Una mañana en el metro

Es hora punta aquí y en cualquier estación de metro del planeta. Las ocho y cuarto. Apenas pueden entrar en el vagón y parece que las puertas vayan a aplastar a alguien al cerrarse, pero no es así, porque todo el mundo sigue ileso cuando el tren arranca de nuevo. Faltan nueve paradas hasta su destino, comprimidos, asfixiados, tragando el dióxido de carbono de todas esas personas pegadas unas a otras en una superficie de veintidós metros de largo por tres metros de ancho, algunas de las cuales es evidente que hace días que no se duchan mientras otras abusan de la colonia para enmascarar esa falta de higiene. Detrás de él hay un universitario. Quítate la puta mochila de la espalda, gilipollas, está tentado a decir, pero se contiene. El ruido que logra escapar de los auriculares de su vecino hace crecer la ansiedad en Carpo. Si no fuese tan civilizado, le haría tragar esos jodidos cascos junto con el cable y el móvil al que van unidos. Está seguro de que si se lo comenta a Mapache, este lo hará. Le ha visto hacer cosas similares por razones más banales.

Mejor no. Son solo nueve paradas. Pasarán pronto. Puedes aguantar.

Empieza a sudar. Mapache le mira y casi en un susurro, dice:

—Eh, ¿te encuentras bien?

El aliento le huele a tabaco y cerveza. Carpo asiente con la cabeza aunque la expresión de su cara diga otra cosa.

—Yo diría que no. Lo que necesitas es un poco de aire.

—Ahora no, Mapache. Ahora no.

—Me temo que vamos a tener que coger el siguiente.

—Venga, estate quieto. Tengamos una mañana tranquila.

—Ya verás —dice Mapache sonriendo. Nunca sabe si eso es buena o mala señal, aunque tiende a ser más lo segundo que lo primero.

Un hombre medio calvo y bajito pegado a ellos, con una americana que le viene grande, barba de pocos días y cara de alelado, les mira de reojo. Mapache le devuelve la mirada.

—¿Qué cojones estás mirando? Métete en tus putos asuntos, enano de mierda.

El hombrecillo baja la cabeza y vuelve a sus pensamientos, si es que los tiene.

—Tranquilo, Mapache, tranquilo —dice Carpo entre dientes.

El vagón se inclina suavemente al coger una curva peraltada y el altavoz del tren anuncia la siguiente estación.

—Allá vamos. Va a ser divertido.

Justo en el momento en el que la velocidad comienza a disminuir, Mapache hincha el pecho todo lo que puede y de su garganta sale un grito como si se hubiese aplastado un dedo con un martillo. Pilla de sorpresa incluso a Carpo, que se aparta asustado. Igual que él, todas las personas que un instante antes se agolpaban junto a ellos en un espacio en el que parecía no caber un alfiler, de repente han encontrado huecos donde antes no los había. La estampida hacia atrás empuja a los pasajeros de pie encima de los que están sentados. Se encajan unos con otros como piezas de un puzzle humano, aterrorizados por la posibilidad nada descartable de que ese individuo que grita a pleno pulmón padezca algún tipo de trastorno mental, sea un terrorista, un asesino, un ser venido del Averno, y que pueda sacar un cuchillo, un arma o peor, una bomba de fabricación casera cuyas instrucciones ha sacado de Internet. En los extremos del vagón, el resto de viajeros levantan las cabezas intentando averiguar la causa del grito y el movimiento de masas. Como en una explosión, la onda expansiva se propaga más allá de la gente que les rodea y se expande. Como una gota de jabón en una balsa de aceite. Como ñus en estampida. Como una gota de café en un vaso de leche.

Carpo contempla el espectáculo, atónito. Mapache está llegando al límite y levanta las manos en el aire como haría un director de orquesta. Los pasajeros le observan curiosos y asustados; en los más valientes entre el público el temor inicial ha dado paso a la curiosidad, pero incluso así se mantienen a una distancia prudencial; otros se alejan a empujones sin dejar de mirar atrás y por último, están los que huyen a toda prisa del epicentro. Justo antes de parar en la estación, Mapache se detiene un segundo para coger aire por última vez y de su boca sale un chillido agudo. Carpo mira a su alrededor y por un momento piensa que alguien va a hacer algo, que alguna persona saldrá al frente para poner orden, cordura, sentido común. Casi desea que eso suceda.

Vamos, cobardes. Es solo un chaval gritando, solo un crío, miradlo, ¿no pensáis hacer nada?

Como espera, nadie se adelanta, nadie toma el mando, nadie trata de evitar una posible catástrofe. Rojo como un Los pulmones y la garganta de Mapache abandonan su púlpito en el preciso momento que las puertas se abren, como si el conductor del tren y él estuviesen coordinados. Está rojo como un tomate.

—Vamos, Carpo, los de seguridad llegarán pronto —dice con una sonrisa infantil mientras recupera el aliento.

—Sí, un segundo.

Carpo da una zancada hasta el chico de los auriculares, que se echa atrás asustado y se protege la cara con el antebrazo.

—No te voy a pegar, tranquilo, chaval.

Acto seguido, agarra los voluminosos cascos de su cabeza, los arranca de un tirón y los lanza contra el suelo con todas sus fuerzas. Centenares de piezas de plástico salen disparadas en todas direcciones.

—Ten un poco de civismo, joder, que viajas con personas —dice Carpo al tiempo que le da al chico un par de palmadas en la mejilla.

Se alejan andando por el andén, mientras cientos de ojos los observan desde detrás de los gruesos cristales de los vagones. En las puertas más alejadas, los viajeros han salido fuera y les vigilan para asegurarse de que no regresan dentro. Los que esperaban al tren no entienden nada y al entrar miran alrededor con desconfianza. El hueco creado por Mapache no tardará en reducirse a la mínima expresión una vez reanudado el viaje, con sus apretones, sus olores, sus empujones y sus manos que tocan culos, a veces con intención y otras por accidente. Antes de que el convoy comience a moverse, Mapache se detiene, da una vuelta sobre sí mismo y acaba con una pausada reverencia con los brazos abiertos y las piernas cruzadas, mientras Carpo lo mira con curiosidad.

Puto chalado, piensa Carpo, aunque admite que ha sido divertido.

Tienen que esperar dos horas hasta que están seguros de que los de seguridad han dejado de deambular por el andén.

★ ★ ★

 

(Descarte muy prematuro de la novela). 

Cómic: adaptación del relato Canta

A pesar de que en Madrid es lunes era festivo, esta semana se me ha hecho larga. Entre que arrastraba cansancio del fin de semana y que he estado bastante liado con el lanzamiento de la preventa de mi primera novela Buena suerte, he llegado al viernes pidiéndole la hora al árbitro. Pero ya está aquí el fin de semana. De todas formas esto es accesorio. Lo interesante viene ahora.

Debajo les dejo algo muy especial: la adaptación en cómic que mi padre ha hecho del relato Canta, en tinta china y escaneado directamente de los originales. Espero que les guste.

(Ilustraciones © Manuel Benet Blanes, 2017).


Canta

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Juegos de clase

(Si tiene usted alguna duda sobre si lo que sigue es realidad o ficción, le refiero al punto 8 del Acerca de).


Hoy le traigo otro incidente que recordé el otro día, a propósito de algo que no viene a cuento, pero del que creo que podrá sacar algo en claro.

En cierta ocasión, en el colegio, durante los minutos de descanso entre clase y clase mientras los profesores cambiaban de grupo, comencé a jugar junto a la puerta con una pelota hecha con papel de plata del bocadillo, dándole pequeños toques con el pie, a la espera de encontrar algún cómplice de juegos. No era nada sofisticado, ya se lo puede imaginar: uno hacía de portero mientras el otro intentaba marcar gol. 

Las puertas de las clases eran de contrachapado de doble hoja y color oscuro, con un pequeño ojo de buey a la altura de los ojos —de un adulto medio, aclaro—, que permitía avisar al profesor, ver quién daba la clase y supongo que buscar a algún alumno por la razón que fuese; ya se imagina el tipo de puertas que le digo. En algunas aulas, la puerta quedaba a la espalda y los curiosos pasaban desapercibidos, pero cuando se encontraba en un lateral, si tu visión periférica detectaba un bulto no podías evitar que los ojos se te fuesen como un resorte a la abertura. 

Como debe ser incómodo sentir la mirada inquisitiva de un puñado de críos, a menudo no se veía la cara de la persona, sino que esta se asomaba como si estuviese escondiéndose de un francotirador. A veces, tras una de esas apariciones, el profesor detenía la explicación, salía y regresaba a los pocos minutos preguntando por alguien.

Siguiendo ese procedimiento, una mañana se llevaron a un chico rubio en mitad de clase de inglés y no volvió al colegio hasta una semana después. Lo de la clase de inglés y el color de su pelo no lo tengo claro, pero lo de la madre es cierto, no me olvidaría de eso. Poco tiempo después supimos que su ausencia se debía a que aquella mañana habían encontrado a su madre cadáver en la cocina, tirada sobre un charco de sangre. Lo de la sangre no sé si será verdad, pero dicen que se resbaló con el detergente y se destrozó la cabeza contra la encimera. También se dijo que la había asesinado su padre, es decir, el padre del chico, del que la madre estaba separada, o divorciada, o algo así, pero nadie confirmó ninguna de las teorías, así que quedó en que simplemente la había palmado porque claro, no le ibas a ir con preguntas morbosas al pobre huérfano, que ya tenía bastante con aguantar lo suyo como para que encima le fuesen con crueldades, a pesar de que todo el mundo sabe que los niños, esos pequeños hijos de puta, no entienden de miramientos. 

