Terraza.7

Dado que hace ya un par de semanas que nos mudamos, dejando atrás Malasaña, Chueca, las hordas de gente, los hipsters y cómo no, las vistas del edificio Colón (lo que significa que las fotos tienen ya algunos días), creo que esta será la última entrada de la serie Terraza. 

Al menos en mucho tiempo.

Lluvia cayendo

Cuando me acosté anoche llovía. Cuando me he levantado esta mañana llovía. Lleva semanas así: cayendo sin interrupción. Casi diría que meses, he perdido la cuenta. Al principio apenas la percibes y eso puede llevarte a pensar que la llovizna, esos millones de minúsculas gotas suspendidas sobre tu cabeza no conseguirán mojarte, que son sólo una molestia, un incordio pasajero. Pronto aprendes que estás equivocado; solo hay que permanecer debajo de ella el tiempo suficiente. Hace tiempo que vuelvo a estar empapado y el sol esta vez se resiste a mostrarse. Antes aún se asomaba de vez en cuando entre las nubes, pero ahora lleva tanto tiempo sin hacerlo que creo que se ha olvidado de mí, que me ha abandonado. Quizá sea un sol tímido, quizá sea un sol cruel, quizá sea ambas cosas.

Miro a través de la ventana y veo a los niños jugar en la calle. Aunque con la ropa mojada todo se hace más difícil, algunos días pienso que yo también puedo salir. Poder, querer, tener, necesitar, no sé qué verbo debo utilizar. Pero al cruzar el portal, en el instante que la suela de la zapatilla toca la acera, la lluvia se hace más intensa y siento frío y ganas de volver a casa, mientras todo el mundo a mi alrededor parece seco, aunque sé que nadie lo está completamente; todo el mundo alberga al menos un poco de humedad entre sus ropas.

Otras veces, a menudo, me pongo una chaqueta seca y salgo a la calle y camino entre la gente, fingiendo que debajo de ella estoy seco. Si consigues acercarte lo suficiente verás sin embargo que el agua escurre por las perneras, que cae por mis dedos, que estoy tiritando. Es posible que jamás lo veas; con la práctica he conseguido que tengas que acercarte demasiado para darte cuenta.

Al despertarme hoy seguía lloviendo. No me ha hecho falta mirar por la ventana para saberlo. Me acuesto cada noche calado hasta los huesos y cuando apoyo el pie fuera de la cama cada mañana sigo calado hasta los huesos. Es difícil dormir con la lluvia cayendo sobre ti. Se me están acabando los refugios y tampoco los paraguas sirven de mucho estas últimas semanas; el viento parece decidido a arrojarme el agua a la cara como si tuviese algo en contra de mí.

¿A quién vas a culpar? Ellos no tienen la culpa. ¿A ti mismo? No lo sé. Podría guarecerme mejor, ponerme ropa seca, dejar que me ayuden a secarme. A veces lo hago, pero es extenuante y como con tantas otras cosas es más fácil decirlo que hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de que hablar de la lluvia sea bueno, pero tampoco de que pueda evitarlo. Sólo sé que sigue lloviendo y hoy me parece que no va a parar nunca. Sólo sé que necesito que se detenga, que deje de caer. Lo hará, tarde o temprano, porque eso es lo que hace siempre y ruego al cielo o al infierno que esta no sea la excepción, porque cuando veo a lo lejos la tormenta ahogándolo todo y los rayos muriendo en el suelo, hay ocasiones en las que desearía sumergirme en ella y esperar a que uno de ellos caiga sobre mí.

Cuando me acosté anoche llovía, cuando me he levantado esta mañana llovía. Lleva semanas cayendo sin interrupción y yo sólo quiero que pare de una vez.

¿Ha pasado ya el autobús?

Esta mañana hemos firmado finalmente el contrato de alquiler del nuevo piso. De acuerdo al plan trazado, hemos salido de casa diez minutos más tarde de lo previsto y yo me he puesto, para no defraudar, innecesariamente nervioso y preocupado por el retraso acumulado. No me gusta hacer esperar a nadie y no me gusta que me hagan esperar, pero intuyo que a menudo llevo ambas cosas demasiado lejos, lo que me genera una dosis extra de ansiedad que no necesito, aunque eso es material para otro momento. También intuyo que Laura no tiene tantos problemas como yo con esperar o hacer esperar y le envidio por eso. 

El caso es que tras bajar por la calle Fuencarral, cruzar la Gran Vía, continuar por la calle Montera y atravesar la Puerta del Sol, llegamos a la parada del autobús número cincuenta, ubicada al comienzo de la calle Carretas. Esta vacía. Es decir, no hay nadie. Laura se sienta y yo me quedo de pie, incapaz de permanecer quieto y valorando seriamente coger un taxi. El tiempo corre. Llegan dos mujeres, creo; no estoy seguro del orden, aunque importa poco si llegan antes o después de nuestra protagonista. Un par de minutos después aparece quien debería ser el núcleo y motivo de este texto, ella, pero que a estas alturas es ya poco más que un satélite. Tratemos de ver si podemos traerla de vuelta al centro.

Lo cuento como lo recuerdo y mi memoria no es, por desgracia, nada de lo que pueda vanagloriarme; tengan en cuenta  que esto transcurre en apenas quince o veinte segundos, a lo sumo. Aparece una chica que se acerca a mí, que permanezco de pie imaginando la insoportable espera que van a tener que aguantar nuestros pacientes y futuros arrendadores, y me pregunta, con gran seriedad y cortesía: ¿ha pasado ya el autobús? Puede ser que la pregunta fuese ligeramente distinta, pero no tengo dudas de que iba en esa línea. Miro a la chica y ella me mira a mí; estoy paralizado, no sé qué contestar. Giro la cabeza hacia Laura desconcertado; mis reflejos están a la par con mi memoria, pero en este caso no se trata de eso; es como si algo se hubiese cortocircuitado en mi cabeza. Esa pregunta, en apariencia tan sencilla, es para mí del todo incomprensible, imposible de responder, no hay una contestación breve correcta. No vale un "sí" y tampoco un "no". Creo que le digo algo, probablemente una pregunta idiota. Juro que si me hubiese hecho la pregunta en Sumerio, que es según la Wikipedia es la lengua de la antigua Sumeria que se habló en el sur de Mesopotamia hace varios milenios, mi reacción habría sido la misma. Frente a ella, balbuceo, pero Laura se adelanta, sale al rescate y me salva del ridículo: no, no ha pasado todavía. Esa respuesta parece ser satisfactoria, dado que nos da las gracias, se aparta a un lado de la marquesina y finaliza cualquier contacto visual y verbal.

Sin embargo, en ese momento yo sigo en trance. ¿Qué significa exactamente "ha pasado ya el autobús"? ¿Bajo qué circunstancias podría contestarse con precisión esa pregunta? Quiero decir, si estamos en la parada y nada parece indicar que estemos allí viendo transcurrir el tiempo, significará que el autobús no ha pasado todavía, ¿no? Por otro lado, sí, por supuesto que ha pasado ya. Probablemente unos cuantos desde que comenzó el servicio esta mañana. ¿Cuál es la respuesta adecuada? ¿"Sí, ha pasado ya" o "No, no ha pasado todavía"? ¿Por qué autobús preguntas? ¿Por el anterior o por el siguiente?

Puede suponerse con suficiente certeza que lo que esta chica quería conocer era la información que pudiésemos tener sobre el tiempo que el autobús de la línea 50 tardaría en pasar, y para saberlo tenía que conocer cuánto llevábamos esperando en la parada. Como Laura sugeriría poco después, ya sentados en los asientos del bus, lo más probable es que su intención fuese preguntar algo similar a lo siguiente: ¿Cuando habéis llegado a la parada, habéis podido ver si el autobús acababa de pasar? Pero la cuestión es que la pregunta no ha sido esa y la extrema seriedad con la que la ha hecho y la ausencia de mayores aclaraciones, como si hubiese expresado su duda con la mayor exactitud posible, han contribuido a crear en mí tal estado de confusión.

