Finales

Fue culpa de aquel proyecto. No había pasado ni una semana cuando comenzó a llegar a casa pasadas las diez de la noche, y a partir de ese momento, el poco tiempo de vida que le quedaba —los días que no tenía que encender el portátil y seguir trabajando— lo empleaba en hacerse la cena y tirarse frente a la pantalla de televisión hasta que llegaba la hora de acostarse. Así empezó todo, una noche cualquiera en la que se encontró demasiado cansado para cogerlo entre sus manos, abrirlo, hacer un repaso mental al último pasaje y continuar con la siguiente frase.

Ni siquiera era un libro denso o aburrido. Entretenido en general, sin dedicarle apenas tiempo había llegado a la mitad, y en los mejores momentos incluso le había llegado a atrapar. Si hubiese querido, podido o tenido fuerzas, antes de dormir podría haber leído una docena de páginas, media docena, un par de páginas, lo suficiente para no abandonarlo. Pero no quiso, no pudo o no encontró las fuerzas, y sin prestarle atención, aquella primera noche cualquiera su mano sobrevoló la portada de aquel librito, alcanzó el interruptor de la lámpara de la mesilla y se hizo la oscuridad. 

Ese mismo gesto se repitió cada noche y un tiempo después, como si el olvido le hubiera conferido la propiedad de atravesar los sólidos, el libro se deslizó al cajón y permaneció junto a los calcetines hasta que acabó volviendo a su anterior ubicación en la combada balda de la estantería del comedor, junto a varias docenas de ejemplares y sin el marcapáginas, extraviado en algún lugar del camino. Para cuando el proyecto acabó, aquella novelilla ligera había sido relegada al olvido, y por pereza o porque la tenía asociada a aquella nefasta temporada, cuando reanudó el hábito y buscó algo que leer, la pasó por alto sin ningún remordimiento; sabía que estaba ahí, pero sus ojos ni siquiera se detuvieron en el título impreso en el lomo. Hasta aquel día, jamás había dejado a medias ningún libro; ese fue el primero, ese fue el comienzo del fin. 

Liberada del remordimiento, su mente actuó como si hubiese estado esperando para resarcirse de los cientos de páginas leídas a la fuerza, de espesos pasajes y frases eternas, de argumentos insípidos y personajes planos. Durante meses, su nivel de tolerancia se fue reduciendo, y llegó un momento en el que una veintena de páginas le bastaban para cerrar el libro y pasar al siguiente, cuya lectura seguiría el mismo patrón. 

Lo siguiente fueron las series. A menudo no pasaba del capítulo piloto, un par a lo sumo, y pronto el catálogo y las opciones se agotaron y tuvo que buscar otros entretenimientos. Cuando el síndrome alcanzó las películas ya era tarde para buscar una cura; que requirieran mucha menos dedicación que los libros o las series no sirvió de nada. No era necesario que surgiese en su cabeza otra cosa que hacer, que el argumento le pareciese aburrido o las interpretaciones fueran malas; esos eran criterios racionales, y él había abandonado ese terreno hacía tiempo. Saber que tenía el poder de terminar las cosas cuando lo deseara y que ello no tenía consecuencias era suficiente justificación para hacerlo, y eso le provocaba más placer que experimentar lo que pudiera venir después.

Lo que vino después es fácil de adivinar. De una manera cruel e insensible, aunque rápida y casi quirúrgica, dio carpetazo a una relación de pareja que hasta entonces no había mostrado un ápice de debilidad, prefiero no ver cómo termina esto, y finiquitó todas sus relaciones de amistad, fértiles hasta entonces, con un puñado de palabras poco amables y sin ninguna consideración, lo que provocó un sentimiento de incomprensión generalizado en su entorno. No fue más delicado al cortar de cuajo los lazos familiares, a pesar de las lágrimas que su madre derramó al escucharle decir que no quería saber nada más de ellos. Horas más tarde, sentado en el frío suelo del baño y mientras veía cómo su sangre formaba un charco sobre las baldosas blancas, terminó lo único que le quedaba por terminar.

Fin de las reseñas literarias

Imagen por mangostar en Wikimedia Commons. Está borrosa, pero eso es cosa suya.

Imagen por mangostar en Wikimedia Commons. Está borrosa, pero eso es cosa suya.

