Parloteo

Observo su reflejo en la ventana. Está desesperada o harta, no sabría decir. Aunque durante el trayecto se ha limitado a echar miradas intermitentes de desaprobación a nuestro amigo, como si se sintiese vencida, ahora ha bajado el libro y lo mantiene abierto sobre sus muslos, con los ojos perdidos en las personas del andén al otro lado de la ventana. Suspira visiblemente, cruzamos la mirada un segundo, diría que con la complicidad que da la resignación compartida, incluso el odio compartido, y luego clava los ojos en él como si quisiera fulminarlo. En mi caso, hace varios minutos que he dejado de leer, incapaz de concentrarme, y simplemente escucho una canción aleatoria en los cascos. Mientras tanto, el gilipollas a mi lado continúa radiando la conversación telefónica con su madre como si la tuviera a tres metros de distancia. Sus palabras, treintaypocos, acento andaluz, barbilampiño y con ligero sobrepeso, idiota sin lugar a dudas, incluso logran abrirse paso a través de la música hasta mis tímpanos, y durante los cuarenta minutos que dura la conversación me entero, yo y medio vagón, de que se le ha roto la pantalla del móvil, de que, para su sorpresa y disgusto, su madre tiene el iPhone cuatro que él tenía guardado para ocasiones como estas, que la reparación le cuesta ciento ochenta euros y de que como solución se plantea comprar un móvil para utilizarlo durante el tiempo que lleve el arreglo, para luego devolverlo a la tienda. Me levanto del asiento cuando el tren comienza a decelerar al llegar a mi parada, y sin interrumpir el parloteo echa las piernas a un lado para dejarme pasar. Frente a mí, una segunda chica con otro libro entre las manos frunce los labios mientras mira de reojo al locutor, y pienso que hay lugares del mundo en los que matan a la gente por menos que esto.

La mujer

La vi de lejos y me llamó la atención. De pie junto a un banco, vestía unos mocasines negros de imitación piel, desgastados a los lados, con unos pantalones pitillo verde esmeralda, que le hacían la forma del cuerpo como un botijo. El atuendo lo remataba con una chaqueta marrón claro que tenía el cuerpo recubierto de finos pelillos, que me recordaba a la que le había visto a alguna estrella de rock en una revista, y las mangas hechas de una tela que dibujaba como surcos rectilíneos a lo largo de los brazos. Volvió el cuerpo al pasar yo, como si me esperase, y me miró estirada, con una mezcla de desafío e indiferencia. Cuando apartó la mirada me fijé en su cara. Cincuenta años tendría, alguno más quizá, no sé. Iba muy maquillada, con los ojos pintados de un azul eléctrico y la piel oscurecida con un moreno artificial, como pretendiendo haber vuelto de algún crucero de pega por las islas griegas. Coronaba su cabeza un imponente y estrafalario peinado rubio de peluquería, que se arremolinaba en la cima y formaba tirabuzones que le caían pegados a las orejas. Se llevó el cigarro a la boca, le dio una chupada y alrededor de los labios aparecieron pequeñas arrugas que en el momento de la calada se oscurecieron y me recordaron a un ojo del culo. El pintalabios oscuro y el exceso de sombreado colaboraron a crearme esa impresión. Miraba a los lados, nerviosa, pareciera que vigilando, cuando la dejé atrás. Lo siguiente que escuché fue el bocinazo de un autobús a mi espalda y un golpe sordo. Me volví con calma, no sé por qué, como si supiera que la mujer ya no estaría allí. Con el cuerpo oculto bajo la carrocería, solo alcancé a ver uno de sus mocasines negros tirado sobre el asfalto y su mano sobresalir por un extremo, junto al cigarrillo que a unos centímetros de sus dedos todavía humeaba.

El verano en Sempiterno

Que alguien te diga que el verano es caluroso en Sempiterno puede significar una o más de estas tres cosas: que tu interlocutor es optimista por un buen trecho, que está muy hecho al clima sahariano, y la tercera, que tiene un escaso dominio del lenguaje, que a la postre viene a ser lo más habitual. Porque la auténtica realidad de esta maldita ciudad es que en apenas cuatro meses superamos más de la mitad de los días los cuarenta grados a la sombra. Cuarenta, sí. Así que más que el timorato caluroso, extremo o insoportable son calificativos que, sin pensarlo demasiado, son mucho más apropiados para describir esta estación del año en Sempiterno.

A pesar de ello, por alguna razón incomprensible, es poco habitual que los domicilios cuenten con un aparato de aire acondicionado, cuyo hermano pobre, el ventilador, deja de ser un accesorio útil a partir de la primera quincena de julio y queda relegado a la condición de mero consuelo psicológico. El aire se mueve pero su principio activo es el mismo que el de la homeopatía; efecto placebo que se disipa a los pocos segundos. Esta circunstancia convierte a los comercios climatizados en un lugares muy demandados, ya sea un bar, una carnicería, una floristería o incluso el mismo tanatorio, que es desde donde escribo estas palabras, convenientemente apoltronado en un sillón de polipiel bajo una rejilla por la que sale una placentera corriente de aire gélido.

Si uno presta un poco de atención, podrá observar cómo en estos locales se produce en verano una aglomeración de parásitos, sí, parásitos, que sin la menor intención de llevar a cabo transacción comercial alguna, deambulamos fingiendo interés en los productos expuestos o consumimos la mañana delante de un vaso de agua y un único café, cuyos posos hace horas que se secaron, cuando en realidad todo lo que hacemos es disfrutar del aire fresquito cayéndonos en el cogote, mientras los comerciantes observan con impotencia y cara de pocos amigos desde detrás de sus mostradores cómo sus establecimientos se llenan de presuntos consumidores sin que sus cajas registradoras lo hagan en la misma proporción. 