Aquí acaba la historia. Afortunadamente, en línea con la previsión de Laura, al final no hemos llegado tan tarde, hemos firmado y tenemos nuevo piso en alquiler para el mes de noviembre y siguientes. Aunque, he de admitirlo, todavía no me he deshecho del estado de perplejidad.

Divagar

Cuentan que la razón de que The Doors tenga unas canciones tan largas e hipnóticas se debe a que en sus comienzos se veían obligados a tocar en clubs (sí, es cierto, eso de "verse obligados a tocar" suena como si lo hiciesen bajo amenaza de sodomía) durante muchas horas sin tener por aquel entonces un gran repertorio de canciones.

Por ello, tendían a alargarlas indefinidamente, creando lo que más tarde ha sido parte de la idiosincrasia del grupo. No sé si hay algo de verdad detrás de eso, aunque me suena que leí que fue el propio Jim Morrison quien lo dijo en una entrevista. Sin embargo, no he conseguido encontrar la entrevista ni ninguna mención a ello. 

Y no me pregunten más, porque al fin y al cabo, no importa demasiado.

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Actualizo. Pues resulta que sí es cierto, aunque no fue Morrison sino Manzarek, cofundador y tecladista de la banda entre 1965 y 1973 (según Wikipedia), quien lo dijo. A lo que iba. 

En Rolling Stone:

 

[En sus comienzos] los Doors sólo tenían unas quince canciones. Hacían algunos covers de blues de James Brown y Chicago, pero tener que tocar dos sets por noche obligó al grupo a expandir literalmente su repertorio, reformulando así el sonido de la banda. "Repetir y alargar", dice Manzarek. "’Light My Fire’ pasó a tener solos. ‘The End’ se convirtió en la épica que conocemos hoy".

Social proof

Después de malgastar una hora sentado frente al ordenador sin hacer otra cosa que contemplar la estupidez y vulgaridad inherente a un número muy significativo de las cuentas de twitter (que he visitado, lo cual no constituye desde el punto de vista estadístico una muestra representativa) y leer, palabra excesivamente optimista en este caso, una docena y pico de blogs que, en fin, son merecedores de pocos calificativos amables (en realidad, algunos muy similares a los ya plasmados), cosa que por otro lado demuestra mi enorme capacidad para el sufrimiento y la tolerancia a la mediocridad ajena así como el escaso aprecio que tengo por el tiempo libre del que dispongo, me he acordado de un párrafo que leí el otro día en el Internet Security Threat Report 2015 de Symantec (no pregunten, coño).

El texto en cuestión decía así:

"[...] the power of “social proof” — the idea that we attribute more value to something if it’s shared or approved by others. The classic example is of two restaurants: one with a big queue, the other empty. People would rather wait in the queue because popularity suggests quality."

Imagino que, a pesar de estar escrito en otro idioma, entienden la relación entre lo que les decía en el primer párrafo y esta idea. Me resulta difícil ser sincero sin parecer arrogante y estoy mayor para fingir humildad, así que veamos, por ejemplo, un caso paradigmático y un poco extremo, porqué negarlo, de esto que les comento, sacado de twitter, la semana pasada, sin ir más lejos.

La cuenta en cuestión tiene 2.4 millones de seguidores (si son todos ellos legítimos no lo sabe nadie) y dice perlas como estas:

No, por supuesto que no todos los tuits (si no son ustedes habituales de esta red social, esta castellanización de los términos les parecerá odiosa; estamos totalmente de acuerdo en eso) contienen este nivel de misoginia, válgame Dios, eso sería insoportable, pero el tufillo sobrevuela esa cuenta de vez en cuando. Tampoco, por si se lo preguntan, su contenido tiene nada que ver con el concepto de Filosofía que cualquiera de ustedes, espero, concibe. Es más bien un compendio de frases estúpidas, voluntaristas, machistas, simplistas y de autoayuda, repetidas una y otra vez hasta la saciedad.

Recuerden: hablamos de 2.4 millones de cuentas de twitter.

Quizá se pregunten si estamos frente a un ejemplo de "social proof" (la traducción literal me suena a mezcla de humor amarillo y Gran Hermano) o en realidad es más bien otra muestra de, ejem, estupidez social. Sí, yo también me inclino por esto último, aunque cabe plantearse si una cosa no es a estas alturas sinónima de la otra. Si me preguntan, no les diré que sí, aunque estoy a estas alturas convencido que nos aproximamos peligrosamente a ello; Idiocracia no es una película, es un documental sobre la sociedad del futuro. Sea como fuere, es un ejemplo excelente para explicar lo que siento en los últimos tiempos, ya me ponga frente al ordenador o salga a la calle. 

En fin, no sé si ven por dónde voy, pero si necesitan que se lo aclare es una muy mala señal. No obstante, se lo voy a resumir: allí donde miro percibo grandes, enormes, gigantescas cantidades de estupidez y de mediocridad aplaudida. Lo común nos rodea y lo que es peor, se cree especial. Más o menos aplaudida, pero aplaudida al fin y al cabo. He de señalar que no todo lo estúpido es mediocre ni todo lo mediocre es estúpido. 

Me he ido del tema. Ahora me doy cuenta, pero rectificar me llevará demasiado tiempo, así que continuaré y veremos dónde nos lleva esto.

No me entiendan mal; sin pensarlo mucho, tiendo a pensar que la mediocridad es tan necesaria como la estupidez. Son características complementarias que suelen darse de comer la una a la otra pero que no siempre viajan juntas. Pero son necesarias tanto como los programas basura y la comida rápida y la gente que lo compra todo en Zara y las lectoras de 50 sombras de Grey y los fans de Belén Esteban. No habríamos llegado hasta aquí si todo el mundo hubiese sido excepcional. Claro que así dicho, no sé si es bueno o malo; quizá estaríamos en un mundo mejor, porque entre ustedes y yo, los fans de Belén Esteban también votan (espero que no). El caso es que una vez parida, es necesario alimentar la idiotez con algo que sea sencillo y rápido de masticar.

Sí, este es un caso extremo. Quizá incluso no sea mediocre, sino excepcional en su capacidad de atraer idiotas con vanalidades y estupideces. Me doy cuenta ahora de que me estoy lejos de lo que quería tratar, pero creo haber llegado a algún lugar más o menos difuso. Probablemente no se vean las líneas, pero no es necesario; pueden adivinarlas y si no, imagínenlas.

Cuando aclare mis ideas volveré. Mientras tanto, háganse un favor e intenten no ser mediocres. Muy probablemente pasarán desapercibidos y no destacarán, pero mejor eso que ser un gilipollas aplaudido, ¿no creen?

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Algunas cosas más, antes de irme:

  1. El insoportable número de incisos de algunos párrafos es intencionado.
  2. Queda menos de un mes para mi trigésimo noveno cumpleaños. Es recomendable que vayan ustedes pensando algo, o quizá no es necesario. 
  3. Decía esta mañana en twitter que: "Estoy desarrollando un carácter huraño francamente desagradable". Esta entrada lo confirma, y lo peor (o lo mejor) es que no me siento mal por ello. Y me he levantado contento, así que imaginen el día que estoy de mal humor.
  4. Debería escribir más y divagar menos.

El punto y coma, mon amour

Hace unos días un amigo me preguntaba sobre el uso del punto y coma, para mí el signo de puntuación más interesante, gracias a las posibilidades que proporciona para ajustar la velocidad del texto.

Veamos la definición de la RAE

 

"Punto y coma

1. Signo de puntuación (;) que indica una pausa mayor que la marcada por la coma y menor que la señalada por el punto. [...]