He decidido dejar de reseñar libros. Es más, he eliminado aquellas críticas ya publicadas, a excepción de una sobre Jota Erre (Sexto Piso), que no calificaría como tal. Lo decidí el otro día, mientras podaba el blog y le daba brillo. Es, sin ninguna duda, una decisión dirigida en todo momento por el optimismo desmesurado, la soberbia, la ausencia de modestia y una versión del cuento de la lechera en la que yo soy el protagonista.

Les expongo el fantasioso razonamiento que he seguido. 

Imaginen que, por azares del destino, mi manuscrito, ese que hace unas semanas se fue —que largué, más bien— de casa a buscarse la vida, llega a manos de un editor, un comité, o yo qué sé, a manos de quien quiera que decida la publicación del texto de un novel, y lo aprueba. Que ya hay que estar loco, pero en fin, esa es otra historia. El caso es que, con independencia de la razón, el sentido común y las buenas costumbres, contra todo pronóstico (falsa modestia, no se engañen) el texto pasa todos los filtros y alguien, en algún sitio, en algún momento, dice algo así como: "Bien, publiquémoslo". Que dicho así suena un poco dejado, y me lo imagino en plan "Pues vale, si no hay más remedio" mientras la persona en cuestión resopla y eleva los ojos al techo pensando en qué punto del pasado se equivocó y lo bien que estaría en una isla rodeado de cocoteros y palmeras que acarician las cristalinas aguas del Pacífico. Sea como fuere, el resultado es el mismo: una persona física o jurídica decide publicarlo. Y mientras lo publiquen, casi admito que me escupan.

Bueno, no. 

Supongan entonces que alguien relacionado con la editorial agraciada acaba un día, por aburrimiento o curiosidad o casualidad, en mi blog —o donde quiera que esté usted leyendo estas líneas—, y se da cuenta de que hace X años publiqué una entrada en la que ponía a caer de un burro el libro de Menganito, que por casualidad resulta ser un autor de la casa. No he hecho muchas reseñas así, pero alguna con muy mala idea sí he hecho. Incluso más de la que el libro se merecía.

En fin.

Lo que pasa después se lo pueden imaginar. El manuscrito va directo a la papelera, con una cruz figurada encima. Además, en una suerte de cuento de la lechera invertido, ese editor llamaría a todos sus colegas y a todas las agencias literarias, y todos me pondrían esa misma cruz, u otra similar, también figurada, encima. Y caería un satélite ruso sobre mi casa, lo que sería un final poético, que es como deberían ser todos los finales. Vale, quizá no poético del todo, pero no me negarán que morir aplastado por un Sputnik no tiene cierto encanto.

Algo así.

Visto en perspectiva, tampoco soy un lector excepcional, y como reseñista soy todavía peor, así que el mundo de la crítica literaria no se pierde gran cosa. Lo único que les puedo decir es que lean Chicas de Emma Cline y El adversario de Emmanuel Carrère. Y esa es, por ahora, mi última palabra sobre el tema.

El negocio de la propia vida... y de los demás

El tal Karl Ove Knausgård

El tal Karl Ove Knausgård

Hace unos meses Laura me habló de un escritor noruego llamado Karl Ove Knausgård, a quien no conocía y de quien (por tanto) no he leído nada. Desde entonces me he agenciado un par de tomos de su principal obra, y voy a ello.

El autor se hizo famoso a raíz de su novela Mi lucha, una obra autobiográfica (autoficción) de 3500 páginas formada por seis volúmenes, en cuyo interior se recogen todo lujo de detalles íntimos. Hace ya un lustro que las novelas fueron publicadas en Noruega y Anagrama publica este año el 4º volumen (Bailando en la oscuridad).

La mayor parte de los críticos afirman que se trata de una obra excepcional (los hay que le comparan con Proust), que engancha incluso cuando aburre. Sí, algunas personas dirían eso de Gran Hermano, pero en este caso quien lo dice es el New York Times, así que la cosa cambia un poco. Es decir, que su éxito no radica únicamente en la exposición personal, sino también de la calidad literaria de la propia obra. Qué es lo que ha pesado más en su éxito no lo sé, pero qué duda cabe que el exhibicionismo habrá ayudado bastante.

El grado de disección es tal que (siempre de acuerdo a lo que he leído) tras la publicación de la novela su mujer cayó en una depresión, la familia de su padre dejó de hablarle y su ex mujer mostró en la radio su desacuerdo con lo que se recogía en el texto (sobre ella, presumo). Aparte, probablemente, de otros problemas "menores" con amigos y conocidos. No sabemos si la mujer continúa deprimida y la familia de su padre ha vuelto a hablarle.

