Una semana en Portugal
Esta semana pasada hemos estado —mi señora y un servidor— pasando unos días en Portugal. Cuando preguntábamos, daba la sensación de que todo el mundo había tenido la misma idea, porque dabas una patada y de debajo de una piedra aparecía un puñado de personas que había estado en Portugal hacía cuatro días, con múltiples recomendaciones que, he de admitir, ignoramos, olvidamos o pasamos por alto, todo ello sin ninguna mala intención. Ahora nosotros formamos parte de los que están debajo de la piedra, aunque tengamos menos recomendaciones que el turista ocasional medio.
Teníamos muchos planes. Bueno, no muchos. En realidad el viaje estaba tan planeado como suelen estarlo nuestros viajes: poco, muy poco. Comenzar por Oporto, vía aérea desde Madrid con aerolinea de bajo coste, léase Ryanair, y desde la ciudad del tan famoso como empalagoso vino acercarnos a Braga, Coímbra y Guimarães, en tren, coche de alquiler o ya veremos cómo. Esto último no estaba planeado, solo esbozado. Después el viaje evolucionaba hacia el sur, ya imaginan: Lisboa, y de allí vuelta a Madrid. La escasa planificación se limitaba a los apartamentos de Oporto y Lisboa, y los viajes de ida y regreso, todo ello pagado de antemano. El resto era improvisado.
El mismo día que llegamos, mientras comíamos, nos enteramos de que en Coímbra había un brote de legionella que afectaba ya a cincuenta personas. Que en realidad en una ciudad de más de cien mil personas, dato de la Wikipedia, viene a ser insignificante, y más si no entra en tus planes dar un paseo por los alrededores del foco de la infección, pero nos sirvió para tachar una visita del mapa. Luego nos dimos cuenta, fíjense en nuestro grado de anticipación, de que Coímbra y Braga están en extremos opuestos si ponemos a Oporto en el centro. Adivinan bien: al final no fuimos ni a Braga ni a Guimarães ni a Coímbra, y si no hubiésemos tenido el apartamento —y el viaje de vuelta con salida desde Lisboa— ya pagado, no me apostaría nada con ustedes a que no nos habríamos quedado en Oporto. Yo lo habría hecho.
Parece existir en el grupo de personas que han visitado Portugal cierto debate en torno a qué ciudad es más interesante, más bonita, más mejor: Oporto o Lisboa. Supongo que es porque en general, mucha gente, incluidos nosotros, no visita ninguna más. También supongo, que es algo que me gusta hacer mucho, que se trata de alguna suerte de rivalidad que se crea en los países entre las grandes urbes nacionales, como entre Madrid y Barcelona, en nuestro caso, al menos mientras Cataluña siga siendo española. Es algo miope ignorar que existen cientos de ciudades más pequeñas, que sin ser las grandes capitales pueden competir en belleza o gastronomía, pero los seres humanos somos así de idiotas. O miopes, si lo prefieren.
En mi caso, no tengo dudas: Oporto. No obstante, es un juicio muy viciado, y déjenme que me explique. Aterrizamos en Oporto un jueves a las 9:40h (hora local), y pasamos allí hasta las cuatro de la tarde del domingo, es decir, más de tres días y medio, que fue cuando partimos para la capital portuguesa. El tiempo no fue óptimo, pero nos respetó lo suficiente para movernos con cierta comodidad, hasta donde la memoria me alcanza, que nunca es mucho. A Lisboa llegamos, autobús mediante, el domingo a las 20:30h (hora local), y la abandonamos el miércoles a las tres. Dos días y medio. Si le añadimos que uno de ellos estuvo lloviendo torrencialmente, lo que nos queda es un día y medio, y parte de ese medio empleado en hacer las maletas e ir al aeropuerto. Así que no hay color. Si tengo que juzgar por lo que ví, Oporto me gustó más, porque Lisboa apenas se dejó ver.
Dicho esto, nos hemos prometido, y quizá esta vez lo cumplamos, volver. A diferencia de Budapest o La Habana, Portugal tiene la ventaja —para nosotros— de estar a un tiro de piedra de Madrid, y eso es decididamente un punto a favor. En contra suya juegan las miles de ciudades candidatas que surgirán cuando planeemos (léase con unas grandes comillas dibujadas con los dedos en el aire) el próximo viaje. Ya saben cómo funciona esto del turismo de consumo: visitas una ciudad unos pocos días, no ves casi nada, pero la tachas del mapa como tachas las patatas de la lista de la compra. Turismo de coleccionista, que al fin y al cabo es como se vive hoy en día: coleccionando. A veces a propósito: parejas de cama o ciudades, a veces a disgusto: trabajos precarios.
No les voy a contar el viaje, porque les aburriría a ustedes, me aburriría yo, y me temo que no hicimos nada excepcional. Se lo puedo resumir, eso sí lo puedo hacer: caminamos, bebimos, comimos, hicimos algunas fotos, salimos de fiesta y vimos algunos monumentos de los imprescindibles, mientras otros se quedaban sin ver, por falta de ganas, por falta de tiempo, por falta de previsión, por falta de conocimiento. No somos grandes aficionados al turismo cultural, en cualquier caso. No les voy a decir que vista una catedral, vistas todas, pero en fin, ya saben a qué me refiero.
Lo único destacable, para acabar el viaje y esta entrada, fue la vuelta, vía aerolinea de bajo coste, léase easyJet en este caso. Al estilo más puramente Lauriano, si quieren llamarlo así, acabamos saliendo del metro corriendo con las maletas, subiendo las escaleras mecánicas corriendo con las maletas, buscando por el aeropuerto corriendo con las maletas, cogiendo el shuttle a la Terminal 2 en modo pánico corriendo con las maletas y facturando esas mismas maletas tres minutos antes de que la amable (no es ironía) trabajadora que nos atendió cerrara el mostrador de facturación, todo ello gracias a una línea de metro más confusa de lo deseable, una máquina expendedora de billetes poco colaboradora, un visita relámpago al (exterior del) Panteón Nacional de Lisboa y, sobre todo, una confianza ciega en nuestras capacidades para viajar en el tiempo y desplazarnos a velocidades irreales. Ya saben, la planificación lo es todo y nosotros tenemos poco de eso, aunque lo llevamos bien.