2. El punto y coma es, de todos los signos de puntuación, el que presenta un mayor grado de subjetividad en su empleo, pues, en muchos casos, es posible optar, en su lugar, por otro signo de puntuación, como el punto y seguido, los dos puntos o la coma."

 

¿Cuándo y cómo usar el punto y coma? Se trata de un tema muy personal y sólo al utilizarlo se va identificando dónde encaja y dónde no según tu forma de escribir. Dicho de manera rápida, aunque la RAE da muchos más detalles, si se quiere mostrar que son dos frases diferentes pero que están conectadas, se utiliza el punto y coma. Si se quiere que el lector se detenga, el punto. 

En los ejemplos siguientes se podría sustituir el punto y coma por un punto o una coma, e incluso en varios de ellos se podrían utilizar los dos puntos.

 

1.- Que le gusta nadar no es nada nuevo; hace mucho tiempo que va a la piscina con regularidad.

2.- Tampoco descartemos, si escarbamos un poco más, que lo que le moleste sea que otra persona tome una decisión; es decir, no tener todo el poder.

3.- Es otro suceso más en un universo demasiado grande para ser concebido; todo continuará su camino y las galaxias no te echarán de menos dentro de un millón de años.

4.- Por lo que leo, lo que tengo era un borrador; algo parecido a la arcilla que sirve de materia prima al jarrón.

5.- Podría haberse hecho una película más fiel a la realidad; más cercana al mundo del jazz, más, no sé, distinta.

 

El punto y coma permite dotar de fluidez al texto al sustituir algunos puntos. Como he dicho, esto depende mucho del estilo de cada persona, de la escena en particular y de la rapidez con la que quieres que el lector se mueva por el texto; a veces quieres que se detenga en un determinado punto o que lea unas líneas más lentamente y en otras ocasiones que fluya con facilidad. Un párrafo de 30 líneas solo con comas puede ser un infierno para el lector, si además tiene subordinadas y está repleto de incisos (sí, también es verdad que a veces es necesario llevar al lector al infierno). Si se quiere mantener un buen ritmo sin necesidad de introducir pausas, es posible que algunas de esas comas puedan ser sustituidas por punto y coma.

Pero dejemos el punto y coma y veamos un par de ejemplos sobre la fluidez de la lectura. Véase por ejemplo el uso de la coma y el punto con la misma frase.

 

Levantarse, vestirse, desayunar, cepillarse los dientes, suicidarse.

Levantarse. Vestirse. Desayunar. Cepillarse los dientes. Suicidarse.

 

Se ve incluso mejor si lo combinamos. 

 

Levantarse, vestirse, desayunar, cepillarse los dientes. Suicidarse.

 

En este caso lo que va detrás del punto gana mucha fuerza, gracias a la pausa y a no formar parte de la enumeración. Incluso cuando utilizábamos sólo puntos, "Suicidarse" pasaba desapercibida entre el resto de palabras; no había nada que la hiciese destacar. Ahora es diferente: es la única palabra que lleva una pausa antes.

He de confesar que de un tiempo a esta parte tengo cierta obsesión por hacer la lectura todo lo fluida que me es posible[,] a pesar de que eso en ocasiones le resta claridad al texto (esta frase es un buen ejemplo: con la coma tienes un respiro, pero si la eliminas la lectura es un poco agobiante). Tiendo a construir frases con pocas comas, eliminar los incisos y paréntesis y convertir los puntos que puedo en punto y coma. Eso te puede llevar a frases eternas y agobiantes, un inconveniente que hay que manejar con cautela.

Veamos algunos ejemplos más. 

 

1. Aquella mujer, la de los tentáculos, miró por encima del hombro y descubrió, estupefacta, que tenía piernas. ¿De dónde habían salido?

2. Aquella mujer, la de los tentáculos, miró por encima del hombro y descubrió estupefacta que tenía piernas; ¿de dónde habían salido?

3. La mujer de los tentáculos miró por encima del hombro y descubrió estupefacta que tenía piernas; ¿de dónde habían salido?

 

Más que el uso de la puntuación, lo interesante en este caso está en la primera parte. Los dos incisos del texto (3) ralentizan la lectura ya que obligan a realizar paradas frecuentes de los ojos. Si quitamos uno de los incisos (el de "estupefacta", frase 2), la lectura se vuelve más rápida y si reorganizamos un poco la frase (3) para evitar los dos, gana mucha más velocidad.

Evidentemente, no siempre es posible o deseable hacer esto. No se puede obviar que el "estupefacta" de la primera frase transmite algo diferente al de la segunda; en el primer caso tiene un espacio para ella sola y está cómoda, en el segundo es una palabra que no tiene una especial importancia.

Para acabar, un ejemplo de que el punto funciona mejor que un punto y coma si lo que se quiere es conseguir un golpe de efecto:

 

Aquella mujer, la de los tentáculos, miró por encima del hombro y descubrió, estupefacta, que tenía piernas; sí, allí estaban.

Aquella mujer, la de los tentáculos, miró por encima del hombro y descubrió, estupefacta, que tenía piernas. Sí, allí estaban.

 

Sin salirse de la norma, todo depende del ritmo que cada persona le quiera dar al texto. Y si es necesario, tampoco pasará nada por salirse de las normas; al fin y al cabo, para eso están.

(Imagen original: www.tatoo.com)

Jota Erre

Hace cosa de un mes comencé a leer uno de los libros que me regalaron por navidades: Jota Erre, de William Gaddis. No sé si les suena el libro o el autor. Probablemente no. No importa. Cuando lo pedí yo ya había leído sobre él en el blog La medicina de Tongoy (la imagen de la portada es de su blog), que hace una reseña fantástica, además de en algún otro sitio. Iba sobre aviso. Sabía que era "raro", pero después de La broma infinita de DFW (que está en proceso) y de La subasta del Lote 49 de Pynchon (al que le espera una relectura), estaba preparado para cualquier cosa. Así que después de tenerlo ocho meses esperando en la estantería del comedor, finalmente me decidí a abrirlo. He de adelantarles que no lo he acabado, pero sí (creo) que he llegado lo suficientemente lejos para poder escribir sobre ello. Ya voy, ya voy.

Vale, déjenme pensar. No sé cómo comenzar. Ah, sí. Ahora.

Imaginen que comienzan a cruzar un lugar en medio del Ártico, y van ustedes saltando entre placas de hielo para ir de una orilla a la otra, sin nada más que sus propios pies. Comenzarán con miedo, porque no están acostumbrados: no saben si la placa sobre la que están se romperá o si la siguiente aguantará. Pero si continúan andando el tiempo suficiente, poco a poco irán ganando confianza (lo que no significa que se puedan relajar), y a medida que avancen se darán cuenta de que las placas son más sólidas de lo que pensaban y comenzarán a disfrutar de una fantástica experiencia. Sí, tengan por seguro que al principio mirarán hacia delante y tendrán miedo de fallar en algún salto y no llegar al final; se preguntarán qué hacen allí en medio de ese inhóspito lugar y querrán irse lejos de allí. Pero a veces, mirarán hacia atrás y se darán cuenta de que lo que antes era tan solo un montón de placas de hielo aisladas y diferentes entre sí, simples trozos de hielo, empieza a convertirse en algo: en un camino que no pensaban que existiese, al mirar cada placa, diferentes unas de otras.

Eso es Jota Erre. No sé si me siguen o se han quedado varados en el párrafo anterior. Bien, probemos otra forma. 

