Algarrobas

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Encajonada entre la vía del metro, un campo de naranjos desahuciado, una calle secundaria y la carretera principal, la pinada formaba algo parecido a un triángulo irregular al que le hubieran pegado un corte con una tijera en la base. El lado más próximo a la carretera estaba permanentemente sembrado de plásticos, latas de refrescos, papeles y basuras de todo tipo, presumo que lanzados directamente por los conductores desde las ventanillas de sus coches. En esa parte abundaban los pinos jóvenes y escuálidos, lo que, unido a la escasez de arbustos y la alfombra de pinocha que lo cubría todo, le confería a aquella zona un aspecto famélico y siniestro. Como si hiciera falta algo para confirmarlo, de la rama de uno de los árboles encontré en una ocasión un enorme pastor alemán, ahorcado por algún sujeto desalmado, que a decir por lo hinchado que estaba y el olor que desprendía, llevaba varios días allí.

Aquella tarde nos ocultábamos tras la deficiente protección que nos brindaban los árboles, raquíticos pero suficientes para que ninguno de los conductores reparase en nosotros. Me acompañaba uno de mis vecinos, quizá el único entre todos ellos que se salvaba de la quema, porque eran con la citada excepción unos auténticos gilipollas la mayor parte del tiempo. Ignoro si lo siguen siendo, porque no sé en qué muta el gilipollas adolescente al hacerse adulto. Yo tendría, digamos, quince años, es probable que menos.

Sin ánimo de acertar, o quizá sí, lancé la algarroba hacia el coche que subía por la cuesta, y para mi desgracia y asombro alcanzó la luna delantera y se hizo añicos al momento. Nos quedamos inmóviles unos segundos, sin saber qué pasaría tras un suceso que hasta el momento no se había producido y cuyas consecuencias, por tanto, no habíamos previsto. Entonces las escuchamos: ruedas chirriando sobre el asfalto unos metros más adelante, una puerta que se abre, alguien que baja y la misma puerta que se cierra. Para entonces, nosotros ya habíamos comenzado a correr, cada uno en una dirección, como si lo hubiéramos planeado de antemano, y nos abríamos paso a toda velocidad entre las ramas que como brazos esqueléticos brotaban de los troncos.

La algarroba es el fruto del algarrobo, cuyo árbol dice la Wikipedia que en su vertiente mediterránea produce «unas vainas entre 10 y 15 cm. de longitud, de aspecto comprimido, indehiscentes, de color verde cuando no han alcanzado su madurez, y pardas cuando ya están maduras». Yo no hubiera sido capaz de explicarlo de esa forma, ni lo soy ahora, y tampoco tenía tiempo ni interés, mientras trataba de no sacarme un ojo en la carrera, de medir la longitud de mi proyectil. Sí sabía, no obstante, que mi algarroba parda, que por tanto se encontraba en su madurez, habría sido incapaz de traspasar el cristal de un coche. Sin embargo, en su ignorancia y enfado, nuestro perseguidor había confundido aquella vaina de aspecto comprimido e indehiscente con una piedra.

Quizá sería más correcto decir mi perseguidor, porque en una elección que nada me hace sospechar que no fuera al azar, me había escogido a mí, lo que desde todos los puntos de vista era justo, dado que había sido yo el culpable de aquello. También fue justo que me alcanzara, y también lo fue el miedo que pasé mientras le explicaba a toda prisa que no era una piedra lo que había impactado en su cristal, sino una simple algarroba cuya longitud desconocía. Todo era justo, aunque la justicia de la situación era de poco interés para mí en aquel momento.

Aún hoy en día sigo teniendo un ligero sentimiento de incomprensión respecto a aquella persecución y la facilidad y rapidez con la que el conductor del automóvil agredido me dio caza, porque mientras me internaba en las profundidades de aquella deslavazada población de jóvenes pinus halepensis, de «corteza gris rojiza y copa irregular», tenía la seguridad de estar dejando muy atrás las ansias de castigo de mi perseguidor. Hasta tal punto, que pasado un tiempo me detuve, inmóvil y cagado de miedo como estaba, convencido de haber logrado escapar. Como ya les he contado, no fue así, y aquella fue la primera y última vez que lancé algarrobas contra los vehículos que subían de la estación por aquella carretera huérfana de aceras. Y eso, más que justo, fue sensato.

Perros lazarillo

Al detenerse en la estación y abrirse las puertas del tren, el recién incorporado pasajero se apresura a buscar alguna plaza libre y, siempre que no aplique ninguna de las categorías previas, ocuparlo, no siempre con la educación y el civismo que cabría esperar de personas adultas. Entre semana, el tren que llega a primera hora de la mañana, casi siempre con unos minutos de retraso, va lleno a rebosar, hasta que llega a la parada construida exprofeso para la planta automovilística. Hoy está de suerte. Cuando sube al vagón, divisa dos asientos libres y una docena de personas de pie. El primero no tarda en ser ocupado por la vencedora de la competición que se produce entre dos mujeres mayores, lo que produce un gesto de disgusto en el adolescente escuálido que cuatro paradas antes lo había ocupado con la mochila que ahora tiene que cargar sobre sus rodillas. El otro sitio libre está en el lado de la ventanilla y no es objeto de disputa, por lo que es el escogido.

Al llegar a su altura, se percata de que en el asiento contiguo hay un ciego con un perro lazarillo que se ha adueñado del espacio pensado para sus piernas. Por un momento siente la tentación de retirarse a la espera de que otro asiento se libere, pero no necesita mirar a su alrededor para percibir que es objeto de examen por varias personas, interesadas en averiguar cómo piensa resolver la tesitura: ¿Es que tiene usted algo en contra de los invidentes? ¿Y de los perros lazarillos? ¿Qué tipo de persona es usted? ¿Vamos, qué va a hacer? ¡Haga algo, por el amor de Dios, estamos mirando!

Mateo decide sentarse.

—Disculpe.

El hombre asiente sonriendo, coge al perro por la correa y lo coloca bajo sus pies sin que este ofrezca ninguna resistencia. Todo se desarrolla de una manera menos traumática de lo que había anticipado y Mateo se tranquiliza. El animal es un golden retriever de color crema. Los párpados inferiores descolgados le confieren un aspecto melancólico. No tarda en recostarse y recuperar el territorio perdido; los intentos del hombre por recolocar al perro son en vano.

—No se preocupe, no me molesta.

No sabe si está siendo sincero o cortés.

El roce continuo con el animal le llena la pernera de pelos blancos. Se pasa la mano por el pantalón para retirarlos, pero se da cuenta de que mientras el perro siga allí es inútil. Es un fastidio, pero prefiere aguantar y callar. Jodido chucho. En la medida de las posibilidades de su confinamiento, Mateo escora sus piernas hacia la derecha en un intento de evitar el contacto con el lomo del animal, que deja su rastro en cualquier superficie textil que roza. Resignado, mira por la ventana.

A pesar de las instrucciones y esfuerzos de su dueño, el maldito perro sigue moviéndose, luchando por reconquistar el espacio del que ha sido expulsado. Es más que un incordio; el animal se tumba, se sienta y se vuelve a tumbar, acomodándose en un ovillo un poco más a la derecha que la vez anterior. Con las piernas aprisionadas entre el animal y la pared, no tiene ninguna libertad de movimiento. El hombre hace lo que puede, se disculpa de nuevo por el comportamiento del can y le advierte de la caída del pelo. Es un poco tarde para eso, piensa Mateo. Aprovecha para diseccionar al invidente. En un lugar destacado de su cara rechoncha y pálida se encuentran dos ojos tan grandes como inútiles. Grises y brillantes, como si alguien hubiese aplicado una fina capa de pintura satinada y translúcida sobre ellos; la misma que tienen los ojos de algunos peces en la pescadería: muertos.

El hombre abre una pequeña tapa del reloj de su muñeca y lo palpa. Desde su asiento, Mateo lo observa con curiosidad.

—Llevamos retraso.

Está sorprendido de que ese hombre sepa algo que a él le costaría averiguar. Distraído, solo sabe que todavía no ha llegado a su destino. Por un instante siente admiración, pero se difumina pronto. ¿Sería capaz él de vivir así? Probablemente sí. Tiene curiosidad.

—¿Cómo lo sabe?

El hombre sonríe con lo que a Mateo le parece un gesto de suficiencia; quizá detecta el sentimiento de superioridad de los que le hablan desde el lado de la luz, como si el conocimiento les estuviese reservado a ellos.

—Hago este trayecto todos los días…

Esa frase parece solo una parte de la respuesta.

¿Se trata de una jodida adivinanza, o qué?

—… y hace un minuto que han anunciado la próxima estación.

Lo último que Mateo quiere es mantener una conversación, pero su pregunta parece haber despertado las ganas de hablar del individuo. Los próximos minutos le hablará sobre la incomodidad de hacer dos viajes diarios, los asuntos que tiene que gestionar a diario, las habilidades extraordinarias que posee su perro guía y que resulta ser una hembra en contra de lo que Mateo ha pensado hasta entonces, como si su comportamiento hubiese indicado lo contrario. No tiene mucho que aportar a la charla, así que se limita a asentir. A pesar del chucho, siente simpatía. Unos minutos antes de llegar a su destino, el hombre saca una correa con un asidero, se la pone al perro y se despide deseándole un feliz viaje. Quizá la oscuridad externa genere algún tipo de sabiduría interior. Se pregunta si habrá ciegos estúpidos y desagradables y gilipollas y concluye rápidamente que debe haberlos. Indudablemente. Los hay. De hecho, quizá este lo fuese.

El negocio de la propia vida... y de los demás

El tal Karl Ove Knausgård

El tal Karl Ove Knausgård

Hace unos meses Laura me habló de un escritor noruego llamado Karl Ove Knausgård, a quien no conocía y de quien (por tanto) no he leído nada. Desde entonces me he agenciado un par de tomos de su principal obra, y voy a ello.

El autor se hizo famoso a raíz de su novela Mi lucha, una obra autobiográfica (autoficción) de 3500 páginas formada por seis volúmenes, en cuyo interior se recogen todo lujo de detalles íntimos. Hace ya un lustro que las novelas fueron publicadas en Noruega y Anagrama publica este año el 4º volumen (Bailando en la oscuridad).

La mayor parte de los críticos afirman que se trata de una obra excepcional (los hay que le comparan con Proust), que engancha incluso cuando aburre. Sí, algunas personas dirían eso de Gran Hermano, pero en este caso quien lo dice es el New York Times, así que la cosa cambia un poco. Es decir, que su éxito no radica únicamente en la exposición personal, sino también de la calidad literaria de la propia obra. Qué es lo que ha pesado más en su éxito no lo sé, pero qué duda cabe que el exhibicionismo habrá ayudado bastante.