Poco después estábamos embarcando y cincuenta minutos después, aterrizábamos en la terminal T1 madrileña del Aeropuerto Adolfo Suarez Madrid—Barajas. Una hora más tarde, tirados en el sofá, comiendo pipas mientras, si de nuevo la memoria no me falla, veíamos el último capítulo de la tercera temporada de Narcos. Y hoy, aproximadamente cuatro días más tarde, estoy yo aquí contándoles esto. Les juro que no lo había planeado.
(Paradójicamente, la imagen es de Lisboa)
Cantabria
Debajo, una pequeña selección de nuestro fugaz paso por tierras cántabras este verano. Había más, pero no es cuestión de abusar.
Budapest
Estuvimos una semana en Budapest este verano. Cuando volvimos, pensé en escribir una entrada con todo lo que habíamos visto allí, pero la verdad es que como suele suceder, el tiempo pasa y las ganas se diluyen. Sin embargo, ahí van varias notas breves.
La primera es que el transporte público funciona perfectamente, a pesar de las quejas que habíamos leído. Sacamos bonos de 4 días y no tuvimos absolutamente ningún problema; incluso están incluidas las líneas que van por el Danubio (días laborables).
La segunda es que hay que ir a los ruin pubs, sí o sí. De los que vimos, el mejor el Szimpla Kert, pero hay muchos más; del Corvin hablaban muy bien pero estaba desierto, y el día que fuimos el Instant parecía una fiesta Erasmus (y ya estamos un poco mayores para eso).
Mi tercera recomendación es visitar el cementerio, aunque esto es personal (por algo hay tantas fotos). Si tengo que ir morir en Budapest para que me pongan una estatua de un ángel encima, iré allí a morir. Si me meten en un nicho, juro que me levanto.
La cuarta es que no hay que preocuparse demasiado por el tema euro; es preferible pagar con florines húngaros, pero hay muchas casas de cambio así que con llevar algunos euros es suficiente; las tarjetas además las aceptan en prácticamente todas partes. En este punto, hay que prestar atención: muchas casas de cambio muestran claramente a cuánto está el cambio (es decir, la relación florín húngaro-euro), pero la comisión adicional que ellos se llevan suele estar un poco menos a la vista y va por tramos. Dedicarle cinco minutos a hacer un par de cálculos con el cambio oficial y la comisión es rentable.
Y la quinta es que es una ciudad para ver. Muy Erasmus, muy turística, eso sí, pero una mezcla muy interesante de decadencia ¿soviética? y... ¿progreso occidental? Hay mucho que ver, y nos hemos dejado más de una cosa en el tintero (no nos gusta ir con prisas y salir de fiesta tiene sus inconvenientes), así que seguro que volveremos.
(Se han quedado muchas fotos fuera. Si alguien quiere alguna, que me la pida a manuel@benetnavarro.es; he tenido que bajarles el tamaño y la calidad para que pudieran cargarse en un tiempo razonable).
La Manga (del Mar Menor)
No están todas las que son, pero si son todas las que están.
El cartero
Las postales fueron lo primero, porque no tenía que hacer nada. Sólo leer. Era fácil y poco arriesgado. Un fragmento de la vida de otra persona en una docena de líneas. Leía aquellas postales una, dos o incluso tres veces, y las clasificaba, igual que hacía con cualquier otra correspondencia, igual que había hecho hasta entonces sin reparar en ellas. Hasta ese momento, me consideré una especie de curioso. Era divertido al principio. Estoy de acuerdo en que eso no me justifica, pero puesto en perspectiva no es tan grave. Creo que empecé a hacerlo en torno a los 37 años, aunque no estoy seguro. La memoria es débil. Si lo pienso bien, no hace tanto de aquello.
No recuerdo el día, pero sí que fue un miércoles de agosto. La chica a la que iba enviada la postal se llamaba Ana. En mi memoria no hallo nada más, ni siquiera de qué hablaba el remitente; supongo que de sus vacaciones, quién sabe. Qué importa ya. Cogí la postal, miré a mi alrededor y sin ni siquiera leerla me la metí debajo de la camisa, pegada al estómago y sujeta por mi barriga contra el pantalón. Las manos me temblaban y estuve todo el día pensando que alguien me había visto. Que me harían desnudarme y luego me despedirían, pero no. Cuando llegué a casa me senté en la cama y la saqué; tenía una fotografía de dos niños negros jugando al fútbol en un campo de polvo marrón. El sudor había hecho que la tinta se corriese y algunas palabras no eran reconocibles. No me importó. Aunque no tenía mucho, la leí al menos veinte veces. Vacié una caja de zapatos que tenía llena de monedas antiguas y la metí dentro. Estaba eufórico. Exultante. Mucho.
Desde que leí la primera postal hasta que robé una pasaron siete años. Tendría entonces unos 44 años. Sí, más o menos. Dos años más tarde tenía nueve cajas llenas debajo de la cama. Pasado un tiempo dejé de leerlas, porque no me hizo falta mucho para darme cuenta de que la gente que las enviaba sólo decía tonterías. Así que yo sólo las robaba. Empecé a llevar una vieja cartera que tenía en casa al trabajo, y las iba metiendo allí dentro. Cambié de puesto en la sucursal para estar más tiempo en la sección de clasificación y en casa compré cajas de mudanza de 50x50x50 cm. ya que el número empezaba a ser importante y se me habían agotado las cajas de zapatos. En un puñado de ocasiones alguien vino reclamando a la sucursal, pero por aquel entonces el servicio no era lo fiable que es hoy y una postal es fácil de extraviar; el destinatario y la dirección se escribe a mano, con prisas y en un hueco demasiado pequeño, así que no hay garantías de nada; es fácil confundirse o que no se entienda la letra.