Jota Erre son casi 1200 páginas repletas de diálogos fascinantes sin atribución ni contexto en los que intervienen decenas de personajes, entrelazados por complejas descripciones. ¿Qué significa esto? Que a menudo no tienes muy claro quién está hablando, dónde se encuentran los personajes o de qué están concretamente hablando. En ocasiones lo intuyes, otras simplemente te dejas llevar. El hecho de que los diálogos sean tremendamente reales añade una complejidad adicional: como en cualquier conversación, los personajes saltan de unas ideas a otras, son interrumpidos, dejan frases a medias, titubean. Nadie explica la acción. Ellos hablan. A veces hablan de otras personas utilizando el nombre propio, a veces el apellido. No importa si están en un sótano o un autobús. Si es procedente en la conversación, si sería procedente en una conversación real, aparecerá. Si no, no lo hará.

Ah, otra cosa. No hay capítulos. Es decir: no hay pausas, no hay páginas en blanco, no hay reposo. Es un continuo. Ya saben, si se detienen quizá la placa se rompa.

No les niego que al comienzo del libro lo que sientes es frustración. Te encuentras frente a diálogos en los que a) no sabes quién habla, b) no sabes quiénes son las personas que están en la escena, c) no sabes de qué están hablando, y d) no sabes dónde transcurre la acción. Entonces quizá aparezca una descripción, a veces en una frase tan larga como una página y tan enigmática como un jeroglífico egipcio, que te mueve la placa y te obliga a saltar. En la siguiente escena probablemente haya personajes diferentes que hablan en un lugar diferente sobre cualquier otro tema. Por supuesto, esto no es siempre así. Lo es sobre todo al principio. Hasta la página 150, quizá; no recuerdo el momento del cambio. Entonces sigues perdido, pero ya no te preocupa. Continúas saltando. Disfrutas del balanceo de la siguiente placa, del sonido del agua, del viento helado. Ya no estás tan inseguro. Sí, quizá cuando te apoyes se rompa y tengas que pasar a otra diferente, pero no importa. Empiezas a ver la experiencia en un marco mayor que cada diálogo, que cada conversación, que cada descripción.

No se equivoquen; Jota Erre no es el caos. Pero de alguna forma, acaba consiguiendo que dejes de preocuparte, como harías en cualquier otra novela, por saber si habla éste o aquél; ya no cuentas los guiones, como harías en cualquier otra novela, para ver si te has despistado, porque a veces hay media docena de personas hablando en la misma conversación pero nadie levanta la mano y dice: Eh, yo soy fulanito. Simplemente continuas leyendo (no he dicho pasando páginas, he dicho leyendo) y al tiempo ves un destello de luz aquí, otro allí, otro más lejos. Reconoces un personaje en un diálogo, un tema de conversación, ves conexiones. Y a veces crees que estás en tierra firme y entonces la historia te obliga a saltar. O piensas que ves la imagen completa pero entonces el hielo se rompe delante de ti.

Mis sensaciones leyendo Jota Erre están siendo en parte similares a las de La subasta del Lote 49. A veces creo que he entrado en la historia, y entonces todo desaparece y el libro me escupe a otro lugar en el que no he estado y que a veces ni siquiera sé qué tiene que ver con lo que he leído antes. Entro y salgo continuamente. Sé que hay cosas flotando alrededor de mí, cosas que no acabo de ver, pero que están ahí. Que todo tiene un sentido y que tarde o temprano se mostrará. Es una sensación amarga y dulce a la vez.

Eso es Jota Erre. Seguramente no es parecido a nada que hayan leído antes. No sé si me he explicado, espero no haberles asustado. Si quieren saber de qué va el argumento, vayan a otra parte o mejor, lean el libro. Es algo diferente, es algo grande (pero que hará que otros muchos libros les parezcan aburridos). Es un libro inmenso (en muchos sentidos) que les obligará a pensar, a estar despiertos.

 

«[…] Espero que a todos los lectores esta historia les sirva para estar prevenidos y hacer alguna aportación a las alas del tiempo, problema, joder, es que casi todos los lectores preferirían estar en el cine. Prestar atención, pensar algo, sacar una conclusión, problema, joder, es que casi todos los libros están escritos para lectores completamente satisfechos con lo que son, preferirían estar en el cine, llegan con las manos vacías y se van igual, joder, lo que le decía a Scharmm Bast. Si les pides que hagan un mínimo esfuerzo, joder, quieren que se lo den todo hecho, se levantan y se van al cine, […]» (Pág.446-447)

 

(Me disculparán que le robe el fragmento al blog que les decía. Me parece sublime como elección y no me atrevo a buscar ninguna).

Si no, se pueden ir al cine. Pero si han llegado hasta aquí, probablemente sea que sí.

Menganita contra la empatía perdida

Menganita, que es como se llama nuestra concursante de hoy (se escuchan aplausos al fondo de la sala, deben ser sus familiares; que alguien les haga callar, por favor), lleva un tiempo sin trabajar en nada directamente relacionado con su sector, que por desgracia para ella, sus colegas de profesión y mucha otra gente se encuentra en horas bajas a perpetuidad. El Estado del Bienestar, que le llaman. De vez en cuando tiene suerte y pica algo de aquí, algo de allí, unas horas esta semana y unas horas la próxima, y con lo que gana a duras penas saca para vivir, ya que de una "vez" a la siguiente pueden pasar semanas o, si la cosa no va bien, meses.

Menganita tiene ya más de diez años de experiencia y es titulada superior, pero también es consciente de la situación de su sector y de los niveles de desempleo actuales, por lo que no aspira a cobrar mucho más que el salario mínimo, que a menudo tiene que prorratear porque muchos trabajos son a media jornada o incluso de menos horas. No es nada nuevo; hace mucho tiempo que ella y muchos millones de personas están más que acostumbrados a esta situación: a sobrevivir, aun teniendo un trabajo con el que uno debería poder al menos vivir. Esa es una palabra que define muy bien la situación: sobrevivir.

Según la Real Academia Española, sobrevivir es: "2. intr. Vivir con escasos medios o en condiciones adversas". Yo sobrevivo, tú sobrevives, ella sobrevive.

Menganita no pretende encontrar el trabajo de sus sueños, por Dios, claro que no, así que se adapta a cualquier cosilla que encuentra, sea de su sector o no, a pesar de que está sobrecualificada para todos ellos. Pero ya se sabe: hay que tirar p'alante hasta que las economía mejore. Es decir: hasta que las cifras del desempleo bajen, suba el PIB, se recupere el consumo, mejore la venta de viviendas y las bolsas suban. En definitiva, hasta que podamos cambiar de coche cada cinco años y todos volvamos a ser felices otra vez. Cuando lee esto me mira y se ríe por no llorar. Bien. Continuemos, no quiero ponerme político.

Menganita hace poco consiguió un trabajo aceptable. No digamos bueno. Simplemente aceptable, que es más de lo que tenía hasta ahora. No es su trabajo ideal, pero sí en su sector y desarrollando funciones de su competencia, y eso ya es mucho. De horas, la cosa está flojilla; poco más de media jornada y además con una duración de sólo tres meses. Bueno, algo es algo, se dice; menos da una piedra, murmura; quizá luego me contraten, quizá tenga continuidad, quizá esto, quizá lo otro, pero al menos de momento voy tirando. Será por sueños, fantasías y unicornios. Con algo hay que tener esperanza.

Menganita comienza a trabajar y aunque no gana ni siquiera para poder vivir, ya saben: algo es algo y menos da una piedra. Todo va bien, ya saben, aceptable, hasta que pasadas varias semanas y sin que exista una causa justificada, se produce un hecho insólito. Su responsable le retira las competencias para aquellas tareas para las que está específicamente preparada y formada.

Según la Real Academia Española, insólito es "1. adj. Raro, extraño, desacostumbrado".

Menganita ha estado ejecutando durante semanas esas mismas actividades sin problemas, pero ni eso ni que tenga experiencia más que sobrada y demostrable tiene, al parecer, mayor relevancia; qué importan las consecuencias sobre el trabajo diario o las implicaciones para Menganita como persona y trabajadora. Por descontado, podréis imaginar que ella no está de acuerdo con tal decisión. Puede intuir las razones, pero no las entiende del todo y desde luego, nadie se molesta en darle ningún tipo de explicación. Para qué, supongo. Lo que nos importa es que ese cambio en sus funciones le deja sin la parte más interesante, reconfortante y agradable de su trabajo.