La situación es hasta tal punto inaguantable que no me cabe duda de que si en los calabozos de la comisaría hubiera aire acondicionado, el crimen en la ciudad se dispararía en los meses de julio a septiembre. Tengo serias dudas de que esta sea la causa de que la casta política, recluida durante estos meses en sus despachos con el aire acondicionado funcionando a todo trapo, lleve tantos años haciendo oídos sordos a las peticiones de la Policía Local, aunque tampoco dudo de que saltarían prestos a apropiarse del argumento en caso de necesitarlo. La buena gente de la policía lo intentó, si recuerdan, hace unos años, sin demasiado éxito, organizando una huelga que se alargó semanas, y con la cual lo único que los desgraciados agentes consiguieron fue una pírrica y ciertamente patética medida, en la forma de un vestuario más acorde a las condiciones climáticas: camisas de manga corta. La oferta inicial incluía también el pantalón corto, pero no les hizo falta pensar mucho para concluir, con bastante acierto, que el resultado era en la mayor parte de los casos ridículo, y esa parte de la propuesta se retiró discretamente. A pesar de los intentos del sindicato por vender aquello como un triunfo, la asfixiante atmósfera que se respira cuando entras en las dependencias policiales imagino que actúa cada verano de poderoso recordatorio sobre quién fue en realidad el ganador de aquella contienda.

Así, como se lo he descrito, es en realidad Sempiterno de junio a septiembre: abrasador como las llamas del fuego eterno, ardiente como el interior del un volcán, doloroso como un hierro candente. Lo que nos obliga a muchos a deambular sin descanso, a la caza de nuevos lugares en los que sobrevivir, como haré yo cuando esa pobre mujer que llora junto al cristal se me acerque para intentar averiguar qué vínculo tenía con el esposo fallecido. Y no se me ocurre una respuesta a esa pregunta mejor que la verdad: el frío, buena señora, el frío. ¿O por qué cree que ambos hemos escogido el tanatorio? 

Carretera oscura - Cap. 1

1

Levanté la mano al verle entrar. No me devolvió el saludo, y se dirigió a mí como si no me hubiera visto. Sin sacarse las manos de los bolsillos de la chaqueta empujó la silla con el cuerpo y se sentó. No reparó en mí. Echó un vistazo a través del amplio ventanal junto al que me había sentado y apretó los labios en señal, supongo, de desaprobación por el lugar escogido. No dije nada. En el exterior, la lluvia caía con fuerza contra las mesas de plástico de la terraza y algunas personas corrían pegadas a las fachadas. Sin embargo, él estaba completamente seco. Bajó la cabeza cuando el camarero se acercó y clavó la mirada en la mesa. Pedí dos cervezas sin consultarle, y debió de parecerle bien porque no puso ninguna objeción. Esperé que el camarero se alejara lo suficiente, saqué la grabadora y la puse sobre la mesa. Se quedó mirándola un par de segundos y me miró sin levantar la cabeza y volvió a apretar los labios. Pensé que se iba a echar atrás, pero asintió y cogió aire. «Vamos allá», pensé. Apreté un botón y una lucecilla roja se encendió en un lateral. No hubo presentaciones. Miró a nuestro alrededor y comenzó.

—Estuve en las primeras reuniones. Noviembre de 2010, según mis notas, año y pico antes de la entrada en vigor de la nueva normativa. Las teníamos todos los martes a las nueve de la mañana, aunque los de financiero siempre llegaban tarde. Al principio éramos por lo menos diez, entre los de producción, calidad, financiero, legal y algún otro departamento que se sumaba de vez en cuando. En las primeras, éramos los que llevábamos la voz cantante. Cada mañana aparecíamos con los resultados de las simulaciones que habíamos hecho durante la semana y los repartíamos entre los asistentes. Si había habido cambios relevantes hacíamos una presentación, si no, Diego o yo explicábamos de palabra los avances. Al acabar, no importaba lo que hubiésemos dicho, el jefe de producción se llevaba la mano a la cabeza y comenzaba a resoplar. Las reuniones no duraban mucho más de veinte minutos. Escogían los dos o tres escenarios más favorables y nos pedían que trabajásemos sobre esos, que los optimizáramos. Es lo habitual cuando se trata de resideñar procesos, pero no se puede optimizar nada hasta el infinito. Yo lo sé y todo el mundo allí lo sabía, es de lógica, joder. Si lo consigues, es que te estás haciendo trampas al solitario, y supongo que fue lo que alguien esperaba que hiciéramos y no hicimos, así que a la sexta o séptima reunión pasaron de nosotros y dejaron de convocarnos. Tanto mejor. Para entonces, estaba claro que financiero era quien mandaba allí dentro. En las reuniones que yo estuve nunca abrieron la puta boca. Un capullo con traje y corbata que acabaría de salir de la universidad tomaba notas y eso era todo.

Se calló cuando vio que el camarero se acercaba con las dos cervezas. Lo siguió con la mirada hasta verlo entrar en la barra y solo entonces continuó.

—En fin, era ya evidente que nosotros éramos más un incordio que una ayuda. Un lunes antes de la reunión el Director Financiero nos pidió los informes y nos comunicó, así lo dijo el muy capullo, «os comunico», que ya no era necesario que asistiéramos, y que a partir de ese momento con que le enviáramos los informes cada viernes a las dos de la tarde era suficiente. No nos explicó nada. Valiente hijo de puta. Tras la reunión, recibíamos un correo con las instrucciones. Que si teníamos que modificar esto, recortar de aquí, probar aquello, así todo. A menudo, o casi me atrevería decir que siempre, Diego y yo nos mirábamos porque las instrucciones o no tenían ningún sentido o era totalmente imposible de aplicar. Supongo que es lo que pasa cuando metes tus zarpas en algo que no entiendes. Eso mismo, que era imposible, pero adornado con palabras suavizadas, era lo que poníamos en el siguiente informe, así que un mes más tarde dejaron de pedirnos los datos de las simulaciones y nos apartaron del proyecto. Pensamos que nos iban a pegar la patada, pero no pasó. Todo se diluyó y pasado un mes era como si todo aquello nunca hubiera sucedido, aunque en calidad y producción todo el mundo sabía que habría que hacer cambios y que no se iban a hacer solos. Sin embargo, ¿qué vas a hacer? Tú haces lo que te mandan, para eso te pagan, ¿no? No es tu jodido problema. Sigues trabajando y supones que alguien más listo o mejor pagado que tú pensará algo, y bueno, lo cierto es que alguien pensó algo, ¿no le parece? El resto de la historia ya lo conoce, o quizá no tanto, pero es suficiente.