El grado de disección es tal que (siempre de acuerdo a lo que he leído) tras la publicación de la novela su mujer cayó en una depresión, la familia de su padre dejó de hablarle y su ex mujer mostró en la radio su desacuerdo con lo que se recogía en el texto (sobre ella, presumo). Aparte, probablemente, de otros problemas "menores" con amigos y conocidos. No sabemos si la mujer continúa deprimida y la familia de su padre ha vuelto a hablarle.

La cuestión es: ¿ser protagonista directo de un hecho legitima moralmente para hacerlo público de la manera y el momento que te venga en gana, cuando otras personas están involucradas?

Si queréis más información (recomendable en mi opinión el de Harper's Bazaar):

Aventuras y desventuras de L, R y M en el Registro Civil Único

La mujer que al salir del metro nos ha preguntado la dirección camina detrás de nosotros. Como si fuésemos juntos, pero no. No sé si acelerar o qué hacer, porque sé que sigue ahí detrás de nosotros y no quiero parecer un borde pero tampoco que piense que somos amigos. Es parecida a esas situaciones incómodas en las que te despides de alguien asumiendo que esa persona va en una dirección contraria a la tuya y luego resulta que no. Y entonces te encuentras andando junto a ella un poco por delante, un poco por detrás, mientras buscas una excusa decente (no todas valen porque no ha de parecer una excusa) para pararte y deshacerte de la incómoda compañía. Me he olvidado de algo suele servir, si tiene sentido, claro. Ponerse a mirar el móvil también. Si puedes llamar es incluso mejor. Pero como se ponga a hablarte estás jodido. En esas ocasiones me pregunto si la otra persona siente lo mismo. Supongo que si te habla es que no. Igual se siente sola. O no quiere parecer una borde. O es más simpática o sociable o agradable que tú. Esta mujer no, porque no la conocemos de nada. Cinco minutos más tarde giramos la esquina. Junto a la puerta vemos a R., de cuclillas frente a un banco hablando por el móvil y un cuaderno en el que apunta grandes frases en diagonal, como si no pudiese sentarse en el banco y escribir como las personas. A ese ritmo seguro que lo acaba muy pronto. Nos acercamos mientras bromeamos sobre su nivel de estrés y yo le comparo con un bróker. Compra, compra, vende, digo. Creo que no me oye. O me oye pero no me escucha. O me escucha pero no me presta atención. Se levanta y sonríe. 

En la puerta hay uno de la ONCE vendiendo cupones. No parece que sea ciego, y eso siempre me llama la atención, porque alguien que trabaje para la Organización Nacional de Ciegos Españoles sin ser ciego no deja de ser un poco raro. Me pregunto si habrá extranjeros. Ciegos extranjeros que trabajen para la ONCE, digo. Paso junto aa él como si no le hubiese visto, como hago cuando veo voluntarios de ACNUR, UNICEF, Greenpeace, Intermón Oxfam, Cruz Roja y muchas otras. Él sí me ha visto. No me gusta que me asalten porque cuando les explico que ya colaboro con tres ONG me dan ganas de enseñarles los cargos bancarios para que no piensen que miento, que seguro que es lo que hace todo el mundo. De hecho, yo mismo me siento culpable. Seguro que si fuese ellos pensaría que miento. Pero tengo cara de bueno y por lo general hacerme el loco no me lleva a ningún lado. No sé hacerme el borde.

Dejamos atrás al trabajador de la ONCE infiltrado y tras la segunda puerta un arco de detección de metales más sensible de lo esperado emite un pitido intermitente. Me quito la chaqueta, la pongo en la cinta de los Rayos X y saco treinta céntimos que llevo en el bolsillo del pantalón y los dejo en la bandeja de plástico. A R. le obligan a dejar la grabadora, que el funcionario mete en una bolsita de plástico que me recuerda a las que utilizan en las películas para guardar las pruebas de los homicidios. Pienso que con toda probabilidad el móvil que llevo graba mejor, pero nadie parece haber pensado en ello. O igual sí lo han pensado y han decidido que es demasiado trabajo o que por lo general, nadie graba cosas con los móviles. Yo sí lo hago. 

Solventado el problema metálico, nos acercamos a los ascensores. Miro alrededor y me pregunto qué pudo suceder en este vestíbulo para que el tiempo se detuviese en los años ochenta. Creo que estoy siendo optimista. Probablemente el registro en el que mi padre me inscribió al nacer hace ya cuarenta años tenía una pinta más moderna que este. Hemos viajado al pasado, al paradigma del mundo funcionarial tal y como lo sueñan muchos españolitos. Franco ha muerto y acaba de comenzar la Transición. Por todas partes, carteles sindicales pegados en cristales y paredes protestan contra la privatización del Registro Civil, aunque eso es actual. Franco jamás habría privatizado el Registro Civil. Estaba muy ocupado haciendo pantanos. Y otras cosas menos guays que no está bonito decir en una conversación. A nuestra espalda una señora mayor se equivoca y entra por la puerta de la calle donde un cartel verde grande pone "SALIDA", no "ENTRADA". La funcionaria de seguridad le dice a gritos que no es por ahí, hasta que la criminal da la vuelta. La comprensión lectora está por los suelos.

El hombre que nos acompaña pulsa el número 1 en el ascensor: primer piso. No me extraña que esté gordo, comento cuando ha salido. L. intenta defenderlo con argumentos sobre la habitual localización oculta de las escaleras, aunque en este caso estaban al lado de los ascensores. No cuela. Caso cerrado, señoría. En la quinta planta, una veintena de personas o más espera frente a un mostrador de contrachapado. Una hoja impresa en letras grandes que debe de tener como un siglo nos previene de esperar en la cola, y le entregamos el formulario cumplimentado a una mujer que pregunta en voz alta si alguien tenía cita previa. Nos sentamos y esperamos. Laura señala a una chica que en su ignorancia dice que tiene todos los papeles y parece creer que es posible ahorrarse los seis meses de espera. Ilusa. Bromeamos sobre decirle a la gente que hace cola si se ha pensado bien lo de casarse. R. se queja de la confiscación de la grabadora. Este es el tipo de lugar en el que debía estar pensando Kafka cuando escribió "El proceso". No sé si lo privatizan por el estado en el que está o si está en este estado porque lo privatizan. Bueno, no lo sé pero lo intuyo.

Salen tres personas del más allá. Del más allá del mostrador, quiero decir. Un instante después llaman a los que están sentados a nuestro lado. Poco después a nosotros. Nos levantamos, pasamos con una mezcla de superioridad y culpabilidad junto a la cola (estoy seguro que alguien nos mira mal, como si fuésemos amigos de la funcionaria y nos estuviéramos saltando todos los trámites), y entramos al mundo que hay detrás de los biombos y el mostrador. Si esto fuese la casa de un narco de las barranquillas, ahora deberíamos encontrarnos con monitores gigantes, portátiles ultrafinos, sillas ergonómicas y un dechado de medios tecnológicos de última generación. Pero estamos en el jodido Registro Civil Único de Madrid y seguimos en el siglo XV. Miro alrededor. Hay como docena y pico de mesas, aunque más de la mitad están vacías. Es 29 de diciembre. No les culpo. Ni aunque fuese el 5 de marzo. No veo ningún retrato del rey. Tampoco de los Reyes Católicos o algún visigodo. Antimonárquicos todos, seguro. Por eso lo privatizan. 

La funcionaria que nos atiende señala tres sillas como uno piensa que debe hacerlo un buen funcionario: con firmeza, sin titubear. Ordenando. Aquí, los contrayentes. Aquí, el testigo. Se sienten, coño. Eso no lo dice, claro. En realidad, tampoco sé si llega a decir "los contrayentes", pero me encaja. Coge el formulario. Lo mira. Lugar donde se celebrará la boda, pregunta. L. y yo nos miramos. Ni puta idea, pensamos, aunque no lo decimos. Ni siquiera se nos había ocurrido que fuese algo que tuviésemos que llevar pensado o incluso gestionado. Mal empezamos. Dudamos. No sabemos, digo o dice. Titubeamos. Detecto un sutil cambio de tono a mejor en la voz de la funcionaria. Nos tranquiliza diciendo que no es necesario ahora pero que lo llevemos cuando volvamos dentro de tres meses. Comentamos lo del notario. Nos alerta que una vez puesto no podremos cambiarlo y hace un comentario sobre los tejemanejes del colectivo notarial. No parece muy contenta con el proceso de privatización. Mirando alrededor no me extraña lo más mínimo.

Ahora pide los DNI. Los de los contrayentes y el del testigo. Las fotocopias. Las partidas de nacimiento. Subraya algo en una de ellas con rotulador rojo o rosa, no estoy seguro. Quita una grapa de más que lleva la de L. Ahora, los empadronamientos. Que dónde están los de Valencia, pregunta señalando con el dedo la palabra "Valencia" en el impreso relleno. No están, contesta L., porque cuando lo rellenamos aún no llevábamos dos años en Madrid, pero como esto de casarse es más largo que un capítulo de Oliver y Benji ahora sí que llevamos dos años y el día que nos casemos llevaremos como un par de décadas. Eso último, desde Madrid hasta el final, no lo dice. La mujer asiente con la cabeza, tacha "Valencia" con delicadeza y hace un comentario divertido sobre el juez. 

Está relajada. Entonces os falta un certificado de empadronamiento histórico, dice. L., que había jurado y perjurado enfrentarse al Estado con todas sus fuerzas y hasta su último aliento si este impedimento aparecía, le explica con amabilidad que no hay forma de pedirlo por correo postal ni online ni teléfono ni burofax ni telegrama ni hostias. En realidad no sabemos si tal cosa existe. La mujer asiente con la cabeza, empatiza con nosotros y nos explica que el padrón histórico hay que solicitarlo en persona. No somos los primeros, dice, y nos hace partícipes de la lucha que mantienen con ellos. Administración Electrónica mis cojones, pienso, aunque esta mujer no tiene culpa de nada. Nos tranquiliza de nuevo diciendo que no pasa nada, que lo llevemos en diez días. Me cae bien. Sonríe.