Menganita conduce un BMW pero ya no le dejan pasar de 30 km/h. Cierto es que su empresa actual le paga como si fuese apenas un utilitario viejo, pero Menganita se empeña en seguir siendo un BMW, con sus preocupaciones y responsabilidades asumidas no remuneradas. Guardémonos los calificativos, no seamos demasiado duros.

Menganita se resigna, porque no le queda otra, y se amolda a las nuevas circunstancias. Ya han pasado dos de los tres meses del contrato, y es hora de mover el culo si no se quiere quedar tirada con una mano delante y otra detrás. He aquí que es preseleccionada y acude a una entrevista de trabajo. De nuevo, ha tenido suerte: es en su sector y ahora en una empresa de referencia; las cosas pintan algo mejor; es un trabajo a jornada completa con una duración estimada de un año y bueno, podemos admitir que tampoco este sea su trabajo ideal, pero se acerca más, bastante más, mucho más, que el que tiene ahora. Es lo que en circunstancias normales llamaríamos “una oportunidad interesante”, pero que el nulo interés de su actual empresa en sus perspectivas futuras, la amputación de funciones que ha sufrido y la actitud de su responsable, indiferente al impacto que su decisión nunca explicada haya podido tener en la moral de nuestra amiga, convierten en “una oportunidad que no puedes dejar escapar”. Al fin y al cabo, le dijeron que podría conducir a 90 km/h pero ahora le han limitado la velocidad a 30 km/h, sin más. Es razonable que sienta cierta frustración, incluso inseguridad, y comience a plantearse cosas: ¿es que no confían en mi capacidad para conducir a esa velocidad? ¿Es que conduzco mal? Si no es así, ¿por qué nadie me lo dice? Probablemente jamás tengamos la respuesta. En fin.

Menganita acude a la entrevista. Menganita pasa la entrevista y Menganita es contratada. Pero, oh, vaya por Dios, de los nueve días de trabajo que le quedan para acabar el contrato en su actual empresa, distribuidos a lo largo de todo un mes (vaya, eso no llega ni a media jornada), hay cuatro días que se le solapan con el actual trabajo. En un gesto que no está obligada a hacer, la persona que le contrata lo arregla para que pueda compaginar al menos la mitad de esos cuatro días. Pero sigue habiendo dos días conflictivos en los que ambos trabajos se solapan. Así que tiene que decidir.

Menganita tiene en un plato de la balanza un trabajo a jornada completa con más responsabilidad y funciones, con el colectivo con el que más le gusta trabajar y con una duración estimada de un año. En el otro tiene nueve días de trabajo durante el mes que queda, que vienen a ser algo más de 50 horas, sin ninguna responsabilidad, haciendo tareas básicas, sin conocer cuál es la percepción de ella que tiene su responsable ni ninguna perspectivas de futuro. Y luego, nada: volver a echar currículum, esperar, hacer entrevistas, esperar. No parece un panorama demasiado halagador, este último, ¿verdad? Más si tenemos en cuenta que Menganita ya ha agotado el subsidio de desempleo, lo que significa que después de los nueve días el destino es tirar de ahorros y luego la puta calle. Para qué andarnos con remilgos. A la vista de los hechos, la elección debería estar clara, ¿no? Debería estarlo, ¿no? ¿No? Pues parece que no.

Menganita duda. Como lo oyen. Duda. No solo no quiere quedar mal con su actual empresa, sino que le preocupan los posibles cambios que ésta tenga que hacer para cubrir su baja esos dos días y el impacto sobre sus compañeras, la mayoría de las cuales, no nos olvidemos de ese detalle, no han cuestionado la decisión que en su día tomó su responsable ni le han dado ningún tipo de apoyo moral. Sin embargo, la oferta es demasiado buena para rechazarla, por lo que después de varias consultas y debates internos y externos, se lanza a la piscina. Allá vamos y que sea lo que Dios quiera. En plazas peores hemos toreado. Quietos ahí los antitaurinos, que es solo una expresión.

Menganita ha tomado una decisión, y se planta en el despacho de su responsable. Sí, la misma que le quitó las competencias hace unas semanas sin darle ninguna explicación. En realidad, si somos fieles a la realidad, no ha ido hasta el despacho; apenas consigue la atención justa para comentarle su situación y le plantea el problema logístico que nosotros ya conocemos, que se resume en los siguientes tres puntos:

1) Va a empezar un nuevo trabajo.

2) Puede hacer siete de los nueve días restantes que restan de contrato.

3) Hay dos de los nueve días que se le solapan y por tanto no puede trabajar.

Menganita trata de buscar y plantear alternativas. A estas alturas, a veces leo Margarita en lugar de Menganita, porque no conozco a nadie que se llame Menganita. Tampoco Margarita. He conocido varias Rosas. Ninguna Violeta. En fin, eso no es relevante, sigamos. Dos días. No parece que sea un problema tan grande, ¿verdad? Eso piensa nuestra concursante, y propone soluciones como trabajar otros días o cambiar turnos, con tal de facilitarle la vida a su actual empresa, a su responsable, a sus compañeras. Con algunas excepciones, no podemos decir que se lo merezcan, pero Menganita no juega al mismo juego. Pero, cómo puede ser, a pesar de todo la persona que tiene delante mantiene el semblante serio y el tono cortante; oh, sí, está decepcionada por la decisión de nuestra amiga, que ha decidido cambiar dos jodidos días de trabajo de mierda (los tacos son míos, no suyos) por un año a jornada completa. Parece que no hay posibilidad de que nadie cubra esos dos días. Es imposible, una contingencia fatal, una catástrofe, algo demasiado complejo para ser gestionado, una debacle, un desastre de proporciones colosales, cómo se te ocurre, Menganita, en qué estarías pensando; España se va a pique, las bolsas caen y Alemania invade de nuevo Polonia. Pero, espera un momento... ¿Entonces, Menganita... no puede ponerse enferma?

Menganita está consternada y un poco asombrada. Flipando, por resumirlo en una palabra. A pesar de los inconvenientes que le puede generar, uno tiende a imaginar que un responsable con un mínimo de empatía se alegra cuando alguien a su cargo que va a finalizar su contrato en breve encuentra otro trabajo. Recuerden: el conflicto son 2 miserables días. Pero claro, para eso hace falta sentir aprecio por tus trabajadores, por las personas que trabajan para ti, esas que están bajo tu responsabilidad, y la observación directa no ha alumbrado evidencias de que esta premisa se cumpla. No daremos detalles de la conversación, pero Menganita tiene la impresión de estar hablando con alguien que le trata como si le hubiese salvado de la miseria más absoluta, como si tuviese que agradecerle la vida. Pero Menganita ya tiene una madre y no es esa mujer.

Menganita ya no está consternada, tampoco asombrada, no flipa ya. Ahora está simplemente enfadada, decepcionada, molesta. Ay, ¿qué esperabas? Allí, en ese momento, piensa que quizá su responsable se sienta traicionada de alguna forma incomprensible e irracional y egoísta. Que quizá no sea consciente de que las personas necesitan trabajar para vivir. Quizá no le importe la situación vital de nuestra amiga y quizá no se ha tomado la molestia de preguntarle. O quién sabe, quizá necesite desarrollar su empatía, quizá se haya tomado a sí misma demasiado en serio o no entiende que un trabajador no es una máquina, sino una persona que no está incondicionalmente a su servicio. Tampoco descartemos, si escarbamos un poco más, que lo que le moleste después de todo no sean esos dos días, sino el hecho de que alguien que no sea ella tome una decisión; es decir, no tener todo el poder. Quizá no se haya parado a pensar que Menganita tiene razones para sentirse traicionada, que ella sí las tiene, por la forma en que la ha ninguneado. Claro que estas son cuestiones que lanzo al aire y que yo ya me he respondido a mí mismo.

