Juegos de clase

(Si tiene usted alguna duda sobre si lo que sigue es realidad o ficción, le refiero al punto 8 del Acerca de).


Hoy le traigo otro incidente que recordé el otro día, a propósito de algo que no viene a cuento, pero del que creo que podrá sacar algo en claro.

En cierta ocasión, en el colegio, durante los minutos de descanso entre clase y clase mientras los profesores cambiaban de grupo, comencé a jugar junto a la puerta con una pelota hecha con papel de plata del bocadillo, dándole pequeños toques con el pie, a la espera de encontrar algún cómplice de juegos. No era nada sofisticado, ya se lo puede imaginar: uno hacía de portero mientras el otro intentaba marcar gol. 

Las puertas de las clases eran de contrachapado de doble hoja y color oscuro, con un pequeño ojo de buey a la altura de los ojos —de un adulto medio, aclaro—, que permitía avisar al profesor, ver quién daba la clase y supongo que buscar a algún alumno por la razón que fuese; ya se imagina el tipo de puertas que le digo. En algunas aulas, la puerta quedaba a la espalda y los curiosos pasaban desapercibidos, pero cuando se encontraba en un lateral, si tu visión periférica detectaba un bulto no podías evitar que los ojos se te fuesen como un resorte a la abertura. 

Como debe ser incómodo sentir la mirada inquisitiva de un puñado de críos, a menudo no se veía la cara de la persona, sino que esta se asomaba como si estuviese escondiéndose de un francotirador. A veces, tras una de esas apariciones, el profesor detenía la explicación, salía y regresaba a los pocos minutos preguntando por alguien.

Siguiendo ese procedimiento, una mañana se llevaron a un chico rubio en mitad de clase de inglés y no volvió al colegio hasta una semana después. Lo de la clase de inglés y el color de su pelo no lo tengo claro, pero lo de la madre es cierto, no me olvidaría de eso. Poco tiempo después supimos que su ausencia se debía a que aquella mañana habían encontrado a su madre cadáver en la cocina, tirada sobre un charco de sangre. Lo de la sangre no sé si será verdad, pero dicen que se resbaló con el detergente y se destrozó la cabeza contra la encimera. También se dijo que la había asesinado su padre, es decir, el padre del chico, del que la madre estaba separada, o divorciada, o algo así, pero nadie confirmó ninguna de las teorías, así que quedó en que simplemente la había palmado porque claro, no le ibas a ir con preguntas morbosas al pobre huérfano, que ya tenía bastante con aguantar lo suyo como para que encima le fuesen con crueldades, a pesar de que todo el mundo sabe que los niños, esos pequeños hijos de puta, no entienden de miramientos. 

Hay que tener en cuenta que yo por aquel entonces tendría, aproximadamente, unos doce o trece años, no creo que más, y la naturaleza de aquella muerte quedaba muy lejos de mis intereses y probablemente también de los de mis compañeros. Sin embargo, eso no impidió que a partir de ese momento comenzáramos a mirarle con lástima, como si quisiéramos transmitir que compartíamos un dolor que no éramos capaces de entender y que en realidad, para qué negarlo, nos la traía al pairo. Como respuesta, lo único que él hacía era soltar algún gracias con esa vocecita afeminada que tenía, sonreír levemente o agachar la cabeza. Éramos a un montón de gilipollas que se pasaban el día recordándole lo jodido que estaba con palmaditas en la espalda y miraditas compasivas. Menuda panda de capullos.

Supongo que eso debió de pensar él todo el tiempo, porque medio año más tarde el director se volvió a asomar al ventanuco de la puerta y se repitió el proceso de la primera vez, solo que esta vez el chico rubio no volvió. Resultó que ni el padre ni el detergente ni la encimera, qué va. Él mismo la había matado con una fuente de cerámica antes de salir de casa, y todo porque la pobre mujer, que iba mal de pasta y hacía lo que podía para tirar adelante, no quería comprarle unas zapatillas de marca con las que el crío se había encaprichado. Todo por unas jodidas zapatillas, ya ve. 

El próximo día, si le parece, volvemos a la pelota de papel de plata con la que he empezado, que en realidad era lo que venía pensando en contarle mientras venía de camino.


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