Año y medio más tarde almacenaba en un trastero alquilado siete cajas de mudanza repletas hasta el borde. Por una simple casualidad, el nombre de la destinataria de la primera carta que robé también era Ana. Ignoro si era la misma persona, imagino que no. Todo fue parecido pero mucho más rápido; tenía práctica: no me ponía nervioso; sabía cómo ocultarme, cuál era el mejor momento del día, qué compañeros estaban más atentos y cuáles más distraídos. Con la carta en la mano, leía el destinatario, igual que había hecho hasta entonces, pero ahora buscaba un nombre o una dirección manuscrita. Si la letra me gustaba, me guardaba la carta y al volver a mi sitio la metía en la cartera de piel marrón. Con el tiempo se convirtió en una mochila y luego en una bolsa de deporte de tamaño medio.
Al poco tiempo la letra dejó de importar. Las cogía todas, me daba igual. Llegué a leer algo así como el primer centenar, pero era difícil encontrar algo interesante, por lo que también empecé a guardarlas sin leerlas. Ni siquiera abría los sobres. Casi todas eran aburridas, triviales, livianas, vacías, efímeras. Tonterías y más tonterías. No lo entendía cómo la gente podía perder el tiempo de esa manera, y sigo sin hacerlo hoy en día. Solo en algún caso alguna me llamaba la atención, por la caligrafía, el color del sobre, algún dibujo a color, y tumbado en la cama con un cigarrillo en la mano abría el sobre, la desplegaba con cuidado y la leía en voz alta. Tuve muchas decepciones pero me gustaba el ritual.
Puedes imaginarte mi problema de espacio. Llené el primer trastero en poco tiempo y necesité alquilar otro. Eso no bastó y tuve que almacenarlas también en casa. Dos años después me gastaba un tercio del sueldo en el alquiler de un piso sin amueblar en las afueras. No sé, tendría como trescientas cajas llenas de cartas y postales. Quizá más. Más, seguro. No sé, no lo recuerdo. Nunca las conté. Ni las postales, ni las cartas ni las cajas. Yo solo las cambiaba de sitio. Las movía de un lugar a otro, eso era todo.
Entonces las reclamaciones empezaron a llegar; era raro el día que no recibíamos media docena. Personas que gritaban, personas que se enfadaban, personas que nos insultaban, personas que rellenaban impresos, personas resignadas, personas irritadas. Lo sentía por mis compañeros, pero al poco dejé de preocuparme por ellos y por las quejas, hasta que desde central mandaron a alguien a investigar el problema. Un tipo gris y serio con un traje gris y serio cuyo nombre no recuerdo. Pero sí que tenía unos labios finos como cuerdas y que su mandíbula me recordaba a los muñecos de los ventrílocuos. Curiosa palabra, ¿no te parece? Ventrílocuo. En más de diez años ese fue el único período en el que me detuve; ni siquiera leía las postales. Era un autómata clasificador. Un robot. Un ser sin alma. Un brazo orgánico que se movía como uno mecánico. Esta, en esta saca. Esta, en la saca de allí. Esta, en la saca pequeña. Así todo el día. Era extenuante.
Seguro que te lo imaginas: el corazón me daba un vuelco cada vez que cogía una carta en mis manos; era como una gota en un vaso que acaba llenándose; al final del día apenas podía respirar de la ansiedad que aquello me causaba. El médico me recetó 3 mg de lexatín al día aunque algunos días llegué a tomar hasta el doble. Tres semanas duró aquel infierno y entonces despidieron a dos compañeros que hacía mes y medio que habían entrado a trabajar, supongo que porque consideraban que los robos habían coincidido en el tiempo con su incorporación. No era así, claro, pero qué iba a decir yo. No tardé ni treinta segundos en retomar mi actividad cuando el tipejo de la central salió por la puerta. Valiente memo. Dejé los ansiolíticos.
Por aquel todavía entonces descartaba la correspondencia que no fuese íntima: entidades bancarias, empresas, organismos públicos. Es decir, todas aquellas en las que el nombre del destinatario aparecía mecanografiado o el sobre llevaba algún distintivo impreso. Hasta que ese también dejó de ser un criterio para discriminar. Todas, las cogía todas. No hacía ninguna distinción. Cuando nadie me miraba, cogía un puñado que acababa en una de las bolsas de deporte que había adquirido: el modelo más grande que encontré después de visitar una docena de tiendas. Al finalizar el día estaba a rebosar y me costaba horrores levantarla, cuando podía hacerlo. Había días que me quedaba el último en la sucursal porque si no la arrastraba no era capaz de llevarla hasta el coche.
Vendí el piso y me mudé a uno diminuto en un barrio de la periferia. Alquilé una nave industrial lejos de la ciudad, la equipé con estanterías y moví allí todas las cajas. Para entonces entre unas cosas y otras apenas el sueldo apenas me daba para vivir. Cada vez eran más cajas y más estanterías, y las bolsas de deporte no duraban demasiado. Cajas, estanterías y bolsas de deporte. Hacía dos viajes a la semana para llevar las cartas de mi casa a la nave. Tendría unos 54 años, más o menos. No sé. La mudanza me llevó unos dos meses. Pensé en contratarla, pero me daba miedo que perdiesen alguna carta y por otro lado, tampoco tenía dinero suficiente.
