Andrés

Andrés se levanta cada mañana, y antes de hacer cualquier cosa, antes de tomar el café, antes de besar a su pareja, antes de vestirse, entra en el baño, se sienta en la taza del váter y caga. Todos los días, religiosamente. Algunos minutos después siente el placer de la orina saliendo por su pene, y consciente de haber acabado, coge un trozo de papel higiénico y se limpia el culo, eliminando los restos de excrementos de su ano.

Lo habitual es repetir el procedimiento varias veces, tantas como sea necesario, hasta que se siente limpio y el blanco del papel no muestra el color marrón característico de las heces. Pero hoy no. Hoy se ha acabado el rollo de papel demasiado pronto, y Andrés se queda pensando unos segundos, encorvado como está en mitad del cuarto de baño. Dudando, se lleva lentamente los dedos índice y corazón al ano, y acariciándolo, se limpia, disfrutando de la sensación. Sin subirse los calzoncillos, se sienta de nuevo y observa sus dedos, manchados. Vuelve a dudar, los mete en su boca y los chupa con ganas, hasta que salen limpios de ella, exceptuando los restos que le quedan debajo de las uñas. Entonces se levanta, se limpia las manos con jabón y vuelve a la cama, donde le da un largo y profundo beso húmedo a su novia.

Bonito coche

Siempre critiqué el morbo que despiertan en la gente los accidentes de tráfico. La atracción por la carne quemada, la sangre aún caliente formando un charco en el arcén, las mantas térmicas aluminizadas, o el trajín de servicios de urgencias y agentes de policía; los coches avanzan lentamente, mientras los ojos de sus ocupantes, cómodos detrás de las ventanas, imaginan, no sin sentirse algo culpables, lo que hay debajo de ese serrín. Escudriñan la escena, los hierros retorcidos, los cristales, las huellas del neumático, buscando. Tú gritas, pero no emites ningún sonido y no puedes respirar. Este es al menos un bonito coche. Qué más se puede pedir, te dices.

Y lloras.

(Falsa) Intro

Aunque nunca fueron conscientes de ello, a Matt y a Eliza les hubiese gustado aprender algo de aquel doce de abril de 1984; sacar algo en claro, algo positivo, algo útil, algo que les sirviese para arreglar aquello por lo que estaban allí. Aprender quizá que la mayoría de los problemas a los que se enfrenta un ser humano a lo largo de su vida carecen de la importancia que él mismo les concede; que casi ninguno de ellos soporta un análisis de un mínimo rigor, o que hay cuestiones más preocupantes que la posición física de una tapa de váter, la presencia de migas de pan sobre la alfombra o la necesidad de cumplir con los protocolos sociales y familiares. Que atormentarse por insignificancias, aunque sean tus propias insignificancias, es perder la perspectiva, quedar desnudo frente a las verdaderas urgencias, y no verlas llegar hasta que las tienes en las narices y es demasiado tarde para casi todo. Que tus propios problemas no dejan de ser minucias, tonterías que pueden llegar a arruinar no ya una tarde de domingo sino un matrimonio entero si se les da la oportunidad.

Pero no hay que olvidar, como ninguno de los dos era capaz de hacerlo y por evidente que parezca, que al fin y al cabo lo que confiere a tus problemas su relevancia es que son tuyos, tuyos y no los del otro, tuyos y de nadie más. Y por eso, cuando paseando por el camino del Gran Abedul encontraron los cuerpos mutilados de Rick Waddick y Anna Faggett no fueron capaces de reflexionar sobre la estupidez de sus discusiones, ni de decirse a sí mismos lo afortunados que eran de estar juntos, de estar vivos, de ser felices aunque no fuese tan a menudo como antes, al principio, como hace años. Más bien al contrario, el efecto que aquel desagradable e inesperado descubrimiento tuvo en sus vidas fue acelerar la muerte de su ya agónico matrimonio y precipitarlo al vacío, crearles la necesidad de asistir a terapia psicológica tres veces a la semana, dos horas por sesión, veinticuatro horas al mes, mil doscientos euros durante seis meses, y una adicción a los tranquilizantes que Eliza aún mantiene.

