Lo siento, me equivoqué

T. murió hace cuarenta y dos años, dos meses y cinco días, a la edad de ochenta y tres años. Vivió las dos grandes guerras, la Guerra Civil Española, en la que combatió al lado del bando perdedor, y asistió al nacimiento de la televisión y los comienzos del automóvil, aparte de otros muchos acontecimientos históricos. A lo largo de su vida, trabajó en diversas profesiones por la geografía española, francesa e italiana; camarero, periodista y fotógrafo, botones o carpintero entre otras, y finalmente -a pesar de que fue una ocupación contínua desde que cogió un lápiz- escritor en la última etapa de su vida, actividad que le dió fama mundial y por la que hoy se le conoce.

Pasó los últimos años de su vida en el exilio, donde la muerte lo alcanzó en forma de neumonía, sin darle la oportunidad de volver a pisar su pueblo, que como se refleja en sus escritos de madurez añoraba profundamente. Sólo se le conoce un amor verdadero que siempre le rechazó, y que acabó contrayendo matrimonio con un industrial castellano, lo que le condujo a una depresión que fue el desencadenante de su alcoholismo, del que posteriormente consiguió salir, y de sus más brillantes textos, pertenecientes a lo que se conoce como el "Periodo Negro" de T. Aparte de éste, tuvo numerosos escarceos sentimentales pero sin que ninguno de ellos adquiriese mayor repercusión.

En resumen, puede decirse que vivió intensamente, una vida llevada a menudo hasta el límite, y así la presentan tanto las enciclopedias como las diversas biografías que existen. Carpe diem fue el lema que le movió, siempre más inconscientemente que conscientemente; vivió cada segundo como si fuese el último. Quizá una vida para admirar, una vida para repetir, una vida para vivir.

Pero más allá de fantasías y de admiraciones de una existencia que sólo él disfrutó y sufrió, T. jamás fue feliz, y así lo confesó con tristeza en sus últimos días, admitiendo que si volviese a vivir, lo cambiaría todo por un poco de felicidad. Murió rodeado de sus amigos y con el mundo postrado a sus pies, llorando, arrepentido, y murmurando entre dientes su ya famosa frase:«Lo siento, me equivoqué».

Crecer

Amaestrar una cucaracha es jodido. Jodidamente jodido, y discúlpenme la redundancia. Estos bichos no están acostumbrados a las órdenes ni al látigo ni al condicionamiento, y yo tampoco soy el maldito Pavlov y eso siempre es una desventaja. Claro que podría ser Pavlov, pero entonces sería ruso y estaría muerto, y yo no quiero estar muerto. Y una vez muerto, qué más da lo de ser ruso o no.

Además, si fuese un ruso muerto llamado Pavlov, para ser un auténtico Pavlov, necesitaría un perro, y no una mierda de cucaracha que es en realidad lo que tengo: una mierda de cucaracha. Y es que las cucarachas no salivan. Los perros salivan, pero una cucaracha no es un perro. No. Una cucaracha es una cucaracha, y un perro es un perro. Dos bichos muy muy diferentes. Porque el perro saliva y la cucaracha no.

Yo también salivo a veces, al ver el bote de pepinillos, y con algunas escenas lésbicas. Es lo que tienen las escenas lésbicas y los botes de pepinillos, que a veces me hacen salivar. Pero yo no soy un perro, soy una persona aunque salive.

Me desdoblo.

Decía que es complicado enseñarle a un bicho de seis centímetros lo que significa la expresión "dame la pata". Que quizá con diálogo y talante, aunque me da a mí que no. Porque hasta ahora, nuestra comunicación ha sido nula. Y eso, eso, eso siempre es un problema. Siempre, aunque sea con una cucaracha negra. Como el carbón. Una cucaracha negra como las cejas de Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón. Que quizá no sean tan negras, así que seguramente más negra. Es decir, para que quede claro: una cucaracha muy negra.

Mi cucaracha también es asquerosa, tanto como la cosa más repugnante que hayas visto en tu vida. Porque una cucaracha ha de poder hacerte vomitar, aunque no esté amaestrada. Sino, no es una cucaracha. Es otra cosa, pero no una cucaracha. A mi, casi. No por nada tengo a diario que reprimir mis deseos de hacerla crujir bajo mi pie descalzo; crunch. Eso me hace sentirme orgulloso de mi mismo. Recuerda: no aplastar cucarachas. Resiste.

Porque una cucaracha ha de aplastarse siempre con el pie descalzo. Sin excepción. Sino, ¿qué sentido tiene? Ningún sentido. También puedes comértela, pero no es algo que se recomiende a ningún lugar a menos de doscientos trece kilómetros de la Antártida. Incluso la guía Michelin lo desaprueba. ¿Comer cucarachas? No, gracias. Ya lo decía aquél: debes dejarlas crecer.

Así que recuerda, debes dejarlas crecer. Acuérdate. Y no, mi cucaracha no tiene nombre. O bueno, se llama cucaracha. A nosotros nos gusta ese.