Me subieron el alquiler de la nave y tuve que tomar una decisión. Dejé el piso y me mudé a la nave industrial. Estaba a dos horas del trabajo, pero ahora sólo pagaba un alquiler, que no obstante me estaba gastando en parte en la gasolina, aunque me ahorraba los dos viajes que hacía antes. En un rincón puse un colchón que había cogido de un contenedor cercano y compré un camping gas y una estufa. Todos los días robaba algo de algún supermercado; con la habilidad que había adquirido era muy fácil. A pesar de todo, no comía lo suficiente y empecé a adelgazar. Tuve que dejar de llenar tanto las bolsas, ya que si no cuando estaban llenas no podía moverlas. Para compensar, algunos días llevaba dos bolsas, dejaba una en el coche y al finalizar el día repartía las cartas entre las dos.
Tengo 59 años. A menor ritmo, el número de cajas ha seguido creciendo hasta hace tres semanas y dos días: el momento en el que me fui del trabajo. No sé porqué empecé a leer postales, cómo ni porqué empezó todo. Esta vez han sido tres las personas que han enviado desde central. El tipo gris de la anterior ocasión, acompañado de una mujer joven y un chico también joven con cara de niño y la nariz aguilucha. Salí por la puerta en cuanto los vi entrar en el despacho del responsable de la sucursal. No sé si me están persiguiendo. Hace algo más de tres semanas de eso, o cuatro, no sé. Aun me quedan ansiolíticos de la otra vez. Están caducados pero me los tomo, algún efecto tendrán todavía. Debe haber mucho jaleo; en estos meses pasados hemos tenido muchas quejas de empresas y particulares. No sé, puede que sí sea eso. Desaparecí el día que ellos llegaron. No he dado señales de vida, así que lo más probable es que me estén buscando. Por suerte, nadie tiene esta dirección y no he firmado contrato de alquiler así que tardarán en encontrarme. Cuatro semanas, creo. Nadie sabe dónde estoy. Hace humedad aquí y frío, pero no van a encontrarme.
No tengo ni idea del tiempo que llevo tirado en este colchón apenas sin moverme. Tengo el cuerpo entumecido. Debe ser eso. Estoy cada vez más débil y tengo que levantarme muy despacio para no desmayarme, ya que me he despertado en el suelo varias veces, pero desde este colchón puedo ver las estanterías y eso me hace sentir bien. Como el primer día con la primera postal. No sé cuántos miles de cajas habrá. Deben haberme despedido. Es normal, yo también lo habría hecho. Llevo mucho tiempo sin ir a trabajar. Demasiado, seguro. Sí, quizá sea eso. Esta tos me está matando. Igual es neumonía. Si me vieses, ahora mismo doy un poco de miedo, pero no te asustes, me recuperaré. Lo prometió. Hace tres días que no como. Aquí hace bastante frío. Mucho. Me cuesta organizar mis pensamientos. Dijo que lo haría. Espero no haberme equivocado demasiado en lo que te he contado. Que me escribiría. Igual me ha bailado alguna fecha, algún dato, es bastante posible, no soy infalible. Ah, sí. Se llamaba Ana. Como te decía, mi memoria no es lo que era y tampoco puedo pedirle demasiado. Hace mucho frío aquí. Espera mi carta, dijo. No sé, no recuerdo más. No sé. No sé. Lo he olvidado. Ana, creo. No, sus apellidos no. No sé, no me lo preguntes más. Escribirá, seguro.
Cuando acabes de leer esta carta, métela en el sobre y échala en la caja 1137 de la sección P2 Oeste. Es la última, pero aun no está llena. Si las necesitas hay más cajas en la pared del este, al fondo. No olvides recoger el correo. Seguro que Ana escribe pronto. Me lo prometió.
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(Tiempo de escritura aprox. 3h. Revisión superficial)
Oculto tras un montón de hierros
Siempre me llamó la atención el morbo que despiertan en la gente los accidentes de tráfico. El ir y venir del personal de urgencias con sus camillas y mantas térmicas aluminizadas, la sangre aún caliente que se mezcla en la calzada con el aceite y la gasolina formando un charco que alguien se apresurará a tapar con una capa de serrín; cristales, trozos de metal y otras partes expulsadas del vehículo siniestrado y los agentes de policía dirigiendo el tráfico; si ese día tienes suerte, quizá puedas ver algún cadáver extendido en el suelo, quizá puedas llegar a oler la carne quemada de las víctimas. Los coches avanzan con lentitud, mientras los ojos de sus ocupantes, cómodos y seguros detrás de las ventanas, observan y curiosean, escudriñando entre los hierros retorcidos y ennegrecidos, buscando algún rastro humano vivo o muerto, no importa, e imaginan, adivinan, reconocen, no sin sentirse un poco afortunados y un mucho más indiferentes, lo que hay donde no alcanza su vista. Así estoy yo, dentro de mi coche, inmóvil, aunque al menos yo sé que la sangre que gotea es mía.
(Versión modificada de Bonito coche)
Micro
Rómpase en caso de incendio.
Y lo encontraron chamuscado y roto en mil pedazos.
Metamorfosis
Al principio la amé por necesidad. Por voluntad propia. Luego comencé a amarla por obligación y acabé amándola por imperativo legal, casi divino. No dejé de amarla, pero ya no era lo mismo.
Microrrelato
Por un instante, se sintió libre. Y no sólo libre, sino dueño de su propia vida de una forma que nunca antes había imaginado que podría sentirse. Sin apenas esforzarse, toda la rutina en que había consistido su vida se estaba haciendo añicos por momentos, de un modo en el que él aún no era consciente. Sonrió ante la idea de una partida justa, de un adversario capaz, pero sobre todo, ante la idea de su propia falibilidad. Porque aunque por una sola vez, ese último microsegundo había jugado del otro lado, vió que en realidad, había sido su aliado más fiel.
