Silencio

A. y T. viven en el segundo piso de un edificio de cinco alturas construido a principios de los setenta en un programa de vivienda social. Hace unos meses, los técnicos de urbanismo creyeron conveniente convertir su tranquila calle de dos carriles en una de las principales entradas al centro de Cabestro, lo que ha traído más tráfico, más ruido y un constante flujo de vehículos circulando a mayor velocidad de la recomendada, la permitida y la que sería deseable. A eso se le suma unas paredes que hacen que cualquier conversación en el piso contiguo se escuche sin necesidad de aplicar la oreja. Por suerte, las viviendas adyacentes se encuentran vacías. En la de la derecha vivía hasta hace poco una mujer mayor que se comportaba como un fantasma y con la que se cruzaban en el ascensor, a menudo en compañía de los que debían ser sus hijos. Un día dejaron de verla. A decir por las persianas a medio bajar y las plantas marchitas y secas de la repisa de las ventanas del patio interior, lo más probable es que la internasen en una residencia, se la llevaran a vivir con ellos o que el tiempo hiciese su papel. La vivienda del otro lado estuvo ocupada por una pareja de abuelos con severos problemas de oído que hablaban prácticamente a gritos. Un buen día, casi al mismo tiempo que la otra mujer y de la misma manera que aparecieron, desaparecieron dejando tras de sí un bendito silencio. En general, a pesar del ruido que sube desde el asfalto, la casa es todo lo silenciosa que pueden necesitar, pero esa tranquilidad juega en noches como esta en su contra.

 

(Descarte de la novela. Donjuan es la ciudad donde transcurre casi toda la historia)