Hizo una pausa y me miró, inquisitivo. Comprendí que no iba a darme más y apreté un botón en la grabadora. El pequeño led rojo se apagó y tuve la sensación de que respiraba aliviado:

—Bien, ya tiene un par de nombres para ir tirando del hilo. Si consigue más pasta, ya sabe dónde estoy, pero —titubeó— la próxima vez busque un lugar más discreto.

Dejé el sobre encima de la mesa. Él sacó la mano de la chaqueta, lo cogió y lo guardó sin abrirlo. Me interrumpió antes de que pudiera abrir la boca.

—No se preocupe, sé que está todo. Confío en usted, pero, pero no me joda porque la mato. No me importa que sea usted una…

Dejó la frase en el aire y yo la terminé:

—Una mujer.

Me miró, molesto, incómodo.

—Tenga cuidado —añadió antes de levantarse y darse la vuelta.

Me quedé observando cómo salía del bar. Había dejado de llover y las luces de las farolas brillaban sobre las aceras. Guardé la grabadora en el bolsillo. Miré su cerveza, intacta. La alcancé y le pegué un trago, mientras le hacía un garabato en el aire al camarero. Mire alrededor. Todo parecía normal.

Siguiente capítulo en dos o tres semanas.

Finales

Fue culpa de aquel proyecto. No había pasado ni una semana cuando comenzó a llegar a casa pasadas las diez de la noche, y a partir de ese momento, el poco tiempo de vida que le quedaba —los días que no tenía que encender el portátil y seguir trabajando— lo empleaba en hacerse la cena y tirarse frente a la pantalla de televisión hasta que llegaba la hora de acostarse. Así empezó todo, una noche cualquiera en la que se encontró demasiado cansado para cogerlo entre sus manos, abrirlo, hacer un repaso mental al último pasaje y continuar con la siguiente frase.

Ni siquiera era un libro denso o aburrido. Entretenido en general, sin dedicarle apenas tiempo había llegado a la mitad, y en los mejores momentos incluso le había llegado a atrapar. Si hubiese querido, podido o tenido fuerzas, antes de dormir podría haber leído una docena de páginas, media docena, un par de páginas, lo suficiente para no abandonarlo. Pero no quiso, no pudo o no encontró las fuerzas, y sin prestarle atención, aquella primera noche cualquiera su mano sobrevoló la portada de aquel librito, alcanzó el interruptor de la lámpara de la mesilla y se hizo la oscuridad. 

Ese mismo gesto se repitió cada noche y un tiempo después, como si el olvido le hubiera conferido la propiedad de atravesar los sólidos, el libro se deslizó al cajón y permaneció junto a los calcetines hasta que acabó volviendo a su anterior ubicación en la combada balda de la estantería del comedor, junto a varias docenas de ejemplares y sin el marcapáginas, extraviado en algún lugar del camino. Para cuando el proyecto acabó, aquella novelilla ligera había sido relegada al olvido, y por pereza o porque la tenía asociada a aquella nefasta temporada, cuando reanudó el hábito y buscó algo que leer, la pasó por alto sin ningún remordimiento; sabía que estaba ahí, pero sus ojos ni siquiera se detuvieron en el título impreso en el lomo. Hasta aquel día, jamás había dejado a medias ningún libro; ese fue el primero, ese fue el comienzo del fin. 

Liberada del remordimiento, su mente actuó como si hubiese estado esperando para resarcirse de los cientos de páginas leídas a la fuerza, de espesos pasajes y frases eternas, de argumentos insípidos y personajes planos. Durante meses, su nivel de tolerancia se fue reduciendo, y llegó un momento en el que una veintena de páginas le bastaban para cerrar el libro y pasar al siguiente, cuya lectura seguiría el mismo patrón. 

Lo siguiente fueron las series. A menudo no pasaba del capítulo piloto, un par a lo sumo, y pronto el catálogo y las opciones se agotaron y tuvo que buscar otros entretenimientos. Cuando el síndrome alcanzó las películas ya era tarde para buscar una cura; que requirieran mucha menos dedicación que los libros o las series no sirvió de nada. No era necesario que surgiese en su cabeza otra cosa que hacer, que el argumento le pareciese aburrido o las interpretaciones fueran malas; esos eran criterios racionales, y él había abandonado ese terreno hacía tiempo. Saber que tenía el poder de terminar las cosas cuando lo deseara y que ello no tenía consecuencias era suficiente justificación para hacerlo, y eso le provocaba más placer que experimentar lo que pudiera venir después.

Lo que vino después es fácil de adivinar. De una manera cruel e insensible, aunque rápida y casi quirúrgica, dio carpetazo a una relación de pareja que hasta entonces no había mostrado un ápice de debilidad, prefiero no ver cómo termina esto, y finiquitó todas sus relaciones de amistad, fértiles hasta entonces, con un puñado de palabras poco amables y sin ninguna consideración, lo que provocó un sentimiento de incomprensión generalizado en su entorno. No fue más delicado al cortar de cuajo los lazos familiares, a pesar de las lágrimas que su madre derramó al escucharle decir que no quería saber nada más de ellos. Horas más tarde, sentado en el frío suelo del baño y mientras veía cómo su sangre formaba un charco sobre las baldosas blancas, terminó lo único que le quedaba por terminar.

Juegos de clase

(Si tiene usted alguna duda sobre si lo que sigue es realidad o ficción, le refiero al punto 8 del Acerca de).


Hoy le traigo otro incidente que recordé el otro día, a propósito de algo que no viene a cuento, pero del que creo que podrá sacar algo en claro.