Ruta Cantavieja – Fortanete – Cantavieja
Como les indiqué en la entrada anterior, este fin de semana hemos estado por la comarca del Maestrazgo, haciendo la ruta Cantavieja - Fortanete y viceversa. Aunque la idea inicial era volver a Cantavieja por el Cuarto Pelado, las circunstancias, las advertencias de un hombre del lugar y la escasez de señales del GR-8 que vimos el sábado me hicieron desistir de ello. Ahora luego les cuento.
El GR-8 que une Cantavieja y Fortanete por la Cruz de Tarayuela empieza desde la carretera que une Mosqueruela y Cantavieja, que comienza en una pequeña rotonda que hay a la entrada del pueblo; allí mismo hay un panel informativo de la ruta y de la comarca. Se sigue la carretera durante aproximadamente dos kilómetros, donde se comienzan a ver las señales rojiblancas en los postes de la luz, y se pasa al lado de varias explotaciones ganaderas. Si se quiere subir por el GR-8 es necesario estar atento, pues el sendero surge de repente a la izquierda, antes de un depósito de agua. No obstante, las señales se pierden al poco tiempo de comenzar el ascenso, y la dirección no es otra que "hacia arriba" cruzando los pastos, hasta la Cruz de Tarayuela. En dicha subida se vuelve a atrevesar perpendicularmente la carretera, y será necesario atravesar un par de vallas de alambre, pero que se doblan fácilmente y carecen de púas. Se continúa subiendo, y no es hasta bien avanzada la subida y cuando empiezan a aparecer las piedras que se distingue la senda y aparecen de nuevo las marcas del GR-8. Esta es con diferencia la parte más dura del trayecto, y aunque nos costó más de lo esperado, la ascensión no debería costar más de hora y media desde la salida, sin incluir paradas.
Vista desde la subida a la Cruz de Tarayuela. Debajo está la carretera Mosqueruela - Cantavieja, y a la derecha de la foto Cantavieja.
Una vez alcanzada la cima, las señales del GR-8 se distinguen fácilmente, y continúan por una senda de piedras en mal estado durante aproximadamente un kilómetro, hasta que se topa con una pista forestal (véase "(1)" en la imagen). En este punto la señalización de las tres opciones que hay para seguir es muy escasa y confusa, y nos equivocamos no una sino dos veces, abandonando parcialmente el GR-8 como indicaré luego. Lo que parece claro es que siguiendo la pista a la izquierda se va hacia La Iglesuela del Cid, y a la derecha hacia el Mas de Altaba y la carretera Cantavieja-Mosqueruela. Todo apunta a que la opción restante, que nace justo enfrente del camino y baja por el barranco haciendo una curva al lado de una pequeña masía, es el GR-8 que va hasta la Masía El Rallo, pero no puedo asegurarlo.
En nuestro caso, tomamos el camino de la derecha (el azul en la imagen, pensando no obstante que era el correcto), que tras un kilómetro y pico llega al Mas de Altaba, la cual dejamos atrás para llegar poco después de nuevo a un mirador que hay en la carretera que une Cantavieja y Mosqueruela (y que es la misma carretera de la que partimos en un inicio, véase "(2)" en la imagen). Es de destacar que el mapa de la ruta que aparece en la página web de Fortanete (en rojo en la imagen) y la ruta descrita por el libro "GR-8 Puertos de Beceite-Villel" (el desvío en verde claro), que era el que pretendíamos seguir desde el principio, difieren sensiblemente, evitando el primero la subida a la cruz, pero cogiendo mucha más carretera.
Recapitulando, habíamos subido a la cruz, llegado a la pista forestal (1), seguido por ésta hacia la derecha, pasado el Mas de Altaba y llegado a la carretera Mosqueruela-Cantavieja (2). Aunque nosotros paramos a comer, la ruta hasta este punto debería costar algo más de un par de horas, sin incluir paradas. En este punto habíamos abandonado el GR-8 totalmente, y teníamos a la derecha Cantavieja (se distingue visualmente a lo lejos) y a la izquierda Mosqueruela y Fortanete. Aunque no esperaba encontrar señales, ni tenía la seguridad total de saber que encontraríamos el desvío hacia Fortanete (visto lo escaso de la señalización) según el mapa la carretera en la que nos encontrábamos nos debería llevar al camino de Fortanete, por lo que comenzamos a bajar durante unos veinte minutos, paralelos a un barranco, con la esperanza de encontrarlo. Francamente, aunque tenía cierta seguridad, no descartaba que a última hora tuviésemos que dar la vuelta y volver a Cantavieja.
Continuamos bajando, siempre al lado del barranco, hasta que se llega un punto en que la carretera lo cruza. En ese punto a la derecha sale una pista forestal, ancha, con un par de señales de caza deportiva, y que debe tener poco tiempo (véase "(3)" en la imagen). Es fácil distinguirla, ya que es de tierra pero apta para que circulen todo tipo de turismos (¡vimos un taxi!), y en el punto en el que nace la pista la carretera gira 90 grados a la izquierda y deja de bajar. Esta carretera (la asfaltada) es la que viene de Mosqueruela y por la que vendríamos si hubíesemos ido por la Masía de El Rallo. La pista es la que lleva a Fortanete, pueblo al que se llega siguiendo la pista tras algo más de un par de horas a ritmo normal, sin incluir paradas. Debe notarse que desde el comienzo hasta llegar al pueblo, no hay apenas señales en todo el camino (creo que conté tres o cuatro); probablemente han sido enterradas por la nueva pista, que nos condujo a nuestro destino; no hay manera de perderse.
Ya se ve Fortanete a lo lejos. Nótese la cara de pocos amigos de Laura y la "pose" de Samy en la que intuyo que se arrepentía de las carreras matutinas.
