Trenes

Cuando el tren, que procede de alguna ciudad alejada a cuarenta kilómetros al sudeste, hace su entrada a primera hora de la mañana en la estación, todos los asientos se encuentran ocupados. El color que predomina en el interior es un gris claro y opaco que parece escogido con la intención de servir de camuflaje a las apáticas caras de los viajeros y no alterar la atmósfera mortecina del vagón. Sin contar las dos ciudades, en el trayecto entre ambas hay cinco paradas, en lo que viene a ser un viaje de hora y pico. Tiempo más que suficiente para que por la mañana o por la tarde muchas cabezas acaben apoyadas contra los cristales, los ojos cerrados o entreabiertos, la boca abierta o cerrada. A veces algún pasajero ronca, lo que es una molestia para los que quieren echar una cabezada y una fuente de algarabía para el resto del vagón, a la que el protagonista es ajeno. Pero si hay algo peor que los ronquidos es una sonrisa o, válgame Dios, una carcajada, que desentona como lo hace el cadáver de un niño vestido de marinero dentro de un ataúd. Sucede en ocasiones, cuando alguien con auriculares ríe sin que exista un motivo evidente, probablemente al escuchar un programa de radio matutino; las cabezas y los globos oculares de los pasajeros se mueven al unísono buscando al culpable con miradas fugaces, con las que tratan de diagnosticar el origen de su alegría y si tienen algo que temer del individuo: ¿está loco o simplemente ríe por algo que ha escuchado? Al percatarse de que está siendo escrutado por el resto del vagón, lo normal es que el alborotador ahogue su risa y deje en su cara una sonrisa de satisfacción que cualquiera diría que es un arpón clavado en el corazón del resto de pasajeros. Las formas de matar el tiempo hasta llegar al destino son muchas: perder la mirada y la mente en el mundoque se mueve a toda velocidad al otro lado de los grandes cristales tintados, leer un libro o la prensa diaria, escuchar música o dedicarse a examinar al resto de viajeros, sin más, pero mi preferida siempre ha sido seguir con la vista las luces de las viviendas que flotan en el exterior como luciérnagas, e imaginar qué sucede en cada uno de esos puntos minúsculos tras los que hay personas, cada una con sus propias mentiras y secretos inconfesables. La evidente impostura de la raza humana me sirve en ocasiones de consuelo: no soy tan extraño.

Una mañana en el metro

Es hora punta aquí y en cualquier estación de metro del planeta. Las ocho y cuarto. Apenas pueden entrar en el vagón y parece que las puertas vayan a aplastar a alguien al cerrarse, pero no es así, porque todo el mundo sigue ileso cuando el tren arranca de nuevo. Faltan nueve paradas hasta su destino, comprimidos, asfixiados, tragando el dióxido de carbono de todas esas personas pegadas unas a otras en una superficie de veintidós metros de largo por tres metros de ancho, algunas de las cuales es evidente que hace días que no se duchan mientras otras abusan de la colonia para enmascarar esa falta de higiene. Detrás de él hay un universitario. Quítate la puta mochila de la espalda, gilipollas, está tentado a decir, pero se contiene. El ruido que logra escapar de los auriculares de su vecino hace crecer la ansiedad en Carpo. Si no fuese tan civilizado, le haría tragar esos jodidos cascos junto con el cable y el móvil al que van unidos. Está seguro de que si se lo comenta a Mapache, este lo hará. Le ha visto hacer cosas similares por razones más banales.

Mejor no. Son solo nueve paradas. Pasarán pronto. Puedes aguantar.

Empieza a sudar. Mapache le mira y casi en un susurro, dice:

—Eh, ¿te encuentras bien?

El aliento le huele a tabaco y cerveza. Carpo asiente con la cabeza aunque la expresión de su cara diga otra cosa.

—Yo diría que no. Lo que necesitas es un poco de aire.

—Ahora no, Mapache. Ahora no.

—Me temo que vamos a tener que coger el siguiente.

—Venga, estate quieto. Tengamos una mañana tranquila.

—Ya verás —dice Mapache sonriendo. Nunca sabe si eso es buena o mala señal, aunque tiende a ser más lo segundo que lo primero.

Un hombre medio calvo y bajito pegado a ellos, con una americana que le viene grande, barba de pocos días y cara de alelado, les mira de reojo. Mapache le devuelve la mirada.

—¿Qué cojones estás mirando? Métete en tus putos asuntos, enano de mierda.

El hombrecillo baja la cabeza y vuelve a sus pensamientos, si es que los tiene.

—Tranquilo, Mapache, tranquilo —dice Carpo entre dientes.