Sé que me lo advertiste

Sé que me lo advertiste y que no te hice caso, pero qué coño quieres que haga ahora. Mira, a unos diez kilómetros siguiendo por esa carretera hay una gasolinera, y casi noventa kilómetros después un motel, ese en el que mataron hace unos años a una familia entera por veinte pavos, seguro que te acuerdas. Coge el coche, lárgate y no vuelvas. No sabes en qué mundo estás viviendo, no sabes cómo son, ni sabes cómo se las gastan, y pretendes decirme lo que tengo que hacer. Así que haz lo que te digo: sube al puto coche y desaparece, porque jamás tendrás una oportunidad más fácil de evitar que te metan en una caja. Y eso es precisamente lo que harán si te quedas y yo no podré evitarlo.

Amiranebo (II)

(Esto es un pequeño desarrollo de la historia Amiranebo que escribí en este blog hace ya casi año y medio. El texto de hoy lo tenía por ahí perdido, y he pensado en recuperarlo para ustedes, aunque cuenta básicamente lo mismo de manera más detallada. Por lo demás, imagino que hasta la semana que viene no habrá nada más por aquí. Pasen buen fin de semana, ante todo.)

Un teléfono cualquiera en una mesita cualquiera de una habitación cualquiera de un hotel cualquiera de una ciudad cualquiera. Un jodido teléfono, riéndose por tercera vez en diez minutos, aunque para el que intenta desaparecer debajo de unas sábanas no son tres sino un millón de veces. Viviendo debajo de unos párpados cerrados se tiene la seguridad de que tus cuentas son correctas y si no es un millón quizá sean dos o quizá el doble o el triple o quien sabe cuanto más. Pero no son tres veces. Una, dos y tres. No. Él no ríe; más bien al contrario, aquella risa estridente y mecánica que proviene de algún lugar sobre la mesita de noche le está echando a perder cualquier posibilidad de levantarse de buen humor. Suena como un niño que exige su dosis de atención y que no parará hasta conseguirla. Odio los niños. Un sonido molesto, monótono, excesivamente agudo y una recepcionista lo suficientemente estúpida para no entender una sencilla frase: "No me molesten". Cualquier idiota entiende eso, pero no ella; nada de qué sorprenderse. Te interrogas por las diferentes interpretaciones de la frase "No me molesten" pero el dolor entra por tus tímpanos y se mete en tu cabeza y así dios así es imposible pensar nada y quieres dormir o a menos que te permitan seguir intentándolo. Se ríe de ti, ella también. Joder. Esta almohada no amortigua nada. Nada en absoluto. Ya lo he decidido, córtenme la cabeza y dénsela a los cerdos, pero que alguien pare eso. Tirado sobre la cama, con una pequeña mancha de saliva justo debajo de tu boca, te debates entre la vida y la muerte, y la decisión es unánime. Eres consciente de que cualquier movimiento que pretenda atajar este terrible sufrimiento que se introduce por tus oídos conlleva un esfuerzo sobrehumano que no servirá de nada. Consciente de que un universo infinito y por tanto insalvable en el que el sonido sí se transmite te separa del maldito aparato, y de que no hay nada en el mundo que puedas hacer para ahogar sus gritos. Se ríe de ti. Todo está demasiado lejos, todo cuesta demasiado. Aún así lo intentas y una mano que parece pesar una tonelada se arrastra penosamente sobre el colchón, tanteando sin éxito en busca del culpable de todo aquello. Babeas las sábanas, pero las consideraciones higiénicas están fuera de lugar ahora. Malditos aparatos, con esa estúpida urgencia suya; malditos. Los odio. Desaparece. Cállate. Deberías haberlo desconectado cuando llegaste aquí. No necesito nada no quiero nada déjenme en paz olvídense de mi existencia. No estoy aquí no existo no estamos. Déjenme dormir, joder, déjenme dormir y no me molesten.