Menganita va a cambiar de trabajo. Esto es seguro. Quizá le vaya bien, quizá le vaya mal, no lo sabemos, pero de momento, sabe que el próximo mes tendrá una nómina y que está ante una oportunidad interesante que ahora más que nunca es “una oportunidad que no puede dejar escapar”. Aunque lo intuyo, no puedo decir cómo acabará la historia porque aún no ha terminado. ¿Trabajará esos dos días conflictivos? ¿Acabará el contrato o se verá forzada a pedir una baja voluntaria? Y lo que es más importante, ¿sobrevivirá su empresa a tan fatal tsunami empresarial? No lo sabemos; dependerá de la capacidad de su responsable para asumir y aceptar sus evidentes limitaciones de liderazgo y empatía. Y tragarse un orgullo que es desproporcionado. Aprender que el látigo no siempre funciona y que la jerarquía no significa sumisión. Lo que parece evidente, en cualquier caso, es que su empresa actual, de momento y gracias a su responsable, no se ha ganado el privilegio de que Menganita trabaje para ellos, de que les dedique, por lo que podemos considerar una mísera cantidad de dinero, una parte de su tiempo y de su vida, de su esfuerzo y sus capacidades. 

¿Y saben qué? Eso sí es una pena, en especial para su empresa actual. Porque empresas hay muchas, pero personas de la talla personal y profesional de Menganita no hay tantas.

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(Nota: no creo que haya muchas dudas, pero esta entrada no tiene absolutamente nada que ver con mi entorno profesional, la empresa para la que trabajo ni ninguno de sus clientes, sino con, digámoslo así, el entorno laboral de una amiga tan alejada de la informática como yo lo estoy de las personas sin hogar, aunque claro, ella hubiese sido mucho más exacta en el término que yo acabo de dar).

 

Bitácora

He vuelto a entrar en tu blog. Sí, ya sé que decías que no te gustaba esa palabra: blog. Que lo tuyo era una bitácora, no un blog. Tú y tus manías, tú tan poco anglófona, tú tan anglófoba. Como si hubiese alguna diferencia. Te lo dije más de una vez: la palabra "bitácora" escupe mi mente a una época de piratas y abordajes y cañones, camarotes con olor a madera vieja y humedad y mugre, planos de navegación y astrolabios, a tópicos empapados de agua salada y tiburones. A horas de televisión a tu lado. A ruido de sables en la pantalla sobre barcos de madera mientras tú dormías con tus pies apoyados en mis piernas.

Ha sido hace tan solo unos minutos; casi puedo contarlos, aunque no descarto que la memoria me engañe; hace mucho que perdí la pista del cubilete en el que está la bolita. Es posible que hayan pasado un par de horas, que fuese incluso ayer, la semana pasada, hace tres meses o dos años. Cómo estar seguro del tiempo que ha pasado desde entonces, desde aquello, desde lo nuestro. Dime cómo hacerlo porque no encuentro la forma, el camino, la pista de despegue, la salida de la atmósfera, la huida de esta galaxia en la que fuimos.

Tres letras, nada más. Solo eso ha sido necesario para que en la barra del navegador, siempre tan fiel a ti y tan hijo de puta, tan suspicaz y tan cruel, haya sugerido la dirección de tu blog como si se tratase de un punzón picahielo extendido hacia mí. Siempre supiste que eres mi tortura favorita; que contigo tengo tendencias suicidas; que me gusta buscarte aunque todas las células de mi cuerpo rueguen al unísono que no te encuentre; que solo tú puedes destruirme. Yo no rechazo una oferta como esa y ahora tengo ese punzón clavado en el costado; apenas puedo leer las líneas que serpentean por el fondo naranja que pusiste cuando aún estábamos juntos. Cámbialo, te decía yo, es horrible, y tú sonreías, pero nunca lo cambiaste y desde que te fuiste ya no me parece tan feo y cada vez me gusta más. Me temo que es un poco como tu recuerdo; hipnótico, lejano, distorsionado y más bello de lo que fue. No es tan horrible ahora aunque lo fuese entonces.

Y cuando entro ahí está el mismo título con la misma fecha y el mismo comienzo y la misma continuación y el mismo final que la última vez. Sigues sin escribir nada y pienso que si no vuelves es porque debes estar siendo muy feliz o muy infeliz; nunca fuiste mucho de grises y a tu manera conseguías disfrutar de ambas cosas.

El sentido común me dice que debería borrar el historial, pero lo nuestro tuvo mucho de sentido y poco de común; nunca aprendí a utilizar ese concepto y por ti quiero seguir sin saber hacerlo; prefiero creer que he olvidado cómo hacerlo y regresar dentro de un tiempo para arrancar la costra y abrir la herida de nuevo con esta página de fondo naranja detenida en las mismas frases y palabras y letras desde que te marchaste.

Cámbialo, te decía yo, es horrible, y reías. Al final me hiciste caso; lo cambiaste, me cambiaste, te cambiaste.

El cartero

Las postales fueron lo primero, porque no tenía que hacer nada. Sólo leer. Era fácil y poco arriesgado. Un fragmento de la vida de otra persona en una docena de líneas. Leía aquellas postales una, dos o incluso tres veces, y las clasificaba, igual que hacía con cualquier otra correspondencia, igual que había hecho hasta entonces sin reparar en ellas. Hasta ese momento, me consideré una especie de curioso. Era divertido al principio. Estoy de acuerdo en que eso no me justifica, pero puesto en perspectiva no es tan grave. Creo que empecé a hacerlo en torno a los 37 años, aunque no estoy seguro. La memoria es débil. Si lo pienso bien, no hace tanto de aquello.

No recuerdo el día, pero sí que fue un miércoles de agosto. La chica a la que iba enviada la postal se llamaba Ana. En mi memoria no hallo nada más, ni siquiera de qué hablaba el remitente; supongo que de sus vacaciones, quién sabe. Qué importa ya. Cogí la postal, miré a mi alrededor y sin ni siquiera leerla me la metí debajo de la camisa, pegada al estómago y sujeta por mi barriga contra el pantalón. Las manos me temblaban y estuve todo el día pensando que alguien me había visto. Que me harían desnudarme y luego me despedirían, pero no. Cuando llegué a casa me senté en la cama y la saqué; tenía una fotografía de dos niños negros jugando al fútbol en un campo de polvo marrón. El sudor había hecho que la tinta se corriese y algunas palabras no eran reconocibles. No me importó. Aunque no tenía mucho, la leí al menos veinte veces. Vacié una caja de zapatos que tenía llena de monedas antiguas y la metí dentro. Estaba eufórico. Exultante. Mucho.

Desde que leí la primera postal hasta que robé una pasaron siete años. Tendría entonces unos 44 años. Sí, más o menos. Dos años más tarde tenía nueve cajas llenas debajo de la cama. Pasado un tiempo dejé de leerlas, porque no me hizo falta mucho para darme cuenta de que la gente que las enviaba sólo decía tonterías. Así que yo sólo las robaba. Empecé a llevar una vieja cartera que tenía en casa al trabajo, y las iba metiendo allí dentro. Cambié de puesto en la sucursal para estar más tiempo en la sección de clasificación y en casa compré cajas de mudanza de 50x50x50 cm. ya que el número empezaba a ser importante y se me habían agotado las cajas de zapatos. En un puñado de ocasiones alguien vino reclamando a la sucursal, pero por aquel entonces el servicio no era lo fiable que es hoy y una postal es fácil de extraviar; el destinatario y la dirección se escribe a mano, con prisas y en un hueco demasiado pequeño, así que no hay garantías de nada; es fácil confundirse o que no se entienda la letra.