En el techo hay un par de lámparas con los elementos decorativos de plástico rotos. Bienvenidos a los años cincuenta. Imprime varias hojas, aunque si hubiera sacado una Olivetti con papel carbón no me habría extrañado, y nos pregunta si vemos alguna errata en nuestros nombres y el DNI. A mí me falta una vocal y a L. una tilde en su segundo apellido, pero solo señalo lo primero. No es momento de ponerse detallista. Vuelve a imprimirla. Todo bien (a excepción de la tilde). Firmad. Aquí y aquí, el testigo aquí. Firmamos. También esta. Firmamos también esa. Al firmar veo un error tipográfico en la redacción pero me callo. Es muy amable y quiero que siga siéndolo. Nos recuerda lo del empadronamiento. Y lo del notario. Nos da una hoja impresa y otra de esas parecidas a las que utilizaban en la universidad para las encuestas. Antes de salir me vuelvo para confirmar con la funcionaria todos los trámites pendientes y L. se mete con mi limitada capacidad de retención. Intento justificarme. Volvemos al mundo real donde la gente hace cola. Esta vez no me fijo en sus caras. 

Bajamos en el ascensor del paleolítico con un señor trajeado que debe de ser de una época cercana. Un guarda de seguridad le devuelve a R. su grabadora confiscada con su material periodístico dentro, supongo. Pasamos tras la puerta de "SALIDA" cubierta de carteles sindicales. Salimos a la calle. R. dice que nos vayamos de comilona y luego a emborracharnos. L. se pone a bailar, gritar y cantar. Se une el vendedor de pega de la ONCE, la mujer del principio, una funcionaria, un gato vestido de paje real y el que va disfrazado de Bob Esponja en la Puerta del Sol. Suena música desde alguna parte y aparecen en pantalla los títulos de crédito. Fundido en negro. 

En realidad no. Sí salimos a la calle, pero L. ha salido del trabajo a las nueve de esta mañana, ha dormido hora y media y está agotada y muerta de sueño. R. tiene que llamar a no se qué historiador para que le cuente no se qué sobre no se qué monumento (en realidad sí lo sé, pero no puedo contarlo). Yo tengo que pasar por la oficina. Así que nos tomamos un té, un pincho de tortilla y un café, respectivamente. Convenzo a L. de que se deje de tonterías y coja un taxi para llegar antes a casa. Nos despedimos. Echo a andar y paso por varios comercios cerrados. La crisis, pienso. En la puerta de un garaje, una sombrilla rosa gigante oculta a alguna persona sin hogar. La crisis no. Hijos de puta, pienso. Una hora más tarde, antes de acostarse, L. me manda un mensaje por whatsapp: Te quiero futuro maridito. Y un corazón. Sonrío.

Equilibrio

Algunas noches, cuando cenamos con vino, cojo la copa cuando todavía está medio llena y juego a posarla en el sofá junto a mí. Sobre la tela que cubre la gomaespuma, encima de algún cojín que tenga cerca o encima del brazo acolchado, en realidad da igual el lugar, solo importa que no sea una superficie firme, sólida, segura, como se supone que debería ser.

Tras apoyarla con lentitud, como el que coloca el último eslabón en una larga cadena de piezas de dominó o la carta definitiva en un castillo de naipes, separo las manos y las mantengo alrededor, esperando que el conjunto gane la estabilidad suficiente para sobrevivir sin mi ayuda. Poco a poco las retiro, hasta que dejo la copa expuesta en un equilibrio precario, a merced de cualquier alteración en su base que la pueda precipitar contra el suelo si no soy lo bastante rápido en su rescate. Me gusta ver el vino mecerse encerrado dentro de la pared cóncava de cristal, a veces con violencia, y la forma en que el caos del líquido amplifica cualquier movimiento por pequeño que sea.

Lo habitual es que la observe balancearse durante unos segundos, casi inmóvil en mi asiento, ante la mirada inquisitiva de Laura, y la acabe rescatando de nuevo entre mis dedos antes siquiera de que pueda correr peligro alguno. Pero de vez en cuando, algo hace que olvide que está ahí: una llamada, un pensamiento, una pregunta, o simplemente yerro al cogerla, y acaba en el suelo hecha añicos sobre un pequeño charco de vino.

A veces me siento un poco como esa copa.

Estúpidas imprudencias

Es domingo. Son las 07:35h.

Acostumbrado a levantarme temprano, no puedo dormir, así que le mando un whatsapp a Laura, que sale de trabajar a las ocho: ¿Quieres que vaya a recogerte? Por querer, sí, claro, contesta ella un par de minutos más tarde. Ok, respondo. Me visto, cojo a Samy, vamos al coche, de un salto sube al maletero. Pienso que no me he lavado la cara y que aún estoy algo dormido; no voy a tardar en despertarme. Voy justo de tiempo, pero creo que llego, aviso de antemano.

Ya en el coche, a escasos cien metros de la puerta del portal de casa un chico de unos treinta años me hace señales con los brazos, algo nervioso. Me paro y bajo la ventanilla unos centímetros. ¿Estás bien? ¿qué te pasa?, pregunto. A través del cristal me enseña el móvil, un iPhone 4 con la pantalla totalmente rota. Le han atracado, dice, llévame a una parada de metro, venga, por favor. Está muy nervioso. Yo también lo estaría si me hubiesen atracado, pero algo dentro de la cabeza me dice que suba la ventanilla y siga mi camino, que este tipo no es trigo limpio. Esa intuición que dice ARRANCA se hace más fuerte cuando sin que yo le diga nada rodea el coche por delante y se pone junto a la puerta del copiloto. Bajo la otra ventanilla unos centímetros. Vale, ¿pero qué te ha pasado?, insisto, esperando que me dé alguna explicación adicional que me permita confiar en él. Abre, por favor, sigue diciendo él, sin responder a mi pregunta. No intenta abrir la puerta y eso de algún modo me tranquiliza, aunque sepa que el cierre automático garantiza que no pueda hacerlo aunque quiera.

Titubeo un par de segundos. Extirpo el sentido común de mi cabeza, aprieto el botón del cierre centralizado y con un chasquido se retira el seguro. Entra, se sienta y se pone el cinturón. Los restos de normalidad de la situación, escasos ya de por sí, se evaporan en menos de un minuto y antes de llegar al final de la calle. Estás muy bueno, dice, mientras se mueve intranquilo en su asiento. No sé si le han atracado de verdad, pero ahora ya estoy seguro de que esa no es la razón de su nerviosismo. Va puesto, no sé de qué, pero va puesto hasta las cejas. Vamos a un descampado, dice treinta segundos después. Vamos a algún sitio. Me pregunta por un edificio grande junto al que pasamos. No sé lo que es, le miento; es un hotel NH, en realidad. Eres muy guapo, insiste. También eres muy gilipollas, Manolo, añado yo para mis adentros. 

Diviso mi móvil junto al cenicero y el cambio de marchas, alargo la mano y lo dejo caer a mis pies, tratando de que no se dé cuenta de la acción. Vamos, te lo vas a pasar bien, hazme caso, créeme. Apoya el brazo en el reposabrazos y hace intencionadamente contacto con el mío. Mueve la mano pero antes de que pueda tocarme la pierna lo aparto con el codo y le digo, lo más claramente que soy capaz, que se esté quieto. Es un poco más bajo que yo, y no muy corpulento, aunque disfruta de mayor libertad de movimiento. Sujeta por las patillas unas gafas de aviador con la misma mano con la que sujeta el móvil. Con la otra se masajea el muslo derecho arriba y abajo, intranquilo. De vez en cuando se rasca la entrepierna y vuelve de nuevo al muslo.

Valoro parar en medio de la calle y decirle que se baje, o incluso parar y bajarme yo hasta que salga y se largue, pero la parada de Puerta de Toledo está a, como mucho, cinco minutos en coche y me preocupa que se ponga agresivo. No lo parece, pero después de la estúpida decisión que me ha llevado hasta aquí decido hacerle caso a mi sentido común y no provocar una situación violenta si puedo evitarla. Intento pensar el camino más directo y transitado. Es pronto y no hay mucha circulación, pero son avenidas grandes y hay algunos coches. Sigue buscando el contacto con el antebrazo cada pocos segundos. Insiste con el descampado. Mira, tío, te he cogido de buen rollo porque me has dicho que te habían atracado, y te voy a llevar al metro, pero estate quieto de una puta vez, joder. Parece que me hace caso, aunque la pausa dura sólo unos segundos. Me enseña el móvil: qué putada, colega, se me ha jodido la puta pantalla. Empujo el mío con el pie a un lado, de modo que no se vea desde donde él está. Me palpo el bolsillo izquierdo. Noto las llaves y la cartera. Sólo dios sabe por qué no las he dejado donde siempre, junto a la radio. 

Reduzco al acercarnos a un semáforo en rojo y aprovecha para pasarme el brazo por los hombros. Se lo quito sin ningún miramiento. Que te estés quieto, hostia, digo, alargando la 'e' de 'quieto'. Así: quieeeeeto, como si hablase con alguien que simplemente se está poniendo muy pesado. Va, que te gustará, te voy a chupar la polla como no te la han chupado en tu vida, vamos a algún sitio, vamos, seguro que tu novia no te lo hace como yo, te lo vas a pasar bien. Muchos años atrás, un chico venezolano en un pub de Valencia me hizo una propuesta que tenía la misma filosofía: yo soy un tío y sé lo que te gusta. Estate quieto, no vas a conseguir nada, digo, y el semáforo se pone en verde antes de que nos detengamos. Acelero y respiro algo aliviado cuando al girar veo la Puerta de Toledo al frente. Media hora más tarde, cuando se lo cuento a Laura, me daré cuenta de lo estúpido que he sido; la parada de metro más cercana está a escasos 15 minutos de nuestra casa. Habrían bastado unas indicaciones, aunque dudo mucho que le hubiesen atracado y que en realidad necesitase que le acercaran a una parada de metro. Insisto: soy gilipollas.

En esa recta final de 500 metros intensifica sus esfuerzos al mismo tiempo que el acelerador hace que la aguja del cuentakilómetros se sitúe en un punto indeterminado entre el 60 y el 70. Que vaya a su casa, que vayamos a un hotel, que le gusto mucho, de nuevo a un descampado, que quiere que me corra en su boca, tío, joder, vamos, me gustas, eres muy guapo, de nuevo la alusión a mi novia, sabes que te lo vas a pasar bien, etc. Ya no parece tan nervioso, sino desesperado, frustrado, casi suplicante. Mira, tío, no va a pasar nada, así que déjalo ya de una vez, siento en la necesidad de aclarar. No sé por qué coño soy tan educado, pero me preocupa que lleve una navaja.