Hay que tener en cuenta que yo por aquel entonces tendría, aproximadamente, unos doce o trece años, no creo que más, y la naturaleza de aquella muerte quedaba muy lejos de mis intereses y probablemente también de los de mis compañeros. Sin embargo, eso no impidió que a partir de ese momento comenzáramos a mirarle con lástima, como si quisiéramos transmitir que compartíamos un dolor que no éramos capaces de entender y que en realidad, para qué negarlo, nos la traía al pairo. Como respuesta, lo único que él hacía era soltar algún gracias con esa vocecita afeminada que tenía, sonreír levemente o agachar la cabeza. Éramos a un montón de gilipollas que se pasaban el día recordándole lo jodido que estaba con palmaditas en la espalda y miraditas compasivas. Menuda panda de capullos.

Supongo que eso debió de pensar él todo el tiempo, porque medio año más tarde el director se volvió a asomar al ventanuco de la puerta y se repitió el proceso de la primera vez, solo que esta vez el chico rubio no volvió. Resultó que ni el padre ni el detergente ni la encimera, qué va. Él mismo la había matado con una fuente de cerámica antes de salir de casa, y todo porque la pobre mujer, que iba mal de pasta y hacía lo que podía para tirar adelante, no quería comprarle unas zapatillas de marca con las que el crío se había encaprichado. Todo por unas jodidas zapatillas, ya ve. 

El próximo día, si le parece, volvemos a la pelota de papel de plata con la que he empezado, que en realidad era lo que venía pensando en contarle mientras venía de camino.


Por cierto, aprovechando que está aquí. Me he decidido a crear una lista de correo para el blog, a la que mandaré las entradas que publique y alguna cosilla más, solo para aquellas personas que se hayan suscrito

Ansiolítico y Amor empiezan por A

El diccionario no dice si lo nuestro es Amor, pero es una palabra tan grande que ha de tener un recodo donde escondernos. Lo sé, son solo cuatro letras pequeñas y vacías que no nos conocen. Cuatro estúpidas letras que no saben que solo contigo el mundo vuelve a ser un lugar habitable, uno del que no necesito huir, uno que no quiero abandonar saltando al vacío. Cuatro absurdas letras que no entienden que en todo el universo eres el único refugio que me queda. Que tú estiras el tiempo y lo tornas elástico, lo amoldas a las limitaciones de mi percepción y haces que todo suceda a la velocidad que dictan los impulsos eléctricos en mi cabeza. Cuatro innecesarias letras que no transmiten que cuando tú te vas, todo es Caos.

Les cuatre cents coups - II

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

La imagen de arriba es un fotograma de la escena del teatro que vimos ayer, que pertenece a la película Los 400 golpes, de François Truffaut (1959). Aunque hay otras tomas que muestran a diferentes protagonistas, voy a centrarme en las historias de los tres chiquillos que aparecen en el plano, recogidas en el documental "Les 400 coups: regardez Truffaut", rodado en 1989 con motivo del 40º aniversario de la cinta. De izquierda a derecha, se trata de Cloé Le Brun, Felix Moreau y Didier Faure-Baud (este último tapado en parte por el rostro desenfocado de Alain Ferrec). 

Como comentamos en la anterior entrada, para la grabación de la escena no hubo ninguna planificación, por lo que la elección de los planos fue totalmente aleatoria, y sus posiciones y gestos responden únicamente a lo que están viendo en el escenario. En el momento de la filmación, los tres tenían siete años, y entre el mayor (Felix) y la menor (Cloé) apenas había cinco meses de diferencia. En esta entrada nos centraremos en los dos niños, y dejaremos a la niña para el último artículo de la serie.

Didier es sin duda del que menos información existe, y la que hay ha llegado a través de la memoria de su hermana, Ines Faure-Baud. Se sabe que aquel sábado estaba pasando el fin de semana en París con su familia, y que ella, un año menor que Didier, no participó en la grabación porque según confesó ella en el documental, su padre tenía una mentalidad muy cerrada y pensaba que nada que tuviera que ver con la televisión, el cine o el teatro era cosa de chicas. Los padres de Didier se separaron al poco de cumplir él trece años, y a partir de ahí su historia sigue casi a pies juntillas a la del protagonista de Los 400 golpes, con una diferencia importante: a los dieciocho, Didier saltó al Sena desde el puente Mirabeau, en pleno mes de diciembre, y las aguas gélidas se lo tragaron para siempre.

Felix, del que emana la mayor parte de la fuerza de la imagen y cuya mirada parece intuir que le están grabando, no estaba allí del todo por casualidad. Su madre, que trabajaba como limpiadora en el teatro, se había enterado de la grabación el día antes, y debido a los problemas económicos que atravesaba su familia, en gran parte causados por un marido alcohólico que se gastaba casi todo el dinero que llegaba a casa en vino, no se lo pensó dos veces. Aquello pareció ser una buena idea, porque Felix fue el único que tras la filmación participaría en alguna película más, aunque para su desgracia, su aspecto cambió radicalmente al cumplir los once años, dejándolo en tierra de nadie: era demasiado mayor para aparecer como un niño y demasiado pequeño para actuar de adolescente. 

Hasta entonces, había participado en seis películas, pero sin ningún papel que pudiera dar esperanzas de un futuro, prometedor o no, en el mundo de la cinematografía. A pesar de los esfuerzos de su madre, antes de cumplir los doce (1970) Felix ya trabajaba con su padre en la recogida de chatarra en las calles de Saint-Germain-en-Laye, hasta que a los diecinueve años, las circunstancias y una mujer embarazada de mellizos lo llevaron a él y a su padre a atracar la joyería de uno de los barrios pudientes de París. 

Felix recibió de un guarda de seguridad una bala que le perforó el estómago, y murió desangrado junto a la puerta del establecimiento antes de que llegara la ambulancia, por casualidades del destino a apenas un par de metros del cuerpo sin vida del productor Adrien Toussaint, que había sido en última instancia el autor indirecto de la escena de los títeres. Su padre murió en 1991 en una reyerta en la prisión de La Santé.

Tras eso, los servicios sociales se hicieron cargo de los mellizos. Uno de ellos, Laurent, se convirtió en el analista más joven de la política francesa, y jugó un papel decisivo en la elección de Jacques Chirac como Presidente de la República en 1995. Por su parte, Michel, escribió un libro narrando la historia de su hermano Didier, que consiguió el visto bueno de la crítica aunque no tuvo un gran éxito comercial. Ambos viven en París en la actualidad apartados de la vida pública.

Para la última entrada de esta serie sobre la película Los 400 golpes dejamos a Cloé Le Brun, la única chica de los tres, con la que mi imaginación se ha portado algo mejor y que a diferencia de Didier y Felix, hoy en día sigue viva.

Les quatre cents coups - I

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

Fotograma de Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), François Truffaut.

La imagen de arriba es un fotograma de la película Los 400 golpes, de François Truffaut (1959). Forma parte de una secuencia mayor, filmada durante una mañana de sábado en el teatro Lido de París, en la que algo más de un centenar de niños observan entusiasmados los movimientos y bromas de varias marionetas sobre un pequeño escenario improvisado, mientras la cámara recoge sus expresiones de diversión y sorpresa. Según se supo varios años más tarde, la escena no estaba prevista en el guion original, y Truffaut decidió incluirla cuando quedaban apenas dos meses para que la cinta se presentara en el Festival de Cannes. Al parecer, el germen de la idea fueron los gritos de alborozo que el director escuchó mientras mantenía una conversación telefónica con el productor Adrien Toussaint (que moriría años más tarde asesinado en el asalto frustrado a una joyería), cuya responsable era la hija menor de este, que acababa en ese momento de llegar del teatro. Intrigado por el escándalo al otro lado de la línea, Truffaut le preguntó a Toussaint la razón, y la respuesta dio lugar a la escena en cuestión. 

Aunque tomó la decisión de incluir la secuencia en ese mismo momento, se cuidó mucho de decírselo a Toussaint (si bien en una entrevista durante la promoción de la cinta en Cannes, este se atribuiría parte del mérito), a sabiendas de que el productor se habría negado en redondo. Por aquel entonces, la película estaba en la fase final del montaje y movilizar a los técnicos y el equipo de filmación de nuevo habría sido demasiado costoso, en un presupuesto que Truffaut había estirado varios cientos de miles de francos por encima de lo previsto. Pese a ello, más que el aspecto económico, pesaba la tensión que se había creado durante las últimas semanas entre el director y diversos productores, al negarse este a eliminar una de las escenas icónicas de la cinta y que incomodaba a los sectores más conservadores de la política francesa. El tira y afloja estaba alargando en exceso el proceso y ponía en riesgo la puesta de largo en Cannes. Truffaut temía, con bastante acierto, que el hecho de sugerir una nueva escena, incluso a cambio de sacrificar aquella que le pedían, fuese la gota que colmase el vaso, y provocase que lo apartaran definitivamente del montaje. 

La solución que escogió, probablemente la única que había para salvar la película, fue actuar a espaldas de los productores, consciente de que se estaba jugando su carrera profesional. La noche del miércoles previo a la grabación, reunió en su casa a su equipo de confianza y en una cena informal les contó la escena y algunas ideas vagas de cómo pensaba llevarla a cabo. Aunque varias personas mostraron reticencias por las repercusiones que aquel acto de rebeldía podría suponer para sus carreras profesionales en el futuro, Madeleine Morgenstern (la mujer de Truffaut) salvó la iniciativa proponiendo mantener a los miembros de aquella reunión en secreto, y esa misma noche se concretaron todos los detalles. A pesar de lo inverosímil que pueda parecer y las múltiples listas de posibles asistentes, nunca se han conocido las identidades de los conspiradores.