Y de repente, silencio. Y aunque efectivamente el ruido se detiene, vuelve a atacar de nuevo pasados unos minutos. Insistente hasta la victoria final. Finalmente, vencido por un teléfono sin piedad, un cuerpo pesado como un camión sale de entre las sombras y se somete a la llamada de las ondas, con tal de acabar con aquello. Estúpida mujer. Estúpida estúpida.

- Mmmmhhh… Sí. ¿Qué quiere? -un apropiado tono inquisitivo y maleducado que sin duda merece. Silencio al otro lado, una leve respiración y un momento de indecisión.
- ¿Tyler? -un hombre, no una mujer. Una voz grave y clara, y una palabra. Una pregunta. Sí, Tyler. Respira, no te ahogues.
- ¿Quién es? -otra larga pausa- ¿Sí? ¿Hola?
- Hola, Tyler. Escúchame bien. -la voz habla lentamente, tomándose su tiempo en cada sílaba; vocaliza despacio, con cuidado. Casi puedo imaginar los labios, la lengua y los dientes formando los sonidos justo antes de que abandonen su boca-. Tus días de cadáver andante llegan a su fin, es hora de acabar con esto. Despídete de tu familia, chico. -un pitido intermitente al otro lado, ciento veinte pulsaciones por minuto y muchas preguntas sin contestar.

Menuda novedad. Busca la cajetilla de tabaco que hay al lado del teléfono y piensa que debería desconectarlo o luego se arrepentirá, pero eso ahora no tiene importancia. Se lleva un cigarrillo a la boca y se acuesta sobre la cama, sonriendo ante la ironía de la situación mientras observa el humo que sale de sus pulmones subir hacia el techo (¿pedí una habitación de fumador?) y llenar la estancia. Casi debería celebrarlo, porque después de sobrevivir durante cuatro imposibles años al cáncer, que La Muerte vaya a tomarse la molestia de venir personalmente a por ti es, desde luego, por todos los problemas causados, un bonito detalle. Un precioso detalle. Le da una profunda calada y se da cuenta de que en realidad, lo está celebrando. Menuda novedad, se repite. Qué es una amenaza de muerte más, cuando recibes una cada mañana al levantarte, una con cada segundo que pasa. Qué más da una más una menos. Una atractiva variación en las formas y en el mensajero; aparte de eso, nada especial. Tampoco es que tenga interés en acelerar el proceso; pero no se siente impresionado porque el cigarro que se consume entre sus labios es probablemente para él más mortal que cualquier voz al otro lado de una línea telefónica.

Y sin embargo, si llevas esos mismos cuatro años evitando el contacto humano, huyendo de todo, inventándote nombres aquí y allí, persiguiendo el silencio, escuchar tu verdadero nombre por teléfono de voz de un desconocido, un nombre que de no utilizar casi habías olvidado, es como ver un fantasma. Pero uno muy real, uno que no te atreves a negar si aún confías en tus sentidos, y aunque deseas hacerlo, no hay razones para ello. Tyler, ninguna duda. Sí, Tyler, y sí, llevas ya mucho tiempo de prestado sobre este mundo. Demasiado tiempo. Demasiado real. Demasiado cerca. Demasiados demasiado. Pero todo lo demás, todo lo demás no. Eso no tiene ningún sentido, pero desde luego, si hay otra cosa clara en todo esto, es que ese tipo no parecía estar bromeando.

En la habitación de al lado, un hombre utiliza un teléfono cualquiera en una mesita cualquiera de una habitación cualquiera de un hotel cualquiera de una ciudad cualquiera. De una ciudad cualquiera no. De Amiranebo.

No me cuentes historias (libro de relatos)

Es tarde, así que les voy a dejar con la introducción del libro de relatos que acabo de "editar": No me cuentes historias.

Espero que les guste, tanto la introducción como el libro en sí.

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Como alguno de ustedes sabe, hace ya algún tiempo que pensaba hacer esto, pero hasta ahora no había tenido el tiempo ni quizá la motivación para hacerlo. No me pregunte qué ha cambiado; no lo sé así que no podré responderle. Si no tiene usted ni idea de qué le estoy hablando, le diré que esto que tiene ante sí es una recopilación de los textos de ficción que he ido escribiendo durante los últimos tres años y pico en el blog www.unsociability.org.