Año y medio más tarde almacenaba en un trastero alquilado siete cajas de mudanza repletas hasta el borde. Por una simple casualidad, el nombre de la destinataria de la primera carta que robé también era Ana. Ignoro si era la misma persona, imagino que no. Todo fue parecido pero mucho más rápido; tenía práctica: no me ponía nervioso; sabía cómo ocultarme, cuál era el mejor momento del día, qué compañeros estaban más atentos y cuáles más distraídos. Con la carta en la mano, leía el destinatario, igual que había hecho hasta entonces, pero ahora buscaba un nombre o una dirección manuscrita. Si la letra me gustaba, me guardaba la carta y al volver a mi sitio la metía en la cartera de piel marrón. Con el tiempo se convirtió en una mochila y luego en una bolsa de deporte de tamaño medio.

Al poco tiempo la letra dejó de importar. Las cogía todas, me daba igual. Llegué a leer algo así como el primer centenar, pero era difícil encontrar algo interesante, por lo que también empecé a guardarlas sin leerlas. Ni siquiera abría los sobres. Casi todas eran aburridas, triviales, livianas, vacías, efímeras. Tonterías y más tonterías. No lo entendía cómo la gente podía perder el tiempo de esa manera, y sigo sin hacerlo hoy en día. Solo en algún caso alguna me llamaba la atención, por la caligrafía, el color del sobre, algún dibujo a color, y tumbado en la cama con un cigarrillo en la mano abría el sobre, la desplegaba con cuidado y la leía en voz alta. Tuve muchas decepciones pero me gustaba el ritual.

Puedes imaginarte mi problema de espacio. Llené el primer trastero en poco tiempo y necesité alquilar otro. Eso no bastó y tuve que almacenarlas también en casa. Dos años después me gastaba un tercio del sueldo en el alquiler de un piso sin amueblar en las afueras. No sé, tendría como trescientas cajas llenas de cartas y postales. Quizá más. Más, seguro. No sé, no lo recuerdo. Nunca las conté. Ni las postales, ni las cartas ni las cajas. Yo solo las cambiaba de sitio. Las movía de un lugar a otro, eso era todo.

Entonces las reclamaciones empezaron a llegar; era raro el día que no recibíamos media docena. Personas que gritaban, personas que se enfadaban, personas que nos insultaban, personas que rellenaban impresos, personas resignadas, personas irritadas. Lo sentía por mis compañeros, pero al poco dejé de preocuparme por ellos y por las quejas, hasta que desde central mandaron a alguien a investigar el problema. Un tipo gris y serio con un traje gris y serio cuyo nombre no recuerdo. Pero sí que tenía unos labios finos como cuerdas y que su mandíbula me recordaba a los muñecos de los ventrílocuos. Curiosa palabra, ¿no te parece? Ventrílocuo. En más de diez años ese fue el único período en el que me detuve; ni siquiera leía las postales. Era un autómata clasificador. Un robot. Un ser sin alma. Un brazo orgánico que se movía como uno mecánico. Esta, en esta saca. Esta, en la saca de allí. Esta, en la saca pequeña. Así todo el día. Era extenuante.

Seguro que te lo imaginas: el corazón me daba un vuelco cada vez que cogía una carta en mis manos; era como una gota en un vaso que acaba llenándose; al final del día apenas podía respirar de la ansiedad que aquello me causaba. El médico me recetó 3 mg de lexatín al día aunque algunos días llegué a tomar hasta el doble. Tres semanas duró aquel infierno y entonces despidieron a dos compañeros que hacía mes y medio que habían entrado a trabajar, supongo que porque consideraban que los robos habían coincidido en el tiempo con su incorporación. No era así, claro, pero qué iba a decir yo. No tardé ni treinta segundos en retomar mi actividad cuando el tipejo de la central salió por la puerta. Valiente memo. Dejé los ansiolíticos.

Por aquel todavía entonces descartaba la correspondencia que no fuese íntima: entidades bancarias, empresas, organismos públicos. Es decir, todas aquellas en las que el nombre del destinatario aparecía mecanografiado o el sobre llevaba algún distintivo impreso. Hasta que ese también dejó de ser un criterio para discriminar. Todas, las cogía todas. No hacía ninguna distinción. Cuando nadie me miraba, cogía un puñado que acababa en una de las bolsas de deporte que había adquirido: el modelo más grande que encontré después de visitar una docena de tiendas. Al finalizar el día estaba a rebosar y me costaba horrores levantarla, cuando podía hacerlo. Había días que me quedaba el último en la sucursal porque si no la arrastraba no era capaz de llevarla hasta el coche.

Vendí el piso y me mudé a uno diminuto en un barrio de la periferia. Alquilé una nave industrial lejos de la ciudad, la equipé con estanterías y moví allí todas las cajas. Para entonces entre unas cosas y otras apenas el sueldo apenas me daba para vivir. Cada vez eran más cajas y más estanterías, y las bolsas de deporte no duraban demasiado. Cajas, estanterías y bolsas de deporte. Hacía dos viajes a la semana para llevar las cartas de mi casa a la nave. Tendría unos 54 años, más o menos. No sé. La mudanza me llevó unos dos meses. Pensé en contratarla, pero me daba miedo que perdiesen alguna carta y por otro lado, tampoco tenía dinero suficiente.

Me subieron el alquiler de la nave y tuve que tomar una decisión. Dejé el piso y me mudé a la nave industrial. Estaba a dos horas del trabajo, pero ahora sólo pagaba un alquiler, que no obstante me estaba gastando en parte en la gasolina, aunque me ahorraba los dos viajes que hacía antes. En un rincón puse un colchón que había cogido de un contenedor cercano y compré un camping gas y una estufa. Todos los días robaba algo de algún supermercado; con la habilidad que había adquirido era muy fácil. A pesar de todo, no comía lo suficiente y empecé a adelgazar. Tuve que dejar de llenar tanto las bolsas, ya que si no cuando estaban llenas no podía moverlas. Para compensar, algunos días llevaba dos bolsas, dejaba una en el coche y al finalizar el día repartía las cartas entre las dos.

Tengo 59 años. A menor ritmo, el número de cajas ha seguido creciendo hasta hace tres semanas y dos días: el momento en el que me fui del trabajo. No sé porqué empecé a leer postales, cómo ni porqué empezó todo. Esta vez han sido tres las personas que han enviado desde central. El tipo gris de la anterior ocasión, acompañado de una mujer joven y un chico también joven con cara de niño y la nariz aguilucha. Salí por la puerta en cuanto los vi entrar en el despacho del responsable de la sucursal. No sé si me están persiguiendo. Hace algo más de tres semanas de eso, o cuatro, no sé. Aun me quedan ansiolíticos de la otra vez. Están caducados pero me los tomo, algún efecto tendrán todavía. Debe haber mucho jaleo; en estos meses pasados hemos tenido muchas quejas de empresas y particulares. No sé, puede que sí sea eso. Desaparecí el día que ellos llegaron. No he dado señales de vida, así que lo más probable es que me estén buscando. Por suerte, nadie tiene esta dirección y no he firmado contrato de alquiler así que tardarán en encontrarme. Cuatro semanas, creo. Nadie sabe dónde estoy. Hace humedad aquí y frío, pero no van a encontrarme.