El papel de Morgenstern fue mucho más que hacer de anfitriona en dicha reunión. De hecho, ese sábado fue ella quien dirigió y coordinó la grabación de la escena de las marionetas en el teatro Lido de París, en una sola toma y de manera totalmente improvisada; no había guion, ni actores profesionales, ni maquillaje, ni vestuario. Los niños se sentaron donde quisieron y ninguno sabía que le estaban filmando, aunque para ahorrarse complicaciones, sí obtuvieron la aprobación escrita de los progenitores de al menos, todos aquellos menores cuyas caras se reconocen en algún plano, junto con un compromiso de confidencialidad que finalizaba veinticuatro horas después de la proyección oficial. Pese a que en el filme apenas aparece un fragmento, la obra infantil que se representó fue un viejo relato de la propia Madeleine titulado "Le petit arbre vert".

Tras la grabación, a Truffaut no le costó convencer al montador Jean Bonnet, que se enamoró al instante de la escena del teatro, y que a partir de Los 400 golpes trabajaría de manera exclusiva con Truffaut. Durante tres intensas semanas, los tres: Morgenstern, Truffaut y Bonnet trabajaron en secreto con dos versiones de Los 400 golpes. Por un lado, la versión díscola, en la que no solo aparecía la escena nueva del teatro, sino también la que los productores querían eliminar y tres más sobre las que Truffaut había acabado cediendo y que habían sido amputadas. Por otro lado, la versión aprobada, que no contenía ninguna de dichas secuencias y en la que Truffaut había fingido aceptar las presiones recibidas. Las dos versiones existieron hasta minutos antes de la proyección en Cannes.

Nadie sabe cómo, pero Truffaut se las ingenió para sustituir la versión "oficial" por la suya, que fue la que se acabó proyectando. Es probable que de nuevo, el mérito le corresponda a Morgenstern, una mujer muy apreciada en el sector por sus reivindicaciones laborales, y que tenía una extensa red de contactos en el ámbito cultural, no solo francés, sino también español e italiano. Aunque Truffaut insistió en incluir a Madeleine Morgenstern como codirectora, y de hecho la menciona frecuentemente en varias entrevistas, ella se negó en redondo a figurar con su nombre, quitándole importancia a su autoría en una de las escenas más recordadas de la película y casi se diría que del cine francés.

Para evitar que tras la proyección los productores impusieran su criterio y distribuyesen la versión "recortada" en lugar de la completa, Bonnet se aseguró de eliminar todas las copias que existían de esta. Lo más probable es que la cara de Toussaint y sus colegas en la oscuridad de la sala el día de la inauguración de Los 400 golpes en Cannes fuese un poema. Lo peor no es que hubiese una nueva escena no aprobada, lo que al fin y al cabo visto en perspectiva no tenía mayor importancia, sino que Truffaut había recuperado todas las demás. 

La larga ovación que la cinta recibió al aparecer los títulos de crédito y las excelentes críticas de la prensa especializada que obtuvo a la salida persuadieron a los productores de abrir la boca, a pesar de la cara de perro que mostraban cuando se encendieron las luces. Probablemente, ninguno quiso arriesgarse a ser acusado de echar a perder lo que tenía pinta de convertirse en una de las obras maestras de la cinematografía francesa. 

El próximo día hablaremos de tres de los protagonistas de la escena de los títeres: Cloé Le Brun, Felix Moreau y Didier Faure-Baud, cuya historia, tan inventada como los nombres y el texto que acaba de leer, no es menos sorprendente.

* * *

Si te apetece, puedes leer la segunda parte de esta entrada.

Mi prima Anna

Esta mañana he vuelto a hablar con mi prima. Hacía mucho tiempo que no hablaba con ella, ya que su familia vive en París y en casa el teléfono llevaba semanas sin funcionar. Mamá ha dejado el auricular sobre la mesilla del pasillo y ha pasado junto a mí secándose las mejillas con las palmas de las manos. Al verme ha sonreído, aunque yo sabía que intentaba disimular. No sabe que me daba cuenta de que algunos días cuando se sentaba a la mesa a cenar tenía los ojos enrojecidos. Hasta hoy no entendía por qué estaba tan triste y siempre que se lo preguntaba a papá, entonces él me alborotaba el pelo, me besaba en la cabeza y me decía que no era nada, pero nunca me lo creí.

Luego mamá ha entrado en su habitación con papá y por las voces que llegaban a través de la puerta parecía que estuviesen discutiendo, aunque en cuanto he escuchado la voz de Anna es como el mundo entero hubiese desaparecido. Anna es mi prima, y tiene nueve años, uno más que yo. Me ha contado que está saliendo con un chico de su clase que se llama François y que el martes pasado se dieron un beso. Casi me muero de envidia, pero no por lo de su novio, sino porque hace semanas que no voy al colegio y echo de menos a mis amigas e incluso las bromas del idiota de Samir, aunque a él nunca le daría un beso. Houda dice que es feo, pero a mí me parece que no es para tanto y me hace reír mucho con sus tonterías. No lo sé, a lo mejor sí le daría un beso. La última vez que le pregunté a papá cuándo volvería a clase, me sonrió y se dio la vuelta como si tuviese algo muy importante que hacer.

Anna me ha dicho que se ha comprado un vestido para una fiesta de cumpleaños a la que va a ir este viernes, pasado mañana. Me encanta su voz, suena tan alegre que podría estar todo el día escuchándola. Ojalá pudiéramos hablar más, porque me gusta lo que me cuenta y aunque mamá y papá lo intentan, aquí no quedan muchas cosas alegres y ella me hace sentir bien. Cuando ha empezado a hablarme del vestido, se ha escuchado un ruido muy grande y la lámpara de la mesita donde está el teléfono ha temblado. Del susto casi dejo caer el auricular al suelo, mientras la oía repetir mi nombre a lo lejos, como si me llamase desde París. Un instante después, mamá ha aparecido en el pasillo y me ha ordenado que colgase y cogiese mis cosas. Entonces ha entrado otra vez en su habitación, pero yo quería que Anna me dijera cómo era el vestido y no le he hecho caso, así que a los pocos segundos ha vuelto, me ha arrancado el teléfono de la oreja y ha colgado sin dejarme despedirme de Anna. Me he enfadado mucho y le he dicho algunas cosas feas, y la verdad es que pensaba que me iba a reñir o castigar o algo así. En su lugar, se ha agachado en cuclillas, me ha mirado a los ojos, ha esperado a que yo acabase y me ha pedido que me diera prisa en coger mis cosas porque teníamos que irnos. Estaba a punto de llorar y no he sabido qué decirle. Antes de que pudiera preguntarle nada se ha escuchado otro estruendo, pero esta vez ha sonado mucho más fuerte. Los cristales del armario se han roto y un jarrón se ha hecho añicos al caer al suelo. He sentido que las piernas me temblaban.

En la escalera del edificio la gente bajaba atolondrada a toda prisa, empujándose una a otra, algunos saltando los escalones de dos en dos. Una señora ha tropezado y ha bajado rodando hasta el siguiente rellano, pero nadie se ha detenido a ayudarla. Solo saltaban sobre ella intentando no pisarla, aunque alguno lo ha hecho. Papá tampoco se ha parado. A mí varios vecinos casi me tiran al suelo. En ocasiones se oía un grito y después un saco o una bolsa de plástico caía por el hueco de la escalera como una piedra. Delante iba papá, llevando mi maleta y una más grande, y detrás mamá con otra maleta. Me giraba todo el rato para ver si nos seguía y ella decía con los labios "vamos, cariño" sin pronunciar ningún sonido, mientras hacía gestos con la mano para que me diese prisa. La calle estaba llena de gente, la mayoría corriendo o andando deprisa, pero me he fijado que algunas estaban inmóviles con la mirada perdida, como si de repente acabaran de aparecer allí y no supiesen qué sucedía. Casi todo el mundo iba cargado con maletas o bolsas de plástico llenas de ropa, y he visto mucha gente llorando, los mayores en silencio y los pequeños casi a gritos. Niños en brazos de sus madres o padres o cogidos de la mano de sus hermanos. Los adultos tenían en los ojos una expresión rara, como la de mi perro el día que papá le riñó por coger aquel trozo de pan de la mesa. Mamá me ha dicho luego que era miedo. 

Como yo no puedo correr mucho, papá me ha cogido y me ha pedido que me agarrase fuerte a él con los brazos y las piernas. "Cariño, como si fueras uno de los monos bebés que vemos a veces en la tele", me ha dicho. Aferrada con toda la fuerza que podía a su cuello, le escuchaba respirar y sentía cómo su piel se llenaba de sudor, aunque no me he quejado porque le veía preocupado y no quería molestarlo. Yo miraba a mamá, que nos seguía detrás y murmuraba que todo iba a ir bien. No se lo he dicho, pero a mí no me parecía que nada fuese a ir bien y ahora tampoco me lo parece y creo que lo decía más para ella misma que para mí. A veces pasábamos junto a algún chiquillo que lloraba como si estuviera perdido, y yo le gritaba a papá que teníamos que parar, pero él seguía caminando sin hacerme caso y me quedaba mirando al niño de pie en la acera muy quieto, oyendo sus lloros cada vez más lejos hasta que lo perdía de vista entre la gente que corría de un lado para otro.