En cierta ocasión, en el colegio, durante los minutos de descanso entre clase y clase mientras los profesores cambiaban de grupo, comencé a jugar junto a la puerta con una pelota hecha con papel de plata del bocadillo, dándole pequeños toques con el pie, a la espera de encontrar algún cómplice de juegos. No era nada sofisticado, ya se lo puede imaginar: uno hacía de portero mientras el otro intentaba marcar gol. 

Las puertas de las clases eran de contrachapado de doble hoja y color oscuro, con un pequeño ojo de buey a la altura de los ojos —de un adulto medio, aclaro—, que permitía avisar al profesor, ver quién daba la clase y supongo que buscar a algún alumno por la razón que fuese; ya se imagina el tipo de puertas que le digo. En algunas aulas, la puerta quedaba a la espalda y los curiosos pasaban desapercibidos, pero cuando se encontraba en un lateral, si tu visión periférica detectaba un bulto no podías evitar que los ojos se te fuesen como un resorte a la abertura. 

Como debe ser incómodo sentir la mirada inquisitiva de un puñado de críos, a menudo no se veía la cara de la persona, sino que esta se asomaba como si estuviese escondiéndose de un francotirador. A veces, tras una de esas apariciones, el profesor detenía la explicación, salía y regresaba a los pocos minutos preguntando por alguien.

Siguiendo ese procedimiento, una mañana se llevaron a un chico rubio en mitad de clase de inglés y no volvió al colegio hasta una semana después. Lo de la clase de inglés y el color de su pelo no lo tengo claro, pero lo de la madre es cierto, no me olvidaría de eso. Poco tiempo después supimos que su ausencia se debía a que aquella mañana habían encontrado a su madre cadáver en la cocina, tirada sobre un charco de sangre. Lo de la sangre no sé si será verdad, pero dicen que se resbaló con el detergente y se destrozó la cabeza contra la encimera. También se dijo que la había asesinado su padre, es decir, el padre del chico, del que la madre estaba separada, o divorciada, o algo así, pero nadie confirmó ninguna de las teorías, así que quedó en que simplemente la había palmado porque claro, no le ibas a ir con preguntas morbosas al pobre huérfano, que ya tenía bastante con aguantar lo suyo como para que encima le fuesen con crueldades, a pesar de que todo el mundo sabe que los niños, esos pequeños hijos de puta, no entienden de miramientos. 

Hay que tener en cuenta que yo por aquel entonces tendría, aproximadamente, unos doce o trece años, no creo que más, y la naturaleza de aquella muerte quedaba muy lejos de mis intereses y probablemente también de los de mis compañeros. Sin embargo, eso no impidió que a partir de ese momento comenzáramos a mirarle con lástima, como si quisiéramos transmitir que compartíamos un dolor que no éramos capaces de entender y que en realidad, para qué negarlo, nos la traía al pairo. Como respuesta, lo único que él hacía era soltar algún gracias con esa vocecita afeminada que tenía, sonreír levemente o agachar la cabeza. Éramos a un montón de gilipollas que se pasaban el día recordándole lo jodido que estaba con palmaditas en la espalda y miraditas compasivas. Menuda panda de capullos.

Supongo que eso debió de pensar él todo el tiempo, porque medio año más tarde el director se volvió a asomar al ventanuco de la puerta y se repitió el proceso de la primera vez, solo que esta vez el chico rubio no volvió. Resultó que ni el padre ni el detergente ni la encimera, qué va. Él mismo la había matado con una fuente de cerámica antes de salir de casa, y todo porque la pobre mujer, que iba mal de pasta y hacía lo que podía para tirar adelante, no quería comprarle unas zapatillas de marca con las que el crío se había encaprichado. Todo por unas jodidas zapatillas, ya ve. 

El próximo día, si le parece, volvemos a la pelota de papel de plata con la que he empezado, que en realidad era lo que venía pensando en contarle mientras venía de camino.


Por cierto, aprovechando que está aquí. Me he decidido a crear una lista de correo para el blog, a la que mandaré las entradas que publique y alguna cosilla más, solo para aquellas personas que se hayan suscrito

Mi prima Anna

Esta mañana he vuelto a hablar con mi prima. Hacía mucho tiempo que no hablaba con ella, ya que su familia vive en París y en casa el teléfono llevaba semanas sin funcionar. Mamá ha dejado el auricular sobre la mesilla del pasillo y ha pasado junto a mí secándose las mejillas con las palmas de las manos. Al verme ha sonreído, aunque yo sabía que intentaba disimular. No sabe que me daba cuenta de que algunos días cuando se sentaba a la mesa a cenar tenía los ojos enrojecidos. Hasta hoy no entendía por qué estaba tan triste y siempre que se lo preguntaba a papá, entonces él me alborotaba el pelo, me besaba en la cabeza y me decía que no era nada, pero nunca me lo creí.

Luego mamá ha entrado en su habitación con papá y por las voces que llegaban a través de la puerta parecía que estuviesen discutiendo, aunque en cuanto he escuchado la voz de Anna es como el mundo entero hubiese desaparecido. Anna es mi prima, y tiene nueve años, uno más que yo. Me ha contado que está saliendo con un chico de su clase que se llama François y que el martes pasado se dieron un beso. Casi me muero de envidia, pero no por lo de su novio, sino porque hace semanas que no voy al colegio y echo de menos a mis amigas e incluso las bromas del idiota de Samir, aunque a él nunca le daría un beso. Houda dice que es feo, pero a mí me parece que no es para tanto y me hace reír mucho con sus tonterías. No lo sé, a lo mejor sí le daría un beso. La última vez que le pregunté a papá cuándo volvería a clase, me sonrió y se dio la vuelta como si tuviese algo muy importante que hacer.