La cuestión es: ¿ser protagonista directo de un hecho legitima moralmente para hacerlo público de la manera y el momento que te venga en gana, cuando otras personas están involucradas?

Si queréis más información (recomendable en mi opinión el de Harper's Bazaar):

Viento y lluvia

En el cristal de la mesa de Ikea de segunda mano que hace un par de meses compré a un argentino que se mudaba con su mujer a Cádiz, y que me costó horrores meter en el coche, veo las nubes moviéndose a toda velocidad. Parece como si huyesen de algo. El viento sopla con fuerza y las sábanas colgadas al otro lado del ventanal en la finca de enfrente se agitan con violencia. Me asombra que la mujer que las ha tendido, porque he visto que era una mujer, confíe tanto en las pinzas que las sujetan a las cuerdas de nylon verde, cuando cada vez que utilizo el tendedero exterior compruebo el nudo y me pregunto si resistirá. La contestación no tarda en llegar al comenzar a tender las sábanas, pantalones, camisetas, suéters o fundas de las almohadas. Así que me hago una pregunta que no puedo contestar, sobre la que sólo puedo hipotetizar, me arriesgo y tomo una decisión. No es que sea una decisión demasiado trascendente. Pero no creo que dejase fuera la ropa en un día como hoy. No, seguro que no. ¿Será ella más valiente que yo? ¿Más inconsciente? ¿Más experimentada? Quién sabe.

Por la franja de cristal, que es de apenas unos centímetros, también aparecen algunos pájaros solitarios. Hace unos días veía grupos de pájaros formando una V, que me recuerdan a las formaciones de ciclistas cuando hay viento racheado, pero ahora ya apenas los veo. Como las nubes, ellos también huyen, aunque no sé si de nosotros, de esta ciudad o de todo en general. Aunque la silueta que es su reflejo no permite apreciar los detalles, diría por el tamaño que los solitarios son gaviotas, esas que tienen su residencia habitual en el Manzanares, a apenas unos metros de aquí. Se deslizan por la superficie brillante y continúan hacia la parte de la mesa sobre la que se refleja la persiana, que tengo bajada a la altura del pecho. Entonces desaparecen. Ha dejado de llover. 

Se está nublando y la luz, ya escasa de por sí, comenzará pronto a desaparecer. Justo donde la persiana corta el firmamento, reposa una taza de café que tomé hace ya un par de horas; los restos se han secado y a simple vista aparecen adheridos con fuerza a la cerámica, pero como tantas otras cosas en la vida, serán suficientes unas gotas de agua para que se diluyan y se desprendan de las paredes. Casi nada es tan resistente como parece a simple vista.

Ayer acabé La ley del menor, de Ian McEwan. Me gustó mucho su lectura, tanto en la forma, quizá más clásica de lo que estoy acostumbrado, como en el contenido. Esta mañana, antes de levantarme de la cama, he comenzado Para que no te pierdas en el barrio, de Patrick Modiano. Ya lo dejé ayer por la noche en la mesilla adrede. Son apenas 140 páginas; voy ya por la mitad y calculo que lo acabaré hoy; me da miedo estar acostumbrándome a leer demasiado deprisa y que acabe engullendo las palabras como engullo la comida. Este libro me está gustando más que el anterior, Tan buenos chicos, del que, he de admitir, apenas guardo algún recuerdo. A diferencia de estos dos autores, siempre he sido poco dado a ambientar historias en lugares reales, quizá porque pienso que Valencia o Madrid son ciudades menos glaumorosas que Londres o París, en las que estos novelistas ambientan estas dos obras. Es probable que se trate del típico complejo de inferioridad español frente a nuestros vecinos del norte, expresión manida donde las haya.

Ha vuelto la lluvia. Enciendo el flexo y acabo escribiendo esta última línea. Es hora de comer.