No estábamos muy lejos de nuestra casa cuando se ha escuchado una gran explosión y en el tercer piso de nuestro edificio, cerca de la ventana de mi habitación, he visto cómo aparecía una nube de polvo marrón flotando en el aire. En ese momento me he quedado sin respiración y he sentido como si algo se hubiese roto en mi interior. Entonces he entendido por qué ya no iba a clase, por qué mamá lloraba en silencio, por qué la semana pasada me dio una maleta y me dijo que metiese mi ropa dentro, por qué papá me besaba en la cabeza y no me explicaba nada. Mamá se ha detenido y se ha vuelto a mirar y papá ha dejado las dos maletas en el suelo y le ha puesto la mano sobre el hombro, pero ella no se ha girado y ha seguido muy quieta observando lo que quedaba de nuestra casa cuando el viento ha dispersado el polvo. Estoy segura de que han sido solo unos segundos, aunque al recordarlo me da la sensación de que allí de pie hemos pasado mucho, muchísimo tiempo, como si hubiésemos consumido días enteros muy deprisa. 

La siguiente bomba ha caído donde está el parque, un poco más lejos, y eso ha hecho que nos pusiéramos en marcha de nuevo. Mamá me miraba e intentaba sonreír, y yo quería devolverle la sonrisa aunque veía cómo le caían las lágrimas por la cara. Cada vez que se escuchaba una explosión, lo que dejábamos detrás se oscurecía un poco más. Varias columnas de humo se elevaban en el cielo, y el azul de antes ahora empezaba a ser gris. Al salir de la ciudad, papá me ha vuelto a dejar en el suelo y nos hemos alejado de la carretera y un rato después junto a un árbol mamá se ha parado, ha sacado un trozo de pan y me lo ha dado. Le ha ofrecido otro a papá, pero él ha dicho que no, se ha vuelto y con la cara tapada con las manos le he oído llorar. No sé por qué, en ese momento me he acordado de Anna y he sabido que no volvería a hablar con ella. 
 

Poesía

Eran perfectos. Podía sentir el calor en sus manos entrelazadas, la intensidad de su pasión, la devoción en la mirada. Mientras los observaba extasiado, el roce de una bolsa de plástico me trajo de vuelta. El panel digital marcaba un minuto. Me separé de la pared con un leve impulso y cogí aire. Se escuchó el pitido proveniente del túnel y el panel avisó de que el tren estaba a punto de entrar en la estación. Me acerqué a ellos, nervioso, hasta colocarme justo al lado de ella, y comencé a contar mentalmente. No miento si digo que a esa distancia eran aún más adorables. Mi corazón latía de envidia por aquel amor tan puro, tan adolescente, tan egoísta. Cuando aprisioné el pie de la chica con el mío, se volvió y supe por sus ojos que no entendía nada. Me hubiera gustado explicarle, pero a ninguno de los dos nos quedaba ya tiempo para nada; como lápidas una sobre otra, en mi cabeza golpeaban los segundos. Le regalé la sonrisa más dulce que pude encontrar, liberé su pie y la empujé. Fue poético. La zancadilla hizo que perdiese el equilibrio y eso la arrastró más allá de la línea amarilla, y como un velocista al entrar en la meta se destrozó la cabeza contra el convoy en movimiento, cubriéndome la cara de pecas de sangre, mientras el chico era arrastrado por el suelo con una pierna encajada entre el vagón y el andén; su carne joven y tierna se deshacía como la mantequilla contra el suelo abrasivo, coloreando el borde de un rojo brillante y vivo. Sin apartar los ojos de la escena, la multitud se echaba atrás horrorizada. Nadie reparó en mí; retrocedí hasta la pared, cerré los ojos y concentrado en los alaridos que se perdían a lo lejos eyaculé en los calzoncillos con un intenso orgasmo. Respiré profundamente varias veces y abrí los ojos. De vuelta en la realidad, miré el reloj, fastidiado por mi falta de previsión. Por culpa de aquellos dos iba a llegar tarde al trabajo.

Aventuras y desventuras de L, R y M en el Registro Civil Único

La mujer que al salir del metro nos ha preguntado la dirección camina detrás de nosotros. Como si fuésemos juntos, pero no. No sé si acelerar o qué hacer, porque sé que sigue ahí detrás de nosotros y no quiero parecer un borde pero tampoco que piense que somos amigos. Es parecida a esas situaciones incómodas en las que te despides de alguien asumiendo que esa persona va en una dirección contraria a la tuya y luego resulta que no. Y entonces te encuentras andando junto a ella un poco por delante, un poco por detrás, mientras buscas una excusa decente (no todas valen porque no ha de parecer una excusa) para pararte y deshacerte de la incómoda compañía. Me he olvidado de algo suele servir, si tiene sentido, claro. Ponerse a mirar el móvil también. Si puedes llamar es incluso mejor. Pero como se ponga a hablarte estás jodido. En esas ocasiones me pregunto si la otra persona siente lo mismo. Supongo que si te habla es que no. Igual se siente sola. O no quiere parecer una borde. O es más simpática o sociable o agradable que tú. Esta mujer no, porque no la conocemos de nada. Cinco minutos más tarde giramos la esquina. Junto a la puerta vemos a R., de cuclillas frente a un banco hablando por el móvil y un cuaderno en el que apunta grandes frases en diagonal, como si no pudiese sentarse en el banco y escribir como las personas. A ese ritmo seguro que lo acaba muy pronto. Nos acercamos mientras bromeamos sobre su nivel de estrés y yo le comparo con un bróker. Compra, compra, vende, digo. Creo que no me oye. O me oye pero no me escucha. O me escucha pero no me presta atención. Se levanta y sonríe. 

En la puerta hay uno de la ONCE vendiendo cupones. No parece que sea ciego, y eso siempre me llama la atención, porque alguien que trabaje para la Organización Nacional de Ciegos Españoles sin ser ciego no deja de ser un poco raro. Me pregunto si habrá extranjeros. Ciegos extranjeros que trabajen para la ONCE, digo. Paso junto aa él como si no le hubiese visto, como hago cuando veo voluntarios de ACNUR, UNICEF, Greenpeace, Intermón Oxfam, Cruz Roja y muchas otras. Él sí me ha visto. No me gusta que me asalten porque cuando les explico que ya colaboro con tres ONG me dan ganas de enseñarles los cargos bancarios para que no piensen que miento, que seguro que es lo que hace todo el mundo. De hecho, yo mismo me siento culpable. Seguro que si fuese ellos pensaría que miento. Pero tengo cara de bueno y por lo general hacerme el loco no me lleva a ningún lado. No sé hacerme el borde.

Dejamos atrás al trabajador de la ONCE infiltrado y tras la segunda puerta un arco de detección de metales más sensible de lo esperado emite un pitido intermitente. Me quito la chaqueta, la pongo en la cinta de los Rayos X y saco treinta céntimos que llevo en el bolsillo del pantalón y los dejo en la bandeja de plástico. A R. le obligan a dejar la grabadora, que el funcionario mete en una bolsita de plástico que me recuerda a las que utilizan en las películas para guardar las pruebas de los homicidios. Pienso que con toda probabilidad el móvil que llevo graba mejor, pero nadie parece haber pensado en ello. O igual sí lo han pensado y han decidido que es demasiado trabajo o que por lo general, nadie graba cosas con los móviles. Yo sí lo hago. 

Solventado el problema metálico, nos acercamos a los ascensores. Miro alrededor y me pregunto qué pudo suceder en este vestíbulo para que el tiempo se detuviese en los años ochenta. Creo que estoy siendo optimista. Probablemente el registro en el que mi padre me inscribió al nacer hace ya cuarenta años tenía una pinta más moderna que este. Hemos viajado al pasado, al paradigma del mundo funcionarial tal y como lo sueñan muchos españolitos. Franco ha muerto y acaba de comenzar la Transición. Por todas partes, carteles sindicales pegados en cristales y paredes protestan contra la privatización del Registro Civil, aunque eso es actual. Franco jamás habría privatizado el Registro Civil. Estaba muy ocupado haciendo pantanos. Y otras cosas menos guays que no está bonito decir en una conversación. A nuestra espalda una señora mayor se equivoca y entra por la puerta de la calle donde un cartel verde grande pone "SALIDA", no "ENTRADA". La funcionaria de seguridad le dice a gritos que no es por ahí, hasta que la criminal da la vuelta. La comprensión lectora está por los suelos.

El hombre que nos acompaña pulsa el número 1 en el ascensor: primer piso. No me extraña que esté gordo, comento cuando ha salido. L. intenta defenderlo con argumentos sobre la habitual localización oculta de las escaleras, aunque en este caso estaban al lado de los ascensores. No cuela. Caso cerrado, señoría. En la quinta planta, una veintena de personas o más espera frente a un mostrador de contrachapado. Una hoja impresa en letras grandes que debe de tener como un siglo nos previene de esperar en la cola, y le entregamos el formulario cumplimentado a una mujer que pregunta en voz alta si alguien tenía cita previa. Nos sentamos y esperamos. Laura señala a una chica que en su ignorancia dice que tiene todos los papeles y parece creer que es posible ahorrarse los seis meses de espera. Ilusa. Bromeamos sobre decirle a la gente que hace cola si se ha pensado bien lo de casarse. R. se queja de la confiscación de la grabadora. Este es el tipo de lugar en el que debía estar pensando Kafka cuando escribió "El proceso". No sé si lo privatizan por el estado en el que está o si está en este estado porque lo privatizan. Bueno, no lo sé pero lo intuyo.