El vagón se inclina suavemente al coger una curva peraltada y el altavoz del tren anuncia la siguiente estación.

—Allá vamos. Va a ser divertido.

Justo en el momento en el que la velocidad comienza a disminuir, Mapache hincha el pecho todo lo que puede y de su garganta sale un grito como si se hubiese aplastado un dedo con un martillo. Pilla de sorpresa incluso a Carpo, que se aparta asustado. Igual que él, todas las personas que un instante antes se agolpaban junto a ellos en un espacio en el que parecía no caber un alfiler, de repente han encontrado huecos donde antes no los había. La estampida hacia atrás empuja a los pasajeros de pie encima de los que están sentados. Se encajan unos con otros como piezas de un puzzle humano, aterrorizados por la posibilidad nada descartable de que ese individuo que grita a pleno pulmón padezca algún tipo de trastorno mental, sea un terrorista, un asesino, un ser venido del Averno, y que pueda sacar un cuchillo, un arma o peor, una bomba de fabricación casera cuyas instrucciones ha sacado de Internet. En los extremos del vagón, el resto de viajeros levantan las cabezas intentando averiguar la causa del grito y el movimiento de masas. Como en una explosión, la onda expansiva se propaga más allá de la gente que les rodea y se expande. Como una gota de jabón en una balsa de aceite. Como ñus en estampida. Como una gota de café en un vaso de leche.

Carpo contempla el espectáculo, atónito. Mapache está llegando al límite y levanta las manos en el aire como haría un director de orquesta. Los pasajeros le observan curiosos y asustados; en los más valientes entre el público el temor inicial ha dado paso a la curiosidad, pero incluso así se mantienen a una distancia prudencial; otros se alejan a empujones sin dejar de mirar atrás y por último, están los que huyen a toda prisa del epicentro. Justo antes de parar en la estación, Mapache se detiene un segundo para coger aire por última vez y de su boca sale un chillido agudo. Carpo mira a su alrededor y por un momento piensa que alguien va a hacer algo, que alguna persona saldrá al frente para poner orden, cordura, sentido común. Casi desea que eso suceda.

Vamos, cobardes. Es solo un chaval gritando, solo un crío, miradlo, ¿no pensáis hacer nada?

Como espera, nadie se adelanta, nadie toma el mando, nadie trata de evitar una posible catástrofe. Rojo como un Los pulmones y la garganta de Mapache abandonan su púlpito en el preciso momento que las puertas se abren, como si el conductor del tren y él estuviesen coordinados. Está rojo como un tomate.

—Vamos, Carpo, los de seguridad llegarán pronto —dice con una sonrisa infantil mientras recupera el aliento.

—Sí, un segundo.

Carpo da una zancada hasta el chico de los auriculares, que se echa atrás asustado y se protege la cara con el antebrazo.

—No te voy a pegar, tranquilo, chaval.

Acto seguido, agarra los voluminosos cascos de su cabeza, los arranca de un tirón y los lanza contra el suelo con todas sus fuerzas. Centenares de piezas de plástico salen disparadas en todas direcciones.

—Ten un poco de civismo, joder, que viajas con personas —dice Carpo al tiempo que le da al chico un par de palmadas en la mejilla.

Se alejan andando por el andén, mientras cientos de ojos los observan desde detrás de los gruesos cristales de los vagones. En las puertas más alejadas, los viajeros han salido fuera y les vigilan para asegurarse de que no regresan dentro. Los que esperaban al tren no entienden nada y al entrar miran alrededor con desconfianza. El hueco creado por Mapache no tardará en reducirse a la mínima expresión una vez reanudado el viaje, con sus apretones, sus olores, sus empujones y sus manos que tocan culos, a veces con intención y otras por accidente. Antes de que el convoy comience a moverse, Mapache se detiene, da una vuelta sobre sí mismo y acaba con una pausada reverencia con los brazos abiertos y las piernas cruzadas, mientras Carpo lo mira con curiosidad.

Puto chalado, piensa Carpo, aunque admite que ha sido divertido.

Tienen que esperar dos horas hasta que están seguros de que los de seguridad han dejado de deambular por el andén.

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(Descarte muy prematuro de la novela. Si te gusta el estilo, puedes comprar mi novela al precio especial de preventa).