*Crecer*

(Voilà)

*Crunch*

Soy Jonás

Jonás lo perdía todo. Pero lo hacía de una manera sorprendente, porque nunca nadie conseguía entender qué hacía con las cosas que perdía, y por mucho que las buscasen, jamás aparecían. Algunos pensaban que las escondía, pero no; Jonás no escondía nada. Simplemente, las perdía. A veces las recuperaba, siempre él mismo, pero casi de una manera mágica, ya que aparecían en cualquier lugar obvio a la vista de todos, como si hubiesen estado ahí todo el tiempo. Y a veces no.

Un día era el almuerzo, al día siguiente los apuntes de clase y al otro las llaves de su casa. Y así creció, acostumbrado a que en cualquier momento, casi cualquier cosa de su vida podía dejar de estar ahí donde él esperaba que estuviese. Y la verdad es que tampoco le iba tan mal. Cuando perdía una camiseta, tenía otra lista; igual pero diferente. Cuando perdía unos apuntes, los volvía a pedir; los mismos pero otros. Porque casi todo se perdía muchas veces. Y así fue creciendo, año tras año, no exento de problemas pero nada que le impidiese seguir viviendo.

Hasta que un día, como era de preveer -ponte en su lugar-, perdió definitivamente la cabeza. En un sentido figurado, por supuesto. No era la primera vez, y hasta ahora siempre la había encontrado de nuevo; o más bien, la cabeza le había encontrado a él. Menos aquella vez. Porque su cabeza nunca volvió a aparecer, pero eso tampoco le impidió seguir viviendo con relativa normalidad, porque si hubo algo que Jonás jamás perdió, fueron los amigos.

Que por cierto, y ya que estamos, están convencidos de que debes estar forrado con todo lo que le has quitado al pobre Jonás. ¡Devuélvele la cabeza!

Cambios

Te levantas sucio, con dolor de cabeza y oliendo a alcohol, como casi todos los días desde hace años. Es sorprendente lo rápido que se acostumbra el cuerpo al deterioro personal; aprende rápido. La higiene y los escrúpulos de todo tipo pasan a un segundo plano al cabo de unas pocas semanas; limpiarse se convierte en algo accesorio, y te encuentras rebuscando en la basura comida que no le habrías dado ni a tu perro. Aprendes a dormir entre los cartones, y asumes que no siempre existe un lugar oculto a la vista de las miradas para hacer tus necesidades.

Pero un día, quizá movido por la vergüenza, por un destello de conciencia del nivel hasta el que has caído, por el recuerdo de aquellos que apenas recuerdas, o quizá por tu miseria reflejada en un espejo, decides salir del pozo. Aunque sin dinero, sin nada en absoluto, es difícil volver a empezar, y por, piensas, única vez en tu vida, agarras sin demasiada convicción esa navaja oxidada que guardas para defenderte de adolescentes hijos de puta, cabezas rapada, y drogadictos, y te encaras cobardemente con una pobre señora para conseguir sacar unos míseros euros con los que pagar un billete de autobús. Pero la suerte, esa misma que te abandonó hace años, se saca un forcejeo de la manga, un mal paso, un fatal movimiento, y acaba clavando ese cuchillo en el estómago de una mujer inocente que nunca tuvo culpa de nada.

Y es en ese preciso momento, por primera vez en tu vida, cuando sabes en qué consiste realmente la miseria.

--

Still don’t know what I was looking for
And my time was running wild
A million dead-end streets and
Every time I thought I’d got it made
It seemed the taste was not so sweet
So I turned myself to face me
But I’ve never caught a glimpse
Of how the others must see the faker
I’m much too fast to take that test

(Changes, Butterfly Boucher)

María

Hola, María. Podría empezar esto con un diplomático 'Querida María', pero después de casi veinte años de matrimonio, es tarde para hipocresías. Ya nos conocemos, cariño. Hemos tenido mucho tiempo para hacerlo, probablemente demasiado. Tiempo para querernos, para amarnos, para agotarnos, tiempo para la indiferencia, para cansarnos, para ignorarnos y tiempo para odiarnos. Y ya sólo me queda eso por ti, María, un profundo, sincero y sentido odio.

Odio, odio, y sólo odio. Quizá sea después de todo mejor que la indiferencia, al menos despiertas algún tipo de sentimiento en mi, pero a estas alturas poco importa. No niego que te amé ni pongo en duda que tu lo hicieses alguna vez, pero todo esto, cariño, todo esto fue un gran error. Tú lo fuiste, pero no puedo dejar que te sientas privilegiada, porque tú eres sólo una de otras muchas cosas que he hecho mal en esta vida. Otra decepción, ninguna sorpresa.