Salen tres personas del más allá. Del más allá del mostrador, quiero decir. Un instante después llaman a los que están sentados a nuestro lado. Poco después a nosotros. Nos levantamos, pasamos con una mezcla de superioridad y culpabilidad junto a la cola (estoy seguro que alguien nos mira mal, como si fuésemos amigos de la funcionaria y nos estuviéramos saltando todos los trámites), y entramos al mundo que hay detrás de los biombos y el mostrador. Si esto fuese la casa de un narco de las barranquillas, ahora deberíamos encontrarnos con monitores gigantes, portátiles ultrafinos, sillas ergonómicas y un dechado de medios tecnológicos de última generación. Pero estamos en el jodido Registro Civil Único de Madrid y seguimos en el siglo XV. Miro alrededor. Hay como docena y pico de mesas, aunque más de la mitad están vacías. Es 29 de diciembre. No les culpo. Ni aunque fuese el 5 de marzo. No veo ningún retrato del rey. Tampoco de los Reyes Católicos o algún visigodo. Antimonárquicos todos, seguro. Por eso lo privatizan. 

La funcionaria que nos atiende señala tres sillas como uno piensa que debe hacerlo un buen funcionario: con firmeza, sin titubear. Ordenando. Aquí, los contrayentes. Aquí, el testigo. Se sienten, coño. Eso no lo dice, claro. En realidad, tampoco sé si llega a decir "los contrayentes", pero me encaja. Coge el formulario. Lo mira. Lugar donde se celebrará la boda, pregunta. L. y yo nos miramos. Ni puta idea, pensamos, aunque no lo decimos. Ni siquiera se nos había ocurrido que fuese algo que tuviésemos que llevar pensado o incluso gestionado. Mal empezamos. Dudamos. No sabemos, digo o dice. Titubeamos. Detecto un sutil cambio de tono a mejor en la voz de la funcionaria. Nos tranquiliza diciendo que no es necesario ahora pero que lo llevemos cuando volvamos dentro de tres meses. Comentamos lo del notario. Nos alerta que una vez puesto no podremos cambiarlo y hace un comentario sobre los tejemanejes del colectivo notarial. No parece muy contenta con el proceso de privatización. Mirando alrededor no me extraña lo más mínimo.

Ahora pide los DNI. Los de los contrayentes y el del testigo. Las fotocopias. Las partidas de nacimiento. Subraya algo en una de ellas con rotulador rojo o rosa, no estoy seguro. Quita una grapa de más que lleva la de L. Ahora, los empadronamientos. Que dónde están los de Valencia, pregunta señalando con el dedo la palabra "Valencia" en el impreso relleno. No están, contesta L., porque cuando lo rellenamos aún no llevábamos dos años en Madrid, pero como esto de casarse es más largo que un capítulo de Oliver y Benji ahora sí que llevamos dos años y el día que nos casemos llevaremos como un par de décadas. Eso último, desde Madrid hasta el final, no lo dice. La mujer asiente con la cabeza, tacha "Valencia" con delicadeza y hace un comentario divertido sobre el juez. 

Está relajada. Entonces os falta un certificado de empadronamiento histórico, dice. L., que había jurado y perjurado enfrentarse al Estado con todas sus fuerzas y hasta su último aliento si este impedimento aparecía, le explica con amabilidad que no hay forma de pedirlo por correo postal ni online ni teléfono ni burofax ni telegrama ni hostias. En realidad no sabemos si tal cosa existe. La mujer asiente con la cabeza, empatiza con nosotros y nos explica que el padrón histórico hay que solicitarlo en persona. No somos los primeros, dice, y nos hace partícipes de la lucha que mantienen con ellos. Administración Electrónica mis cojones, pienso, aunque esta mujer no tiene culpa de nada. Nos tranquiliza de nuevo diciendo que no pasa nada, que lo llevemos en diez días. Me cae bien. Sonríe.

En el techo hay un par de lámparas con los elementos decorativos de plástico rotos. Bienvenidos a los años cincuenta. Imprime varias hojas, aunque si hubiera sacado una Olivetti con papel carbón no me habría extrañado, y nos pregunta si vemos alguna errata en nuestros nombres y el DNI. A mí me falta una vocal y a L. una tilde en su segundo apellido, pero solo señalo lo primero. No es momento de ponerse detallista. Vuelve a imprimirla. Todo bien (a excepción de la tilde). Firmad. Aquí y aquí, el testigo aquí. Firmamos. También esta. Firmamos también esa. Al firmar veo un error tipográfico en la redacción pero me callo. Es muy amable y quiero que siga siéndolo. Nos recuerda lo del empadronamiento. Y lo del notario. Nos da una hoja impresa y otra de esas parecidas a las que utilizaban en la universidad para las encuestas. Antes de salir me vuelvo para confirmar con la funcionaria todos los trámites pendientes y L. se mete con mi limitada capacidad de retención. Intento justificarme. Volvemos al mundo real donde la gente hace cola. Esta vez no me fijo en sus caras. 

Bajamos en el ascensor del paleolítico con un señor trajeado que debe de ser de una época cercana. Un guarda de seguridad le devuelve a R. su grabadora confiscada con su material periodístico dentro, supongo. Pasamos tras la puerta de "SALIDA" cubierta de carteles sindicales. Salimos a la calle. R. dice que nos vayamos de comilona y luego a emborracharnos. L. se pone a bailar, gritar y cantar. Se une el vendedor de pega de la ONCE, la mujer del principio, una funcionaria, un gato vestido de paje real y el que va disfrazado de Bob Esponja en la Puerta del Sol. Suena música desde alguna parte y aparecen en pantalla los títulos de crédito. Fundido en negro. 

En realidad no. Sí salimos a la calle, pero L. ha salido del trabajo a las nueve de esta mañana, ha dormido hora y media y está agotada y muerta de sueño. R. tiene que llamar a no se qué historiador para que le cuente no se qué sobre no se qué monumento (en realidad sí lo sé, pero no puedo contarlo). Yo tengo que pasar por la oficina. Así que nos tomamos un té, un pincho de tortilla y un café, respectivamente. Convenzo a L. de que se deje de tonterías y coja un taxi para llegar antes a casa. Nos despedimos. Echo a andar y paso por varios comercios cerrados. La crisis, pienso. En la puerta de un garaje, una sombrilla rosa gigante oculta a alguna persona sin hogar. La crisis no. Hijos de puta, pienso. Una hora más tarde, antes de acostarse, L. me manda un mensaje por whatsapp: Te quiero futuro maridito. Y un corazón. Sonrío.

Silencio

A. y T. viven en el segundo piso de un edificio de cinco alturas construido a principios de los setenta en un programa de vivienda social. Hace unos meses, los técnicos de urbanismo creyeron conveniente convertir su tranquila calle de dos carriles en una de las principales entradas al centro de Cabestro, lo que ha traído más tráfico, más ruido y un constante flujo de vehículos circulando a mayor velocidad de la recomendada, la permitida y la que sería deseable. A eso se le suma unas paredes que hacen que cualquier conversación en el piso contiguo se escuche sin necesidad de aplicar la oreja. Por suerte, las viviendas adyacentes se encuentran vacías. En la de la derecha vivía hasta hace poco una mujer mayor que se comportaba como un fantasma y con la que se cruzaban en el ascensor, a menudo en compañía de los que debían ser sus hijos. Un día dejaron de verla. A decir por las persianas a medio bajar y las plantas marchitas y secas de la repisa de las ventanas del patio interior, lo más probable es que la internasen en una residencia, se la llevaran a vivir con ellos o que el tiempo hiciese su papel. La vivienda del otro lado estuvo ocupada por una pareja de abuelos con severos problemas de oído que hablaban prácticamente a gritos. Un buen día, casi al mismo tiempo que la otra mujer y de la misma manera que aparecieron, desaparecieron dejando tras de sí un bendito silencio. En general, a pesar del ruido que sube desde el asfalto, la casa es todo lo silenciosa que pueden necesitar, pero esa tranquilidad juega en noches como esta en su contra.

 

(Descarte de la novela. Donjuan es la ciudad donde transcurre casi toda la historia)

Origen de Donjuan

Si se hace caso a lo que se puede encontrar en la Biblioteca Nacional sobre los orígenes de Donjuan, su fundación se establece a finales del siglo XVIII por varias familias que huían de la pandemia de viruela que se extendía por el norte. Los registros documentales se limitan a algunas cartas manuscritas de los primeros habitantes de la ciudad y unos pocos documentos administrativos. Al mismo tiempo y con el mismo culpable, nacieron una docena de núcleos poblacionales separados entre sí por tan solo unos kilómetros, y que formaban hasta hace dos décadas parte del municipio de Donjuan a efectos administrativos. Tras un prolongado periodo de lento crecimiento, la explosión demográfica de principios del siglo XX y el rentable cultivo de la vid hizo que la población de la región se multiplicase por diez , pasando de unos modestos 25.000 habitantes a más de 250000 almas. Por entonces corría el año 1930. El proceso de concentración posterior provocó que varias ciudades desapareciesen, dejando atrás cientos, si no miles, de edificios abandonados, al tiempo que Donjuan se afianzaba como la población más importante de la región. 

Si se sube hasta la colina Pelado, situada al oeste y así llamada en honor al cronista oficial de la ciudad David Pelado fallecido en 1939, que representa con sus 347 metros el punto más alto en cincuenta kilómetros a la redonda, se puede ver a lo lejos, además del embalse Almensada, algunas de esas ciudades y casi hasta la línea del horizonte campos de cultivo, como un manto que se extiende en todas direcciones. Si se posee buena vista, se puede advertir también que sin excepción, todos ellos se encuentran abandonados.