Detengo al fin el coche, con el arco de la Puerta de Toledo frente a nosotros. Baja, le digo. Va, no me dejes así, joder, replica. Que bajes, coño, insisto. Desabrocha el cinturón de seguridad, abre la puerta y apoya una pierna en el suelo. Comienzo a sentirme un poco más seguro. Que bajes, joder, le digo. Sale del coche dejando la puerta abierta y apoya la mano en la esquina en el extremo, abriendo las piernas. Se pone las gafas de sol, se muerde el labio, se lleva la mano a la polla con el habitual y desagradable gesto masculino tan característico, mientras sigue insistiendo y ofreciéndose a prácticamente cualquier cosa que quiera hacerle. Cierra la puerta, digo, pero me ignora y sigue con sus gestos. Que cierres la puta puerta, joder, vuelvo a decir levantando la voz. 

Miro al frente y pienso en arrancar sin más, y calibro si la puerta se cerrará sola por la aceleración, pero no estoy convencido de que lo haga y lo más probable es que golpee contra la parte trasera de una furgoneta que sobresale a pocos metros por delante. Lo haré si hace ademán de volver a entrar, pero por suerte, cierra la puerta cinco segundos más tarde y yo pulso el botón de cierre centralizado casi al mismo tiempo. Pone las manos en la ventanilla y se inclina. Mierda, tío, venga, vamos, ven conmigo, te doy lo que quieras. Puedes correrte dentro. En ese momento soy un puto flan, pero le sonrío, no sé si por la seguridad que acabo de recuperar o el nerviosismo que se va reduciendo. Adiós, le digo. No sé ni siquiera por qué me despido. Frustrado, da un pequeño golpe con la palma de la mano en la puerta, casi como gesto de despedida. Meto primera y arranco, mientras veo en el retrovisor que levanta el brazo en señal de disgusto y se pierde entre los coches aparcados en batería. Unos minutos más tarde, a kilómetro y pico de allí, detengo el coche en un lateral de la calle y respiro hondo con las ventanillas subidas. No recuerdo la última vez que pasé tanto miedo y me encontré en una situación tan desagradable. No las bajaré hasta entrar en los túneles de la M-30 y ponerme a 70. Recupero el móvil del suelo, lo desbloqueo, abro el whatsapp. Cariño, llego 15 minutos tarde. Ahora te explico.

No quiero pensar en lo gilipollas e inconsciente que fui, ni en qué podría haber pasado si el tipo hubiera llevado una navaja o se hubiera puesto violento. Tendría que haberle obligado a bajar del coche con su primer comentario, intentar ser un poco más enfático, incluso agresivo, pero durante varios minutos no supe cómo manejar la amenaza y mi cabeza estaba centrada en buscar el camino más rápido y transitado para llegar al metro más cercano. Qué podía haber hecho o qué podía haber dicho es irrelevante ya, porque ignoro cuál habría sido su reacción; son posibilidades que prefiero no entrar a valorar; es un ejercicio estéril. Pero como le comenté a Laura, en lo que sí reflexioné en cuanto dejé atrás al hijo de puta es en la cantidad de veces que muchas mujeres se habrán visto y se verán en una situación similar a lo largo de su vida, sin la ventaja de la igualdad física que yo tenía y sin haber cometido una estupidez como la que yo cometí. Lo que, de todas formas, jamás constituirá una justificación para ningún agresor.

Aunque este incidente no me proporciona información que no conociera ya (si bien hasta ahora no experimentada en primera persona), y hace tiempo que vengo siendo consciente de la abundante repugnancia del género masculino, si pienso seriamente en ello, se me ocurre que, quizá, lo de cortar alguna que otra polla no sea tan mala idea.

Y si hay algún hombre al que eso no le parece bien, debería hacérselo mirar.

El día de la madre

Junto a nosotros hay un matrimonio con dos hijos pequeños. Sobre su mesa hay esparcidas al menos dos docenas de servilletas de papel satinado, de esas que parecen diseñadas para repeler la grasa de los dedos. En el centro, una cazuela de barro en la que un trozo de carne huérfano nada en un charco de aceite rojizo. A su lado finaliza el menú un plato blanco desportillado con un montoncito de mayonesa y migas de rebozado. Calamares, intuyo.

El marido lleva puesta una camiseta de color ocre y unos pantalones vaqueros que tienen dificultades para contener unas lorzas que desbordan con generosidad por su cintura, formando un flotador de un tamaño considerable. Probablemente no sabe que el perímetro abdominal es un indicador del riesgo de infarto de miocardio. Intento adivinar su índice de masa corporal. Debe rondar los 27 o 28, no estoy seguro. Tendré un valor más fiable cuando se haya levantado, ya que desde aquí no puedo verle bien las piernas. Con los codos sobre la mesa y ambas manos sostiene el móvil frente a él y con rapidez y el pulgar, sube y baja por las publicaciones de su muro de Facebook. De vez en cuando, señala con el dedo una imagen o un texto y dice algo en voz alta, pero parece más un comentario para sí mismo que una interacción humana.

De todas formas, aunque lo fuese, su mujer no está en condiciones de prestarle atención: tiene tareas más importantes de las que ocuparse: sus dos hijos, que se mueven agitados en las sillas. El que parece mayor lleva un rato enrabietado, lloriqueando y haciendo aspavientos con las manos. Entre sus gritos apenas entiendo lo que dice pero creo entrever que está pidiendo, reclamando, exigiendo un helado, a lo que su madre se niega en redondo porque "no hay helados después de la cena, que luego vomitas, ¿o no te acuerdas de la última vez?". Me parece una razón lógica, pero su hijo no comparte mi opinión. Aprovechando el fuego de cobertura de su hermano, el otro ha metido la mano en la mayonesa y se prepara para esparcirla por la mesa, pero antes del aterrizaje ella es más rápida y cogiéndole con fuerza por la muñeca le limpia los dedos con las servilletas repele-grasa.

La mujer tiene el pelo rubio recogido en una coleta mal hecha que es incapaz de recoger algunos mechones y que cuando la situación se lo permite se recoge detrás de las orejas. Las canas pueblan las raíces del cabello sin ningún pudor y en la piel blanquecina de su cara se extienden varias manchas rojizas, no sé si debido al esfuerzo de contención. Lleva puesta una camisa amplia de color plátano en la que destacan unos grandes pechos algo caídos; el botón a la altura de su escote se aleja con entusiasmo del ojal que le corresponde. Se lleva el dorso de la mano a la frente, retira el sudor y lanza una mirada rápida a su marido, pero el ser humano que se esconde tras la marca SAMSUNG de la carcasa trasera del móvil no parece dispuesto a ser de gran ayuda.

Así pasan varios minutos, hasta que al fin ella pide ayuda de manera evidente: "cariño, ¿quieres ayudarme, por favor?". Entonces él baja el aparato, mira al crío, la mira a ella y dice con una amplia sonrisa mientras se guarda el teléfono en el bolsillo: "Venga, vamos a comprarte un helado".

Viento y lluvia

En el cristal de la mesa de Ikea de segunda mano que hace un par de meses compré a un argentino que se mudaba con su mujer a Cádiz, y que me costó horrores meter en el coche, veo las nubes moviéndose a toda velocidad. Parece como si huyesen de algo. El viento sopla con fuerza y las sábanas colgadas al otro lado del ventanal en la finca de enfrente se agitan con violencia. Me asombra que la mujer que las ha tendido, porque he visto que era una mujer, confíe tanto en las pinzas que las sujetan a las cuerdas de nylon verde, cuando cada vez que utilizo el tendedero exterior compruebo el nudo y me pregunto si resistirá. La contestación no tarda en llegar al comenzar a tender las sábanas, pantalones, camisetas, suéters o fundas de las almohadas. Así que me hago una pregunta que no puedo contestar, sobre la que sólo puedo hipotetizar, me arriesgo y tomo una decisión. No es que sea una decisión demasiado trascendente. Pero no creo que dejase fuera la ropa en un día como hoy. No, seguro que no. ¿Será ella más valiente que yo? ¿Más inconsciente? ¿Más experimentada? Quién sabe.

Por la franja de cristal, que es de apenas unos centímetros, también aparecen algunos pájaros solitarios. Hace unos días veía grupos de pájaros formando una V, que me recuerdan a las formaciones de ciclistas cuando hay viento racheado, pero ahora ya apenas los veo. Como las nubes, ellos también huyen, aunque no sé si de nosotros, de esta ciudad o de todo en general. Aunque la silueta que es su reflejo no permite apreciar los detalles, diría por el tamaño que los solitarios son gaviotas, esas que tienen su residencia habitual en el Manzanares, a apenas unos metros de aquí. Se deslizan por la superficie brillante y continúan hacia la parte de la mesa sobre la que se refleja la persiana, que tengo bajada a la altura del pecho. Entonces desaparecen. Ha dejado de llover. 

Se está nublando y la luz, ya escasa de por sí, comenzará pronto a desaparecer. Justo donde la persiana corta el firmamento, reposa una taza de café que tomé hace ya un par de horas; los restos se han secado y a simple vista aparecen adheridos con fuerza a la cerámica, pero como tantas otras cosas en la vida, serán suficientes unas gotas de agua para que se diluyan y se desprendan de las paredes. Casi nada es tan resistente como parece a simple vista.

Ayer acabé La ley del menor, de Ian McEwan. Me gustó mucho su lectura, tanto en la forma, quizá más clásica de lo que estoy acostumbrado, como en el contenido. Esta mañana, antes de levantarme de la cama, he comenzado Para que no te pierdas en el barrio, de Patrick Modiano. Ya lo dejé ayer por la noche en la mesilla adrede. Son apenas 140 páginas; voy ya por la mitad y calculo que lo acabaré hoy; me da miedo estar acostumbrándome a leer demasiado deprisa y que acabe engullendo las palabras como engullo la comida. Este libro me está gustando más que el anterior, Tan buenos chicos, del que, he de admitir, apenas guardo algún recuerdo. A diferencia de estos dos autores, siempre he sido poco dado a ambientar historias en lugares reales, quizá porque pienso que Valencia o Madrid son ciudades menos glaumorosas que Londres o París, en las que estos novelistas ambientan estas dos obras. Es probable que se trate del típico complejo de inferioridad español frente a nuestros vecinos del norte, expresión manida donde las haya.

Ha vuelto la lluvia. Enciendo el flexo y acabo escribiendo esta última línea. Es hora de comer.