Y por eso estas palabras son mi propio corredor de la muerte, lo último que haré antes de saltar por el balcón. Tendrás que disculpar mi torpeza, cariño, la vergüenza que te haré pasar, y los incómodos comentarios que tendrás que soportar por mi culpa. Estoy tranquilo, se te da bien fingir, llevas muchos años practicando, aunque esta vez no lo vas a necesitar, esta vez vas a ser tú misma. No podía soportar la idea de irme de este mundo dejando una sonrisa en tu boca, y por eso te digo, María, que no busques a nuestro hijo, porque está conmigo.

Adiós, María.

Juanita

Desde aproximadamente esta mediodía tengo alojada en la cabeza una serpiente de nombre Juanita. Juanita es un poco maleducada, para qué negarlo, y desde que ha llegado sólo ha hecho que molestar, para agradecerme la cortesía de darle cobijo. Juanita tiene pocas consideraciones con su huésped y de vez en cuando decide clavarme los colmillos en el hemisferio derecho, algo que como es natural, resulta bastante doloroso. Juanita tiene además el cuerpo adornado con púas; es así de mona la serpiente Juanita. Y de vez en cuando, Juanita baja por mi cuello lentamente, se pasea durante unos segundos, ella y sus púas, y vuelve a subir de nuevo hasta mi cabeza. Y así lleva prácticamente todo el día, de arriba para abajo, la serpiente Juanita. La puta serpiente Juanita.

Y por esta noche, ella ha decidido que mejor me voy a la cama y creo que vista la intensidad que está adquiriendo la "sugerencia", creo que voy a hacerle caso.

Amiranebo (I)

Un teléfono cualquiera en una mesita cualquiera de una habitación cualquiera de un hotel cualquiera de una ciudad cualquiera. Sonando por tercera vez en diez minutos, como un niño que pide atención y que no parará hasta conseguirla, con un sonido estridente, molesto, excesivamente agudo; aunque este no es especial. Siempre es excesivamente agudo. Si sólo pudiera parar ahora; justo en este preciso instante. Odio los teléfonos, siempre los he odiado, con esa estúpida urgencia suya. Los odio. Desaparece. Detente. Cállate. También odio a los niños, por exactamente lo mismo. Niños. Debería haberlo desconectado cuando llegué aquí; no necesito nada ni quiero nada. Déjeme en paz. Deja de sonar. Olvídese de mi existencia.

Y aunque efectivamente, el ruido se detiene, vuelve para atacar de nuevo pasados unos minutos. Insistente hasta la victoria final.

—Mmmmhhh... sí. ¿Qué quiere? —Un apropiado tono inquisitivo, maleducado. Silencio, una leve respiración y un momento de duda.

—¿Tyler? —Un hombre, una voz grave y clara, y una palabra. No, una pregunta. Respira, no te ahogues.

—¿Sí? ¿Quién es? —Otra larga pausa—. ¿Sí? ¿Hola? —Ansiedad en mi voz.

—Hola, Tyler. Escúchame bien. —Despacio, se toma su tiempo para pronunciar cada sílaba; vocaliza con cuidado. Casi puede imaginar los labios, la lengua y los dientes formando los sonidos justo antes de abandonar su boca—. Llevas demasiado tiempo siendo un cadáver andante. Se te han acabado los paseos. Es hora de acabar con esto. Despídete de tu familia, chico.

Un pitido intermitente al otro lado, ciento veinte pulsaciones por minuto y muchas preguntas sin contestar.

Cuando llevas cuatro años sobreviviendo al cáncer, lo primero que piensas al oír algo así es que La Muerte va a tomarse la molestia de venir personalmente a por ti, lo que sería, por todas las molestias causadas, un bonito detalle. O que quizá seas un hueso demasiado duro de roer incluso para ella. Pero ese pensamiento, obviamente más poético que real, no dura demasiado en tu cabeza, porque si llevas esos mismos cuatro años evitando el contacto humano, huyendo de todo, inventándote nombres aquí y allí, persiguiendo el silencio, escuchar tu nombre por teléfono, un nombre que de no utilizar casi has olvidado, es lo mismo que ver un fantasma. Pero uno muy real, uno que no puedes negar si aún confías en tus sentidos, y no hay razones para dejar de hacerlo ahora. Eres Tyler, y sí, llevas mucho tiempo de prestado sobre este mundo. Demasiado tiempo. Demasiado real. Demasiado cerca. Demasiados demasiado. Pero todo lo demás, todo lo demás no. Eso no tiene ningún sentido, pero desde luego, si hay otra cosa clara en todo esto, es que ese tipo no parecía estar bromeando.

En la habitación de al lado, un hombre cuelga un teléfono cualquiera en una mesita cualquiera de una habitación cualquiera de un hotel cualquiera de una ciudad cualquiera. De una ciudad cualquiera no. De Amiranebo.

Bienvenido

Ya. Al fin. Después de tanto tiempo, ya estás en el ejército. En la Armada, nada más y nada menos. Bien, ¿no? Dime, ¿qué se siente? No importa, seguro que merece la pena. Llevabas tiempo esperándolo. Vacaciones pagadas, ropa y comida gratis. Joder, qué chollo, ¿eh? Quizá la comida no sea la mejor, quizá la ropa no sea la mejor, pero bueno, se hace lo que se puede. Contento, supongo.