Jota Erre

Hace cosa de un mes comencé a leer uno de los libros que me regalaron por navidades: Jota Erre, de William Gaddis. No sé si les suena el libro o el autor. Probablemente no. No importa. Cuando lo pedí yo ya había leído sobre él en el blog La medicina de Tongoy (la imagen de la portada es de su blog), que hace una reseña fantástica, además de en algún otro sitio. Iba sobre aviso. Sabía que era "raro", pero después de La broma infinita de DFW (que está en proceso) y de La subasta del Lote 49 de Pynchon (al que le espera una relectura), estaba preparado para cualquier cosa. Así que después de tenerlo ocho meses esperando en la estantería del comedor, finalmente me decidí a abrirlo. He de adelantarles que no lo he acabado, pero sí (creo) que he llegado lo suficientemente lejos para poder escribir sobre ello. Ya voy, ya voy.

Vale, déjenme pensar. No sé cómo comenzar. Ah, sí. Ahora.

Imaginen que comienzan a cruzar un lugar en medio del Ártico, y van ustedes saltando entre placas de hielo para ir de una orilla a la otra, sin nada más que sus propios pies. Comenzarán con miedo, porque no están acostumbrados: no saben si la placa sobre la que están se romperá o si la siguiente aguantará. Pero si continúan andando el tiempo suficiente, poco a poco irán ganando confianza (lo que no significa que se puedan relajar), y a medida que avancen se darán cuenta de que las placas son más sólidas de lo que pensaban y comenzarán a disfrutar de una fantástica experiencia. Sí, tengan por seguro que al principio mirarán hacia delante y tendrán miedo de fallar en algún salto y no llegar al final; se preguntarán qué hacen allí en medio de ese inhóspito lugar y querrán irse lejos de allí. Pero a veces, mirarán hacia atrás y se darán cuenta de que lo que antes era tan solo un montón de placas de hielo aisladas y diferentes entre sí, simples trozos de hielo, empieza a convertirse en algo: en un camino que no pensaban que existiese, al mirar cada placa, diferentes unas de otras.

Eso es Jota Erre. No sé si me siguen o se han quedado varados en el párrafo anterior. Bien, probemos otra forma. 

Jota Erre son casi 1200 páginas repletas de diálogos fascinantes sin atribución ni contexto en los que intervienen decenas de personajes, entrelazados por complejas descripciones. ¿Qué significa esto? Que a menudo no tienes muy claro quién está hablando, dónde se encuentran los personajes o de qué están concretamente hablando. En ocasiones lo intuyes, otras simplemente te dejas llevar. El hecho de que los diálogos sean tremendamente reales añade una complejidad adicional: como en cualquier conversación, los personajes saltan de unas ideas a otras, son interrumpidos, dejan frases a medias, titubean. Nadie explica la acción. Ellos hablan. A veces hablan de otras personas utilizando el nombre propio, a veces el apellido. No importa si están en un sótano o un autobús. Si es procedente en la conversación, si sería procedente en una conversación real, aparecerá. Si no, no lo hará.

Ah, otra cosa. No hay capítulos. Es decir: no hay pausas, no hay páginas en blanco, no hay reposo. Es un continuo. Ya saben, si se detienen quizá la placa se rompa.

No les niego que al comienzo del libro lo que sientes es frustración. Te encuentras frente a diálogos en los que a) no sabes quién habla, b) no sabes quiénes son las personas que están en la escena, c) no sabes de qué están hablando, y d) no sabes dónde transcurre la acción. Entonces quizá aparezca una descripción, a veces en una frase tan larga como una página y tan enigmática como un jeroglífico egipcio, que te mueve la placa y te obliga a saltar. En la siguiente escena probablemente haya personajes diferentes que hablan en un lugar diferente sobre cualquier otro tema. Por supuesto, esto no es siempre así. Lo es sobre todo al principio. Hasta la página 150, quizá; no recuerdo el momento del cambio. Entonces sigues perdido, pero ya no te preocupa. Continúas saltando. Disfrutas del balanceo de la siguiente placa, del sonido del agua, del viento helado. Ya no estás tan inseguro. Sí, quizá cuando te apoyes se rompa y tengas que pasar a otra diferente, pero no importa. Empiezas a ver la experiencia en un marco mayor que cada diálogo, que cada conversación, que cada descripción.

No se equivoquen; Jota Erre no es el caos. Pero de alguna forma, acaba consiguiendo que dejes de preocuparte, como harías en cualquier otra novela, por saber si habla éste o aquél; ya no cuentas los guiones, como harías en cualquier otra novela, para ver si te has despistado, porque a veces hay media docena de personas hablando en la misma conversación pero nadie levanta la mano y dice: Eh, yo soy fulanito. Simplemente continuas leyendo (no he dicho pasando páginas, he dicho leyendo) y al tiempo ves un destello de luz aquí, otro allí, otro más lejos. Reconoces un personaje en un diálogo, un tema de conversación, ves conexiones. Y a veces crees que estás en tierra firme y entonces la historia te obliga a saltar. O piensas que ves la imagen completa pero entonces el hielo se rompe delante de ti.

