El hombre y la mierda

Ayer estuvimos en Rascafría, donde el año pasado subimos a propósito de una gran nevada que había caído tan solo hacía un par de días. Teníamos la esperanza de que la experiencia se repitiese, pero por desgracia, en esta ocasión hacía ya varios días que había nevado y en lugar de la nieve polvo de la última vez, nos encontramos con un paisaje igual de blanco pero significativamente más sólido y por tanto menos mágico. Tampoco tuvimos la suerte de que hiciese sol, así que la visita fue relámpago.

Decididos ya a volver al coche, pasamos junto a tres parejas jóvenes, que sentados sobre el guardarraíl con los pies sobre la nieve le daban la espalda a la carretera. Una de las chicas estaba en ese momento desembalando una esterilla de protección para el parabrisas, que más tarde utilizaría de trineo improvisado. Dejó caer un pequeño trozo de  plástico aluminizado al suelo y al darse cuenta de que la miraba, cogió el resto entre sus manos e hizo ademán de meterlo en uno de los bolsillos de su anorak blanco. Sin embargo, no nos habíamos alejado ni cien metros cuando al girarme me di cuenta de que había tirado al suelo todo el embalaje. Lo cierto es que podría haberme dado la vuelta y recriminarle aquello, pero no soy amante de los conflictos y me gusta menos aún que tres descerebrados me partan la cara. Sin embargo, no puedo menos que acordarme de la cita de Edmund Burke "Para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada", y siento cierto resquemor interior. Todavía ahora le doy vueltas al asunto, y aunque no sirva de nada, vengo desde entonces deseándole un doloroso impacto contra el tronco de un pino. O por justicia poética, que un plástico similar le haga resbalar y se rompa el cráneo contra una acera. 

Eso no fue todo. En el aparcamiento varios embalajes de plástico y alguna bolsa campaban a sus anchas y al llegar al coche, algún simpático hijo de puta había dejado un tetrabrik de zumo sobre la nieve que delimitaba el aparcamiento, tal y como aparece en la foto. Probablemente le pareció divertido o no daba para más, nunca lo sabremos. Aunque en este caso no había un ser humano en el que concentrar mi odio acumulado, como no quiero que nadie me acuse de discriminación, también a todos ellos les deseo la peor de las agonías. Mi nivel de odio hacia el incivismo y la maldad humana es cada día mayor. Hasta que se haga insoportable, seguiremos aguantando. Entonces ya veremos. 

No voy a ponerme a divagar sobre si es aconsejable o incluso bueno que el ser humano entre en contacto con la naturaleza con teóricos (y buenistas) propósitos educacionales, porque en este santo país tenemos cada año decenas de incendios que prueban lo contrario, y solo hace falta acercarse a cualquier paraje por remoto que sea para darse cuenta de que la respuesta es no. Un gran, enorme, inmenso y planetario no. Pon un sendero y siempre encontrarás a algún gilipollas al que se le ocurrirá tirar una lata de refresco o un papel de aluminio o una bolsa de plástico. Al pie de cualquier zona de escalada es fácil encontrar decenas de colillas y he llegado a ver a un hombre que merecía que le partiesen las piernas por diez sitios diferentes cogiendo setas en el Parque Nacional de Ordesa, caminando campo a través haciendo caso omiso de las prohibiciones y advertencias. 

No, los parques naturales y espacios protegidos deberían estar herméticamente cerrados al público, y contar cada uno con varias docenas de francotiradores entrenados y con la orden de disparar a matar a cualquier persona que se adentrase en ellos. Quizá les parezca injusto, y no digo que no lo sea, pero es preferible eso a ver cómo la piara de cerdos que es un número significativo de personas trata la naturaleza como si se tratase de un estercolero, lo que supone muy probablemente el mejor reflejo de su miserable existencia. Me atrevo a aventurar que si adoptásemos tal radical medida, en un par de décadas una vez eliminada la prohibición, los que disfrutamos de la Naturaleza coseríamos a palos a cualquier indeseable que con su comportamiento provocase la vuelta de las restricciones. 

Para acabar esta simpática entrada no puedo menos que terminar con una entrada del agente Smith que resume de manera bastante explícita todo esto que les decía:

"Quisiera compartir una revelación que he tenido desde que estoy aquí. Esta me sobrevino cuando intenté clasificar a su especie. Verá, me di cuenta de que en realidad, no son mamíferos. Todos los mamíferos de este planeta desarrollan instintivamente un lógico equilibrio con el hábitat natural que les rodea. Pero los humanos no lo hacen. Se trasladan a una zona y se multiplican y siguen multiplicándose hasta que todos los recursos naturales se agotan. Así que el único modo de sobrevivir es extendiéndose hasta otra zona. Existe otro organismo en este planeta que sigue el mismo patrón ¿Sabe cuál es? Un virus. Los humanos sois una enfermedad, sois el cáncer de este planeta, sois una plaga. Y nosotros somos la cura".