Ya te han hablado de esto. Nada que hacer en todo el día, aparte de estar tumbado en la cama. Vacaciones pagadas. Es lo que te dijeron, ¿no? Y si no te apetece estar acostado todo el día, si es que eso puede no apetecerle a alguien, seguro que de vez en cuando se puede montar alguna fiesta, allá donde estés. Nativas. Yum yum. Tiene buena pinta, ¿eh? Claro que sí.

Ahora ya no volverás a pasar desapercibido. Nunca más. Vas a ser el héroe del barrio. El héroe. Suena bien, suena cojonudo. A perlas. A respeto. Imagínate a tu madre, hablando con sus amigas, pavoneándose, orgullosa. Su hijo en el ejército. Joder. En el ejército. La hostia.

Bueno, ya casi estás. Sólo un poco más, aguanta la emoción; tus primeras vacaciones de toda una vida de vacaciones. Todo el mundo sonríe. Seguro que eso significa que todo aquello que te han contado era verdad. Qué afortunado eres. Aunque en tierra a nadie parece importarle demasiado nada. Nada. A nadie.

Será mejor que te levantes de tu puta cama, y lo hagas deprisa. O te van a meter uno de esos putos misiles que oyes por el culo, y entonces seguro que te vas a levantar. No queremos que te tengan que recoger a trozos del campamento, ¿verdad? Joder, vacaciones, decían. Nada que hacer, decían. Sobrevive. Tú sobrevive. No dejes que te maten, y mantente alejado de las granadas. Pero no dejes que te maten. Porque ni siquiera serías el primero.

Disparos. Disparos. Disparos. Levanta, levanta, levanta. Va, coño, despiértate de una puta vez. Te estas jugando la vida. ¿Qué pasa, no me oyes? ¿No los oyes? ¿Y a él, le oyes? ¿le oyes? ¡¡Arriba, hijos de puta, arriba, antes de que se me hinchen las pelotas!! ¡¡Arriba!!

Recuerda: sobrevive. Ya lo sabes, no dejes que te maten. No me canso de repetírtelo. Vacaciones, son tus primeras vacaciones de toda una vida de vacaciones, así que mantente a salvo. Y dispárale a todo lo que veas, se mueva o no. A todo. Son las órdenes del sargento, así que obedece. A todo lo que se mueva o no. Para eso estás aquí. Para obedecer. Nunca pensaste que pudieras acumular tanta tensión en un dedo, en un simple movimiento, en el gatillo de un fusil, ¿verdad? Dispara, y deja de pensar. Deja de pensar, no te va a llevar a ningún lado.

Mantente atento, siempre atento. Da igual que esté anocheciendo y no veas ya prácticamente nada. Da igual que no veas qué tienes delante. Da igual que no distingas un soldado de un civil. Da igual que no sepas dónde estás. Da igual que no estés seguro de si sueñas o estás despierto. Mantén el dedo en el gatillo. Permanece alerta. Dispara a matar. Qué más da, a quién le importa. Son órdenes y quizá esto sea sólo una pesadilla. Y quizá no.

Ah, y por último, déjame decirte sólo una cosa: Bienvenido a la Armada. Toda una vida de vacaciones, ¿recuerdas?

Escuchando In the Army now - Status Quo.

Hoy puede ser un gran día

Cuando no tienes un buen día, no tienes un buen día. Suena absurdo, pero tenía que repetírmelo; lo necesitaba. Yo hace meses que no tengo uno de esos. Uno de esos días cojonudos en los que todo es de puto color rosa chicle, en los que el conductor del autobús te saluda con una sonrisa, y en lugar de un viejo pegado a ti oliendo a cerdo y sobándote —por dios que agonía— hay un chico universitario mono que no se atreve ni a mirarte. Uno de esos en los que joder, quieres tirarte a medio mundo, sólo porque son ellos y porque son así. Pero no. Nada de rosa chicle. Gris. Gris. Gris y más gris. Gris chicle, si quieres. Un chicle insípido, monótono, triste. Patéticos. Así son los segundos con los que lleno cada minuto, cada hora, cada día, cada mes de mi puta vida.

Y yo, YO, mi cuerpo, mi alma, mi ser, mi espíritu, mi coño, todos, todos necesitamos un puto día así. Y ahora lo necesitaba más que nunca. Todo el mundo se merece uno de vez en cuando, sólo por existir. Y yo, ingenua, lo esperaba de ti. Confiaba en ti. Soy tonta, jamás dejaré de repetírmelo. Porque tú vas ahora y me dices que sobro. Que sobro. Que me largue. Que ya no pinto nada. Adiós, hasta luego. Y me lo dices con esa jodida vocecita de niña pija que siempre has tenido porque eres un cobarde y no tienes cojones de mirarme a la cara mientras me lo dices. ¿Sabes? No eres sólo un cobarde. Eres un cerdo, un gilipollas, un capullo. Eres una pija de Jordi Lavanda y Mini de papá. Eres un inútil y desde luego, eres historia.