Una botella de Pacharán

Son las dos y media pasadas. Cuando llego a la cola de la única caja del supermercado hay tres personas delante de mí. Una mujer joven, un hombre de mediana edad y otra mujer mayor menuda, que hace unos minutos me ha pedido que le alcance un paquete de tila de la última estantería. Ninguno lleva más de cinco artículos. Mientras la mujer está metiendo el cambio en el monedero, entra un sujeto corpulento, con barba de varios días y barriga prominente, que es como son todas las barrigas. Aprovechando que las bebidas espirituosas están detrás de la caja, se acerca al dependiente y le dice:

—Oye, dame una botella de pacharán.

El tono empleado es del que sabe que va a conseguir su propósito. A pesar de las reiteradas peticiones, el dependiente le ignora mientras atiende al hombre. Al ver que no consigue su resultado, se dirige al cliente que está siendo atendido:

—¿A usted no le importa, no? —pregunta, obviando que debería preguntar a toda la cola.
—Sí —dice sin mirarle, mientras otro empleado mete sus cosas en la bolsa.

Esa respuesta sorprende al recién llegado, que supone que ha habido alguna confusión en la comunicación y trata de confirmar si es así:

—¿Le importa?
—Sí, me importa. Póngase a la cola, como todo el mundo —dice sin mirarle a la cara.

Tras el infructuoso intento, vuelve a la carga contra el dependiente, mientras el hombre que acaba de ser atendido sale del supermercado.

—Va, dame una botella de pacharán. La tienes ahí detrás. Me la das y te cobras diez euros. Venga —insiste.
—No puedo hacer eso, señor, tiene que ponerse a la cola.
—Vamos hombre, si la tienes ahí detrás. Va, te cobras diez euros.
—Le digo que no puedo hacer eso. Tiene que ponerse a la cola —dice, y da por cerrada la conversación.

Cuando miro, detrás de mí hay ya cinco o seis personas. Nadie lleva más de media docena de artículos. El hombre lo intenta entonces con la mujer mayor que va delante de mí:

—Disculpe, ¿le importa que... —dice, dejando la frase a medias como si no hiciese falta acabar de preguntar y la respuesta se diese por sobreentendida.

La mujer asiente con la cabeza y le hace una señal para que pase, pero es posible que el tipo piense que necesita más apoyos, así que me mira y me pregunta exactamente lo mismo. Para su desgracia, mi contestación es diferente:

—Sí, me importa. Póngase a la cola.
—Vaya, podías haber quedado como un rey.
—No tengo necesidad de quedar bien. Es usted un jeta —digo mientras comienzo a poner la compra en la cinta.

Decepcionado, ya un poco molesto y exasperado, me ignora e identifica un nuevo flanco: la persona que mete la compra en las bolsas. Es china y parece que no habla demasiado castellano, a decir por las veces que tiene que hablar con el dependiente (que también es de ascendencia china pero probablemente español). Mientras le pide a éste, de nuevo, la botella del maldito pacharán, llega el relevo a la caja, lo que desencadena un clima propenso para los propósitos del individuo, ya que uno de los dependientes coge la botella, este le da cincuenta euros, aquel le da el cambio (cuarenta euros y algunos céntimos), este le devuelve los céntimos con una mueca y desaparece por la puerta.

Unos segundos después salgo a la calle y en ese preciso momento un camión de la basura que circula a 90 km/h embiste al hombre de la botella de pacharán, que se hace añicos contra el asfalto. El impacto hace que salga despedido quince metros por los aires, hasta golpearse la cabeza con un volquete lleno de escombros. Entre estertores y gemidos, de alguna parte aparece una jauría de perros salvajes que se abalanza sobre él. La sangre de los miembros desgarrados salpica a los coches adyacentes. Se suceden las peleas entre los animales, cuyos colmillos han desgarrado la piel del torso; los intestinos se extienden a los lados por el suelo. Uno de ellos se está comiendo la carne de la parte interna del muslo, mientras se suceden los gritos. Alguien avisa de que todavía respira, y se oyen aplausos entre los presentes. La mayoría de los perros se dispersan con rapidez por las calles adyacentes, dejando huellas oscuras en el pavimento. Los que quedan son ahuyentados por una bandada de gaviotas enloquecidas surgidas de la nada; vemos con admiración cómo caen sobre él y se mueven nerviosas alrededor del cuerpo; las alas enrojecidas, los graznidos, las garras sobre el cuerpo. Los últimos gritos del hombre, antes de que un pájaro le arranque la garganta con el pico, hacen que varias personas se asomen a la calle. Tras contemplar el espectáculo unos segundos, vuelven a sus quehaceres con una mueca de indiferencia. Los ojos duran poco tiempo en sus cuencas. Cuando llega el barrendero quedan ya pocos pocos pájaros y no le cuesta espantarlos con el palo; recoge los escasos restos y los echa en el cubo de la basura. El pescadero echa varios cubos de agua encima de la calzada ensangrentada, que se vuelve rosada y forma un pequeño riachuelo pegado a la acera que se pierde en la alcantarilla.

Los pocos que aún miramos sonreímos satisfechos. Miro el móvil. Se hace tarde.

¿Ha pasado ya el autobús?

Esta mañana hemos firmado finalmente el contrato de alquiler del nuevo piso. De acuerdo al plan trazado, hemos salido de casa diez minutos más tarde de lo previsto y yo me he puesto, para no defraudar, innecesariamente nervioso y preocupado por el retraso acumulado. No me gusta hacer esperar a nadie y no me gusta que me hagan esperar, pero intuyo que a menudo llevo ambas cosas demasiado lejos, lo que me genera una dosis extra de ansiedad que no necesito, aunque eso es material para otro momento. También intuyo que Laura no tiene tantos problemas como yo con esperar o hacer esperar y le envidio por eso. 

El caso es que tras bajar por la calle Fuencarral, cruzar la Gran Vía, continuar por la calle Montera y atravesar la Puerta del Sol, llegamos a la parada del autobús número cincuenta, ubicada al comienzo de la calle Carretas. Esta vacía. Es decir, no hay nadie. Laura se sienta y yo me quedo de pie, incapaz de permanecer quieto y valorando seriamente coger un taxi. El tiempo corre. Llegan dos mujeres, creo; no estoy seguro del orden, aunque importa poco si llegan antes o después de nuestra protagonista. Un par de minutos después aparece quien debería ser el núcleo y motivo de este texto, ella, pero que a estas alturas es ya poco más que un satélite. Tratemos de ver si podemos traerla de vuelta al centro.

Lo cuento como lo recuerdo y mi memoria no es, por desgracia, nada de lo que pueda vanagloriarme; tengan en cuenta  que esto transcurre en apenas quince o veinte segundos, a lo sumo. Aparece una chica que se acerca a mí, que permanezco de pie imaginando la insoportable espera que van a tener que aguantar nuestros pacientes y futuros arrendadores, y me pregunta, con gran seriedad y cortesía: ¿ha pasado ya el autobús? Puede ser que la pregunta fuese ligeramente distinta, pero no tengo dudas de que iba en esa línea. Miro a la chica y ella me mira a mí; estoy paralizado, no sé qué contestar. Giro la cabeza hacia Laura desconcertado; mis reflejos están a la par con mi memoria, pero en este caso no se trata de eso; es como si algo se hubiese cortocircuitado en mi cabeza. Esa pregunta, en apariencia tan sencilla, es para mí del todo incomprensible, imposible de responder, no hay una contestación breve correcta. No vale un "sí" y tampoco un "no". Creo que le digo algo, probablemente una pregunta idiota. Juro que si me hubiese hecho la pregunta en Sumerio, que es según la Wikipedia es la lengua de la antigua Sumeria que se habló en el sur de Mesopotamia hace varios milenios, mi reacción habría sido la misma. Frente a ella, balbuceo, pero Laura se adelanta, sale al rescate y me salva del ridículo: no, no ha pasado todavía. Esa respuesta parece ser satisfactoria, dado que nos da las gracias, se aparta a un lado de la marquesina y finaliza cualquier contacto visual y verbal.

Sin embargo, en ese momento yo sigo en trance. ¿Qué significa exactamente "ha pasado ya el autobús"? ¿Bajo qué circunstancias podría contestarse con precisión esa pregunta? Quiero decir, si estamos en la parada y nada parece indicar que estemos allí viendo transcurrir el tiempo, significará que el autobús no ha pasado todavía, ¿no? Por otro lado, sí, por supuesto que ha pasado ya. Probablemente unos cuantos desde que comenzó el servicio esta mañana. ¿Cuál es la respuesta adecuada? ¿"Sí, ha pasado ya" o "No, no ha pasado todavía"? ¿Por qué autobús preguntas? ¿Por el anterior o por el siguiente?

Puede suponerse con suficiente certeza que lo que esta chica quería conocer era la información que pudiésemos tener sobre el tiempo que el autobús de la línea 50 tardaría en pasar, y para saberlo tenía que conocer cuánto llevábamos esperando en la parada. Como Laura sugeriría poco después, ya sentados en los asientos del bus, lo más probable es que su intención fuese preguntar algo similar a lo siguiente: ¿Cuando habéis llegado a la parada, habéis podido ver si el autobús acababa de pasar? Pero la cuestión es que la pregunta no ha sido esa y la extrema seriedad con la que la ha hecho y la ausencia de mayores aclaraciones, como si hubiese expresado su duda con la mayor exactitud posible, han contribuido a crear en mí tal estado de confusión.

Aquí acaba la historia. Afortunadamente, en línea con la previsión de Laura, al final no hemos llegado tan tarde, hemos firmado y tenemos nuevo piso en alquiler para el mes de noviembre y siguientes. Aunque, he de admitirlo, todavía no me he deshecho del estado de perplejidad.

Menganita contra la empatía perdida

Menganita, que es como se llama nuestra concursante de hoy (se escuchan aplausos al fondo de la sala, deben ser sus familiares; que alguien les haga callar, por favor), lleva un tiempo sin trabajar en nada directamente relacionado con su sector, que por desgracia para ella, sus colegas de profesión y mucha otra gente se encuentra en horas bajas a perpetuidad. El Estado del Bienestar, que le llaman. De vez en cuando tiene suerte y pica algo de aquí, algo de allí, unas horas esta semana y unas horas la próxima, y con lo que gana a duras penas saca para vivir, ya que de una "vez" a la siguiente pueden pasar semanas o, si la cosa no va bien, meses.