Intentaré ser breve (y fracasaré).

Como podrá ver a medida que los vaya leyendo, tanto la temática de las historias como la longitud varían sensiblemente. Respecto a la primera, va desde el relato erótico o incluso soez hasta en algún caso el romanticismo más empalagoso, pasando por textos sin principio ni final, diálogos absurdos, o textos que simulan ser periodísticos o documentales reales; no se deje engañar por falsos autores o referencias bibliográficas, todos los relatos son inventados y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. En referencia a la extensión, verá que algunos ocupan un único párrafo, mientras que otros se extienden a lo largo de varias páginas. Por supuesto, no puedo negarle que hay algunos de los que me siento más orgulloso, pero como lo más probable es que discrepemos, no voy a darle ninguna pista sobre mis preferencias. Tampoco busque un orden establecido; no lo hay.

Si es usted lector habitual de mi blog, verá que la transición a este documento ha sido completamente transparente, o al menos eso he intentado, aunque en el camino haya corregido alguna falta ortográfica que no podía dejar pasar. En otras palabras, los textos permanecen tal y como puede verlos en el blog; con sus virtudes y sus defectos, para bien y para mal.

Vamos con la licencia. Al igual que el resto del blog del que proceden y del que obviamente soy autor, todas las historias contenidas en este documento están bajo una licencia Creative Commons, según la cual usted puede copiarlos, distribuirlos y comunicarlos públicamente, con la única condición de que indique que la procedencia del texto es el blog www.unsociability.org; un hiperenlace será suficiente en la mayoría de los casos. Si tiene una curiosidad morbosa, puede encontrar los detalles de la licencia en http://creativecommons.org/licenses/by-nd/2.5/es/.

Por lo demás, sólo me queda pedirle un último favor, que creo razonable. Si ha disfrutado con alguno de los relatos, que espero que sí, le insto a compartir y distribuir este documento tanto como pueda o desee. Así pues, ya ve que más que permitirle la distribución y comunicación pública de los textos, le ruego encarecidamente que lo haga. No espero modificar este documento, pero si lo hago, podrá encontrar la última versión, así como posteriores volúmenes en caso de que los haya, en el blog ya mencionado.

No me queda mucho más que decir, aparte de que, por supuesto, me encantaría recibir cualquier comentario, opinión, o crítica .preferiblemente constructiva. Puede mandarlas a m@unsociability.org; con una simple línea será suficiente, y me alegrará el resto del día.

Y creo que eso es todo. Espero que disfrute con lo que va a leer.

1 de junio de 2007

Insomnio

Te quedas quieto, dejas de pensar, escuchas. Algunos lentamente, y otros más rápido, van acudiendo a tu llamada. A lo lejos, el frigorífico haciendo frente a los rigores del verano más caluroso del último siglo, para no faltar a la tradición. La ausencia de puertas en la cocina hace que su sonido llegue claramente hasta la habitación; fue un regalo no regalado de mi hermano, y hasta el momento, con unos muy meritorios esfuerzos, ha cumplido con las expectativas. Debajo de la cama, la perra durmiendo, con su delgadez anorexia y su respiración algo acelerada; por lo que la oigo, casi diría que este pobre bicho padece asma; es alarmante lo que ha encogido su cuerpo los últimos días, a causa -suponemos- del ejercicio físico. Ella a mi lado, respirando despacio. Inspira y espira, con una cadencia rítmica que carece de altibajos y pausas apreciables; con limpieza, casi puedo sentir el aire entrando y saliendo de sus pulmones. Y por fin, triunfante, encima de todos ellos, en el papel tanto de melodía acompañante de fondo como de ruido que los amortigua y los confunde, el sonido de los coches que pasan siete metros debajo de mis pies a sesenta kilómetros por hora por una calle de tres carriles, con personas que van y vuelven del trabajo, y frente al que unas frágiles ventanas que tienen más edad que uno mismo apenas pueden hacer nada.