Se han elaborado múltiples teorías sobre el tema, algunas de las cuales han sido publicadas en revistas científicas de ámbito nacional y otras son producto de la imaginación y la especulación local. De todas ellas, la que parece corresponderse más con la realidad es la de que un hongo desconocido en la década de los cincuenta se extendió de manera virulenta por las plantaciones de la región, echándolas a perder a ellas y a sus desconsolados dueños, quienes tras muchos intentos y ruegos a figuras religiosas abandonaron la esperanza de salvar lo poco que quedase por salvar, que en cualquier caso no era gran cosa. Las consecuencias de la pérdida del único motor económico de la región, en combinación con la emigración a las grandes ciudades y el tardío proceso de industrialización, así como la sospecha, paranoica o indiscutible según el interlocutor, de que todo era un complot gubernamental, provocó un éxodo masivo de población y la muerte de cualquier presente y futuro agrícola. Por entonces se decía que vivir en Donjuan no era una decisión, sino una necesidad: la de no acabar en una fosa común de una gran urbe cualquiera. Que no es poco.

A principios de 1960, la región se vería beneficiada por el plan de revitalización de zonas rurales promovido por el gobierno central, un programa a medio camino entre la solidaridad fiscal entre zonas ricas y pobres y el afán electoralista por ganarse el voto de las áreas más empobrecidas del país. Las subvenciones atrajeron a empresarios del vino interesados en retomar el cultivo de la vid, que se fueron tan rápido como llegaron al encontrarse con la negativa de los antiguos propietarios y sus descendientes a vender o arrendar sus tierras, cuando tuvieron la suerte de localizarlos. Los subsidios acabaron por agotarse y con ellos sus efectos positivos, y hasta casi los años setenta en que comenzó la construcción del embalse Almensada, caminar por las calles de cualquiera de estas ciudades después de la hora de la cena era vagar por una ciudad fantasma. En especial en Donjuan, el sobredimensionamiento inmobiliario de los años previos había inundado la periferia de un gran número de edificios residenciales, que vacíos contemplaban, a través de sus cristales embrutecidos, el decaer de la urbe, reducida a unos exiguos 15.000 habitantes. Cuando todo parecía perdido, llegó la compañía estatal de energía, y durante ocho años tres mil trabajadores crearon el respiradero artificial que desde la década de los 70 supone la presa para la región. La construcción y su posterior explotación contribuyó a revitalizar la actividad en la región, y aparte de proporcionar a Donjuan y los municipios dependientes un flujo de ingresos constante, supuso un renacer que se vio en la década de los ochenta apuntalado con la instalación de una factoría automovilística, que tuvo el efecto de multiplicar por siete el censo poblacional de Donjuan y dar trabajo, directo e indirecto, a unas 12.000 personas que no tienen nada que ganar y mucho que perder en al menos ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Un poco más allá comienza el radio de influencia de la capital de la provincia, a la que huye la juventud de Donjuan como gotas que caen de los árboles a morir sobre el suelo.

 

(Descarte de la novela. Donjuan es la ciudad donde transcurre casi toda la historia)

Cómo llegar a Cabestro

Las personas que desean o necesitan recorrer los casi ciento diez kilómetros en línea recta que separan Donjuan de la ciudad de Cabestro pueden hacerlo de varias maneras, entre las que destacan dos. Hay más alternativas, porque siempre las hay, pero incluyen desvíos, peajes, transbordos y carecen de las ventajas de las dos que se describen a continuación.

La primera es por carretera. Esta es la recomendable para un viaje de placer o turístico, ya que permite detenerse en los cuatro miradores del trayecto, el primero de ellos a unos ochenta kilómetros de Cabestro. Otra ventaja es que se atraviesan una docena de pueblos, algunos abandonados pero en los que todavía se conservan algunos restos del Medievo: los que todavía no han sido expoliados. Cabe preguntarse, no obstante y con cierta razón, qué ha motivado a los delincuentes a no continuar con el saqueo en lugares carentes de toda protección; quizá lo que hayan dejado carezca del suficiente valor histórico, aunque esos detalles no son de interés para el turista ocasional, ávido por fotografiarse junto a cualquier bloque de piedra manipulada por seres humanos que haya formado parte del pasado, como si eso le concediese por sí mismo un valor, más allá de cualquier consideración estética o histórica. La tercera y última razón es disfrutar de la conducción por una carretera que en los últimos sesenta kilómetros serpentea entre pinos que apenas consienten que la luz del sol alcance la calzada, y hacen al viajero sentirse como en un viaje por algún paraje remoto. Antes de lanzarse a ella sin más, el conductor debe tener en cuenta que el bucólico recorrido hace al menos un par de décadas que no se pavimenta (aunque se parchea con regularidad con pegotes de alquitrán que se desprenden pasados unos meses), que en ciertos tramos la carretera es poco más ancha que un vehículo y que en algunos de éstos se puede encontrar expuesto a una caída de más de noventa metros sin ningún tipo de protección.

La segunda manera de ir desde Donjuan a Cabestro y viceversa, desde hace cuarenta años, es por vía ferroviaria. La frecuencia es más que mejorable si se tiene en cuenta el número de habitantes de ambas ciudades, con únicamente tres viajes los días laborables y dos los festivos, pero es una forma rápida y económica de llegar de uno al otro extremo; probablemente el precio vaya ligado a la escasez de horarios para el viajero. Este medio es el mejor si se trata de un viaje de negocios, en el que todo queda relegado al tiempo, que como todo el mundo sabe es oro. El olor a pinos, hayas, a la humedad y al musgo que invade el suelo y los troncos de los árboles; la observación fugaz de animales salvajes y el entusiasmo que estas apariciones esporádicas y repentinas producen en los seres cuyo hábitat natural es el cemento; el silencio solo interrumpido por los pájaros y el viento filtrándose entre las hojas; el disfrute de la Naturaleza y el placer de observar toda la belleza que hay en el mundo como un fin en sí mismo. Todo eso queda relegado a un segundo plano en los viajes de negocios; al plano de lo irrelevante, prescindible, de lo estéril, porque el tiempo es oro, el oro es dinero y si hay algo relacionado con el dinero, como todo el mundo sabe, eso son los negocios.

(Donjuan es la ciudad donde se desarrolla la novela)

El fraude de Donald F. Max

Abre el periódico al azar y va a parar a la sección de cultura. La fotografía de alguien llamado Donald F. Max ocupa un octavo de la página. A su lado se despliega un largo artículo cuyo punto final se ve impelido a buscar en la parte trasera de la misma página antes siquiera de comenzar a leer. La cara del sujeto le es vagamente familiar y busca en su memoria hasta que recuerda haber oído algo acerca de su trágica muerte hace varios años. También le suena hacerse la promesa incumplida de leer alguna obra suya, sistemáticamente ensalzadas por la prensa. Su curiosidad se agotó pronto y lo que vino después acabó de aniquilarla. Con ciertos aires apocalípticos, algunos críticos llegaron a decir que había muerto el último genio de la literatura y como de la nada, un nuevo y flamante genio literario apareció apenas un año y pico después. Su obra era bastante prolífica, teniendo en cuenta la edad a la que falleció: tres docenas de libros y varios libros de relatos, algunos de ellos inconclusos. El resto, siempre según los datos aportados por su biógrafo al periódico, se habían perdido en las innumerables mudanzas del escritor o este lo había quemado en uno de sus actos de locura.

El artículo comienza con un breve repaso a la vida y obra del individuo, fallecido según datos oficiales a los cuarenta y tres años de cirrosis, debido al parecer al alcohol contenido en la botella y pico de whisky que ingería a diario. Él duda de la existencia de un organismo con tal capacidad. Según se indica, la fotografía de la esquina es el único testimonio gráfico del rostro del escritor. No existen retratos de su infancia o adolescencia y sus progenitores habían muerto muchos años antes en un pueblucho del interior. El texto hace un repaso exhaustivo a sus datos vitales, extraídos de su biografía post-mortem, como el autor del artículo advierte a modo de descargo de responsabilidad: número de parejas sexuales y sentimentales, adicciones, manías y fobias, enfermedades sufridas, unas reales y otras inventadas, amigos y conocidos, traumas de la infancia, relación paterno-filial, para acabar haciendo inventario de su producción literaria, toda ella publicada con posterioridad a su muerte. 

Tras la introducción y puesta en contexto, lo interesante del artículo viene a continuación. Al parecer, una tesis postdoctoral de la Universidad de California aseguraba que el sujeto jamás había existido, lo que hacía particularmente difícil, si no imposible, que hubiese escrito algún libro. Durante tres años dos estudiantes de doctorado habían llevado a cabo lecturas comparadas de su obra, encontrando que el estilo desplegado en sus obras mostraba alteraciones poco justificables: textos que distaban entre si unos meses parecían escritos por diferentes personas y luego obras alejadas varios años reflejaban similitudes muy significativas. El fantasma utilizaba estilos literarios tan alejados que, o bien padecía un trastorno de identidad disociativo —trastorno de personalidad múltiple, se encarga de aclarar el articulista entre paréntesis— de una magnitud colosal, o se trataba de textos escritos por diferentes personas. Dado que la primera opción no solo era la menos probable sino que no era una de las múltiples e hipotéticas enfermedades mentales de las que hipotéticamente había sido diagnosticado en su hipotética vida, los autores de la investigación concluían afirmando que Donald F. Max no era uno, sino varios. 