Y entiéndeme, no tengo un buen día. Dímelo mañana y a lo mejor, a lo mejor te pueden ir dando mucho por culo.

Atiende

Sólo duelen al principio, solo al principio. Tranquilo. Ya tienes una idea de cómo es esto, así que intenta no ponerte nervioso; los primeros duelen, pero después la cara se te anestesia y no sientes nada, tan solo un impacto y los dos segundos de aturdimiento que le siguen. Pues bien, mírame y presta atención: ese es el momento que tienes que evitar, porque es el más peligroso de todos, ese en el que tu cabeza no es tuya sino suya. Y si le dejas, te la machacará sin piedad, así que cuando te alcance, échate hacia atrás, pégate a él, escóndete, desaparece, haz lo que sea, pero por el amor de Dios, no dejes que te vuelva a golpear, porque si eso pasa, con la izquierda que tiene este tipo, se te va a comer con patatas.

M.

M. comenzó a comerse las uñas ya desde muy joven. La primera vez que alguien le increpó por ello, ni siquiera sabía que era eso lo que hacía. ¿Comerse las uñas? ¡Él no se comía las uñas! Simplemente se las rebanaba... a ras de dedo. Ni más, ni menos. Y lo mismo hacía con la piel de alrededor, con la dosis correspondiente de dolor y masoquismo; los propios dientes pueden ser un instrumento de tortura fabuloso. De todas formas ha de decirse que no es para tanto, ya que conserva, a día de hoy, todos los dedos en perfecto estado.

Con el tiempo, a M. las uñas se le quedaron cortas, y no única ni principalmente en un sentido literal. Por lo que aunque continuó con esta desagradable manía, se vió obligado a buscar alguna otra cosa con la que entretenerse, dando durante su búsqueda y por desgracia con algo mucho más sustancial: se encontró a sí mismo. Así que de vez en cuando, al mirarse en el espejo y darse cuenta de que todo va bien, como quien se mira las uñas y detecta que han crecido lo suficiente como para volver a convertirlas en víctimas, M. siente la necesidad de arrancarse un poco de su propio ser, de astillarlo ligeramente, con la seguridad del dolor que esto le producirá y de que sin duda, todo volverá a su sitio pasados unos días.

Paranoia

Saliendo desde Wichita hacia el sur por la interestatal 35, cogiendo el desvío hacia Tulsa por la carretera estatal 412 y avanzando por ésta aproximadamente veinticinco millas, casi hasta la altura de Glencoe, se encuentra un estrecho y polvoriento camino de tierra, sin más indicación en su entrada que un poste donde ya no puede leerse inscripción alguna. Éste se adentra en dirección suroeste entre pequeños montes y campos hacia el pueblo llamado Paranoia.

Aunque desde que se abandona el asfalto hasta Paranoia habrán apenas veinte millas, resulta extremadamente difícil llegar, a causa de los literalmente cientos de caminos que surcan esa zona del estado de Oklahoma, y es muy posible que de no ir convenientemente acompañado, un turista accidental jamás la encuentre. Afortunadamente, la mayoría de rutas acaban de nuevo en la estatal, por lo que en el peor de los casos, acabará volviendo a casa con la pequeña decepción de no haber encontrado aquello que buscaba. Por alguna razón, no existen mapas detallados de esta zona, y claro está, los sistemas de navegación tampoco son de demasiada utilidad, así que puede uno ahorrarse el esfuerzo. Por lo visto, el lugar en cuestión no interesa demasiado a nadie.

Paranoia, que según los archivos de la Biblioteca Nacional fué fundada en torno a comienzos del siglo XVII, no se llamó siempre así. Sita en un valle fértil, se nutría principalmente del comercio de manzanas con las ciudades más próximas, y de ahí proviene su anterior anterior nombre, Appleville, o Apo'vi'l, como diría la gente del lugar. Durante poco más de dos siglos el cultivo de esta fruta fué la principal ocupación de sus habitantes, alcanzando una considerable importancia en la región, pero a principios del pasado siglo, sin que existiese aparentemente razón alguna, los manzanos que tanta fama le habían dado empezaron a secarse. En cuestión de un par de años, en una zona que antaño los había contado por miles, no podía encontrarse ni un sólo árbol sano. A pesar de las diversas investigaciones que se llevaron a cabo, jamás se llegó a encontrar nada que pudiera ser el causante de esta catástrofe económica.