Anna me ha dicho que se ha comprado un vestido para una fiesta de cumpleaños a la que va a ir este viernes, pasado mañana. Me encanta su voz, suena tan alegre que podría estar todo el día escuchándola. Ojalá pudiéramos hablar más, porque me gusta lo que me cuenta y aunque mamá y papá lo intentan, aquí no quedan muchas cosas alegres y ella me hace sentir bien. Cuando ha empezado a hablarme del vestido, se ha escuchado un ruido muy grande y la lámpara de la mesita donde está el teléfono ha temblado. Del susto casi dejo caer el auricular al suelo, mientras la oía repetir mi nombre a lo lejos, como si me llamase desde París. Un instante después, mamá ha aparecido en el pasillo y me ha ordenado que colgase y cogiese mis cosas. Entonces ha entrado otra vez en su habitación, pero yo quería que Anna me dijera cómo era el vestido y no le he hecho caso, así que a los pocos segundos ha vuelto, me ha arrancado el teléfono de la oreja y ha colgado sin dejarme despedirme de Anna. Me he enfadado mucho y le he dicho algunas cosas feas, y la verdad es que pensaba que me iba a reñir o castigar o algo así. En su lugar, se ha agachado en cuclillas, me ha mirado a los ojos, ha esperado a que yo acabase y me ha pedido que me diera prisa en coger mis cosas porque teníamos que irnos. Estaba a punto de llorar y no he sabido qué decirle. Antes de que pudiera preguntarle nada se ha escuchado otro estruendo, pero esta vez ha sonado mucho más fuerte. Los cristales del armario se han roto y un jarrón se ha hecho añicos al caer al suelo. He sentido que las piernas me temblaban.

En la escalera del edificio la gente bajaba atolondrada a toda prisa, empujándose una a otra, algunos saltando los escalones de dos en dos. Una señora ha tropezado y ha bajado rodando hasta el siguiente rellano, pero nadie se ha detenido a ayudarla. Solo saltaban sobre ella intentando no pisarla, aunque alguno lo ha hecho. Papá tampoco se ha parado. A mí varios vecinos casi me tiran al suelo. En ocasiones se oía un grito y después un saco o una bolsa de plástico caía por el hueco de la escalera como una piedra. Delante iba papá, llevando mi maleta y una más grande, y detrás mamá con otra maleta. Me giraba todo el rato para ver si nos seguía y ella decía con los labios "vamos, cariño" sin pronunciar ningún sonido, mientras hacía gestos con la mano para que me diese prisa. La calle estaba llena de gente, la mayoría corriendo o andando deprisa, pero me he fijado que algunas estaban inmóviles con la mirada perdida, como si de repente acabaran de aparecer allí y no supiesen qué sucedía. Casi todo el mundo iba cargado con maletas o bolsas de plástico llenas de ropa, y he visto mucha gente llorando, los mayores en silencio y los pequeños casi a gritos. Niños en brazos de sus madres o padres o cogidos de la mano de sus hermanos. Los adultos tenían en los ojos una expresión rara, como la de mi perro el día que papá le riñó por coger aquel trozo de pan de la mesa. Mamá me ha dicho luego que era miedo. 

Como yo no puedo correr mucho, papá me ha cogido y me ha pedido que me agarrase fuerte a él con los brazos y las piernas. "Cariño, como si fueras uno de los monos bebés que vemos a veces en la tele", me ha dicho. Aferrada con toda la fuerza que podía a su cuello, le escuchaba respirar y sentía cómo su piel se llenaba de sudor, aunque no me he quejado porque le veía preocupado y no quería molestarlo. Yo miraba a mamá, que nos seguía detrás y murmuraba que todo iba a ir bien. No se lo he dicho, pero a mí no me parecía que nada fuese a ir bien y ahora tampoco me lo parece y creo que lo decía más para ella misma que para mí. A veces pasábamos junto a algún chiquillo que lloraba como si estuviera perdido, y yo le gritaba a papá que teníamos que parar, pero él seguía caminando sin hacerme caso y me quedaba mirando al niño de pie en la acera muy quieto, oyendo sus lloros cada vez más lejos hasta que lo perdía de vista entre la gente que corría de un lado para otro.

No estábamos muy lejos de nuestra casa cuando se ha escuchado una gran explosión y en el tercer piso de nuestro edificio, cerca de la ventana de mi habitación, he visto cómo aparecía una nube de polvo marrón flotando en el aire. En ese momento me he quedado sin respiración y he sentido como si algo se hubiese roto en mi interior. Entonces he entendido por qué ya no iba a clase, por qué mamá lloraba en silencio, por qué la semana pasada me dio una maleta y me dijo que metiese mi ropa dentro, por qué papá me besaba en la cabeza y no me explicaba nada. Mamá se ha detenido y se ha vuelto a mirar y papá ha dejado las dos maletas en el suelo y le ha puesto la mano sobre el hombro, pero ella no se ha girado y ha seguido muy quieta observando lo que quedaba de nuestra casa cuando el viento ha dispersado el polvo. Estoy segura de que han sido solo unos segundos, aunque al recordarlo me da la sensación de que allí de pie hemos pasado mucho, muchísimo tiempo, como si hubiésemos consumido días enteros muy deprisa. 

La siguiente bomba ha caído donde está el parque, un poco más lejos, y eso ha hecho que nos pusiéramos en marcha de nuevo. Mamá me miraba e intentaba sonreír, y yo quería devolverle la sonrisa aunque veía cómo le caían las lágrimas por la cara. Cada vez que se escuchaba una explosión, lo que dejábamos detrás se oscurecía un poco más. Varias columnas de humo se elevaban en el cielo, y el azul de antes ahora empezaba a ser gris. Al salir de la ciudad, papá me ha vuelto a dejar en el suelo y nos hemos alejado de la carretera y un rato después junto a un árbol mamá se ha parado, ha sacado un trozo de pan y me lo ha dado. Le ha ofrecido otro a papá, pero él ha dicho que no, se ha vuelto y con la cara tapada con las manos le he oído llorar. No sé por qué, en ese momento me he acordado de Anna y he sabido que no volvería a hablar con ella. 
 

