Parloteo

Observo su reflejo en la ventana. Está desesperada o harta, no sabría decir. Aunque durante el trayecto se ha limitado a echar miradas intermitentes de desaprobación a nuestro amigo, como si se sintiese vencida, ahora ha bajado el libro y lo mantiene abierto sobre sus muslos, con los ojos perdidos en las personas del andén al otro lado de la ventana. Suspira visiblemente, cruzamos la mirada un segundo, diría que con la complicidad que da la resignación compartida, incluso el odio compartido, y luego clava los ojos en él como si quisiera fulminarlo. En mi caso, hace varios minutos que he dejado de leer, incapaz de concentrarme, y simplemente escucho una canción aleatoria en los cascos. Mientras tanto, el gilipollas a mi lado continúa radiando la conversación telefónica con su madre como si la tuviera a tres metros de distancia. Sus palabras, treintaypocos, acento andaluz, barbilampiño y con ligero sobrepeso, idiota sin lugar a dudas, incluso logran abrirse paso a través de la música hasta mis tímpanos, y durante los cuarenta minutos que dura la conversación me entero, yo y medio vagón, de que se le ha roto la pantalla del móvil, de que, para su sorpresa y disgusto, su madre tiene el iPhone cuatro que él tenía guardado para ocasiones como estas, que la reparación le cuesta ciento ochenta euros y de que como solución se plantea comprar un móvil para utilizarlo durante el tiempo que lleve el arreglo, para luego devolverlo a la tienda. Me levanto del asiento cuando el tren comienza a decelerar al llegar a mi parada, y sin interrumpir el parloteo echa las piernas a un lado para dejarme pasar. Frente a mí, una segunda chica con otro libro entre las manos frunce los labios mientras mira de reojo al locutor, y pienso que hay lugares del mundo en los que matan a la gente por menos que esto.

La mujer

La vi de lejos y me llamó la atención. De pie junto a un banco, vestía unos mocasines negros de imitación piel, desgastados a los lados, con unos pantalones pitillo verde esmeralda, que le hacían la forma del cuerpo como un botijo. El atuendo lo remataba con una chaqueta marrón claro que tenía el cuerpo recubierto de finos pelillos, que me recordaba a la que le había visto a alguna estrella de rock en una revista, y las mangas hechas de una tela que dibujaba como surcos rectilíneos a lo largo de los brazos. Volvió el cuerpo al pasar yo, como si me esperase, y me miró estirada, con una mezcla de desafío e indiferencia. Cuando apartó la mirada me fijé en su cara. Cincuenta años tendría, alguno más quizá, no sé. Iba muy maquillada, con los ojos pintados de un azul eléctrico y la piel oscurecida con un moreno artificial, como pretendiendo haber vuelto de algún crucero de pega por las islas griegas. Coronaba su cabeza un imponente y estrafalario peinado rubio de peluquería, que se arremolinaba en la cima y formaba tirabuzones que le caían pegados a las orejas. Se llevó el cigarro a la boca, le dio una chupada y alrededor de los labios aparecieron pequeñas arrugas que en el momento de la calada se oscurecieron y me recordaron a un ojo del culo. El pintalabios oscuro y el exceso de sombreado colaboraron a crearme esa impresión. Miraba a los lados, nerviosa, pareciera que vigilando, cuando la dejé atrás. Lo siguiente que escuché fue el bocinazo de un autobús a mi espalda y un golpe sordo. Me volví con calma, no sé por qué, como si supiera que la mujer ya no estaría allí. Con el cuerpo oculto bajo la carrocería, solo alcancé a ver uno de sus mocasines negros tirado sobre el asfalto y su mano sobresalir por un extremo, junto al cigarrillo que a unos centímetros de sus dedos todavía humeaba.

El verano en Sempiterno

Que alguien te diga que el verano es caluroso en Sempiterno puede significar una o más de estas tres cosas: que tu interlocutor es optimista por un buen trecho, que está muy hecho al clima sahariano, y la tercera, que tiene un escaso dominio del lenguaje, que a la postre viene a ser lo más habitual. Porque la auténtica realidad de esta maldita ciudad es que en apenas cuatro meses superamos más de la mitad de los días los cuarenta grados a la sombra. Cuarenta, sí. Así que más que el timorato caluroso, extremo o insoportable son calificativos que, sin pensarlo demasiado, son mucho más apropiados para describir esta estación del año en Sempiterno.