Mis sensaciones leyendo Jota Erre están siendo en parte similares a las de La subasta del Lote 49. A veces creo que he entrado en la historia, y entonces todo desaparece y el libro me escupe a otro lugar en el que no he estado y que a veces ni siquiera sé qué tiene que ver con lo que he leído antes. Entro y salgo continuamente. Sé que hay cosas flotando alrededor de mí, cosas que no acabo de ver, pero que están ahí. Que todo tiene un sentido y que tarde o temprano se mostrará. Es una sensación amarga y dulce a la vez.

Eso es Jota Erre. Seguramente no es parecido a nada que hayan leído antes. No sé si me he explicado, espero no haberles asustado. Si quieren saber de qué va el argumento, vayan a otra parte o mejor, lean el libro. Es algo diferente, es algo grande (pero que hará que otros muchos libros les parezcan aburridos). Es un libro inmenso (en muchos sentidos) que les obligará a pensar, a estar despiertos.

 

«[…] Espero que a todos los lectores esta historia les sirva para estar prevenidos y hacer alguna aportación a las alas del tiempo, problema, joder, es que casi todos los lectores preferirían estar en el cine. Prestar atención, pensar algo, sacar una conclusión, problema, joder, es que casi todos los libros están escritos para lectores completamente satisfechos con lo que son, preferirían estar en el cine, llegan con las manos vacías y se van igual, joder, lo que le decía a Scharmm Bast. Si les pides que hagan un mínimo esfuerzo, joder, quieren que se lo den todo hecho, se levantan y se van al cine, […]» (Pág.446-447)

 

(Me disculparán que le robe el fragmento al blog que les decía. Me parece sublime como elección y no me atrevo a buscar ninguna).

Si no, se pueden ir al cine. Pero si han llegado hasta aquí, probablemente sea que sí.

Libros, de nuevo

Lo he vuelto a hacer. Podría excusarme en mi interés por mantener a flote la industria editorial hasta que acabe, espero que pronto, mi novela, pero creo que ni por esas.

Si bien es cierto que mi tendencia acumulativa ha cedido en los últimos meses al sentido común, a veces se me olvida y entonces sucumbo al placer de comprar libros aun sabiendo que las probabilidades de que no los lea son significativas.

Tengo tantos libros haciendo cola que ni los recuerdo todos y lo peor es que hay gente que sigue escribiendo.

Si hago un breve repaso, en la primera categoría encuentro aquellos que a estas alturas de mi vida empiezo a asumir que jamás leeré, como El día del Watusi de Francisco Casavella o Cosmópolis de Don Delillo. En esa misma sección se encuentran también los los clásicos que adopté impulsivamente, como La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline, La montaña mágica de Thomas Mann o Rayuela de Cortázar, por mencionar solo algunos.

La siguiente categoría es la de los que empecé pero estoy casi seguro que no terminaré nunca, ya sea por falta de constancia, tiempo o interés. Más esto último que cualquier otra cosa. En la orilla, de Chirbes, Nostromo de Joseph Conrad, El lamento de Portnoy de Roth o Corre, conejo de John Updike son algunos que me vienen a la mente.

La tercera está formada por aquellos que he leído pero con los que me gustaría repetir. Son demasiados, creo. Ansiedad de Scott Stossel, El guardián entre el centeno de Salinger, El proceso de Kafka, Pastoral Americana de Roth, El antropólogo inocente de Nigel Barley o El malestar en la cultura de Freud. También debería tratar de releer La subasta del lote 49 de Pynchon, solo por ver qué me aporta una segunda lectura. Hay otros muchos, como la serie Fundación de Asimov, pero eso sería pedir demasiado. 

Debería acabar esta entrada con aquellos que estoy decidido a leer, los haya empezado o no. Las dos menciones destacadas son La broma infinita de DFW y Jota Erre de William Gaddis, que juntos deben sumar unas 2300 páginas que me temo que por momentos serán casi ininteligibles. Admito que, no sin sacrificio, voy a esperar a acabar Jota Erre para comprar Los reconocimientos de Gaddis. En esta lista también veo a La maravillosa vida breve de Óscar Wao de Junot Díaz, Amor líquido de Zygmunt Bauman y (creo) Cómo aprendí a leer, de Agnés Desarthe. Seguro que hay más, pero mi memoria tiene las patas cortas.