Para disipar cualquier duda sobre la intención del estudio, apoyar la tesis principal y hacer frente a posibles demandas de la editorial, los estudiantes habían llevado a cabo una minuciosa investigación de la vida del escritor. A pesar de la solidez del núcleo principal, no les costó mucho encontrar pequeñas grietas y errores por las que introducirse: algunas personas que aparecían en la biografía como amigos o conocidos del presunto escritor o no existían, o habían muerto años antes de que pudiesen tener cualquier tipo de relación con este. Los peores casos aseguraban no conocerlo de nada. Existían incoherencias de carácter administrativo y en varios lugares en los que pretendidamente había vivido nadie le recordaba.

En conjunto todo formaba un cuadro coherente, una narración vital realista y verosímil, pero al rascar sobre la superficie habían comenzado a aparecer ausencias inexplicables, datos incontrastables o directamente erróneos; todo se volvía más mohoso y pegajoso. Sin embargo, los autores del estudio no se olvidaban de añadir que con todo, existían documentos legítimos como su partida de nacimiento y defunción, además de personas que afirmaban haberlo tratado en su juventud. 

A partir de ese punto, el autor del artículo trata de adoptar un enfoque y lenguaje falsamente objetivo, oculto en la coartada ofrecida por las opiniones de respetables académicos universitarios y profesionales del sector literario, y explica el principal argumento formado en el mundillo literario: la vida, obra y milagros de DFM no había sido otra cosa que una invención editorial, un fraude orquestado por la editorial Tadynus, cuya representante y relaciones públicas había afirmado en unas breves y someras declaraciones entrecomilladas que el estudio era un conjunto de conjeturas y vaguedades sin base real; parecía importante destacar que la editorial tenía un código de conducta y ético que prohibía las prácticas descritas. Aunque la biografía contenía multitud de datos en teoría reales, bastantes de los cuales podían ser contrastados, la opinión extendida era que la gran mayoría de ellos habían sido inventados, falsificados o amañados por personal de la propia editorial para dotar de un aura de misticismo e interés al virtual sujeto. Se especulaba que los libros habían sido escritos por estudiantes universitarios de filología y literatura (ninguno de los cuales, por desgracia, había sido localizado), para ser posteriormente corregidos por editores con experiencia, y algunas de las críticas literarias habían sido compradas y acordadas con los redactores y periodistas de algunas revistas. La campaña de marketing que Tadynus puso en marcha una década atrás para vender las obras, en palabras de la propia editorial, del autor desconocido más importante del último siglo fue un auténtico éxito; la historia trágica de un icono literario que había incluso llegado a sobrepasar el ámbito literario, y cuyos libros se siguen vendiendo en la actualidad con bastante éxito. Según el autor del artículo, el asunto tiene visos de levantar una gran polvareda en el sector literario y editorial, y ya existen algunos medios que se plantean demandar a la editorial por fraude.

(Doloroso descarte de la novela)

Caminar

Se tiende a pensar que la forma más silenciosa de caminar es de puntillas. En este movimiento, el peso recae en su mayoría en la unión de las falanges proximales con los metatarsianos. Puesto que el sonido de la pisada procede del contacto entre el pie y el suelo, al minimizar la superficie de contacto cabe esperar que este se reduzca. Sin embargo, conviene tener en cuenta varios inconvenientes. El primero es que el ser humano está adaptado a caminar con toda la superficie del pie, por lo que en ciertos casos, el impacto contra el suelo será más violento y generará un sonido de mayor intensidad que si se realiza toda la pisada completa. El segundo es que caminar así produce una pérdida de estabilidad que puede acabar con el pie contrario aterrizando abruptamente en el suelo para evitar la caída, lo cual es desde luego contraproducente. El tercero es que si el individuo se ve obligado a detenerse en su movimiento, por ejemplo porque escucha a su agresor moverse por la habitación contigua, una postura estática de puntillas genera una tensión extra sobre las extremidades inferiores que es posible que la víctima no sea capaz de mantener mucho tiempo. Por último, la física determina que al disminuir la superficie de apoyo, la presión ejercida sobre el suelo se incrementa, lo que en suelos de madera o cuando se camina sobre baldosas sueltas puede generar ruidos indeseables, además de sonidos provenientes de las articulaciones, sobre todo si se camina descalzo. Una alternativa a caminar de puntillas es realizar el movimiento completo del pie pero ralentizándolo, de modo que la pisada imite el balanceo de una mecedora a cámara lenta. Además de ser un movimiento anatómicamente más natural, que el pie contrario al que inicia la pisada tenga la mayor parte de su superficie sobre el suelo incrementa la estabilidad, reduce el estrés muscular y disminuye los sonidos. Cuando pasas años tratando de esconderte de alguien con la capacidad y el deseo de asesinarte, incluido este preciso momento, tienes ocasiones de sobra para comprobar empíricamente que esta segunda opción es preferible, y que acompañada de una respiración pausada y un calzado adecuado permite alcanzar casi el silencio absoluto al caminar, además de proporcionar un mejor apoyo en el caso de tener que huir. 

Equilibrio

Algunas noches, cuando cenamos con vino, cojo la copa cuando todavía está medio llena y juego a posarla en el sofá junto a mí. Sobre la tela que cubre la gomaespuma, encima de algún cojín que tenga cerca o encima del brazo acolchado, en realidad da igual el lugar, solo importa que no sea una superficie firme, sólida, segura, como se supone que debería ser.

Tras apoyarla con lentitud, como el que coloca el último eslabón en una larga cadena de piezas de dominó o la carta definitiva en un castillo de naipes, separo las manos y las mantengo alrededor, esperando que el conjunto gane la estabilidad suficiente para sobrevivir sin mi ayuda. Poco a poco las retiro, hasta que dejo la copa expuesta en un equilibrio precario, a merced de cualquier alteración en su base que la pueda precipitar contra el suelo si no soy lo bastante rápido en su rescate. Me gusta ver el vino mecerse encerrado dentro de la pared cóncava de cristal, a veces con violencia, y la forma en que el caos del líquido amplifica cualquier movimiento por pequeño que sea.

Lo habitual es que la observe balancearse durante unos segundos, casi inmóvil en mi asiento, ante la mirada inquisitiva de Laura, y la acabe rescatando de nuevo entre mis dedos antes siquiera de que pueda correr peligro alguno. Pero de vez en cuando, algo hace que olvide que está ahí: una llamada, un pensamiento, una pregunta, o simplemente yerro al cogerla, y acaba en el suelo hecha añicos sobre un pequeño charco de vino.

A veces me siento un poco como esa copa.

Huidas (+18)

Sentado en el taburete, balanceo la pierna que cuelga en el aire. Con el dedo índice retiro el agua condensada en el cristal de la copa de vino. Una camarera con los dos brazos tatuados retira un vaso, seca con un trapo la barra de madera y desaparece. Ella me mira y le sonrío. Se acerca a mí, siento el contacto de su pierna con la mía y después un beso largo como una eternidad y húmedo como un océano. Mi mano se desliza casi como si tuviese vida propia al interior de su muslo y sufro para detenerla ahí. ¿Qué hacemos?, pregunta cuando salimos a la calle. No sé, miento. Los dos lo sabemos. Junto a la puerta acerco mis labios a los suyos hasta rozarlos. Trata de darme un beso y me retiro hasta que desiste. Le muerdo el labio y entonces acepto su invitación anterior, mientras encima y debajo de la falda exploro su cuerpo lo que el pudor nos permite. Habrá otra copa en otro local y volveremos a hacernos la misma pregunta en la puerta y mentiremos de nuevo. Pero esta vez huiremos a la oscuridad de algún portal en alguna calle que nunca es lo bastante solitaria, que pagaríamos para que cerrasen por un par de horas. Y cuando pase alguien nos ocultaremos de las miradas, nos abrocharemos de nuevo los botones, nos arreglaremos la ropa, disimularemos y buscaremos un lugar diferente para perdernos hasta que sea imposible seguir andando sin tocarnos; otro portal, contra el cristal de algún coche, ocultos tras alguna sombra. Personas que van y vienen, dedos que se abren paso a través de tu ropa interior húmeda, saliva que atrapas con los labios, risas, súplicas, gemidos y algún mordisco. Y como si fuésemos alguna versión para adultos de La Cenicienta, antes de que desaparezcas me arrodillaré delante de ti, recorreré tus piernas con mis manos hasta llegar a tus caderas y haré el camino inverso con tus bragas, mientras tú desde arriba me observas sonriendo.

Estúpidas imprudencias

Es domingo. Son las 07:35h.

Acostumbrado a levantarme temprano, no puedo dormir, así que le mando un whatsapp a Laura, que sale de trabajar a las ocho: ¿Quieres que vaya a recogerte? Por querer, sí, claro, contesta ella un par de minutos más tarde. Ok, respondo. Me visto, cojo a Samy, vamos al coche, de un salto sube al maletero. Pienso que no me he lavado la cara y que aún estoy algo dormido; no voy a tardar en despertarme. Voy justo de tiempo, pero creo que llego, aviso de antemano.

Ya en el coche, a escasos cien metros de la puerta del portal de casa un chico de unos treinta años me hace señales con los brazos, algo nervioso. Me paro y bajo la ventanilla unos centímetros. ¿Estás bien? ¿qué te pasa?, pregunto. A través del cristal me enseña el móvil, un iPhone 4 con la pantalla totalmente rota. Le han atracado, dice, llévame a una parada de metro, venga, por favor. Está muy nervioso. Yo también lo estaría si me hubiesen atracado, pero algo dentro de la cabeza me dice que suba la ventanilla y siga mi camino, que este tipo no es trigo limpio. Esa intuición que dice ARRANCA se hace más fuerte cuando sin que yo le diga nada rodea el coche por delante y se pone junto a la puerta del copiloto. Bajo la otra ventanilla unos centímetros. Vale, ¿pero qué te ha pasado?, insisto, esperando que me dé alguna explicación adicional que me permita confiar en él. Abre, por favor, sigue diciendo él, sin responder a mi pregunta. No intenta abrir la puerta y eso de algún modo me tranquiliza, aunque sepa que el cierre automático garantiza que no pueda hacerlo aunque quiera.