Mientras, permanezco aquí tumbado dando vueltas sin poder dormir. Son las siete.

Un niño de nueve años

Un niño de nueve años aguarda junto a su padre en la abarrotada sala de espera de un hospital, respirando con evidente dificultad. Su cara, completamente seria, es un complemente perfecto a los problemas que tiene para respirar. Se da cuenta de que algunas personas le miran, y eso le hace sentirse importante y exagerar ligeramente sus esfuerzos y la dureza que se muestra en su cara, casi inverosímil para una persona de su edad. Sin embargo, no llega a ser grotesco; a los nueve años nadie puede parecerlo por mucho que lo intente. Desea transmitir tanto la importancia y gravedad de su situación en comparación con las enfermedades del resto de pacientes de la sala, como la madurez con la que la está afrontando a su corta edad. A poco que se descuida, su infantil cabeza comienza a cavilar sobre las consecuencias de un agravamiento de su enfermedad, y en especial sobre la admiración que probablemente despierte en los demás si aquello va a peor. Es eso lo que más le atrae: un pequeño chiquillo de nueve años haciendo frente a una terrible enfermedad, qué gran tragedia y cuánta valentía.

A su lado, su padre permanece atento a los altavoces, esperando escuchar el nombre de su hijo de un momento a otro. Siendo la cuarta vez en las últimas dos semanas que acude con él a urgencias, se siente preocupado por el matiz que están tomando las cosas, pero intenta disimular. En los últimos cuatro meses, las inyecciones de cortisona se han incrementado sensiblemente, y los médicos no dan la sensación de saber qué es lo que está pasando ni hacia dónde evoluciona la enfermedad de su hijo. Impotencia y un miedo velado es parte de lo que siente. Mira a su hijo, que continúa firme en su decisión de impresionar al público presente, le sonríe intentando tranquilizarle y le pregunta cómo está, pero antes de que éste pueda contestar, su nombre se oye en la sala y ambos se levantan de sus asientos.

Un niño de nueve años camina junto a su padre por la abarrotada sala de espera de un hospital, respirando con evidente dificultad. Uno mantiene el semblante serio, el otro intenta sonreir, pero las cosas no son siempre lo que parecen.

Concursillo

El otro día, un compañero de trabajo me informó sobre un pequeño concurso literario que proponían Escuela de Escritores y la cadena SER. Los microrelatos debían tener un máximo de 600 caracteres y comenzar con la siguiente frase: «El candidato subió a la tribuna, se colocó ante los micrófonos y se quedó en blanco». Mis propuestas fueron las siguientes:

1) Con el alcohol de la noche anterior fluyendo aún por sus venas, le costó cerca de un minuto reaccionar; se sentía mal, muy mal. Qué estúpido puedes llegar a ser. Muévete despacio, chico, y nadie notará nada. Intentó sin éxito tragar saliva; tenía la boca seca, y aquella puta de protocolo no había puesto SU botella Evian en el estrado. Pensó por unos segundos en ella y sus tetas, pero una arcada que a duras penas pudo disimular y menos contener le hizo desaparecer de la tierra. Con el vómito saliendo a borbotones, no tuvo siquiera tiempo para desear estar muerto. Muerto, o muy lejos de allí.

2) Y al vacío le siguió el pánico. Y al pánico, el calor. Allí hacía mucho calor. Sí, seguro que sí, mucho, demasiado calor, sí. Su cuerpo se cubría de sudor y podía sentir cómo su carrera política se la comían las ratas, esas mismas que se extendían a sus pies; treinta mil fieles reconvertidos ahora en diligentes verdugos. No hubo aplausos esta vez; sólo unos desagradables murmullos. Ratas. Unas horas más tarde, una nota de prensa del partido convertiría su silencio en una escenificación de la incomunicación social, pero aquello no evitó que sus propias ratas se lo comiesen vivo.