En total, calculo que a ritmo normal, sin prisa y sin incluir paradas, hay unas cinco horas andando (aprox. 16km), teniendo en cuenta que íbamos cargados con la comida de los dos días, cuatro litros de agua, los sacos, la tienda, la cámara de fotos, algo de ropa y enseres varios. Por lo visto al día siguiente, andando a buen ritmoi, poco cargado y sin parar más que para beber, por esa misma ruta es posible llegar de Cantavieja a Fortanete en algo más de tres horas.
La ruta del sábado, algo más dura de lo que había pensado inicialmente, había dejado a Laura y Samy bajo mínimos (la segunda disimulaba bien, la primera ni lo intentaba), con bastantes agujetas y molestias, por lo que teniamos que ver cómo abordar la vuelta, dado que el coche seguía aparcado en Cantavieja. Al final, tras pensarlo mucho, decidimos que volvería yo a Cantavieja por la misma ruta, que ya conocía. Personalmente, me hubiese gustado volver por el Cuarto Pelado, pero un hombre del pueblo me había advertido que el sendero estaba muy descuidado y que apenas estaba señalizado, y yendo sólo y con Laura esperando no era cuestión de perderme e ir avanzando y retrocediendo. Además, conocer el camino siempre ayuda a dosificar el esfuerzo.
Nuestro alojamiento. El colchón era algo duro.
La ruta del GR-8 que une Fortanete con Cantavieja por la Cruz de Tarayuela sale a partir de la Ermita de San Loreto, por una pista forestal que durante unos tres o cuatro kilómetros asciende de manera bastante pronunciada; debido a que esta pista es nueva, muy probablemente la mayoría de las señales blanquirrojas se encuentran enterradas o estaban en piedras que han sido quitadas del camino, por lo que no se distinguen más que un par. No obstante, sólo hay que seguir la pista para llegar, tras unos ocho kilómetros, a una carretera asfaltada (véase "(3)" en la imagen). A buen ritmo, y parando únicamente a beber, este trayecto puede hacerse en algo menos de hora y media. Al llegar a la carretera, tenemos la opción de subir hacia la izquierda, o seguir el GR-8 hacia la derecha cruzando el barranco (también por la carretera), en dirección a la Masía del Rallo. Yo continué subiendo, dado que era el camino que conocía y no me podía entretener indagando. Continuando a buen ritmo, se llega arriba, donde hay un mirador (véase "(2)"), tras casi media hora de subida, en total algo menos de dos horas.
La dichosa pista que ocupa buena parte del trayecto Fortanete - Cantavieja, sin una maldita sombra y casi ni una señal blanquirroja.
En este punto se puede decidir seguir la carretera, bajando en dirección a Cantavieja, o subir por la pista forestal que sale a la derecha y donde una señal indica la dirección del Mas de Altaba. Subiendo por ésta llegamos (obviamente) al Mas de Altaba, que dejaremos atrás, hasta que apenas diez minutos después el camino hace una curva y comienza a descender más pronunciadamente, al lado de una pequeña Masía; al parecer, siguiéndola iríamos hasta La Iglesuela del Cid. En ese mismo punto, sale a la derecha un camino ancho que baja por el barranco (que todo apunta que se dirige a la Masía El Rallo, aunque no lo puedo asegurar) y a la izquierda podemos ver fácilmente la cruz de Tarayuela, hacia la que nos dirigiremos, justo antes de la citada curva (véase "(1)").
Apenas 50 metros después de desviarnos a la izquierda aparece un sendero de piedras mal conservado, y donde empezaremos a ver por primera vez en todo el camino señales del GR-8 de manera regular. Continuamos subiendo ligeramente hacia la cruz, para acabar pasando al lado de ésta, momento en el que comenzamos a descender. El sendero del descenso esta bastante marcado en su primera parte, pero acaba perdiéndose entre campos de pastos; no obstante, es difícil perderse dado que hay contacto visual con el pueblo. Seguiremos descendiendo, y llegaremos a la carretera que une Cantavieja con Mosqueruela, que atravesaremos perpendicularmente (es fácil ver dónde continúa la carretera, algo más abajo), continuando por los campos de pastos (hay que atravesar un par de vallas de alambre, pero son fáciles de saltar y no tienen púas). Tras veinte minutos de descenso, llegamos a la carretera que deberemos seguir para llegar a Cantavieja (y que es la misma que hemos atravesado previamente). Hasta este punto, llevaba poco más de dos horas y media, y siguiendo la carretera (en la que se distinguen claramente señales del GR-8 en los postes de la luz) donde hay varias explotaciones ganaderas, en unos veinte minutos se llega finalmente a Cantavieja.
En total, casi unas tres horas de trayecto, a bastante buen ritmo, parando únicamente a beber agua y con poca carga (la mochila, dos litros de agua, las llaves del coche, la cartera, unas almendras y poco más).
Para acabar la "excursión", tras ir de Fortanete a Cantavieja sin parar en algo menos de tres horas, y bastante agotado por la paliza, cogí el coche y fuí a recoger a las maltrechas Laura y Samy. Esta última al volver cojeaba de las patas delanteras (aunque eso no le impedía pegar brincos en medio del monte), aunque en un día se ha recuperado completamente. Por otra parte, a pesar de que esta no era la idea de "campamento" que Laura llevaba en un principio, creo que no le ha disgustado al 100% (admito que la ruta era demasiado dura, más de lo que pensé en un principio).
Por mi parte, aparte de acabar con unas agujetas más que interesantes y la frente casi chamuscada, me ha gustado recuperar la experiencia de los campamentos itinerantes de hace ya bastantes años (salvando las distancias), aunque ha habido problemas obvios de planificación: el sábado teníamos que haber empezado a andar bastante antes, lo que nos habría permitido paradas más largas e ir con bastante más tranquilidad. Además, debería haber tenido en cuenta el desnivel acumulado en la ruta. En relación con el trayecto, la falta de señalización, aunque añade algo de "aventura", te hace sentir incómodo si vas justo de tiempo, y la pista que llega hasta Fortanete, además de no tener casi ni una sombra, creo que ha matado casi todo el encanto que tendría el camino antes. Habrá que esperar unos cuantos años para que a los lados crezcan árboles y sea más una pista forestal y menos una carretera asfaltada de tierra.