Aunque se piensa hoy en día que algún hongo desconocido por aquel entonces pudo ser el causante de esta epidemia, en su momento se desarrollaron decenas de versiones que alimentaron la rumorología local mientras que hubo algo que alimentar. Éstas iban desde el uso indiscriminado de pesticidas hasta posibles experimentos secretos llevados a cabo por el gobierno, pasando por rivalidades comerciales con las ciudades vecinas, ajustes de cuentas entre campesinos u oscuras maldiciones. Muchas de ellas pueden obtenerse de la prensa local de aquel entonces, y poco a poco, fueron dando lugar a un estado de nerviosismo y desconfianza próximo a la paranoia y por el que la ciudad se hizo tristemente famosa, ocupando el lugar que anteriormente había tenido el cultivo de las manzanas como representante de la ciudad.

Como parece obvio, al cesar la principal actividad económica de la ciudad, se produjo una masiva emigración hacia otros estados, aunque en el clima que se respiraba, muchos pensaron que algunas personas nunca abandonaron el lugar y que desaparecieron al igual que lo habían hecho los manzanos. Este hecho nunca fue confirmado y parece ser más producto de la imaginación trastornada de algunos de sus habitantes que estar sustentado en hechos reales.

Actualmente, tan sólo unos pocos cientos de personas malviven en Paranoia a base de subsidios estatales. A su alrededor, varias millas de desértico paisaje contemplan el triste presente de una región con un brillante pasado.

Pepe

Pepe llevaba muchos años trabajando en la misma compañía. Había entrado en ella al poco tiempo de salir de la universidad, y no había encontrado razones para cambiar; ésta siempre le había tratado bien, y él le correspondía tratándola de igual modo. Siempre había existido una relación de normalidad, podría decirse que incluso de cordialidad. Trabajaba allí sus horas, le pagaban, y ahí acababa todo: ambas partes contentas.

En lo que refiere al trabajo diario, su jornada laboral transcurría habitualmente sin mayores incidencias. No tenía un puesto de poca responsabilidad ni de mucha responsabilidad. Era relativamente interesante, y relativamente aburrido, como muchos otros trabajos. Su salario era aceptable y sus condiciones laborables también. No se quejaba demasiado, pero tampoco dejaba de hacerlo cuando lo consideraba necesario. A veces sus quejas se atendían, a veces no, pero siempre en un clima de diálogo. Estaba contento con su trabajo.

Como todos los años, aquel verano Pepe se fue de vacaciones con su familia al pueblo de su mujer, donde pasaba habitualmente cerca de un mes, si el trabajo se lo permitía. El tiempo se fue volando, como siempre sucede cuando estás de vacaciones, y cuando volvió, descubrió que su anterior jefe había dejado la empresa y que uno nuevo lo había sustituido. Siendo de naturaleza optimista, pensó que no habría ningún problema y que lo mejor sería presentarse a éste como correspondía, ya que al parecer se había reunido durante sus vacaciones con el resto del personal del departamento, y era él el único al que no conocía.

Lo intentó, una y otra vez, día tras día, pero éste siempre estaba reunido, así que mientras tanto seguía con su trabajo habitual sin preocuparse demasiado. Ya me presentaré más adelante, pensaba. Pero su superior seguía reunido. Sin darle demasiadas vueltas, se dedicaba a su trabajo.

Y esta situación se alargó y se alargó y se alargó, hasta que Pepe se dio cuenta de que había pasado ya un par de años, y que seguía sin conocer a su jefe. Su interés en presentarse ya no era el mismo, a la vista de que su trabajo seguía igual y nada había cambiado. Y empezó a preguntarse si sabría éste quién era él, a qué se dedicaba, o incluso cuál era su nombre, siempre de un modo curioso, no insano. Aunque no necesitaba ningún tipo de seguimiento, la situación le parecía extraña, incluso divertida. Transcurrió otro año, y otro, y otro, y nada. Se cruzaban, aquí y allí, pero poco más, o mejor dicho, nada más. Él no decía nada y su jefe tampoco, porque como suponía Pepe, ni siquiera se imaginaba que trabajaba para él. Y Pepe, que era una persona agradable y tranquila pero no tonta, pensó que a lo mejor, quizá, si un día desaparecía, nadie se daría cuenta.

Así que decidió que al día siguiente no iría a trabajar, y se quedó durmiendo, convencido de que al llegar por la mañana alguien le preguntaría donde había estado. Llegó nervioso, con varias excusas preparadas. No fue necesario utilizarlas: nadie le dijo absolutamente nada. Así que repitió el experimento, pero esta vez pasó dos días en su casa. El resultado fue exactamente el mismo. ¿Era él transparente? Estaba ojiplático. Visto lo visto, decidió probar una vez más con una semana. De nuevo, ningún comentario al volver. No podía creerlo, aunque por miedo a que su nómina reflejase algo que él no había notado, dejó de ausentarse y continuó con su trabajo. En total, aquel mes se había cogido ocho días de "vacaciones voluntarias", y pensó que aunque aparentemente nadie se hubiese dado cuenta de sus ausencias, lo más posible es que alguien sí se hubiese dado cuenta.