3) Tranquilo, se dijo, y respiró profundamente, tal y como le habían enseñado en el curso de relajación. Se concentró en sentir el aire llenando sus pulmones, atravesando sus bronquios. Cerró los ojos un segundo, y se vió a si mismo volando por las inmensidades celestiales, flotando como un gorrión, entre nubes color pastel. Sin darle importancia, decidió prolongar su breve ausencia, y sonrió cuando un oso amoroso le saludó tres nubes más allá. Un huevo en mitad de la frente le sacó bruscamente de sus ensoñaciones. Soñar sí, pero cantar, cantar era demasiado hasta para sus votantes.

4) Miró su reloj como referencia temporal. Diez minutos, le había dicho su asesor. Todo eso de la concentración está muy estudiado, así que no lo prolongues más; sólo diez. Lo miró de nuevo. Qué dinero más bien aprovechado, demonios. Daba el pego totalmente. ¡Y qué bien funcionaba! Qué orgulloso se sentía de haber empleado bien su dinero. Lo volvió a mirar. Nueve y medio, y los aplausos habían acabado ya. De repente, el pánico le asaltó. ¿Había cerrado el butano? Dudó un breve segundo, y titubeando, se acercó al micrófono y gritó: "¡Pepe! ¡Sube a mi casa y mira si he apagao el butano, anda!"

Como se pueden imaginar, no he ganado, aunque no les niego que albergaba alguna esperanza de hacerlo. Pero ya saben la gilipollez esa que se dice de que lo importante es participar, ¿no?

(De las elecciones, si les parece bien, ya hablamos otro día...)

Una extraña

«A la mañana siguiente, con un intenso dolor de cabeza y la boca seca como un desierto, abrí los ojos y ví aquella mujer durmiendo a mi lado. Hacía años que nadie se acostaba conmigo por propia iniciativa, por lo que asumí al instante que se trataba de una puta; tampoco tenía ánimos ni fuerzas para indagar mucho más, y me conformé con esa conclusión. La observé durante un momento; desde luego no era lo que se dice una prostituta de lujo, aunque al menos parecía limpia y no olía mal. Pagar una más cara hubiera sido tirar el dinero, si pensaba la cantidad de alcohol que había ingerido la noche anterior; eso me puso nervioso y busqué rápidamente mi cartera con la vista, pero un calambre que atravesó mi espalda me hizo desistir momentáneamente.

No recordaba haberla tocado, y sin embargo allí estaba ella, tumbada a mi izquierda y completamente desnuda. Intenté pensar, aunque toda la noche era una gran laguna con pequeños islotes donde mi memoria apenas podía aferrarse. Sentí hambre y sed; titubeé un momento, valorando mis posibilidades de éxito, y me levanté en busca de algo que comer y quizá una última botella de whisky que matar, sin suerte. Lo primero que me llevé a la boca me provocó unas ganas terribles de vomitar, y teniendo en cuenta que por lo poco que recordaba mi acompañante había bebido tanto como yo, era previsible que como pude comprobar no quedase una gota de alcohol. A duras penas volví a la cama, me tumbé a su lado con cuidado y la miré, especulando con su nombre. Las resacas me provocan ganas de follar, y podía permitirme pagarle un poco más, así que me incliné y le besé en la comisura de los labios, esperando una respuesta que no llegó. Al ver que no reaccionaba, le mordí el labio inferior y metí mi lengua en su boca; su sabor me provocó una larga arcada, pero lo que peor me sentó fue la rigidez de su lengua: la muy hija de puta estaba muerta.»

La postal

Hablaba a trompicones, como si las palabras se le agolpasen en la cabeza y fuese incapaz de ponerlas en orden, y con la resaca que yo llevaba, no estaba en condiciones de hacer un esfuerzo para descifrar todo aquello. Concentrado en luchar con un intenso dolor de cabeza, apenas era capaz de otra cosa que escuchar y transcribir sus ideas al papel; casi seis horas después, ignoraba hasta qué punto mis propias interpretaciones habían contaminado su relato, mientras su voz martilleaba en mi cabeza una y otra vez. Aparentemente al menos, nada tenía sentido.