Poesía

Eran perfectos. Podía sentir el calor en sus manos entrelazadas, la intensidad de su pasión, la devoción en la mirada. Mientras los observaba extasiado, el roce de una bolsa de plástico me trajo de vuelta. El panel digital marcaba un minuto. Me separé de la pared con un leve impulso y cogí aire. Se escuchó el pitido proveniente del túnel y el panel avisó de que el tren estaba a punto de entrar en la estación. Me acerqué a ellos, nervioso, hasta colocarme justo al lado de ella, y comencé a contar mentalmente. No miento si digo que a esa distancia eran aún más adorables. Mi corazón latía de envidia por aquel amor tan puro, tan adolescente, tan egoísta. Cuando aprisioné el pie de la chica con el mío, se volvió y supe por sus ojos que no entendía nada. Me hubiera gustado explicarle, pero a ninguno de los dos nos quedaba ya tiempo para nada; como lápidas una sobre otra, en mi cabeza golpeaban los segundos. Le regalé la sonrisa más dulce que pude encontrar, liberé su pie y la empujé. Fue poético. La zancadilla hizo que perdiese el equilibrio y eso la arrastró más allá de la línea amarilla, y como un velocista al entrar en la meta se destrozó la cabeza contra el convoy en movimiento, cubriéndome la cara de pecas de sangre, mientras el chico era arrastrado por el suelo con una pierna encajada entre el vagón y el andén; su carne joven y tierna se deshacía como la mantequilla contra el suelo abrasivo, coloreando el borde de un rojo brillante y vivo. Sin apartar los ojos de la escena, la multitud se echaba atrás horrorizada. Nadie reparó en mí; retrocedí hasta la pared, cerré los ojos y concentrado en los alaridos que se perdían a lo lejos eyaculé en los calzoncillos con un intenso orgasmo. Respiré profundamente varias veces y abrí los ojos. De vuelta en la realidad, miré el reloj, fastidiado por mi falta de previsión. Por culpa de aquellos dos iba a llegar tarde al trabajo.

Caminar

Se tiende a pensar que la forma más silenciosa de caminar es de puntillas. En este movimiento, el peso recae en su mayoría en la unión de las falanges proximales con los metatarsianos. Puesto que el sonido de la pisada procede del contacto entre el pie y el suelo, al minimizar la superficie de contacto cabe esperar que este se reduzca. Sin embargo, conviene tener en cuenta varios inconvenientes. El primero es que el ser humano está adaptado a caminar con toda la superficie del pie, por lo que en ciertos casos, el impacto contra el suelo será más violento y generará un sonido de mayor intensidad que si se realiza toda la pisada completa. El segundo es que caminar así produce una pérdida de estabilidad que puede acabar con el pie contrario aterrizando abruptamente en el suelo para evitar la caída, lo cual es desde luego contraproducente. El tercero es que si el individuo se ve obligado a detenerse en su movimiento, por ejemplo porque escucha a su agresor moverse por la habitación contigua, una postura estática de puntillas genera una tensión extra sobre las extremidades inferiores que es posible que la víctima no sea capaz de mantener mucho tiempo. Por último, la física determina que al disminuir la superficie de apoyo, la presión ejercida sobre el suelo se incrementa, lo que en suelos de madera o cuando se camina sobre baldosas sueltas puede generar ruidos indeseables, además de sonidos provenientes de las articulaciones, sobre todo si se camina descalzo. Una alternativa a caminar de puntillas es realizar el movimiento completo del pie pero ralentizándolo, de modo que la pisada imite el balanceo de una mecedora a cámara lenta. Además de ser un movimiento anatómicamente más natural, que el pie contrario al que inicia la pisada tenga la mayor parte de su superficie sobre el suelo incrementa la estabilidad, reduce el estrés muscular y disminuye los sonidos. Cuando pasas años tratando de esconderte de alguien con la capacidad y el deseo de asesinarte, incluido este preciso momento, tienes ocasiones de sobra para comprobar empíricamente que esta segunda opción es preferible, y que acompañada de una respiración pausada y un calzado adecuado permite alcanzar casi el silencio absoluto al caminar, además de proporcionar un mejor apoyo en el caso de tener que huir. 

Bitácora

He vuelto a entrar en tu blog. Sí, ya sé que decías que no te gustaba esa palabra: blog. Que lo tuyo era una bitácora, no un blog. Tú y tus manías, tú tan poco anglófona, tú tan anglófoba. Como si hubiese alguna diferencia. Te lo dije más de una vez: la palabra "bitácora" escupe mi mente a una época de piratas y abordajes y cañones, camarotes con olor a madera vieja y humedad y mugre, planos de navegación y astrolabios, a tópicos empapados de agua salada y tiburones. A horas de televisión a tu lado. A ruido de sables en la pantalla sobre barcos de madera mientras tú dormías con tus pies apoyados en mis piernas.

Ha sido hace tan solo unos minutos; casi puedo contarlos, aunque no descarto que la memoria me engañe; hace mucho que perdí la pista del cubilete en el que está la bolita. Es posible que hayan pasado un par de horas, que fuese incluso ayer, la semana pasada, hace tres meses o dos años. Cómo estar seguro del tiempo que ha pasado desde entonces, desde aquello, desde lo nuestro. Dime cómo hacerlo porque no encuentro la forma, el camino, la pista de despegue, la salida de la atmósfera, la huida de esta galaxia en la que fuimos.

Tres letras, nada más. Solo eso ha sido necesario para que en la barra del navegador, siempre tan fiel a ti y tan hijo de puta, tan suspicaz y tan cruel, haya sugerido la dirección de tu blog como si se tratase de un punzón picahielo extendido hacia mí. Siempre supiste que eres mi tortura favorita; que contigo tengo tendencias suicidas; que me gusta buscarte aunque todas las células de mi cuerpo rueguen al unísono que no te encuentre; que solo tú puedes destruirme. Yo no rechazo una oferta como esa y ahora tengo ese punzón clavado en el costado; apenas puedo leer las líneas que serpentean por el fondo naranja que pusiste cuando aún estábamos juntos. Cámbialo, te decía yo, es horrible, y tú sonreías, pero nunca lo cambiaste y desde que te fuiste ya no me parece tan feo y cada vez me gusta más. Me temo que es un poco como tu recuerdo; hipnótico, lejano, distorsionado y más bello de lo que fue. No es tan horrible ahora aunque lo fuese entonces.