No fue así. Su salario llegó impoluto, como siempre. Íntegro, de cabo a rabo. El mes siguiente hizo lo mismo, pero faltó dos semanas. Y otras dos al mes siguiente. Decidió no entregar los informes de fin de mes y esperar a las consecuencias. Capearía el temporal si era necesario. Algo se le ocurriría. Pero nada, nada, nada de nada, sucedió. Y en lugar de sentirse abatido por la patente inutilidad de su trabajo, por la transparencia de su puesto, decidió aprovechar la situación, y prolongó las vacaciones de ese año un mes "voluntariamente". Al año siguiente lo hizo tres meses. Y al cabo de cinco años, Pepe sólo acudía a las convenciones, a comer y cenar gratis, y a visitar a sus compañeros, pero claro, ellos nunca supieron que él iba sólo de visita, ¿y quién era él para sacarles del error?

Total, él trabajaba para aquella empresa. Lo ponía en su nómina.

Dos hombres normales y corrientes

Dos hombres, aparentemente normales y corrientes, o al menos tan aparentemente normales y corrientes como cualquier hombre normal y corriente que puedas encontrar caminando por la calle a las dos de la tarde de un soleado ocho de marzo, comienzan a cruzar un puente en direcciones opuestas. Nada que destacar de la forma en que van vestidos. Vestimenta común, aunque no vulgar, aunque no típica. No llaman la atención, pero tampoco pasan desapercibidos. No parecen hombres grises, pero tampoco artistas. Sus ropas no rebosan originalidad, pero tampoco rutina.

Andan casi a la misma velocidad, con un caminar rítmico y ágil, pero sin que sus pasos muestren ningún tipo de ansiedad ni prisa. Sus pies se levantan del suelo limpiamente, y si observas atentamente, puedes ver la curva que éstos describen, con una cadencia casi calculada, al entrar en contacto el suelo con el talón, la planta del pie, y finalmente la punta, hasta que un segundo más tarde el zapato se eleva para empezar con el otro. O imaginarte la presión del peso del cuerpo distribuyéndose poco a poco por el pie. Su movimiento es limpio, firme, claro, como un paisaje en un día de viento. No quiero decir con esto que caminen igual, sino que lo hacen de forma parecida. No parecen ir a ningún sitio en especial, sino que simplemente están disfrutando del placer de caminar, y quizá sea eso lo único extraordinario que se puede apreciar en ellos, si tenemos en cuenta el ritmo al que viven en la ciudad. No es su ciudad, en cualquier caso. La de ninguno de los dos, aunque tampoco están allí de paso. Por el puente sí. Llevan ambos ya algunos meses instalados, y aunque no esperan quedarse, tampoco piensan ahora en regresar allá de donde quiera que vengan. Por supuesto, no se conocen y están igual de interesados uno en el otro como cualquiera de nosotros lo está de alguien con el que coincide esperando en un semáforo. Es decir, ningún interés en particular.

Mientras se acercan al centro del puente, uno de ellos mira inexpresivo las ventanas del edificio que hay al lado del puente hacia el que se dirige. Doce o trece plantas, gris y blanco, pintado probablemente hace sólo unos meses. Los cristales parecen frágiles a esa distancia, y dan la sensación de ser ese tipo de cristales que tiemblan cuando pega uno un portazo, esos que había antes en las casas de las ciudades. El otro, sin embargo, está interesado en el paisaje que se extiende a su derecha, aunque en realidad no tiene nada de interesante. El río que está atravesando lleva años, o incluso décadas, seco, y en su interior han crecido sin orden ni concierto algunos árboles, aunque la cuenca seca está principalmente llena de pequeños arbustos de no más de un metro de altura. Hace meses que no llueve, y cuando lo hace, no con la suficiente intensidad.

Al cruzarse en mitad del puente, ninguno de ellos parece especialmente interesado en la otra persona, y cualquiera diría que ni siquiera se percatan de su presencia, sumidos como están en sus propios mundos. Pasan casi rozándose, a escasos centímetros, sin mirarse, sin inmutarse, ajenos, opacos, sólidos como rocas, con el semblante serio y la sangre fluyendo por sus músculos en movimiento y la respiración uniforme, con la vista en las nubes, en los edificios, en el mundo que los rodea. Ausentes.

Y cuando ya les separan unos metros, y antes de que esa distancia comience a hacerse más grande, uno de ellos se detiene con la mirada al frente, llena sus pulmones de aire, cierra los ojos, y sonríe felizmente mostrando dos colmillos afilados, porque ha decidido que ya tiene cena para esa noche.

Una gran gota

Muchas noches, cuando camino de casa atravieso el túnel que pasa por debajo de la ronda norte, justo al principio del camino de Moncada, una gota proveniente del techo de éste cae sobre la luna delantera de mi coche. Una gran gota, parecida a esas con las que empiezan las tormentas de verano, pero más grande; dos, tres o cuatro veces mayor, o incluso más.

