con el conductor de un Passat al que yo le había cedido un sitio como espectador privilegiado.

Bien, el caso es que sale del coche diez minutos más tarde. Yo no me enfado con facilidad, ni acostumbro a encararme con la gente, pero la mala ostia que llevaba encima podía conmigo. Como me ve fuera del coche, mirándola, me mira y me dice que no me había visto, que si me hubiera visto no se habría metido. Yo creo que eso es casi lo que más me ha jodido durante todo el rato. Que además de tener la cara como el cemento armado, se haga la gilipollas. ¿Y qué coño crees que hago con el coche en marcha y el intermitente puesto, tomarme una caña o qué? Obviamente, ella sabe que todo el mundo hace lo mismo a esas horas: parar y esperar que alguien salga para aparcar, pero es mejor aparentar ignorancia. ¿Y qué quieres que haga ahora, que saque el coche? Pues sí, por supuesto que quiero que lo saques, porque YO estaba esperando que ese coche saliese. ¿Qué pasa, no ves el puto intermitente que lleva puesto cinco minutos?. El caso es que así hemos cruzado cuatro palabras, y mientras se va me dice que no le falte, que ella no me ha faltado. Yo tampoco. Hijadeputa, tu no me has faltado, me has quitado el puto sitio.

Ah! Y mientras se va me amenaza que si ve que le han hecho algo al coche... y le contesto que no le haré nada, pero si encuentra un piloto roto, que me puede denunciar sin ningún problema. No, yo no soy de los que van jodiendo de esa forma, pero cualquier día pillará a alguien con más mala ostia que yo y le hará un picasso en el coche con las llaves de casa. No es recomendable ir jodiendo a la gente de esa manera, porque siempre hay alguien mucho más hijo de puta que tú.