Menganita tiene ya más de diez años de experiencia y es titulada superior, pero también es consciente de la situación de su sector y de los niveles de desempleo actuales, por lo que no aspira a cobrar mucho más que el salario mínimo, que a menudo tiene que prorratear porque muchos trabajos son a media jornada o incluso de menos horas. No es nada nuevo; hace mucho tiempo que ella y muchos millones de personas están más que acostumbrados a esta situación: a sobrevivir, aun teniendo un trabajo con el que uno debería poder al menos vivir. Esa es una palabra que define muy bien la situación: sobrevivir.

Según la Real Academia Española, sobrevivir es: "2. intr. Vivir con escasos medios o en condiciones adversas". Yo sobrevivo, tú sobrevives, ella sobrevive.

Menganita no pretende encontrar el trabajo de sus sueños, por Dios, claro que no, así que se adapta a cualquier cosilla que encuentra, sea de su sector o no, a pesar de que está sobrecualificada para todos ellos. Pero ya se sabe: hay que tirar p'alante hasta que las economía mejore. Es decir: hasta que las cifras del desempleo bajen, suba el PIB, se recupere el consumo, mejore la venta de viviendas y las bolsas suban. En definitiva, hasta que podamos cambiar de coche cada cinco años y todos volvamos a ser felices otra vez. Cuando lee esto me mira y se ríe por no llorar. Bien. Continuemos, no quiero ponerme político.

Menganita hace poco consiguió un trabajo aceptable. No digamos bueno. Simplemente aceptable, que es más de lo que tenía hasta ahora. No es su trabajo ideal, pero sí en su sector y desarrollando funciones de su competencia, y eso ya es mucho. De horas, la cosa está flojilla; poco más de media jornada y además con una duración de sólo tres meses. Bueno, algo es algo, se dice; menos da una piedra, murmura; quizá luego me contraten, quizá tenga continuidad, quizá esto, quizá lo otro, pero al menos de momento voy tirando. Será por sueños, fantasías y unicornios. Con algo hay que tener esperanza.

Menganita comienza a trabajar y aunque no gana ni siquiera para poder vivir, ya saben: algo es algo y menos da una piedra. Todo va bien, ya saben, aceptable, hasta que pasadas varias semanas y sin que exista una causa justificada, se produce un hecho insólito. Su responsable le retira las competencias para aquellas tareas para las que está específicamente preparada y formada.

Según la Real Academia Española, insólito es "1. adj. Raro, extraño, desacostumbrado".

Menganita ha estado ejecutando durante semanas esas mismas actividades sin problemas, pero ni eso ni que tenga experiencia más que sobrada y demostrable tiene, al parecer, mayor relevancia; qué importan las consecuencias sobre el trabajo diario o las implicaciones para Menganita como persona y trabajadora. Por descontado, podréis imaginar que ella no está de acuerdo con tal decisión. Puede intuir las razones, pero no las entiende del todo y desde luego, nadie se molesta en darle ningún tipo de explicación. Para qué, supongo. Lo que nos importa es que ese cambio en sus funciones le deja sin la parte más interesante, reconfortante y agradable de su trabajo.

Menganita conduce un BMW pero ya no le dejan pasar de 30 km/h. Cierto es que su empresa actual le paga como si fuese apenas un utilitario viejo, pero Menganita se empeña en seguir siendo un BMW, con sus preocupaciones y responsabilidades asumidas no remuneradas. Guardémonos los calificativos, no seamos demasiado duros.

Menganita se resigna, porque no le queda otra, y se amolda a las nuevas circunstancias. Ya han pasado dos de los tres meses del contrato, y es hora de mover el culo si no se quiere quedar tirada con una mano delante y otra detrás. He aquí que es preseleccionada y acude a una entrevista de trabajo. De nuevo, ha tenido suerte: es en su sector y ahora en una empresa de referencia; las cosas pintan algo mejor; es un trabajo a jornada completa con una duración estimada de un año y bueno, podemos admitir que tampoco este sea su trabajo ideal, pero se acerca más, bastante más, mucho más, que el que tiene ahora. Es lo que en circunstancias normales llamaríamos “una oportunidad interesante”, pero que el nulo interés de su actual empresa en sus perspectivas futuras, la amputación de funciones que ha sufrido y la actitud de su responsable, indiferente al impacto que su decisión nunca explicada haya podido tener en la moral de nuestra amiga, convierten en “una oportunidad que no puedes dejar escapar”. Al fin y al cabo, le dijeron que podría conducir a 90 km/h pero ahora le han limitado la velocidad a 30 km/h, sin más. Es razonable que sienta cierta frustración, incluso inseguridad, y comience a plantearse cosas: ¿es que no confían en mi capacidad para conducir a esa velocidad? ¿Es que conduzco mal? Si no es así, ¿por qué nadie me lo dice? Probablemente jamás tengamos la respuesta. En fin.

Menganita acude a la entrevista. Menganita pasa la entrevista y Menganita es contratada. Pero, oh, vaya por Dios, de los nueve días de trabajo que le quedan para acabar el contrato en su actual empresa, distribuidos a lo largo de todo un mes (vaya, eso no llega ni a media jornada), hay cuatro días que se le solapan con el actual trabajo. En un gesto que no está obligada a hacer, la persona que le contrata lo arregla para que pueda compaginar al menos la mitad de esos cuatro días. Pero sigue habiendo dos días conflictivos en los que ambos trabajos se solapan. Así que tiene que decidir.

Menganita tiene en un plato de la balanza un trabajo a jornada completa con más responsabilidad y funciones, con el colectivo con el que más le gusta trabajar y con una duración estimada de un año. En el otro tiene nueve días de trabajo durante el mes que queda, que vienen a ser algo más de 50 horas, sin ninguna responsabilidad, haciendo tareas básicas, sin conocer cuál es la percepción de ella que tiene su responsable ni ninguna perspectivas de futuro. Y luego, nada: volver a echar currículum, esperar, hacer entrevistas, esperar. No parece un panorama demasiado halagador, este último, ¿verdad? Más si tenemos en cuenta que Menganita ya ha agotado el subsidio de desempleo, lo que significa que después de los nueve días el destino es tirar de ahorros y luego la puta calle. Para qué andarnos con remilgos. A la vista de los hechos, la elección debería estar clara, ¿no? Debería estarlo, ¿no? ¿No? Pues parece que no.

Menganita duda. Como lo oyen. Duda. No solo no quiere quedar mal con su actual empresa, sino que le preocupan los posibles cambios que ésta tenga que hacer para cubrir su baja esos dos días y el impacto sobre sus compañeras, la mayoría de las cuales, no nos olvidemos de ese detalle, no han cuestionado la decisión que en su día tomó su responsable ni le han dado ningún tipo de apoyo moral. Sin embargo, la oferta es demasiado buena para rechazarla, por lo que después de varias consultas y debates internos y externos, se lanza a la piscina. Allá vamos y que sea lo que Dios quiera. En plazas peores hemos toreado. Quietos ahí los antitaurinos, que es solo una expresión.

Menganita ha tomado una decisión, y se planta en el despacho de su responsable. Sí, la misma que le quitó las competencias hace unas semanas sin darle ninguna explicación. En realidad, si somos fieles a la realidad, no ha ido hasta el despacho; apenas consigue la atención justa para comentarle su situación y le plantea el problema logístico que nosotros ya conocemos, que se resume en los siguientes tres puntos:

1) Va a empezar un nuevo trabajo.

2) Puede hacer siete de los nueve días restantes que restan de contrato.

3) Hay dos de los nueve días que se le solapan y por tanto no puede trabajar.

Menganita trata de buscar y plantear alternativas. A estas alturas, a veces leo Margarita en lugar de Menganita, porque no conozco a nadie que se llame Menganita. Tampoco Margarita. He conocido varias Rosas. Ninguna Violeta. En fin, eso no es relevante, sigamos. Dos días. No parece que sea un problema tan grande, ¿verdad? Eso piensa nuestra concursante, y propone soluciones como trabajar otros días o cambiar turnos, con tal de facilitarle la vida a su actual empresa, a su responsable, a sus compañeras. Con algunas excepciones, no podemos decir que se lo merezcan, pero Menganita no juega al mismo juego. Pero, cómo puede ser, a pesar de todo la persona que tiene delante mantiene el semblante serio y el tono cortante; oh, sí, está decepcionada por la decisión de nuestra amiga, que ha decidido cambiar dos jodidos días de trabajo de mierda (los tacos son míos, no suyos) por un año a jornada completa. Parece que no hay posibilidad de que nadie cubra esos dos días. Es imposible, una contingencia fatal, una catástrofe, algo demasiado complejo para ser gestionado, una debacle, un desastre de proporciones colosales, cómo se te ocurre, Menganita, en qué estarías pensando; España se va a pique, las bolsas caen y Alemania invade de nuevo Polonia. Pero, espera un momento... ¿Entonces, Menganita... no puede ponerse enferma?

Menganita está consternada y un poco asombrada. Flipando, por resumirlo en una palabra. A pesar de los inconvenientes que le puede generar, uno tiende a imaginar que un responsable con un mínimo de empatía se alegra cuando alguien a su cargo que va a finalizar su contrato en breve encuentra otro trabajo. Recuerden: el conflicto son 2 miserables días. Pero claro, para eso hace falta sentir aprecio por tus trabajadores, por las personas que trabajan para ti, esas que están bajo tu responsabilidad, y la observación directa no ha alumbrado evidencias de que esta premisa se cumpla. No daremos detalles de la conversación, pero Menganita tiene la impresión de estar hablando con alguien que le trata como si le hubiese salvado de la miseria más absoluta, como si tuviese que agradecerle la vida. Pero Menganita ya tiene una madre y no es esa mujer.

Menganita ya no está consternada, tampoco asombrada, no flipa ya. Ahora está simplemente enfadada, decepcionada, molesta. Ay, ¿qué esperabas? Allí, en ese momento, piensa que quizá su responsable se sienta traicionada de alguna forma incomprensible e irracional y egoísta. Que quizá no sea consciente de que las personas necesitan trabajar para vivir. Quizá no le importe la situación vital de nuestra amiga y quizá no se ha tomado la molestia de preguntarle. O quién sabe, quizá necesite desarrollar su empatía, quizá se haya tomado a sí misma demasiado en serio o no entiende que un trabajador no es una máquina, sino una persona que no está incondicionalmente a su servicio. Tampoco descartemos, si escarbamos un poco más, que lo que le moleste después de todo no sean esos dos días, sino el hecho de que alguien que no sea ella tome una decisión; es decir, no tener todo el poder. Quizá no se haya parado a pensar que Menganita tiene razones para sentirse traicionada, que ella sí las tiene, por la forma en que la ha ninguneado. Claro que estas son cuestiones que lanzo al aire y que yo ya me he respondido a mí mismo.