A setenta kilómetros por hora, tras el impacto la velocidad hace que el agua se esparza rápidamente sobre el cristal, y durante unos pocos segundos, sin necesidad de fijarse demasiado, se pueden apreciar las ondas que se forman sobre la fina lámina de líquido, hasta que la gran gota se deshace en pequeñas serpientes que se deslizan trémulas, casi con timidez, hacia arriba, en contra de toda gravedad.

Al final, sólo quedan unas pocas y solitarias gotitas separadas entre sí por unos pocos centímetros, estáticas y un poco ridículas, que acaban secándose más tarde o más temprano, aunque para entonces, casi siempre me he olvidado ya de ellas y voy escuchando la radio o pensando en mis cosas.

A veces no soy una persona agradable, y cuando eso pasa, tampoco me esfuerzo demasiado por serlo.

Matilde

Hoy me gustaría hablarles de Matilde. Conocí a Matilde allá por otoño de 1997, creo, en un vagón de metro mientras me dirigía a clase, gracias a un ligero problema —mío— de desorientación, que ella se prestó a resolver casi amablemente. O quizá más bien obligada por mi insistencia y estupidez para encontrar el andén correcto. Era una chica muy delgada, casi escuálida, aproximadamente de mi altura, y daba una impresión de oscuridad que no recuerdo haber reconocido en ninguna otra persona más. Era extraña, oscura, opaca, difícil, y quizá por eso precisamente empezamos a llevarnos bien. Quedábamos a menudo, todas las semanas, para tomar unas cervezas, ver alguna obra de teatro, o simplemente para tomar el sol a las puertas de alguna cafetería. Congeniamos bastante bien desde el primer momento, y éramos capaces de pasar horas callados sin que ninguno de los dos se sintiese incómodo. Fue en cierto modo como encontrar un alma gemela. Nos abríamos al otro hasta donde queríamos, y nunca nos sentimos obligados a nada.

A las pocas semanas de conocernos, Matilde me confesó que tenía un curioso don: era capaz de acertar el tiempo que duraría un acontecimiento, fuese éste una película, un semáforo en rojo, un viaje en coche o el vuelo de un pájaro, con un margen de error mínimo. No sé cómo lo hacía, ni ella tampoco, pero podía decir cuánto tardaría en posarse un gorrión que llevaba minutos viendo volar con una precisión que asustaba. Simplemente, lo miraba, daba una cifra, me miraba y se sonreía ligeramente, y poco a poco, sin duda a causa de la cara de incredulidad que yo debía poner, acababa riéndose a carcajadas. Aquellas eran las únicas veces que la veía reír. Era reconfortante. A principio, yo miraba instantáneamente mi reloj, esperando ese error de cálculo que acabaría llegando, hasta que desistí y asumí que jamás se equivocaba, que jamás se equivocaría. Una vez le pregunté si aquello no sería cosa de brujas, y me respondió con una sonrisa de oreja a oreja que ella siempre había sido un poco bruja.

No era solo eso; podía contar los segundos inconscientemente, mientras mantenía una conversación, comía, o estudiaba, y no se dejaba ninguno, nunca. Era como si tuviese un reloj de precisión en la cabeza constantemente funcionando. Me contó que había aprendido a contar antes que a hablar, y que de pequeña, le gustaba encender el cronómetro, dejarlo encima de su mesa y volver algunas horas más tarde para comprobar que no se había descontado ni siquiera en uno, hasta que fue capaz de hacerlo mientras dormía. Era una chica alucinante.

Un día, tomando un café, aprovechando uno de esos habituales momentos de silencio, jugando con la cucharilla y ensimismada mirando la mesa, dijo un número. «Cosas mías, ya sabes», dijo cuando la miré. No tengo demasiada memoria, así que lo olvidé a los pocos segundos, sin ni siquiera plantearme en qué estaba pensando; ella siempre iba un paso por delante de mí. «Porque yo jamás me equivoco», añadió entre dientes después. Me sonrió, agachó la vista y le dio un sorbo al café.

A los tres días, cinco horas, doce minutos y veinticinco segundos de aquellas palabras, Matilde se quitó la vida.

Tyler

Tyler era un pobre chaval que venía a clase conmigo. Está claro que no se llamaba Tyler, aunque no recuerdo su verdadero nombre; creo que jamás lo supe, y si lo he olvidado, tanto mejor. Alguno de nosotros le puso ese apodo en honor a algún retrasado que había visto en televisión y se quedó con él, para mofa nuestra y de prácticamente todo el colegio, aunque también es verdad que no le dimos opción. El mote le venía al pelo, porque el tipo era un miserable, uno de esos patanes congénitos con los que te encuentras en la vida y de los que no puedes hacer otra cosa que reírte. Es verdad que quizá aquello no estuviera del todo bien, pero así son las cosas y la vida no es fácil.

A veces pienso que habrá sido de él, si habrá salido adelante o lo acabamos hundiendo sin remedio, y me pregunto si volvería a hacer lo que hice. Y la verdad, la respuesta siempre es la misma: sí.

Porque menuda diversión.