Puerto de Cotos

(19/02/2016)

Fotos

Para Laura: "What I Have To Offer" · Eels

What I have to offer
Well, there’s a lot
Now I’m a modest man
But look at all I got

For all the wear and tear
I look okay
I got good manners
And I make a good pay

And you know
I’m all
Full of love
For you

What I have to offer
Well, there’s so much
A caring nature
And a tender touch

I got a pleasin’ disposition
And I don’t care about
Football or fishin’

And you know
That I’m all
Full of love
For you

What I have to offer
Well, check it out
I’ve learned some things
And I know what it’s about

I’m quite discerning
And I’m pretty smart
It takes an awful lot
To win my heart

But you know
That I’m so
Full of love
For you

U Ge Te

Mi señora está afiliada a UGT. Así que, para consultar algunas cláusulas del contrato de su nuevo trabajo, ciertamente abusivas, decidió hacer uso de su cuota trimestral y los servicios de esta loquesea sindical. Después de media hora al teléfono y hablar con una variedad considerable de personas pertenecientes a una variedad considerable de federaciones (imagino que es lo que vienen a ser departamentos), consiguió finalmente saber el número de la federación que le correspondía, de acuerdo a la actividad económica de su nueva empresa.

Hoy, una vez conocido el número de teléfono de la persona que —en teoría— debía atenderla, ha vuelto a llamar. Y de nuevo, le han vuelto a pasar por un número indefinido de personas que, de nuevo, consideraban que la consulta no era de su competencia. Todo eso, sin ni siquiera conocer cuál era la consulta. Claro. Finalmente, un alma caritativa le ha pedido un número de contacto para poder llamarla tras aclarar entre ellos quién debía coger el teléfono y responder a una consulta trivial sobre un par de preguntas que seguramente puedan ser contestadas independientemente de la actividad económica de su nueva empresa.

Eso pasó a las doce del mediodía.

Son las once y veinte de la noche.

Me pregunto si aún siguen discutiendo de quién es competencia tan complicada cuestión. Deberían irse a casa.

(...)

Imagino que firmará.

Buscando curro

Mi señora y su título de psicóloga están buscando -cambiar de- trabajo. Y como ella es así de especial, pues no quiere nada convencional. Es decir, nada de recursos humanos ni niños. Nada de ancianos y nada de discapacitados, tampoco, a ser posible. Ella quiere colectivos marginales: drogodependientes, inmigrantes, alcohólicos, enfermos de sida... Seguro que se hacen una idea; su ilusión viene a ser trabajar en una UCA: Unidad de Conductas Adictivas. Ya saben, gente con problemas serios.

La semana pasada, finalmente decidida a buscar ese nuevo curro, me comentaba la cantidad de asociaciones religiosas que están metidas en el tema de los colectivos marginados. Y se quejaba. Y yo no sabía qué decirle, porque aunque por una parte entiendo que debe ser frustrante que el sector laboral en el que te gustaría trabajar -léase como "ganarte el pan de cada día"- esté repleto de instituciones que trabajan gratuitamente o sobrevivan a base de subvenciones, por el otro lado soy consciente -y ella también- que este tipo de colectivos no nadan precisamente en la abundancia económica y quedan a merced de organizaciones no lucrativas (eso de no gubernamentales cada día me suena peor) y asociaciones religiosas, que no son, por razones obvias, los mejores pagadores del mundo.

Claro que también hay que tener en cuenta a todas esas asociaciones "no lucrativas" -nótense las comillas- que con esas mismas subvenciones pagan una miseria a sus empleados -trabajadores sociales, psicólogos, educadores sociales, terapeutas ocupacionales...- mientras los responsables se embolsan sueldos nada desdeñables. Pero de eso, ya hablo otro día.

Ajedrez

No recuerdo a qué edad aprendí a jugar al ajedrez. Quizá a los diez, quizá a los trece, quizá a los quince, vaya usted a saber; no soy un gran jugador, digamos que mi nivel es "amateur" intermedio, lo que no es gran cosa. Me defiendo, y poco más. El caso es que durante bastante tiempo, mi padre fue mi único adversario, lo que implicaba que yo, en mi afán de superación, lo taladrase sin compasión día tras día, noche tras noche, motivado por mis ansias lúdicas y cómo no, por el anhelo de la victoria final.

Como era de esperar -o no-, poco a poco mi nivel fue creciendo, mientras que el de mi progenitor, que no dedicaba más tiempo al ajedrez que aquel que ambos compartíamos frente al tablero, se mantenía estable. Probablemente el reto personal que para mí suponía cada partida contrastaba con la falta de interés que aquello le provocaba y que hizo que un día, del que tampoco me acuerdo, y tras incontables partidas perdidas, le ganase. Después de aquello, jugamos pocas partidas; de aquellas, a veces gané yo, a veces ganó él, aunque todo sea dicho, con la balanza ligeramente inclinada hacia mi lado.

Hace un par de semanas, enseñé a L. a jugar al ajedrez. Y cada noche que pasa soy más consciente del terrible tormento al que sometí durante años a mi padre.