Tampoco puedo olvidar otros en los que estoy interesado, aunque se salgan un poco de mis preferencias habituales. Otros dos clásicos más, como no podría ser de otra manera: Hojas de hierba de Walt Whitman y Las flores del mal de Charles Baudelaire.

Son muchos y faltan otros tantos que hace años que acumulan polvo en las estanterías de Valencia, sin contar todas las adquisiciones que hice durante Filosofía. 

A pesar de todo eso, como decía al comienzo, lo he vuelto a hacer. Ayer añadí/me regalaron Limónov de Emmanuel Carrère y Ánima de Wajdi Mouawad a la lista. De momento, entran en la cuarta categoría (un poco de voluntarismo siempre es necesario): aquellos que estoy decidido a leer (de lo contrario, no los habría comprado). Dentro de unos meses veremos si me he equivocado. 

(El oficio de vivir, de Cesare Pavese, queda pendiente para el siguiente brote consumista).

En fin. Debería leer más, escribir más y hacer todo lo demás menos. No hay tiempo para todo y tampoco fuerza de voluntad.

Cosas que aborrezco

Hay libros a los que les coges manía sin ni siquiera haberlos empezado. O eso me pasa a mí, y perdonen que generalice. A otras personas, entre ellas mi señora, les pasa eso con las películas, pero a mí como les decía me pasa con los libros. Es un poco como esa gente a la que, sin conocerla, ya le hemos puesto la cruz encima con sólo mirarla un par de veces: estúpida, chulo, tonta, altanero, o lindezas similares; a mí eso me pasó en el instituto con varias personas, y al final todas resultaron la mar de agradables. Por el contrario, muchos de los que conocía mejor acabaron siendo individuos bastante decepcionantes, pero qué más da, a la mierda con ellos. Claro que tampoco sabe uno si lo mismo hubiera sucedido al invertirse la situación; quizá sea el contacto prolongado con las personas lo que hace que me resulten tan frustrantes (probablemente el sentimiento sea recíproco, aunque no les culpo). Se me ocurre ahora que además, lo mismo que les contaba con los libros y las personas me sucede con la comida, y no deja de ser preocupante que esta tendencia se extienda a otros ámbitos de mi vida. Hay tantos platos que sin haber probado -platos que por supuesto no tengo intención de probar- me provocan arcadas que podría empezar y no parar hasta mañana, así que no les aburriré con eso. La cuestión, como les iba diciendo, es que yo, sí, tengo libros a los que les tengo manía. Libros y autores, que compré y de tanto oírlos recomendar y alabar a mis ex compañeros de facultad, acabé odiando profundamente, sin ni siquiera abrirlos o haber leído una mísera página, y ahí están, en lo alto de una estantería, acumulando polvo hasta que desaparezcan o los ácaros se los coman. Tal es este sentimiento que sólo la imagen o el mismo nombre de alguno de sus autores me genera un respingo de aprensión. Ya sé, cómo no, lo mucho que me pierdo y lo irracional de este comportamiento, pero por irracional, comprenderán que no pueda controlarlo y admita que tal cosa no me preocupa en absoluto. Libros, personas y platos hay tantos, que para qué. Bueno, quizá platos no haya tantos, es cierto, pero tenemos que acabar con esto.

Quizá quieran saber cuáles son esos libros y esos autores que tanto aborrezco, y quizá, por honradez, debería decírselos, pero creo que, por el bien de mi presente reputación y sobre todo por la futura, si es que algún día llego a tener algo como tal cosa -de ilusión también se vive-, voy a ocultar esos nombres y esos títulos en lo más profundo de mi cabeza, y si les parece bien, justo antes de morir, se los digo. Y entonces, que me juzgue quien quiera.

Cosas (mías)

Ayer le regalé a L. No es país para viejos, de Cormac McCarthy. Hace unas semanas, compramos, no sin ciertos problemas que en su momento pensé en relatarles, cinco libros, que no voy a citarles aquí. La estantería de mi (ex) habitación de la casa paterna está llena de libros que compré en su momento y que no he siquiera abierto más que para firmarlos; ya saben, esa manía por la acaparación de bienes personales. Hace ya unos meses, L. trajo consigo un buen puñado de libros cuando vino a vivir conmigo (y viceversa).