Fin de semana
Si me buscan este fin de semana, estaré de campamento itinerante por el GR-8 (líneas rojas de la imagen) que comunica Fortanete y Cantavieja, a la izquierda y derecha de la imagen, respectivamente. Si todo va como está planeado, saldremos desde Cantavieja para ir a dormir a Fortanete por la ruta de la Cruz Gorda (i.e. por debajo), y volveremos a Cantavieja al día siguiente por el Cuarto Pelado (i.e. por arriba).
Nitroglicerina
Me siento lleno de nitroglicerina. Me muevo, pienso y hablo despacio, como si pudiera estallar en cualquier instante. Porque estoy casi seguro de que en el momento menos pensado lo haré, literal, figuradamente, o ambas.
Manzanas
“Cómete los años antes de que caigan. No permitas jamás que se pudran en el suelo.”
Microrrelatos: una reflexión inacabada, mal estructurada y fácilmente malinterpretable
Les insinué que nos veríamos antes del lunes, y aquí estoy. No sé si se acuerdan de que hace unas semanas les conté que había participado en el primer concurso de microrrelatos Diomedea, organizado por Sergi Bellver. Si no se acuerdan, qué más da, si se lo acabo de decir. Como les comenté, no gané mas que el derecho a la pataleta, que no es poco. Bueno, he de mencionar que Sergi me obsequió con un enlace, y eso es siempre de agradecer. La semana pasada mandé mi única participación a la segunda convocatoria de dicho concurso, relato que no era otra cosa que una versión "capada" del "Vivir" que leyeron aquí hace unos días, para que se ajustase a los requisitos de extensión del concurso; ya ven lo chapucero que es uno. Lo que salió fue lo que sigue, aunque en este caso lo llamé "A.":
«A. lo convierte todo en una obligación. Cualquier cosa se torna en algo que "ha de hacer", y eso elimina toda la diversión de las actividades que emprende, lo que le lleva a abandonar una tras otra en busca de entretenimiento. Y en esa búsqueda que elimine el hastío que envuelve todo aquello en lo que se embarca, observa. Estudia y experimenta. La lectura, el cine, la música, los amigos y los deportes. Los sospechosos habituales: colócate mientras el cuerpo aguante, y visita la sala de urgencia del hospital más cercano; sexo: hetero y homosexual; orgías, sado y cualquier parafilia que imagines. En todo ello, fracasa, incapaz de comprender en qué cualidad, ajena a él, reside la diversión que obtiene la gente que le rodea. Como última escapatoria, miente, roba, viola y asesina, tortura, y se esfuerza en reducir la vida del otro a un infierno. Y se siente alegre, realizado, feliz; al fin se divierte, y su existencia se convierte en una vida, en una que vale la pena vivir.
Seguramente culparán a A. y lo condenarán sin más. Hagan lo que quieran, qué más da. Al fin y al cabo, ¿qué saben ustedes de vivir sin ilusión?»
Estoy de acuerdo en que quizá el texto no vale demasiado, o al menos a mí no me parecía que pudiese ganar un concurso de microrrelatos; y aún así lo envié, lo admito. Se me echaba el tiempo encima y el texto original había gustado por aquí, así que, ¿qué podía perder? Pues nada, lo mismo que gané. Tampoco es que esta vez los ganadores me hayan entusiasmado; creo que incluso menos que la vez anterior, puedo añadir, aunque para gustos colores (¿sí? ¿seguro?) y todo esto puede ser, simplemente, y como ya les dije, una perversión de mi objetividad por parte de mi orgullo. Dejando al margen el concurso, el fallo del jurado y mi opinión sobre los ganadores, lo cierto es que el relato original, a pesar de recibir varios cumplidos, personalmente no me acababa de gustar; lo había comenzado con una idea diferente, más basada en una experiencia real que de ficción, empezó a moverse solo y antes de perder el control lo acabé matando sin demasiado entusiasmo. No puede decirse, en definitiva, que lo considere una de mis mejores historias, pero ahí está.
Y esto viene a propósito —y agárrense, aquí es donde comienza de verdad la entrada— de un pensamiento recurrente que tengo acerca del valor del microrrelato como pieza literaria. Imagino que lo que sigue a continuación podría interpretarse como una versión ligeramente intelectualizada y enmascarada de la pataleta, de la excusa por no haber "triunfado" (yúju) en los premios citados. Qué quieren; conscientemente no lo es, inconscientemente, vayan ustedes a saber. Sin más preámbulos, como dicen en las presentaciones de la tele, la idea es que no le doy demasiada importancia a los relatos que les suelo poner aquí; no es que no piense que alguno de ellos pueda gustar, sino que como textos literarios los considero algo de poca entidad, y esto se extiende a cualquier relato de este tipo (micro) que escriba básicamente cualquier persona. Su composición es para mí —en mi caso— un simple ejercicio literario, una rutina creativa, un entretenimiento personal, mi manera de matar el poco tiempo que tengo para escribir contando historias. Desde el punto de vista del talento, una pieza de doscientas, trescientas o cuatrocientas palabras no deja entrever apenas nada, y lo mismo sucede si entramos a valorar el esfuerzo; es tan breve el espacio que la elección de las palabras adquiere una importancia vital, y por ello, carece de relevancia; no se puede basar la calidad de un texto en aspectos meramente estéticos. Por su parte, la historia no puede ser apenas desarrollada en tan corto espacio. Esto puede considerarse un poco a colación de los concursos de microrrelatos, tanto el de Sergi (cuya labor, independientemente de todo lo que yo diga, es encomiable), como el de la cadena SER o cualquier otro que quieran pensar. Imagino que habrá discrepancias tanto en este punto como en lo que ya he dicho, pero la idea es que elección de un texto de unos pocos cientos de palabras frente a otros de similar "calidad literaria" desde el estricto punto de vista del vocabulario o el uso de los "tempos" cobra una subjetividad extrema; los criterios personales y las razones a favor y en contra de un texto como este se basan en sensaciones y quedan sujetos por finos hilos. Eso no significa que un texto no pueda ser mejor que otro, sino que para que esto suceda, uno de ellos tiene que estar sensiblemente peor escrito. Sergi me comentaba en mi último comentario acerca de su concurso que un texto como el de Rosemary no puede abarcar elipsis temporales de veinte años, porque el lector pierde el interés. Discrepo; un lector no puede perder el interés en doscientas palabras; el error del texto es el texto en sí, no la elipsis. O el texto, o nada.