A pesar de ello, por alguna razón incomprensible, es poco habitual que los domicilios cuenten con un aparato de aire acondicionado, cuyo hermano pobre, el ventilador, deja de ser un accesorio útil a partir de la primera quincena de julio y queda relegado a la condición de mero consuelo psicológico. El aire se mueve pero su principio activo es el mismo que el de la homeopatía; efecto placebo que se disipa a los pocos segundos. Esta circunstancia convierte a los comercios climatizados en un lugares muy demandados, ya sea un bar, una carnicería, una floristería o incluso el mismo tanatorio, que es desde donde escribo estas palabras, convenientemente apoltronado en un sillón de polipiel bajo una rejilla por la que sale una placentera corriente de aire gélido.

Si uno presta un poco de atención, podrá observar cómo en estos locales se produce en verano una aglomeración de parásitos, sí, parásitos, que sin la menor intención de llevar a cabo transacción comercial alguna, deambulamos fingiendo interés en los productos expuestos o consumimos la mañana delante de un vaso de agua y un único café, cuyos posos hace horas que se secaron, cuando en realidad todo lo que hacemos es disfrutar del aire fresquito cayéndonos en el cogote, mientras los comerciantes observan con impotencia y cara de pocos amigos desde detrás de sus mostradores cómo sus establecimientos se llenan de presuntos consumidores sin que sus cajas registradoras lo hagan en la misma proporción. 

La situación es hasta tal punto inaguantable que no me cabe duda de que si en los calabozos de la comisaría hubiera aire acondicionado, el crimen en la ciudad se dispararía en los meses de julio a septiembre. Tengo serias dudas de que esta sea la causa de que la casta política, recluida durante estos meses en sus despachos con el aire acondicionado funcionando a todo trapo, lleve tantos años haciendo oídos sordos a las peticiones de la Policía Local, aunque tampoco dudo de que saltarían prestos a apropiarse del argumento en caso de necesitarlo. La buena gente de la policía lo intentó, si recuerdan, hace unos años, sin demasiado éxito, organizando una huelga que se alargó semanas, y con la cual lo único que los desgraciados agentes consiguieron fue una pírrica y ciertamente patética medida, en la forma de un vestuario más acorde a las condiciones climáticas: camisas de manga corta. La oferta inicial incluía también el pantalón corto, pero no les hizo falta pensar mucho para concluir, con bastante acierto, que el resultado era en la mayor parte de los casos ridículo, y esa parte de la propuesta se retiró discretamente. A pesar de los intentos del sindicato por vender aquello como un triunfo, la asfixiante atmósfera que se respira cuando entras en las dependencias policiales imagino que actúa cada verano de poderoso recordatorio sobre quién fue en realidad el ganador de aquella contienda.

Así, como se lo he descrito, es en realidad Sempiterno de junio a septiembre: abrasador como las llamas del fuego eterno, ardiente como el interior del un volcán, doloroso como un hierro candente. Lo que nos obliga a muchos a deambular sin descanso, a la caza de nuevos lugares en los que sobrevivir, como haré yo cuando esa pobre mujer que llora junto al cristal se me acerque para intentar averiguar qué vínculo tenía con el esposo fallecido. Y no se me ocurre una respuesta a esa pregunta mejor que la verdad: el frío, buena señora, el frío. ¿O por qué cree que ambos hemos escogido el tanatorio? 

Carretera oscura - Cap. 1

1

Levanté la mano al verle entrar. No me devolvió el saludo, y se dirigió a mí como si no me hubiera visto. Sin sacarse las manos de los bolsillos de la chaqueta empujó la silla con el cuerpo y se sentó. No reparó en mí. Echó un vistazo a través del amplio ventanal junto al que me había sentado y apretó los labios en señal, supongo, de desaprobación por el lugar escogido. No dije nada. En el exterior, la lluvia caía con fuerza contra las mesas de plástico de la terraza y algunas personas corrían pegadas a las fachadas. Sin embargo, él estaba completamente seco. Bajó la cabeza cuando el camarero se acercó y clavó la mirada en la mesa. Pedí dos cervezas sin consultarle, y debió de parecerle bien porque no puso ninguna objeción. Esperé que el camarero se alejara lo suficiente, saqué la grabadora y la puse sobre la mesa. Se quedó mirándola un par de segundos y me miró sin levantar la cabeza y volvió a apretar los labios. Pensé que se iba a echar atrás, pero asintió y cogió aire. «Vamos allá», pensé. Apreté un botón y una lucecilla roja se encendió en un lateral. No hubo presentaciones. Miró a nuestro alrededor y comenzó.