A pesar del evidente superávit de material literario, hace mucho que no leo un libro de principio a fin, y al menos seis meses, esto sí, sin duda, que no comienzo uno, aunque es posible que me esté olvidando de alguno, no lo sé. Podría aducir multitud de razones. Les diría que es porque, como decía Nietzsche, me contaminan («¿Permitiré que un pensamiento extraño escale secretamente la pared?» [Ecce homo]), o que quizá sea porque no dispongo de demasiado tiempo y prefiero dedicarlo a otras cosas. Pero en realidad, he de confesarles que la razón es que hace tiempo que perdí el interés en lo que otros dicen y cómo lo dicen. Ya ven, soy así de especial.

Y lo peor es que no sé si eso es bueno, malo, o ninguna de las dos cosas. Supongo que siempre me quedarán los blogs.

[En Security A(r)tWork: Casa de Juegos]

Póngame un doble de gilipollas

He aquí otro de mis eternos problemas que me crea el soy más bueno que el pan y mucho más idiota. Como soy un tipo generoso, hace unos meses, bastantes ya, dejé, más que por iniciativa propia que por otra cosa, varios libros de cierto interés para mi. Léase: Wilt, Hojas de hierba, Las flores del mal, El antropólogo inocente, y un libro de Inteligencia Artificial. Por aquel entonces a las dos personas a las que se los dejé las veía a menudo, pero con mi cada vez mayor alejamiento de la Facultad de Filosofía, esta frecuencia se ha reducido y apenas quedo con ellas. Una incluso se va al extranjero el año que viene. Así que partiendo de la premisa que no quiero perder los libros, estoy un poco perdido con qué postura adoptar.

La primera opción es la de quedar a tomar algo un día por la tarde, o un fin de semana, y ya de paso pedir los libros. Algo como Oye, te hago una perdida cuando llegue. Por cierto, bájate los libros que te presté.... Pero como soy medio gilipollas, gilipollas entero, o mejor, gilipollas entero y mitad, pues como que me da cosa. Ya lo sé, son mis libros, pero coño, qué queréis. Además, también tengo que buscar tiempo para quedar a tomar algo, y esa es otra, porque estoy un poco desconectado y sinceramente, tampoco encuentro el momento. Pero supongo que después de todo no cuesta tanto y una amistad y unos libros valen la pena.

La segunda opción es la misma, pero sin la primera sentencia. Es decir Oye, voy a pasar a recoger los libros que te presté, si te parece bien (eso es por cortesía). Echarle morro, y recogerlos. Y no sé porqué digo lo de echarle morro, porque como he dicho, son mios. Pero al hacerlo me siento un poco como Mira, como ya no nos vemos, no quedamos, y no sé cómo va a ir esta amistad, casi mejor me devuelves lo que te dejé, por si las moscas, ya sabes. Que es verdad, que en realidad es algo así, pero vaya, que no es tan fácil. Es que hasta me pongo a pensar en excusas: que si me los han pedido, que si mi hermano los necesita, que si... Mal, Mal.

La tercera y última opción, en modo soy tan gilipollas que ni yo mismo me lo creo es pasar de los libros y bueno, si los recupero bien, y si no, comprármelos de nuevo.

Y todo, al fin y al cabo, por no sentirme violento al pedir algo que es mio.

Por cierto, que ahora que lo pienso tengo que devolver dos libros...

 

Hasta luego, Lem

A través de Fogonazos leo hoy que

Stanislaw Lem

murió ayer de un infarto a los 84 años. No me sorprende que prácticamente ningún medio se haya hecho eco de la noticia; la originalidad siempre tuvo un precio y ese es el que Lem ha tenido que pagar.

No sabría explicar porqué le tengo un cariño especial a este autor, muy por encima de cualquier otro. Quizá porque mi primer libro suyo llegó a mi hace quizá ya quince años en forma de regalo de reyes y ha sido hasta el día de hoy uno de los mejores regalos que me han hecho. Quizá porque sus libros, a diferencia de muchos otros, siempre solían tener ese aspecto envejecido en las hojas, de libro de segunda mano, que te dejaba maltratarlos físicamente, y llevarlos de aquí para allá metidos en cualquier sitio sin rechistar. Quizá porque acababa siempre buscando sus libros en ferias del libro o entre montones de otros libros quasi descatalogados y la búsqueda siempre acababa siendo una odisea. O quizá por su forma de narrar ciencia ficción y lo que no es ciencia ficción, por ese humor tan diferente que llena las hojas de muchos de sus libros, por esa originalidad y esa diferencia.