Menganita va a cambiar de trabajo. Esto es seguro. Quizá le vaya bien, quizá le vaya mal, no lo sabemos, pero de momento, sabe que el próximo mes tendrá una nómina y que está ante una oportunidad interesante que ahora más que nunca es “una oportunidad que no puede dejar escapar”. Aunque lo intuyo, no puedo decir cómo acabará la historia porque aún no ha terminado. ¿Trabajará esos dos días conflictivos? ¿Acabará el contrato o se verá forzada a pedir una baja voluntaria? Y lo que es más importante, ¿sobrevivirá su empresa a tan fatal tsunami empresarial? No lo sabemos; dependerá de la capacidad de su responsable para asumir y aceptar sus evidentes limitaciones de liderazgo y empatía. Y tragarse un orgullo que es desproporcionado. Aprender que el látigo no siempre funciona y que la jerarquía no significa sumisión. Lo que parece evidente, en cualquier caso, es que su empresa actual, de momento y gracias a su responsable, no se ha ganado el privilegio de que Menganita trabaje para ellos, de que les dedique, por lo que podemos considerar una mísera cantidad de dinero, una parte de su tiempo y de su vida, de su esfuerzo y sus capacidades. 

¿Y saben qué? Eso sí es una pena, en especial para su empresa actual. Porque empresas hay muchas, pero personas de la talla personal y profesional de Menganita no hay tantas.

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(Nota: no creo que haya muchas dudas, pero esta entrada no tiene absolutamente nada que ver con mi entorno profesional, la empresa para la que trabajo ni ninguno de sus clientes, sino con, digámoslo así, el entorno laboral de una amiga tan alejada de la informática como yo lo estoy de las personas sin hogar, aunque claro, ella hubiese sido mucho más exacta en el término que yo acabo de dar).

 

Agujas y otras cosas

El pasado cuatro de enero el disco duro de mi portátil dejo de funcionar, y casi de existir, a las ocho y media de la noche. Tras un pantallazo azul de Windows y lo más similar a cerrar a un paciente en medio de una operación de transplante de corazón, mi portátil decició ignorar a su principal unidad de almacenamiento: su único disco duro. Tras comprobar con pavor que ninguna herramienta de recuperación de información conseguía recuperar ninguna información, valga la redundancia, busqué el ticket de compra por toda la casa. Lo han adivinado: sin éxito. Dos días después, en casa de mis progenitores, y aunque estaba convencido de que la garantía había expirado, localizé el ticket de compra. Lo han adivinado, casi: la garantía caducaba el día cinco de enero de 2008; es decir, el día anterior. Al llegar a casa, volví a intentarlo todo, y desesperado, hice lo equivalente a abrir el capó del coche y volverlo a cerrar. Les ahorraré los detalles; inexplicablemente, tras eso el disco duro volvió de sus vacaciones, y poco después, con algo de ayuda, todo volvía a la normalidad. Esa es una de las razones de que no les haya mencionado a los Reyes Magos este año. Esa, y que en realidad no me apetecía. Bien.

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Nací con el pie izquierdo, aunque a lo largo de los últimos 31 años he conseguido cambiar el paso; y no es que naciese cabreado (aún así, algunos días me sigo levantando con el pie izquierdo, pero en otro sentido). Al poco de salir a este mundo tuve ciertos problemas respiratorios, que arrastré hasta bien entrada la pubertad, y a los siete años una dolencia todavía no identificada me llevó a estar ingresado en observación durante una semana en el hospital La Fe de Valencia. Como probablemente han deducido, no recuerdo los detalles exactos de aquella estancia. Confieso que tampoco me he preocupado nunca demasiado por averiguarlos; mi interés se limita a los momentos en los que aquello me viene a la cabeza, por una razón u otra, así que todo lo que puedo contarles son ambigüedades más o menos verídicas sobre aquel periodo hospitalario. No obstante, hay una cosa muy concreta que sí recuerdo.

No sé si han estado alguna vez ingresados en un hospital, y tampoco si lo han hecho de pequeños. La estancia no es especialmente desagradable, por supuesto, intuyo, siempre que ésta sea temporal, breve, y la causa de ésta, dentro de lo que supone el ingreso hospitalario de un niño, poco grave. Allí hay otros niños con los que jugar y te sientes algo especial por la cantidad de juguetes y visitas que recibes; a un crío siempre le gusta sentirse el centro de atención a causa de una enfermedad; es como el hombre contra la bestia; tú eres el hombre y estás allí porque luchas contra la bestia; todo el mundo te presta atención y eso te gusta (eso también pasa normalmente de adulto). En definitiva, puedo afirmar que de acuerdo a lo que viví, no fue una experiencia que considere traumática. También es posible, si prefieren especular, que en realidad sí lo fuese y el trauma resida aún en mi subconsciente, esperando para atacar de un momento a otro; no descartemos nada, por aquello de justificar trastornos psicológicos agudos en un futuro.

A pesar de ello, sí que hay como les decía algo muy concreto que recuerdo, aunque no soy capaz de ambientar con exactitud la habitación y estancias en las que me movía. No descarto por tanto que se haya producido en todos estos años una profunda deformación de la realidad, aumentada por la mente influenciable e imaginativa de un chiquillo de corta edad. El caso es que había entre todos los niños que compartíamos aquel espacio (que puede ser una planta del hospital, una unidad, o un edificio, no sé decirles) una chica algo mayor que el resto, quizá tan sólo un par de años, que se divertía —probablemente mucho— amenazándonos con pincharnos con jeringuillas por la noche, mientras dormíamos. No sé a los demás, pero a mi aquello me aterrorizaba hasta la médula, al verme totalmente vulnerable, por no hablar de lo que me costaba dormirme. Recuerdo aquellas noches como unas de las peores de mi vida.

Hoy en día no tengo especialmente miedo a las agujas, pero en cualquier caso, allí donde estés, y sin ningún tipo de rencor, te deseo lo peor.

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Últimamente se me está haciendo muy áspero escribir algo que merezca la pena, a pesar de los intentos. Sirva esto de excusa y advertencia al lector ocasional y habitual.

Paseos

Hace muchos años, cuando aun vivía con mis padres, todos los días veía pasar por delante de mi casa a una madre, una mujer mayor y más bien pequeña, acompañada de su hijo, un hombre muy grande, de aspecto zafio y que caminaba con una expresión de ausencia en su cara. No hacía falta ser muy observador para darse cuenta de que ella llevaba las riendas y él se limitaba a seguirla. No sé cuando me percaté de sus paseos, pero jamás los ví hablar, y lo único que hacían era, uno al lado del otro, andar, en un trayecto que fácilmente rondaría los cinco kilómetros. Recuerdo que algún tiempo más tarde mi madre me dijo que él padecía algún tipo de trastorno mental que le producía una conducta agresiva, y que esas largas caminatas tenían la finalidad de agotarlo como parte de su terapia. A partir de ese día, cada vez que pasaba junto a ellos —siempre caminaban por el lado derecho de la carretera— andando o en bicicleta, imaginaba que él se daría la vuelta y arremetería contra mí, que me empujaría contra el otro carril, o haría algún otro gesto irracional de ataque. Eso me producía una sensación de emoción y miedo a partes iguales, que se incrementaba a medida que me aproximaba a ellos. Por fortuna, jamás hizo nada, y los dos siguieron pasando delante de mi casa, estuviese lloviendo, granizando, fuese invierno o verano; todos y cada uno de los días. Hasta que de repente, simplemente dejé de verlos. Algún tiempo después, me enteré de que la vieja había muerto. Nunca más volví a ver a su corpulento hijo.

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Por cierto, ya estoy mejor. Quedan secuelas, entre ellas no poder mover el brazo derecho sin sentir dolor, pero al menos ya puedo moverme como las personas. Estaba pensando que cada vez que empiezo de nuevo a correr y el entrenamiento empieza a ser relativamente serio, algo me impide continuar. Creo que de seguir así, voy a tener que replantearme algunas cosas.

Días de mierda

¿Saben aquel dicho popular que dice que el tiempo pone a todo el mundo en su sitio? ¿Que el tiempo le da a cada cual lo que se merece? Esa es la gran mentira y el gran consuelo de los idiotas de este mundo, y somos muchos. El gran engaño de los espabilados de siempre. Porque el tiempo no imparte justicia, no les da a los buenos su recompensa ni a los malos su castigo. Ni lo hace Dios, ni lo hace el tiempo, porque el tiempo no entiende de nada de eso; sólo pasa, un día tras otro, hasta tu último suspiro. Así que no confíen en él para que ponga las cosas en su sitio; háganlo ustedes antes de que sea demasiado tarde o miren para otro lado si eso les hace sentir mejor o prefieren evitar los problemas. Y en esto no hay ningún pero: las cosas son así de crudas.

Historias

De niño, siempre quise tener superpoderes. Soñaba día tras día, dormido o despierto, con poder hacerme invisible, ser capaz de volar, parar el tiempo, o convertirme en algún personaje del universo manga más conocido; nada fuera de lo normal. Más tarde, como era de esperar, crecí, y mis irreales e infantiles aspiraciones se tornaron en otras más humanamente accesibles pero igualmente inalcanzables. Ansiaba, igual que cuando era pequeño, dominar el mundo, pero ya no como un ser con poderes extraterrenales, sino de una forma más mediática, más común, de una manera en apariencia más real, incluso factible. Continué creciendo, y un día, pero no como algo que sucede de repente sino tras un largo proceso, me di cuenta de que todos esos sueños habian dejado de serlo y se habían convertido en pesadillas, enormes losas que cargaba inconscientemente a mi espalda, a causa de quizá una cabeza demasiado fantasiosa o una realidad que me había resistido a asumir. Comprendí que te haces adulto cuando entiendes que muchos de esos sueños que has ido acumulando desde que tienes uso de razón jamás se convertirán en realidad, y que no tienes poder para cambiar eso. Desde entonces, me debato entre renunciar a mis sueños o resistirme a hacerme adulto, mientras el tiempo pasa.

Cosas que me sacan de quicio

Soy una persona calmada y tranquila. Siempre lo he sido. Una de esas que pueden estar en medio de una gran vía parado durante media hora sin rechistar, de esas que pueden estar en un atasco en la autopista durante horas sin hacer de eso un drama. Pero las cosas como son, hay personas y situaciones que me sacan de quicio, y esta mañana me he topado con una de ellas; una persona y una situación. Les cuento.