—Estuve en las primeras reuniones. Noviembre de 2010, según mis notas, año y pico antes de la entrada en vigor de la nueva normativa. Las teníamos todos los martes a las nueve de la mañana, aunque los de financiero siempre llegaban tarde. Al principio éramos por lo menos diez, entre los de producción, calidad, financiero, legal y algún otro departamento que se sumaba de vez en cuando. En las primeras, éramos los que llevábamos la voz cantante. Cada mañana aparecíamos con los resultados de las simulaciones que habíamos hecho durante la semana y los repartíamos entre los asistentes. Si había habido cambios relevantes hacíamos una presentación, si no, Diego o yo explicábamos de palabra los avances. Al acabar, no importaba lo que hubiésemos dicho, el jefe de producción se llevaba la mano a la cabeza y comenzaba a resoplar. Las reuniones no duraban mucho más de veinte minutos. Escogían los dos o tres escenarios más favorables y nos pedían que trabajásemos sobre esos, que los optimizáramos. Es lo habitual cuando se trata de resideñar procesos, pero no se puede optimizar nada hasta el infinito. Yo lo sé y todo el mundo allí lo sabía, es de lógica, joder. Si lo consigues, es que te estás haciendo trampas al solitario, y supongo que fue lo que alguien esperaba que hiciéramos y no hicimos, así que a la sexta o séptima reunión pasaron de nosotros y dejaron de convocarnos. Tanto mejor. Para entonces, estaba claro que financiero era quien mandaba allí dentro. En las reuniones que yo estuve nunca abrieron la puta boca. Un capullo con traje y corbata que acabaría de salir de la universidad tomaba notas y eso era todo.

Se calló cuando vio que el camarero se acercaba con las dos cervezas. Lo siguió con la mirada hasta verlo entrar en la barra y solo entonces continuó.

—En fin, era ya evidente que nosotros éramos más un incordio que una ayuda. Un lunes antes de la reunión el Director Financiero nos pidió los informes y nos comunicó, así lo dijo el muy capullo, «os comunico», que ya no era necesario que asistiéramos, y que a partir de ese momento con que le enviáramos los informes cada viernes a las dos de la tarde era suficiente. No nos explicó nada. Valiente hijo de puta. Tras la reunión, recibíamos un correo con las instrucciones. Que si teníamos que modificar esto, recortar de aquí, probar aquello, así todo. A menudo, o casi me atrevería decir que siempre, Diego y yo nos mirábamos porque las instrucciones o no tenían ningún sentido o era totalmente imposible de aplicar. Supongo que es lo que pasa cuando metes tus zarpas en algo que no entiendes. Eso mismo, que era imposible, pero adornado con palabras suavizadas, era lo que poníamos en el siguiente informe, así que un mes más tarde dejaron de pedirnos los datos de las simulaciones y nos apartaron del proyecto. Pensamos que nos iban a pegar la patada, pero no pasó. Todo se diluyó y pasado un mes era como si todo aquello nunca hubiera sucedido, aunque en calidad y producción todo el mundo sabía que habría que hacer cambios y que no se iban a hacer solos. Sin embargo, ¿qué vas a hacer? Tú haces lo que te mandan, para eso te pagan, ¿no? No es tu jodido problema. Sigues trabajando y supones que alguien más listo o mejor pagado que tú pensará algo, y bueno, lo cierto es que alguien pensó algo, ¿no le parece? El resto de la historia ya lo conoce, o quizá no tanto, pero es suficiente.

Hizo una pausa y me miró, inquisitivo. Comprendí que no iba a darme más y apreté un botón en la grabadora. El pequeño led rojo se apagó y tuve la sensación de que respiraba aliviado:

—Bien, ya tiene un par de nombres para ir tirando del hilo. Si consigue más pasta, ya sabe dónde estoy, pero —titubeó— la próxima vez busque un lugar más discreto.

Dejé el sobre encima de la mesa. Él sacó la mano de la chaqueta, lo cogió y lo guardó sin abrirlo. Me interrumpió antes de que pudiera abrir la boca.

—No se preocupe, sé que está todo. Confío en usted, pero, pero no me joda porque la mato. No me importa que sea usted una…

Dejó la frase en el aire y yo la terminé:

—Una mujer.

Me miró, molesto, incómodo.

—Tenga cuidado —añadió antes de levantarse y darse la vuelta.