 

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Silencio

A. y T. viven en el segundo piso de un edificio de cinco alturas construido a principios de los setenta en un programa de vivienda social. Hace unos meses, los técnicos de urbanismo creyeron conveniente convertir su tranquila calle de dos carriles en una de las principales entradas al centro de Cabestro, lo que ha traído más tráfico, más ruido y un constante flujo de vehículos circulando a mayor velocidad de la recomendada, la permitida y la que sería deseable. A eso se le suma unas paredes que hacen que cualquier conversación en el piso contiguo se escuche sin necesidad de aplicar la oreja. Por suerte, las viviendas adyacentes se encuentran vacías. En la de la derecha vivía hasta hace poco una mujer mayor que se comportaba como un fantasma y con la que se cruzaban en el ascensor, a menudo en compañía de los que debían ser sus hijos. Un día dejaron de verla. A decir por las persianas a medio bajar y las plantas marchitas y secas de la repisa de las ventanas del patio interior, lo más probable es que la internasen en una residencia, se la llevaran a vivir con ellos o que el tiempo hiciese su papel. La vivienda del otro lado estuvo ocupada por una pareja de abuelos con severos problemas de oído que hablaban prácticamente a gritos. Un buen día, casi al mismo tiempo que la otra mujer y de la misma manera que aparecieron, desaparecieron dejando tras de sí un bendito silencio. En general, a pesar del ruido que sube desde el asfalto, la casa es todo lo silenciosa que pueden necesitar, pero esa tranquilidad juega en noches como esta en su contra.

 

(Descarte de la novela. Donjuan es la ciudad donde transcurre casi toda la historia)

Origen de Donjuan

Si se hace caso a lo que se puede encontrar en la Biblioteca Nacional sobre los orígenes de Donjuan, su fundación se establece a finales del siglo XVIII por varias familias que huían de la pandemia de viruela que se extendía por el norte. Los registros documentales se limitan a algunas cartas manuscritas de los primeros habitantes de la ciudad y unos pocos documentos administrativos. Al mismo tiempo y con el mismo culpable, nacieron una docena de núcleos poblacionales separados entre sí por tan solo unos kilómetros, y que formaban hasta hace dos décadas parte del municipio de Donjuan a efectos administrativos. Tras un prolongado periodo de lento crecimiento, la explosión demográfica de principios del siglo XX y el rentable cultivo de la vid hizo que la población de la región se multiplicase por diez , pasando de unos modestos 25.000 habitantes a más de 250000 almas. Por entonces corría el año 1930. El proceso de concentración posterior provocó que varias ciudades desapareciesen, dejando atrás cientos, si no miles, de edificios abandonados, al tiempo que Donjuan se afianzaba como la población más importante de la región. 

Si se sube hasta la colina Pelado, situada al oeste y así llamada en honor al cronista oficial de la ciudad David Pelado fallecido en 1939, que representa con sus 347 metros el punto más alto en cincuenta kilómetros a la redonda, se puede ver a lo lejos, además del embalse Almensada, algunas de esas ciudades y casi hasta la línea del horizonte campos de cultivo, como un manto que se extiende en todas direcciones. Si se posee buena vista, se puede advertir también que sin excepción, todos ellos se encuentran abandonados.

Se han elaborado múltiples teorías sobre el tema, algunas de las cuales han sido publicadas en revistas científicas de ámbito nacional y otras son producto de la imaginación y la especulación local. De todas ellas, la que parece corresponderse más con la realidad es la de que un hongo desconocido en la década de los cincuenta se extendió de manera virulenta por las plantaciones de la región, echándolas a perder a ellas y a sus desconsolados dueños, quienes tras muchos intentos y ruegos a figuras religiosas abandonaron la esperanza de salvar lo poco que quedase por salvar, que en cualquier caso no era gran cosa. Las consecuencias de la pérdida del único motor económico de la región, en combinación con la emigración a las grandes ciudades y el tardío proceso de industrialización, así como la sospecha, paranoica o indiscutible según el interlocutor, de que todo era un complot gubernamental, provocó un éxodo masivo de población y la muerte de cualquier presente y futuro agrícola. Por entonces se decía que vivir en Donjuan no era una decisión, sino una necesidad: la de no acabar en una fosa común de una gran urbe cualquiera. Que no es poco.