Podría extenderme más, pero para qué. Esto ya se ha alargado demasiado (eso es obvio), mi señora me llama a cenar (aunque haya hecho yo la cena), y tampoco sé si con más palabras aclararía mucho lo que pienso o lo que he escrito ahí arriba (que muy posiblemente esté mal estructurado y mal expresado). Miento; lo sé: no. Mañana, el lunes o el martes, más; tengo un diálogo en la cabeza desde hace meses, pero no encuentro la forma y el momento de ponerme a ello. Acabando, quizá esta entrada moleste a alguien, o algunos lo consideren una pataleta. Bueno, qué más da. Si así fuese, no obstante, ¿qué otro lugar hay, mejor que tu propio blog, para protestar sobre lo que te dé la gana?
Frases
“Sin sueños no se puede vivir. Sólo se puede sobrevivir.”
Sé que me lo advertiste
Sé que me lo advertiste y que no te hice caso, pero qué coño quieres que haga ahora. Mira, a unos diez kilómetros siguiendo por esa carretera hay una gasolinera, y casi noventa kilómetros después un motel, ese en el que mataron hace unos años a una familia entera por veinte pavos, seguro que te acuerdas. Coge el coche, lárgate y no vuelvas. No sabes en qué mundo estás viviendo, no sabes cómo son, ni sabes cómo se las gastan, y pretendes decirme lo que tengo que hacer. Así que haz lo que te digo: sube al puto coche y desaparece, porque jamás tendrás una oportunidad más fácil de evitar que te metan en una caja. Y eso es precisamente lo que harán si te quedas y yo no podré evitarlo.
Concursillo
El otro día, un compañero de trabajo me informó sobre un pequeño concurso literario que proponían Escuela de Escritores y la cadena SER. Los microrelatos debían tener un máximo de 600 caracteres y comenzar con la siguiente frase: «El candidato subió a la tribuna, se colocó ante los micrófonos y se quedó en blanco». Mis propuestas fueron las siguientes:
1) Con el alcohol de la noche anterior fluyendo aún por sus venas, le costó cerca de un minuto reaccionar; se sentía mal, muy mal. Qué estúpido puedes llegar a ser. Muévete despacio, chico, y nadie notará nada. Intentó sin éxito tragar saliva; tenía la boca seca, y aquella puta de protocolo no había puesto SU botella Evian en el estrado. Pensó por unos segundos en ella y sus tetas, pero una arcada que a duras penas pudo disimular y menos contener le hizo desaparecer de la tierra. Con el vómito saliendo a borbotones, no tuvo siquiera tiempo para desear estar muerto. Muerto, o muy lejos de allí.
2) Y al vacío le siguió el pánico. Y al pánico, el calor. Allí hacía mucho calor. Sí, seguro que sí, mucho, demasiado calor, sí. Su cuerpo se cubría de sudor y podía sentir cómo su carrera política se la comían las ratas, esas mismas que se extendían a sus pies; treinta mil fieles reconvertidos ahora en diligentes verdugos. No hubo aplausos esta vez; sólo unos desagradables murmullos. Ratas. Unas horas más tarde, una nota de prensa del partido convertiría su silencio en una escenificación de la incomunicación social, pero aquello no evitó que sus propias ratas se lo comiesen vivo.
3) Tranquilo, se dijo, y respiró profundamente, tal y como le habían enseñado en el curso de relajación. Se concentró en sentir el aire llenando sus pulmones, atravesando sus bronquios. Cerró los ojos un segundo, y se vió a si mismo volando por las inmensidades celestiales, flotando como un gorrión, entre nubes color pastel. Sin darle importancia, decidió prolongar su breve ausencia, y sonrió cuando un oso amoroso le saludó tres nubes más allá. Un huevo en mitad de la frente le sacó bruscamente de sus ensoñaciones. Soñar sí, pero cantar, cantar era demasiado hasta para sus votantes.
4) Miró su reloj como referencia temporal. Diez minutos, le había dicho su asesor. Todo eso de la concentración está muy estudiado, así que no lo prolongues más; sólo diez. Lo miró de nuevo. Qué dinero más bien aprovechado, demonios. Daba el pego totalmente. ¡Y qué bien funcionaba! Qué orgulloso se sentía de haber empleado bien su dinero. Lo volvió a mirar. Nueve y medio, y los aplausos habían acabado ya. De repente, el pánico le asaltó. ¿Había cerrado el butano? Dudó un breve segundo, y titubeando, se acercó al micrófono y gritó: "¡Pepe! ¡Sube a mi casa y mira si he apagao el butano, anda!"
Como se pueden imaginar, no he ganado, aunque no les niego que albergaba alguna esperanza de hacerlo. Pero ya saben la gilipollez esa que se dice de que lo importante es participar, ¿no?
(De las elecciones, si les parece bien, ya hablamos otro día...)