No sé cuánto tiempo estuvimos; me debí quedar dormido en algún momento después de las cuatro de la madrugada, y para cuando me desperté, él ya se había ido. Dos días después, la policía recibiría una libreta que contenía detalles que sólo el asesino podía conocer, y no hicieron falta demasiados análisis caligráficos para conocer a su autor; les costó tanto encontrarme como condenarme. No tuve noticias suyas hasta varios años después, cuando recibí una postal sin remite que contenía una sola palabra: Gracias.

Al instante le reconocí en aquellas siete letras, pero incomprensiblemente, también supe que aquello lo había escrito yo.

Irina

«El cerdo disfrutaba con ello, no me cabe duda. Lo normal es que primero me las follase yo, y aunque luego le tocaba a él, la mayoría de las veces no se las follaba, sólo les pegaba. Imagino que por eso se esperaba hasta que yo había acabado con ellas. Le gustaba humillarlas y el muy hijo de puta se lo pasaba en grande. Decía que no merecían ser tratadas como seres humanos, y desde luego aplicaba esa idea a rajatabla. Siempre hacía lo mismo: se ponía de pie y arrodillaba a la furcia delante de su polla. Entonces sacaba un billete de veinte euros y le preguntaba a ella si lo quería: ¿Lo quieres, puta? Su forma de decirlo me daba náuseas. Sí, el tipo era un enfermo, pero el cabrón estaba podrido de pasta y se lo montaba de miedo; te lo pasabas bien y creo que por eso seguía yendo con él.

La primera hostia siempre pillaba a la puta por sorpresa, porque seguramente esperaba que él se la metiese en la boca o que se masturbase delante de ella. Pero las siguientes no. Cuando alguna rechazaba la oferta inicial, él subía la puja hasta que ella acababa cediendo, y nunca, nunca, encontramos una furcia que se echase atrás. Él les seguía pagando con cada golpe hasta que se corría. Más de una vez le dije que no era necesario que les pagase, que la puta no iría a ningún lado si nosotros no queríamos, aunque se negaba; siempre les pagaba antes. No sé cuanta pasta se dejaba cada noche, pero joder, te aseguro que mucha, muchísima. Supongo que quería sentir que la compraba, yo qué sé, vete a saber qué le movía, el tipo estaba como una puta cabra.

Me acuerdo muy bien, vaya que sí. Irina, se llamaba; yo me la follé dos veces antes y desde luego la tía sabía lo que se hacía, ya lo creo que sí. Te diría que la culpa la tuvo él, pero coño, qué quieres, le había dado cuatrocientos euros y aquella furcia rusa se apartó, y eso le hizo perder los estribos. No debería haberlo hecho; en ese instante supe que aquella zorra no volvería a follar más. Esperó a que ella le mirase desde el suelo y entonces le rompió un puto cenicero de mármol en la cabeza y le meó en la herida mientras ella se desangraba; reconozco que todo aquello me resultó ciertamente desagradable. En el ascensor, tuve que pegarle un tiro; la puta se lo había merecido, pero él ya no era tan buena compañía».

Historia verídica

Un hombre delgado, de aproximadamente cincuenta años, aguarda de pie detrás de su todoterreno Porsche Cayenne, aparcado en doble fila y con el maletero abierto. Su acompañante, una mujer rubia que sin duda es su mujer y de quizá cuarenta años de edad, está a su lado, en la parte de la acera. Aparentemente están descargando un cochecito de niño. Doscientos metros detrás suyo, el semáforo se pone en verde y una moto tipo scooter pero de gran cilindrada, a decir por el tamaño y ruido que hace, se pone en marcha con dos chicos cuya edad física debe rondar los treinta años. Ambos van vestidos con la indumentaria habitual de los propietarios de esas motos: sudadera con capucha, pantalones vaqueros anchos y zapatillas, todo ello de marca, incluído el casco fashion.