A principios de 1960, la región se vería beneficiada por el plan de revitalización de zonas rurales promovido por el gobierno central, un programa a medio camino entre la solidaridad fiscal entre zonas ricas y pobres y el afán electoralista por ganarse el voto de las áreas más empobrecidas del país. Las subvenciones atrajeron a empresarios del vino interesados en retomar el cultivo de la vid, que se fueron tan rápido como llegaron al encontrarse con la negativa de los antiguos propietarios y sus descendientes a vender o arrendar sus tierras, cuando tuvieron la suerte de localizarlos. Los subsidios acabaron por agotarse y con ellos sus efectos positivos, y hasta casi los años setenta en que comenzó la construcción del embalse Almensada, caminar por las calles de cualquiera de estas ciudades después de la hora de la cena era vagar por una ciudad fantasma. En especial en Donjuan, el sobredimensionamiento inmobiliario de los años previos había inundado la periferia de un gran número de edificios residenciales, que vacíos contemplaban, a través de sus cristales embrutecidos, el decaer de la urbe, reducida a unos exiguos 15.000 habitantes. Cuando todo parecía perdido, llegó la compañía estatal de energía, y durante ocho años tres mil trabajadores crearon el respiradero artificial que desde la década de los 70 supone la presa para la región. La construcción y su posterior explotación contribuyó a revitalizar la actividad en la región, y aparte de proporcionar a Donjuan y los municipios dependientes un flujo de ingresos constante, supuso un renacer que se vio en la década de los ochenta apuntalado con la instalación de una factoría automovilística, que tuvo el efecto de multiplicar por siete el censo poblacional de Donjuan y dar trabajo, directo e indirecto, a unas 12.000 personas que no tienen nada que ganar y mucho que perder en al menos ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Un poco más allá comienza el radio de influencia de la capital de la provincia, a la que huye la juventud de Donjuan como gotas que caen de los árboles a morir sobre el suelo.

 

(Descarte de la novela. Donjuan es la ciudad donde transcurre casi toda la historia)

Cómo llegar a Cabestro

Las personas que desean o necesitan recorrer los casi ciento diez kilómetros en línea recta que separan Donjuan de la ciudad de Cabestro pueden hacerlo de varias maneras, entre las que destacan dos. Hay más alternativas, porque siempre las hay, pero incluyen desvíos, peajes, transbordos y carecen de las ventajas de las dos que se describen a continuación.

La primera es por carretera. Esta es la recomendable para un viaje de placer o turístico, ya que permite detenerse en los cuatro miradores del trayecto, el primero de ellos a unos ochenta kilómetros de Cabestro. Otra ventaja es que se atraviesan una docena de pueblos, algunos abandonados pero en los que todavía se conservan algunos restos del Medievo: los que todavía no han sido expoliados. Cabe preguntarse, no obstante y con cierta razón, qué ha motivado a los delincuentes a no continuar con el saqueo en lugares carentes de toda protección; quizá lo que hayan dejado carezca del suficiente valor histórico, aunque esos detalles no son de interés para el turista ocasional, ávido por fotografiarse junto a cualquier bloque de piedra manipulada por seres humanos que haya formado parte del pasado, como si eso le concediese por sí mismo un valor, más allá de cualquier consideración estética o histórica. La tercera y última razón es disfrutar de la conducción por una carretera que en los últimos sesenta kilómetros serpentea entre pinos que apenas consienten que la luz del sol alcance la calzada, y hacen al viajero sentirse como en un viaje por algún paraje remoto. Antes de lanzarse a ella sin más, el conductor debe tener en cuenta que el bucólico recorrido hace al menos un par de décadas que no se pavimenta (aunque se parchea con regularidad con pegotes de alquitrán que se desprenden pasados unos meses), que en ciertos tramos la carretera es poco más ancha que un vehículo y que en algunos de éstos se puede encontrar expuesto a una caída de más de noventa metros sin ningún tipo de protección.

La segunda manera de ir desde Donjuan a Cabestro y viceversa, desde hace cuarenta años, es por vía ferroviaria. La frecuencia es más que mejorable si se tiene en cuenta el número de habitantes de ambas ciudades, con únicamente tres viajes los días laborables y dos los festivos, pero es una forma rápida y económica de llegar de uno al otro extremo; probablemente el precio vaya ligado a la escasez de horarios para el viajero. Este medio es el mejor si se trata de un viaje de negocios, en el que todo queda relegado al tiempo, que como todo el mundo sabe es oro. El olor a pinos, hayas, a la humedad y al musgo que invade el suelo y los troncos de los árboles; la observación fugaz de animales salvajes y el entusiasmo que estas apariciones esporádicas y repentinas producen en los seres cuyo hábitat natural es el cemento; el silencio solo interrumpido por los pájaros y el viento filtrándose entre las hojas; el disfrute de la Naturaleza y el placer de observar toda la belleza que hay en el mundo como un fin en sí mismo. Todo eso queda relegado a un segundo plano en los viajes de negocios; al plano de lo irrelevante, prescindible, de lo estéril, porque el tiempo es oro, el oro es dinero y si hay algo relacionado con el dinero, como todo el mundo sabe, eso son los negocios.

(Donjuan es la ciudad donde se desarrolla la novela)