No tengo ni idea del tiempo que llevo tirado en este colchón apenas sin moverme. Tengo el cuerpo entumecido. Debe ser eso. Estoy cada vez más débil y tengo que levantarme muy despacio para no desmayarme, ya que me he despertado en el suelo varias veces, pero desde este colchón puedo ver las estanterías y eso me hace sentir bien. Como el primer día con la primera postal. No sé cuántos miles de cajas habrá. Deben haberme despedido. Es normal, yo también lo habría hecho. Llevo mucho tiempo sin ir a trabajar. Demasiado, seguro. Sí, quizá sea eso. Esta tos me está matando. Igual es neumonía. Si me vieses, ahora mismo doy un poco de miedo, pero no te asustes, me recuperaré. Lo prometió. Hace tres días que no como. Aquí hace bastante frío. Mucho. Me cuesta organizar mis pensamientos. Dijo que lo haría. Espero no haberme equivocado demasiado en lo que te he contado. Que me escribiría. Igual me ha bailado alguna fecha, algún dato, es bastante posible, no soy infalible. Ah, sí. Se llamaba Ana. Como te decía, mi memoria no es lo que era y tampoco puedo pedirle demasiado. Hace mucho frío aquí. Espera mi carta, dijo. No sé, no recuerdo más. No sé. No sé. Lo he olvidado. Ana, creo. No, sus apellidos no. No sé, no me lo preguntes más. Escribirá, seguro.

Cuando acabes de leer esta carta, métela en el sobre y échala en la caja 1137 de la sección P2 Oeste. Es la última, pero aun no está llena. Si las necesitas hay más cajas en la pared del este, al fondo. No olvides recoger el correo. Seguro que Ana escribe pronto. Me lo prometió.

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(Tiempo de escritura aprox. 3h. Revisión superficial)

La novela

Llevo un tiempo esquivando esta entrada, pero la idea de echar un vistazo a la evolución de la novela parece una buena idea, por aquello de que igual alguna vez la acabo. Incluso podría llegar a (i) publicarla, (ii) hacerme famoso y asquerosamente rico, (iii) comprar todos los ejemplares de 50 sombras de Grey y (iv) hacer una hoguera gigante. Cierto, solo (i) parece realmente factible, y no apostaría nada a ello. Eso si no muero antes, porque, por duro que parezca, no hemos de descartar la idea de que lo haga y la cruda realidad es que podría dejar este mundo (en un sentido figurado, no estoy pensado en desintegrarme) en cualquier momento.

Ahora, por ejemplo. No, parece que todavía no.

Para imaginar mi muerte podría escoger un ataque al corazón, pero es demasiado real y seguro que mi madre se preocupa, así que pensaré en un satélite ruso de la Guerra Fría fuera de control cayendo sobre esta casa; aunque no conozco las probabilidades que tengo de sufrir un infarto justo en este preciso momento, tiendo a pensar que son mayores que la idea del impacto del satélite.

Sigo escribiendo y ninguna de ambas cosas ha pasado. 

Podemos considerar otras alternativas: un meteorito, una invasión alienígena con epicentro en esta habitación, un maremoto que llegue hasta el centro de Madrid o la aparición de una singularidad en el espacio-tiempo que acabe con mi organismo. Morir tampoco es nada excepcional. Es otro suceso más sin importancia en un universo demasiado grande para ser concebido, y aunque uno puede sentirse apesadumbrado por las cosas que dejará sin hacer, qué más da; todo continuará su camino y las galaxias no te echarán de menos dentro de un millón de años.

Es opinable, pero esa última frase es un buen ejemplo del uso del punto y coma: cuando un punto es demasiado pero una coma es muy poco, aunque resumirlo de esa manera es un poco banal.

Al lío. Empecé con la novela allá por octubre de 2013. Poco después compré el programa Scrivener, que me ha servido de gran ayuda para organizar los capítulos y trabajar de una manera estructurada. Todo ha cambiado mucho desde la idea original, y lo sigue haciendo. El argumento inicial apenas es reconocible, la estructura ha cambiado al menos media docena de veces, el punto de vista lo ha hecho otras tantas y la forma verbal dos veces (de presente a pasado y de vuelta al presente). Por fortuna, todo eso es ya bastante estable y aunque tengo que decidir dónde ubico determinados acontecimientos, por primera vez tengo la sensación de que estoy enfilando la recta final del primer borrador.

Digo "primer" porque, aunque en realidad podría decirse que ya hay un primer borrador, la revisión que estoy haciendo es tan exhaustiva y estoy encontrando tantas omisiones que considerar lo anterior como algo definido no sería más que un ejercicio de optimismo voluntarista. Por lo que leo y corrijo, lo que había era más bien un boceto, ni siquiera un borrador; algo más parecido a la arcilla que sirve de materia prima al jarrón, que una vez formado habrá que repasar y añadir los adornos y corregir irregularidades, cocer, pintar, barnizar y, si todo va bien, buscar una tienda y un vendedor, poner a la venta y esperar que se venda. Queda mucho camino por andar. 

Vamos con los números. En el momento de escribir esta entrada, la novela tiene 119.472 palabras. A 250 palabras por página vienen a ser unas 480 páginas, y si subimos el número de palabras por página a 300, son justo 400 páginas. Mis estimaciones es que, cuando finalmente tenga un primer borrador real, estaré en torno a 140.000 palabras, que es más de lo que inicialmente había pensado. No obstante, las posteriores revisiones deberían actuar de poda y reducir en algo ese número. No descartemos el recorte que puede venir después del corrector profesional o que puede requerir un potencial editor. El objetivo es un número inferior a las 400 páginas, aunque no voy a recortar fragmentos que me parezcan relevantes por la simple razón de reducir la longitud. Habrá tiempo para eso.

Los tiempos. Aquí hablo de memoria. Como decía arriba, empecé en octubre de 2013 y seguí trabajando en ella hasta febrero de 2014.  La abandoné unos meses y la retomé de nuevo en verano pero no recuerdo haber hecho demasiados avances. La volví a dejar de lado y la retomé en las vacaciones de navidad de este pasado año, donde progresé en algunos conflictos argumentales. Este comportamiento errático ha tenido una ventaja y un inconveniente. La ventaja es que me permite ver lo escrito con nuevos ojos, pero por contra dejar el texto tanto tiempo me obliga a releer parte de la novela ya que se me olvida si he hablado de esto o aquello (en ocasiones me descubro leyendo un fragmento que habla de lo mismo que acabo de escribir y que había escrito meses atrás). Más o menos en mayo de este año la volví a coger y continué con ella, aunque un par de nudos que no tenía claro cómo resolver me generaban bastante ansiedad y no avanzaba tanto como me hubiese gustado.

El empujón definitivo ha llegado en las vacaciones de verano, que han sido atípicas; a un ritmo de escritura de unas siete horas al día con la excepción de los fines de semana y algún día suelto, me alegra darme cuenta de que empiezo a ver el jarrón; he publicado algunos fragmentos que van dando una idea del tono. Dado que tengo que ganarme la vida, en las próximas semanas el ritmo se reducirá, pero espero tener un texto estable antes de finales de año, y no creo estar siendo demasiado generoso. En un par de meses más (mediados de febrero), un segundo borrador, y luego dar paso a los lectores beta (cuatro como máximo). Valorar e incorporar las modificaciones y comentarios que me hagan (y considere adecuadas) y un poco más tarde, en mayo, el corrector profesional (que no será barato). De esta forma, a expensas de lo que puede tardar éste, para el verano que viene debería tener el jarrón pintado y listo para barnizar. Pero falta mucho.

Acabo con una cita que pertenece al libro Diario de un mal año, de J. M. Coetzee. Me la envió Laura hace ya varios meses mientras lo leía, quien está sufriendo como nadie la elaboración de esta novela y las frustraciones y angustias que me genera.

¿Una novela? No, ya no tengo la fortaleza necesaria.
Para escribir una novela tienes que ser como Atlas, cargar con todo un mundo en tus hombros y sostenerlo durante meses y años , mientras todos sus asuntos se resuelven por sí mismos. Es demasiado para mí en mi estado estado actual.

Si yo sostengo el mundo, tú me sostienes a mí.

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Terraza.6 / Fotos.6