Me quedé observando cómo salía del bar. Había dejado de llover y las luces de las farolas brillaban sobre las aceras. Guardé la grabadora en el bolsillo. Miré su cerveza, intacta. La alcancé y le pegué un trago, mientras le hacía un garabato en el aire al camarero. Mire alrededor. Todo parecía normal.

Siguiente capítulo en dos o tres semanas.

Finales

Fue culpa de aquel proyecto. No había pasado ni una semana cuando comenzó a llegar a casa pasadas las diez de la noche, y a partir de ese momento, el poco tiempo de vida que le quedaba —los días que no tenía que encender el portátil y seguir trabajando— lo empleaba en hacerse la cena y tirarse frente a la pantalla de televisión hasta que llegaba la hora de acostarse. Así empezó todo, una noche cualquiera en la que se encontró demasiado cansado para cogerlo entre sus manos, abrirlo, hacer un repaso mental al último pasaje y continuar con la siguiente frase.

Ni siquiera era un libro denso o aburrido. Entretenido en general, sin dedicarle apenas tiempo había llegado a la mitad, y en los mejores momentos incluso le había llegado a atrapar. Si hubiese querido, podido o tenido fuerzas, antes de dormir podría haber leído una docena de páginas, media docena, un par de páginas, lo suficiente para no abandonarlo. Pero no quiso, no pudo o no encontró las fuerzas, y sin prestarle atención, aquella primera noche cualquiera su mano sobrevoló la portada de aquel librito, alcanzó el interruptor de la lámpara de la mesilla y se hizo la oscuridad. 

Ese mismo gesto se repitió cada noche y un tiempo después, como si el olvido le hubiera conferido la propiedad de atravesar los sólidos, el libro se deslizó al cajón y permaneció junto a los calcetines hasta que acabó volviendo a su anterior ubicación en la combada balda de la estantería del comedor, junto a varias docenas de ejemplares y sin el marcapáginas, extraviado en algún lugar del camino. Para cuando el proyecto acabó, aquella novelilla ligera había sido relegada al olvido, y por pereza o porque la tenía asociada a aquella nefasta temporada, cuando reanudó el hábito y buscó algo que leer, la pasó por alto sin ningún remordimiento; sabía que estaba ahí, pero sus ojos ni siquiera se detuvieron en el título impreso en el lomo. Hasta aquel día, jamás había dejado a medias ningún libro; ese fue el primero, ese fue el comienzo del fin. 

Liberada del remordimiento, su mente actuó como si hubiese estado esperando para resarcirse de los cientos de páginas leídas a la fuerza, de espesos pasajes y frases eternas, de argumentos insípidos y personajes planos. Durante meses, su nivel de tolerancia se fue reduciendo, y llegó un momento en el que una veintena de páginas le bastaban para cerrar el libro y pasar al siguiente, cuya lectura seguiría el mismo patrón. 

Lo siguiente fueron las series. A menudo no pasaba del capítulo piloto, un par a lo sumo, y pronto el catálogo y las opciones se agotaron y tuvo que buscar otros entretenimientos. Cuando el síndrome alcanzó las películas ya era tarde para buscar una cura; que requirieran mucha menos dedicación que los libros o las series no sirvió de nada. No era necesario que surgiese en su cabeza otra cosa que hacer, que el argumento le pareciese aburrido o las interpretaciones fueran malas; esos eran criterios racionales, y él había abandonado ese terreno hacía tiempo. Saber que tenía el poder de terminar las cosas cuando lo deseara y que ello no tenía consecuencias era suficiente justificación para hacerlo, y eso le provocaba más placer que experimentar lo que pudiera venir después.

Lo que vino después es fácil de adivinar. De una manera cruel e insensible, aunque rápida y casi quirúrgica, dio carpetazo a una relación de pareja que hasta entonces no había mostrado un ápice de debilidad, prefiero no ver cómo termina esto, y finiquitó todas sus relaciones de amistad, fértiles hasta entonces, con un puñado de palabras poco amables y sin ninguna consideración, lo que provocó un sentimiento de incomprensión generalizado en su entorno. No fue más delicado al cortar de cuajo los lazos familiares, a pesar de las lágrimas que su madre derramó al escucharle decir que no quería saber nada más de ellos. Horas más tarde, sentado en el frío suelo del baño y mientras veía cómo su sangre formaba un charco sobre las baldosas blancas, terminó lo único que le quedaba por terminar.