Supongo que por todo eso y bastantes cosas más, Stanislaw Lem siempre ha sido uno de mis escritores preferidos y me duele realmente esta noticia. Así que, tirando de nuevo de Fogonazos, le sigo la estela y no puedo menos que, para aquellos que no lo conozcan, recomendar que lean este texto.

Y después de ese, sigan leyendo, porque Stanislaw Lem nunca defrauda.

Morfina

Hoy he ido a la feria del libro con una amiga, y aprovechando que soy un comprador compulsivo de libros, y que hacía mucho tiempo que no me compraba ninguno, me he comprado Las uvas de la ira, de John Steinbeck, y El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon. He empezado el segundo, y parece bastante interesante. Es raro, pero interesante.

Y ya no escribo más porque me he comido tanto las uñas que me hace daño teclear. Y además mañana empiezo a nadar de nuevo, así que me tengo que acostar prontito. Pero sobre todo, es que me duelen las uñas de los dedos de las manos. Bueno, las uñas no, porque las uñas no duelen. En particular, me duele la carne que hay debajo del trozo de uña que había y que ya no hay porque lo he arrancado del dedo corazón de mi mano derecha.

Y ya he escrito bastante para el tormento que estoy soportando.

El Hombre de los Dados

Bien, ya he acabado El Hombre de los Dados, de Luke Rhinehart, que en realidad no es Luke Rhinehart.

Para empezar, se supone —eso he leído— que este libro estuvo prohibido en varios países debido a su contenido y a las prácticas en las que sus protagonistas se envuelven, y tengo que decir que tampoco es para tanto. La idea en sí del libro es en sí interesante, pero cuando se la examina un poco en detalle, parece carecer del más mínimo sentido y solidez y tener multitud de grietas, aunque esa impresión cambia en ciertos momentos concretos. Y aunque es normal que carezca de sentido, el autor pasa bastantes páginas intentando que la propia idea no carezca de solidez (al menos desde un punto de vista psicológico), aunque no voy a entrar en detalle porque tampoco tengo tiempo ni demasiado interés. Por otra parte, el propio argumento, las características de la propia historia sirven como excusa y justificación de cualquier pega que se le pueda poner a la historia, aunque para entender esto hay que leer el libro.

Eso respecto a la idea global, el argumento del libro. Si pasamos a cómo está escrito, o la satisfacción que produce leerlo, hay que reconocer que si nos fiamos del dicho que dice que en la variedad está el gusto, este libro debería ser agradable de leer. El autor pasa a lo largo del texto por informes policiales, diálogos, pensamientos en primera persona, narraciones de un tercero, descripciones, lo que hace que el texto sea, excepto en algunos casos muy puntuales, entretenido. No obstante, a lo largo del libro me he encontrado con impresiones contradictorias. Mientras que habían capítulos excelentes, otros me parecían de dudosa calidad literaria e imaginativa, aunque en conjunto, el resultado es ciertamente positivo.

En especial, yo destacaría tres facetas del libro. Primero, una presencia bastante constante de sexo explícito, quizá algo excesiva. En segundo lugar, hay partes del libro realmente desternillantes (que suelen durar tres/cuatro páginas) y por último, abundancia de rezos y sentencias propias de una religión pero que —en mi opinión— no encajan en ocasiones demasiado con lo que se ha leído hasta el momento (pienso que la ambientación para ello es insuficiente).

La conclusión refleja las impresiones que he tenido a lo largo del libro: es un libro interesante, que vale la pena leer, pero que aun no incluyéndolo entre mis mejores lecturas, sí recomendaría como lectura.

Ahora, vuelvo a Auster: Leviatán (no, no ese Leviatán).

El Palacio de la Luna

Acabé ayer el segundo libro de Auster que leo, El Palacio de la Luna. A pesar de que fue —según las reseñas— el libro que encumbró a Auster, me gusta mucho más el primero que leí (El libro de las ilusiones), que es al contrario el último de este autor. El siguiente en la lista es Leviatán (no, no ese leviatán), aunque tendrá que esperar al de Luke Rhinehart.

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