Al llegar a la altura del matrimonio, el que va sentado detrás abre una botella de agua de litro y medio y aprovechando la velocidad, le tira al propietario del coche un buen chorro que le moja todo el camal derecho del pantalon, de color caqui. A causa de esto, la víctima sale corriendo detrás de la moto profiriendo gritos, a lo que los motoristas contestan con burlas y risas, pero siempre a una distancia prudente para que éste no les alcance. Cansado, enfadado y sintiéndose agredido, se da la vuelta y vuelve al coche.

Mientras tanto, la moto ha dado media vuelta buscando provocar a su diversión, y se pone de nuevo lo suficientemente cerca del hombre como para que éste comience de nuevo a correr detrás de ellos, insultándoles y retándoles. Como antes, éstos se limitan a mantener una velocidad suficiente, a la vez que se mofan y ríen de su víctima casi en su cara, incrementando probablemente la frustración de éste por haber sido violentado y quizá humillado, al menos a la vista de los dos capullos. Finalmente, harto de aquello, el protagonista de esta historia desiste y regresa con su mujer, mientras los dos sujetos siguen riéndose y se alejan haciendo eses con la moto.

Moraleja: si no puedes llevar armas, lleva siempre un bate de béisbol en el coche. Nunca sabes dónde puedes encontrar una cabeza -o dos- con las que utilizarlo.

María (tenia razón)

María es la feliz madre de tres niños -dos niños y una niña- y esposa desde hace diecinueve años de un hombre del que está locamente enamorada. Su vida roza la perfección, en todos los aspectos. Tiene un trabajo que le gusta, un marido que le adora y unos hijos encantadores. Sin embargo, hace mucho que apenas duerme por la noche, porque a María le atormenta la idea de que una noche algún miembro de su familia la asesine mientras ella duerme. Aunque ella sabe que algo así es una locura, e intenta convencerse de que eso no puede pasar, también se dice a si misma que después de todo, a veces la gente se vuelve loca sin razón alguna, y no se puede hacer nada contra eso.

Una noche, María se levanta, va a la cocina, coge un cuchillo y uno tras otro, degüella a los tres niños y a su marido mientras duermen. Tras esto, contenta por haber encontrado finalmente una solución a su problema, María se mete en la cama y por primera vez en muchos años, mientras su familia muere desangrada, duerme toda la noche sin despertarse.

J.

J. nació el doce de octubre de 1965 en un pueblo de tamaño medio al norte de T.. Dotado de una inteligencia excepcional, desarrolló un precoz interés por la lectura y la escritura, devorando cualquier libro que llegase a sus manos. Gracias a una pequeña librería regentada por su abuelo, con sólo doce años había leído prácticamente todos los clásicos, y gastaba el poco dinero que ahorraba en novedades literarias inaccesibles intelectualmente a niños de su edad. Con quince años, ya tenía escritas tres obras de teatro, más de una docena de cuentos y un par de novelas cortas, aunque a decir por las anotaciones y rectificaciones que inundan estos textos, se sentía profundamente decepcionado por la carencia de fuerza y genio que encontraba en sus escritos.

Durante la primavera del 82, J. comenzó "Alcohol", un ensayo de doscientas treinta hojas en el que analiza la relación entre el alcohol, las drogas y la literatura a través de autores como Edgar Allan Poe, Ernest Hemingway o F. Scott Fitzgerald. En éste, la realidad y la ficción adoptan a menudo posiciones difusas, y la experimentación como fin en sí misma adquiere un papel vital durante todo el ensayo, no sólo en el plano literario sino también en el personal. Fiel a la precocidad que le condenó, en su búsqueda de un talento que nunca le faltó, y con tan sólo dieciséis años, desarrolló de manera consciente y voluntaria una adicción a las drogas y al alcohol que le condujo a la muerte siete meses más tarde y cuya radicalización es claramente apreciable hacia el final del ensayo. En éste, que quedó inacabado, puede distinguirse el genio que le dominó a lo largo de su vida así como el que le llevó a la tumba.

Aunque en algunas de sus últimas páginas, escritas pocas horas antes de morir, despliega una brillante falta de lucidez, esta obra no es considerada en ningún aspecto superior a sus primeros escritos. Es, únicamente, diferente.