Y cuando entro ahí está el mismo título con la misma fecha y el mismo comienzo y la misma continuación y el mismo final que la última vez. Sigues sin escribir nada y pienso que si no vuelves es porque debes estar siendo muy feliz o muy infeliz; nunca fuiste mucho de grises y a tu manera conseguías disfrutar de ambas cosas.

El sentido común me dice que debería borrar el historial, pero lo nuestro tuvo mucho de sentido y poco de común; nunca aprendí a utilizar ese concepto y por ti quiero seguir sin saber hacerlo; prefiero creer que he olvidado cómo hacerlo y regresar dentro de un tiempo para arrancar la costra y abrir la herida de nuevo con esta página de fondo naranja detenida en las mismas frases y palabras y letras desde que te marchaste.

Cámbialo, te decía yo, es horrible, y reías. Al final me hiciste caso; lo cambiaste, me cambiaste, te cambiaste.

Una pantufla de color rosa

En una esquina de la habitación, un montón de ropa sucia espera desde hace tres días que alguien la meta en la lavadora, añada detergente y suavizante al cajetín y gire el dial y la ponga en marcha y remate el proceso tendiendo el resultado. Unos metros más allá, atravesando el tabique de ladrillos del 4 cubierto de gotelé, una pantufla de color rosa comprada el pasado febrero en un mercadillo y cuya intensa tonalidad original ha comenzado ya a apagarse permanece solitaria en mitad de la cocina, mientras su dueña empieza a descomponerse junto a ella. La forma en que su boca está aplastada contra el suelo convierte la escena en un chiste pero no hay nadie para reírse aparte de ti.

Aficiones

Me gusta matar gente. Por simple y llana diversión; vulgar entretenimiento. No pierdan el tiempo buscando razones enrevesadas; no tuve un padre autoritario ni me maltrataron en la escuela. En ese sentido, y yo diría que en cualquier otro, soy una persona tan normal como cualquiera de ustedes: amable, inteligente y aunque esté mal que lo diga yo, bastante guapo. Se trata de que sencillamente, disfruto al disponer de la vida de otra persona y tener el poder de acabar con ella. Decir algo así no resulta políticamente correcto, lo sé, pero es al fin y al cabo lo que me gusta hacer y no encuentro razones para ocultarlo. Tampoco me miren así; la historia de la Humanidad está plagada de guerras, genocidios, asesinatos y crímenes violentos de todo tipo, así que es obvio que no soy el único con este tipo de aficiones: a los seres humanos nos gusta matarnos unos a otros, y a los hechos me remito. Esa es la simple y cruda realidad. La diferencia es que algunos estamos dispuestos a admitirlo y otros no.

Calla y sigue tragando

Cada vez que su marido le pega, María calla y sigue tragando. Cada vez que su jefe le humilla, Juan calla y sigue tragando. Cada vez que sus compañeros se burlan de él, Andrés calla y sigue tragando. Un día tras otro, ellos y millones de personas en el mundo, en esas u otras circunstancias, callan y siguen tragando. Por mantener las formas, por una justificada cobardía, por miedo a llamar la atención o al qué dirán, por un inmerecido respeto al otro, por temor o por simple falta de decisión. Callan y siguen tragando. Un día sí y otro también.

Hasta que un buen día cualquiera de ellos se levanta cansado. Cansado de callar y seguir tragando. Y entonces, a veces, pasan cosas.

Sangre

Como otras veces, se quita la ropa, se tumba en la cama lentamente e intenta olvidarse de sí mismo. Cada objeto de la habitación se encuentra en su sitio, colocado previamente con minuciosidad obsesiva; todo sigue un guion ya antes escenificado.

Trata de relajarse respirando con profundidad, sin éxito, y observa con ansiedad los tablones del techo. Su excitación se dispara al detectar un punto marrón casi indistinguible frente a sus ojos, y crece a la misma velocidad que este se convierte en una mancha bermellón que se extiende en todas direcciones; su sexo se hincha involuntariamente, y cuando siente la primera gota de sangre, caliente aún, caer sobre su pecho, cierra los ojos y un ligero hormigueo le recorre la entrepierna. A esa le sigue otra en el cuello, en la frente, en el pecho de nuevo, en la mejilla, hasta que el goteo se convierte en un fino hilillo de líquido que cae directamente sobre su diafragma, convirtiéndolo en un grotesco demonio rojo que encorva el espinazo y jadea como un perro.

Veintitrés segundos después de esa primera gota, con su lengua deslizándose por los labios en busca del líquido vital, dos metros y ochenta y cinco centímetros por encima su cabeza, una tabla de madera carcomida y en estado de putrefacción se sale del guion y cede ante ciento quince kilos de carne que unas horas antes eran un ser humano; la inercia y la gravedad hacen el resto. Diecinueve segundos más tarde, morirá a causa del golpe, experimentando un profundo e intenso placer al sentir como su boca se llena de su propia sangre.

Colchón

Tumbado boca abajo en la cama con un brazo colgando fuera de ella, lo primero que vió al abrir los ojos fueron aquellas bragas rojas de encaje tiradas en el suelo. Claro que aquello no era normal, puesto que su mujer hacía años que no gastaba ese tipo de delicatessen, ni tampoco lo era dormir desnudo, costumbre que hacía mucho que había abandonado, pero no estaba en esos momentos demasiado capacitado para cuestionar su realidad más inmediata. Sentía la lengua pastosa, una sensación que se prolongaba hacia dentro por su garganta, y que al parecer, también lo había hecho hacia fuera, en forma de una desagradable mancha que se extendía debajo de su boca. La visión de un toro de lidia en el ruedo, jadeando, con la boca abierta y un hilo de saliva colgándole de la lengua le vino a la cabeza por un instante, pero su propio instinto de conservación se encargó de reemplazarla. Casi inconsciente como se encontraba, alejarse de la humedad del colchón era su mayor y único objetivo, así que a duras penas, se dió la vuelta y respiró profundamente, agradeciendo el cambio de posición. Quería seguir durmiendo. No, necesitaba seguir durmiendo.