Ayer por la noche aparqué en una calle cercana a mi casa, en la que hay un colegio de primaria y párvulos, si no estoy equivocado y son lo mismo. La calle en cuestión, en la que vivían hace unos años mis abuelos maternos, tiene una longitud de trescientos metros y es en los dos primeros tercios bastante estrecha, a lo que hay que sumarle los coches aparcados a la derecha encima de la acera. Como es natural, a las nueve de la mañana, hora a la que cojo habitualmente el coche para ir a trabajar, está llena de madres, padres y críos que entran al colegio. No suelo aparcar allí si no tengo necesidad, pero ayer no me quedaba otro remedio. Así que esta mañana he cogido el coche, y a paso de peatón, deteniéndome cuando era pertinente y necesario, he avanzado hacia el final de la calle, sin meterle prisa a nadie, sin tocar el claxón, y asumiendo las circunstancias del momento. Pero he aquí que al llegar a la puerta del parvulario, tras estar parado más de dos minutos esperando que la gente me abriese paso (no hablamos de cincuenta mil personas) un hombre de quizá sesenta años que llevaba a su nieto al colegio me mira y me escupe: "No tienes vergüenza", haciendo referencia sin duda a la circulación de mi coche por allí a esas horas de la mañana.

Como les decía al principio, acostumbro a ser una persona conciliadora, pero no siempre. Los gilipollas integrales me sacan de quicio. Entiendo que hay que llevar cuidado, que un chiquillo es algo frágil, y que hay que tomar las precauciones debidas. Pero también que si he aparcado al principio de una calle que no es peatonal y tengo que coger el coche para ir a trabajar, tengo todo el derecho a hacerlo llevando, según lo dicho, el cuidado oportuno. No recuerdo toda la "conversación", pero en pocos detalles, cometo el error de contestar a su impertinencia -con su misma cordialidad- diciéndole que no tengo otra manera de sacar el coche para ir a trabajar y que me dé otra solución, a lo que responde que sabe como va él a trabajar, no cómo voy yo.

No suelo perder los estribos, pero en este caso, la estupidez me ha superado y le he respondido literalmente "Señor, es usted francamente imbécil", y antes de que las cosas llegasen a mayores, con bastante mala hostia, he seguido mi camino. Y es que ya les digo que a los gilipollas integrales no los trago y en algunas ocasiones, hasta me sacan de mis casillas.

(Para acabar, les dejo con un homenaje a un grande que se nos ha ido hoy)

Aquellos maravillosos años

Hoy voy a contarles un capítulo de mi vida privada, de la que hace mucho que no hablo, entre otras razones porque es privada. Ya ven, ya no soy el exhibicionista que solía ser. No se quejen, ustedes tampoco son lo comunicativos que solían ser... Claro que algunos de ustedes ya no son los mismos, y yo sí. Bueno, pelillos a la mar. Si han leído mi breve autobiografía, se habrán fijado que hay un fragmento que dice lo siguiente:

 

«(...) aprendió -aquí el autor, que soy yo, se refiere a mí, que también soy yo- que la falta de coordinación entre departamentos puede ayudarte a comer gratis y almorzar gominolas. (...)»

 

Si no la han leído, o no se han fijado, fíense de mí; les aseguro que dice eso. El caso es que a no ser que sean ustedes yo, cosa que dudo excepto en aquellos casos en los que yo estoy leyendo esto, o que sean alguno de mis progenitores, cosa más probable que que sean yo, pero no demasiado probable ya sólo tengo una madre y un padre y ustedes son con toda probabilidad más de dos, ignorarán a qué me refiero exactamente. Yo se lo voy a explicar. Corrían por entonces los bonitos ochentaytantos, y en las llanuras de este santo país corrían libres las gacelas y los galgos.

Por aquel entonces, era yo una feliz criatura que cursaba, no sin esfuerzo, EGB; ay, qué tiempos aquellos. Por aquel entonces, como la casa paterna -y materna- quedaba lejos, a menudo tenía que comer en el colegio, para lo cual mi santa -ahora y entonces- madre acostumbraba a darme cien pesetas para que me comprase un bocadillo, y antes de continuar se tercia una explicación. En mi siempre añorado colegio, a la hora de comer, podías recurrir a dos proveedores: la cafetería, y el comedor "oficial", en cuyo caso procedía el pago previo del menú correspondiente a través de los padres o tutor legal del infante. Fin de la explicación.

El caso es que yo casi siempre compraba bocadillo, por razones que no vienen al caso, hasta que me percaté de que en realidad, nadie allí controlaba quién había pagado el comedor y quién no; se asumía que los padres de los niños que hacían cola habían hecho la correspondiente contribución para la compra de víveres con los que alimentar a sus vástagos, y punto. O al menos, eso pensaba yo y hasta hoy, nadie me ha sacado de mi error. Así que aquí un servidor, tramposo como nadie, decidió empezar a comer de gorra, un día tras otro. No todos, ya que tanto de niño como de mayor, he sido siempre una persona muy moderada, pero no puedo negar que fueron un número de días nada desdeñable. Pero he aquí que nuestro amigo cometió un fallo terrible, que fue el de gastarse el dinero de ese bocadillo que ya no necesitaba en gominolas... en el mismo bar donde acudían a tomar su café carajillo los profesores.

Y don Vicente me pilló. Y don Vicente habló con mis padres. Y mis padres hablaron conmigo. Y yo no me acuerdo demasiado de la bronca, para que les voy a engañar, así que tampoco debió ser gran cosa. Aunque da igual, porque después de quince años, el delito ha prescrito y yo era menor, así que estoy a salvo. Y después de todo, pensándolo bien, ellos eran curas y yo estaba hambriento, y ya saben lo que se dice en estos casos, ¿verdad?

Historia verídica

Un hombre delgado, de aproximadamente cincuenta años, aguarda de pie detrás de su todoterreno Porsche Cayenne, aparcado en doble fila y con el maletero abierto. Su acompañante, una mujer rubia que sin duda es su mujer y de quizá cuarenta años de edad, está a su lado, en la parte de la acera. Aparentemente están descargando un cochecito de niño. Doscientos metros detrás suyo, el semáforo se pone en verde y una moto tipo scooter pero de gran cilindrada, a decir por el tamaño y ruido que hace, se pone en marcha con dos chicos cuya edad física debe rondar los treinta años. Ambos van vestidos con la indumentaria habitual de los propietarios de esas motos: sudadera con capucha, pantalones vaqueros anchos y zapatillas, todo ello de marca, incluído el casco fashion.

Al llegar a la altura del matrimonio, el que va sentado detrás abre una botella de agua de litro y medio y aprovechando la velocidad, le tira al propietario del coche un buen chorro que le moja todo el camal derecho del pantalon, de color caqui. A causa de esto, la víctima sale corriendo detrás de la moto profiriendo gritos, a lo que los motoristas contestan con burlas y risas, pero siempre a una distancia prudente para que éste no les alcance. Cansado, enfadado y sintiéndose agredido, se da la vuelta y vuelve al coche.

Mientras tanto, la moto ha dado media vuelta buscando provocar a su diversión, y se pone de nuevo lo suficientemente cerca del hombre como para que éste comience de nuevo a correr detrás de ellos, insultándoles y retándoles. Como antes, éstos se limitan a mantener una velocidad suficiente, a la vez que se mofan y ríen de su víctima casi en su cara, incrementando probablemente la frustración de éste por haber sido violentado y quizá humillado, al menos a la vista de los dos capullos. Finalmente, harto de aquello, el protagonista de esta historia desiste y regresa con su mujer, mientras los dos sujetos siguen riéndose y se alejan haciendo eses con la moto.

Moraleja: si no puedes llevar armas, lleva siempre un bate de béisbol en el coche. Nunca sabes dónde puedes encontrar una cabeza -o dos- con las que utilizarlo.

Ella

Cada noche, cuando llegan las diez aproximadamente, dejo lo que estoy haciendo, cojo el coche y me acerco a su trabajo. Aunque ella nunca me lo ha pedido, no me gusta que tenga que volver sola a casa en bus a esas horas. Hay días que tengo que dejar la cena a medias, pero la verdad es que nunca se ha quejado por ello. Yo tampoco me quejo, a pesar de que alguna vez me haga esperar más de lo que cualquier persona consideraría razonable. Habitualmente, cinco o diez minutos, pero en ocasiones, se alarga hasta la media hora y en un par de veces, he llegado a estar sentado en el coche, impaciente, durante más de dos horas. Aunque es exasperante, he de confesar que cuando la veo salir por la puerta me olvido de todo, y me doy cuenta de que podría pasar una eternidad esperándola.

Después de tres años y pico haciendo todas las noches lo mismo, menos como es obvio fines de semana y festivos, días en los que ella afortunadamente no trabaja, reconoces a la gente de la zona; sus hábitos, sus entradas, sus salidas, sus caras. Algunos son regulares, otros no. Llegas, aparcas en doble fila, y esperas. Enciendes la radio, pero lo cierto es que a esa hora no ponen nada demasiado interesante, excepto los días de fútbol, así que te acomodas en el asiento, bajas la ventanilla, y observas. Y entonces ves a esa morena guapísima que pasa cada día en torno a las diez y veinte y por la que babearías si no estuvieses enamorado, claro. O a ese grupo de amigas que salen del trabajo a la misma hora, y se van juntas a tomar una cerveza. Al entrajetado del impresionante todoterreno negro con los mismos problemas de siempre para meter el coche en el garaje. O a ese otro que como yo, aparca en doble fila delante mío, y aguarda sentado dentro del coche, y posiblemente también escuchando la radio, a su novia. Ves a la mujer mayor empujando el coche en doble fila, a la gente que sale de clase a esa hora, a los que entran al videoclub y a los que sacan dinero del cajero. Te acostumbras a reconocer a algunos, a espiar una pequeña parte de su rutina diaria, como un voyeur esporádico, y eso ha acabado por ser agradable.

A veces antes, a veces después, ella aparece por el portal, con más o menos prisa dependiendo de lo tarde o lo pronto que haya salido ese día, y no puedo negar que en ese momento se me ilumina el rostro. A veces sonríe y a veces no; casi puedo adivinar su estado de ánimo por la cara que pone cuando abre la puerta de cristal al salir. Últimamente no esta atravesando una buena época; sólo con verla puedes adivinarlo. Entonces pasa al lado de mí coche, sin dirigirme la mirada, entra en el de ese chico, le da un beso, y desaparecen.

Como todas las noches, desde hace tres años y pico.