Parloteo

Observo su reflejo en la ventana. Está desesperada o harta, no sabría decir. Aunque durante el trayecto se ha limitado a echar miradas intermitentes de desaprobación a nuestro amigo, como si se sintiese vencida, ahora ha bajado el libro y lo mantiene abierto sobre sus muslos, con los ojos perdidos en las personas del andén al otro lado de la ventana. Suspira visiblemente, cruzamos la mirada un segundo, diría que con la complicidad que da la resignación compartida, incluso el odio compartido, y luego clava los ojos en él como si quisiera fulminarlo. En mi caso, hace varios minutos que he dejado de leer, incapaz de concentrarme, y simplemente escucho una canción aleatoria en los cascos. Mientras tanto, el gilipollas a mi lado continúa radiando la conversación telefónica con su madre como si la tuviera a tres metros de distancia. Sus palabras, treintaypocos, acento andaluz, barbilampiño y con ligero sobrepeso, idiota sin lugar a dudas, incluso logran abrirse paso a través de la música hasta mis tímpanos, y durante los cuarenta minutos que dura la conversación me entero, yo y medio vagón, de que se le ha roto la pantalla del móvil, de que, para su sorpresa y disgusto, su madre tiene el iPhone cuatro que él tenía guardado para ocasiones como estas, que la reparación le cuesta ciento ochenta euros y de que como solución se plantea comprar un móvil para utilizarlo durante el tiempo que lleve el arreglo, para luego devolverlo a la tienda. Me levanto del asiento cuando el tren comienza a decelerar al llegar a mi parada, y sin interrumpir el parloteo echa las piernas a un lado para dejarme pasar. Frente a mí, una segunda chica con otro libro entre las manos frunce los labios mientras mira de reojo al locutor, y pienso que hay lugares del mundo en los que matan a la gente por menos que esto.