En ese momento, una voz de mujer le susurró al oído algo que no se molestó en entender, mientras un cuerpo femenino desnudo y caliente se pegaba a él y unas manos suaves empezaban a masturbarle lentamente.

Rosemary

Rosemary me contó que había perdido el brazo derecho al caerle encima una viga de madera maciza que debía atravesar diagonalmente el comedor de su futura casa, a la que ella y su marido habían dedicado gran parte de los ahorros de su vida y el tiempo de los últimos tres años. Al parecer, un fallo en uno de los apoyos la hizo desplomarse sobre el suelo, donde se encontraba ella recogiendo unas herramientas; allí la encontró él una hora más tarde, inconsciente sobre un charco de sangre. Perdió el conocimiento al instante y despertó una semana más tarde, con el miembro amputado a la altura del hombro, sin recordar nada de lo que había sucedido. De esto hace ya casi veinte años, y ambos continúan recibiendo ayuda psicológica.

La casa continúa vacía, sin más ocupantes que algún perro salvaje o pájaro ocasional. Ellos no han vuelto a poner el pie en ella ni lo harán jamás; aunque no la olvidan.

Pepe

Pepe llevaba muchos años trabajando en la misma compañía. Había entrado en ella al poco tiempo de salir de la universidad, y no había encontrado razones para cambiar; ésta siempre le había tratado bien, y él le correspondía tratándola de igual modo. Siempre había existido una relación de normalidad, podría decirse que incluso de cordialidad. Trabajaba allí sus horas, le pagaban, y ahí acababa todo: ambas partes contentas.

En lo que refiere al trabajo diario, su jornada laboral transcurría habitualmente sin mayores incidencias. No tenía un puesto de poca responsabilidad ni de mucha responsabilidad. Era relativamente interesante, y relativamente aburrido, como muchos otros trabajos. Su salario era aceptable y sus condiciones laborables también. No se quejaba demasiado, pero tampoco dejaba de hacerlo cuando lo consideraba necesario. A veces sus quejas se atendían, a veces no, pero siempre en un clima de diálogo. Estaba contento con su trabajo.

Como todos los años, aquel verano Pepe se fue de vacaciones con su familia al pueblo de su mujer, donde pasaba habitualmente cerca de un mes, si el trabajo se lo permitía. El tiempo se fue volando, como siempre sucede cuando estás de vacaciones, y cuando volvió, descubrió que su anterior jefe había dejado la empresa y que uno nuevo lo había sustituido. Siendo de naturaleza optimista, pensó que no habría ningún problema y que lo mejor sería presentarse a éste como correspondía, ya que al parecer se había reunido durante sus vacaciones con el resto del personal del departamento, y era él el único al que no conocía.

Lo intentó, una y otra vez, día tras día, pero éste siempre estaba reunido, así que mientras tanto seguía con su trabajo habitual sin preocuparse demasiado. Ya me presentaré más adelante, pensaba. Pero su superior seguía reunido. Sin darle demasiadas vueltas, se dedicaba a su trabajo.

Y esta situación se alargó y se alargó y se alargó, hasta que Pepe se dio cuenta de que había pasado ya un par de años, y que seguía sin conocer a su jefe. Su interés en presentarse ya no era el mismo, a la vista de que su trabajo seguía igual y nada había cambiado. Y empezó a preguntarse si sabría éste quién era él, a qué se dedicaba, o incluso cuál era su nombre, siempre de un modo curioso, no insano. Aunque no necesitaba ningún tipo de seguimiento, la situación le parecía extraña, incluso divertida. Transcurrió otro año, y otro, y otro, y nada. Se cruzaban, aquí y allí, pero poco más, o mejor dicho, nada más. Él no decía nada y su jefe tampoco, porque como suponía Pepe, ni siquiera se imaginaba que trabajaba para él. Y Pepe, que era una persona agradable y tranquila pero no tonta, pensó que a lo mejor, quizá, si un día desaparecía, nadie se daría cuenta.

Así que decidió que al día siguiente no iría a trabajar, y se quedó durmiendo, convencido de que al llegar por la mañana alguien le preguntaría donde había estado. Llegó nervioso, con varias excusas preparadas. No fue necesario utilizarlas: nadie le dijo absolutamente nada. Así que repitió el experimento, pero esta vez pasó dos días en su casa. El resultado fue exactamente el mismo. ¿Era él transparente? Estaba ojiplático. Visto lo visto, decidió probar una vez más con una semana. De nuevo, ningún comentario al volver. No podía creerlo, aunque por miedo a que su nómina reflejase algo que él no había notado, dejó de ausentarse y continuó con su trabajo. En total, aquel mes se había cogido ocho días de "vacaciones voluntarias", y pensó que aunque aparentemente nadie se hubiese dado cuenta de sus ausencias, lo más posible es que alguien sí se hubiese dado cuenta.

No fue así. Su salario llegó impoluto, como siempre. Íntegro, de cabo a rabo. El mes siguiente hizo lo mismo, pero faltó dos semanas. Y otras dos al mes siguiente. Decidió no entregar los informes de fin de mes y esperar a las consecuencias. Capearía el temporal si era necesario. Algo se le ocurriría. Pero nada, nada, nada de nada, sucedió. Y en lugar de sentirse abatido por la patente inutilidad de su trabajo, por la transparencia de su puesto, decidió aprovechar la situación, y prolongó las vacaciones de ese año un mes "voluntariamente". Al año siguiente lo hizo tres meses. Y al cabo de cinco años, Pepe sólo acudía a las convenciones, a comer y cenar gratis, y a visitar a sus compañeros, pero claro, ellos nunca supieron que él iba sólo de visita, ¿y quién era él para sacarles del error?

Total, él trabajaba para aquella empresa. Lo ponía en su nómina.