Titubeo un par de segundos. Extirpo el sentido común de mi cabeza, aprieto el botón del cierre centralizado y con un chasquido se retira el seguro. Entra, se sienta y se pone el cinturón. Los restos de normalidad de la situación, escasos ya de por sí, se evaporan en menos de un minuto y antes de llegar al final de la calle. Estás muy bueno, dice, mientras se mueve intranquilo en su asiento. No sé si le han atracado de verdad, pero ahora ya estoy seguro de que esa no es la razón de su nerviosismo. Va puesto, no sé de qué, pero va puesto hasta las cejas. Vamos a un descampado, dice treinta segundos después. Vamos a algún sitio. Me pregunta por un edificio grande junto al que pasamos. No sé lo que es, le miento; es un hotel NH, en realidad. Eres muy guapo, insiste. También eres muy gilipollas, Manolo, añado yo para mis adentros. 

Diviso mi móvil junto al cenicero y el cambio de marchas, alargo la mano y lo dejo caer a mis pies, tratando de que no se dé cuenta de la acción. Vamos, te lo vas a pasar bien, hazme caso, créeme. Apoya el brazo en el reposabrazos y hace intencionadamente contacto con el mío. Mueve la mano pero antes de que pueda tocarme la pierna lo aparto con el codo y le digo, lo más claramente que soy capaz, que se esté quieto. Es un poco más bajo que yo, y no muy corpulento, aunque disfruta de mayor libertad de movimiento. Sujeta por las patillas unas gafas de aviador con la misma mano con la que sujeta el móvil. Con la otra se masajea el muslo derecho arriba y abajo, intranquilo. De vez en cuando se rasca la entrepierna y vuelve de nuevo al muslo.

Valoro parar en medio de la calle y decirle que se baje, o incluso parar y bajarme yo hasta que salga y se largue, pero la parada de Puerta de Toledo está a, como mucho, cinco minutos en coche y me preocupa que se ponga agresivo. No lo parece, pero después de la estúpida decisión que me ha llevado hasta aquí decido hacerle caso a mi sentido común y no provocar una situación violenta si puedo evitarla. Intento pensar el camino más directo y transitado. Es pronto y no hay mucha circulación, pero son avenidas grandes y hay algunos coches. Sigue buscando el contacto con el antebrazo cada pocos segundos. Insiste con el descampado. Mira, tío, te he cogido de buen rollo porque me has dicho que te habían atracado, y te voy a llevar al metro, pero estate quieto de una puta vez, joder. Parece que me hace caso, aunque la pausa dura sólo unos segundos. Me enseña el móvil: qué putada, colega, se me ha jodido la puta pantalla. Empujo el mío con el pie a un lado, de modo que no se vea desde donde él está. Me palpo el bolsillo izquierdo. Noto las llaves y la cartera. Sólo dios sabe por qué no las he dejado donde siempre, junto a la radio. 

Reduzco al acercarnos a un semáforo en rojo y aprovecha para pasarme el brazo por los hombros. Se lo quito sin ningún miramiento. Que te estés quieto, hostia, digo, alargando la 'e' de 'quieto'. Así: quieeeeeto, como si hablase con alguien que simplemente se está poniendo muy pesado. Va, que te gustará, te voy a chupar la polla como no te la han chupado en tu vida, vamos a algún sitio, vamos, seguro que tu novia no te lo hace como yo, te lo vas a pasar bien. Muchos años atrás, un chico venezolano en un pub de Valencia me hizo una propuesta que tenía la misma filosofía: yo soy un tío y sé lo que te gusta. Estate quieto, no vas a conseguir nada, digo, y el semáforo se pone en verde antes de que nos detengamos. Acelero y respiro algo aliviado cuando al girar veo la Puerta de Toledo al frente. Media hora más tarde, cuando se lo cuento a Laura, me daré cuenta de lo estúpido que he sido; la parada de metro más cercana está a escasos 15 minutos de nuestra casa. Habrían bastado unas indicaciones, aunque dudo mucho que le hubiesen atracado y que en realidad necesitase que le acercaran a una parada de metro. Insisto: soy gilipollas.

En esa recta final de 500 metros intensifica sus esfuerzos al mismo tiempo que el acelerador hace que la aguja del cuentakilómetros se sitúe en un punto indeterminado entre el 60 y el 70. Que vaya a su casa, que vayamos a un hotel, que le gusto mucho, de nuevo a un descampado, que quiere que me corra en su boca, tío, joder, vamos, me gustas, eres muy guapo, de nuevo la alusión a mi novia, sabes que te lo vas a pasar bien, etc. Ya no parece tan nervioso, sino desesperado, frustrado, casi suplicante. Mira, tío, no va a pasar nada, así que déjalo ya de una vez, siento en la necesidad de aclarar. No sé por qué coño soy tan educado, pero me preocupa que lleve una navaja.

Detengo al fin el coche, con el arco de la Puerta de Toledo frente a nosotros. Baja, le digo. Va, no me dejes así, joder, replica. Que bajes, coño, insisto. Desabrocha el cinturón de seguridad, abre la puerta y apoya una pierna en el suelo. Comienzo a sentirme un poco más seguro. Que bajes, joder, le digo. Sale del coche dejando la puerta abierta y apoya la mano en la esquina en el extremo, abriendo las piernas. Se pone las gafas de sol, se muerde el labio, se lleva la mano a la polla con el habitual y desagradable gesto masculino tan característico, mientras sigue insistiendo y ofreciéndose a prácticamente cualquier cosa que quiera hacerle. Cierra la puerta, digo, pero me ignora y sigue con sus gestos. Que cierres la puta puerta, joder, vuelvo a decir levantando la voz. 

Miro al frente y pienso en arrancar sin más, y calibro si la puerta se cerrará sola por la aceleración, pero no estoy convencido de que lo haga y lo más probable es que golpee contra la parte trasera de una furgoneta que sobresale a pocos metros por delante. Lo haré si hace ademán de volver a entrar, pero por suerte, cierra la puerta cinco segundos más tarde y yo pulso el botón de cierre centralizado casi al mismo tiempo. Pone las manos en la ventanilla y se inclina. Mierda, tío, venga, vamos, ven conmigo, te doy lo que quieras. Puedes correrte dentro. En ese momento soy un puto flan, pero le sonrío, no sé si por la seguridad que acabo de recuperar o el nerviosismo que se va reduciendo. Adiós, le digo. No sé ni siquiera por qué me despido. Frustrado, da un pequeño golpe con la palma de la mano en la puerta, casi como gesto de despedida. Meto primera y arranco, mientras veo en el retrovisor que levanta el brazo en señal de disgusto y se pierde entre los coches aparcados en batería. Unos minutos más tarde, a kilómetro y pico de allí, detengo el coche en un lateral de la calle y respiro hondo con las ventanillas subidas. No recuerdo la última vez que pasé tanto miedo y me encontré en una situación tan desagradable. No las bajaré hasta entrar en los túneles de la M-30 y ponerme a 70. Recupero el móvil del suelo, lo desbloqueo, abro el whatsapp. Cariño, llego 15 minutos tarde. Ahora te explico.

No quiero pensar en lo gilipollas e inconsciente que fui, ni en qué podría haber pasado si el tipo hubiera llevado una navaja o se hubiera puesto violento. Tendría que haberle obligado a bajar del coche con su primer comentario, intentar ser un poco más enfático, incluso agresivo, pero durante varios minutos no supe cómo manejar la amenaza y mi cabeza estaba centrada en buscar el camino más rápido y transitado para llegar al metro más cercano. Qué podía haber hecho o qué podía haber dicho es irrelevante ya, porque ignoro cuál habría sido su reacción; son posibilidades que prefiero no entrar a valorar; es un ejercicio estéril. Pero como le comenté a Laura, en lo que sí reflexioné en cuanto dejé atrás al hijo de puta es en la cantidad de veces que muchas mujeres se habrán visto y se verán en una situación similar a lo largo de su vida, sin la ventaja de la igualdad física que yo tenía y sin haber cometido una estupidez como la que yo cometí. Lo que, de todas formas, jamás constituirá una justificación para ningún agresor.

Aunque este incidente no me proporciona información que no conociera ya (si bien hasta ahora no experimentada en primera persona), y hace tiempo que vengo siendo consciente de la abundante repugnancia del género masculino, si pienso seriamente en ello, se me ocurre que, quizá, lo de cortar alguna que otra polla no sea tan mala idea.

Y si hay algún hombre al que eso no le parece bien, debería hacérselo mirar.

El día de la madre

Junto a nosotros hay un matrimonio con dos hijos pequeños. Sobre su mesa hay esparcidas al menos dos docenas de servilletas de papel satinado, de esas que parecen diseñadas para repeler la grasa de los dedos. En el centro, una cazuela de barro en la que un trozo de carne huérfano nada en un charco de aceite rojizo. A su lado finaliza el menú un plato blanco desportillado con un montoncito de mayonesa y migas de rebozado. Calamares, intuyo.

El marido lleva puesta una camiseta de color ocre y unos pantalones vaqueros que tienen dificultades para contener unas lorzas que desbordan con generosidad por su cintura, formando un flotador de un tamaño considerable. Probablemente no sabe que el perímetro abdominal es un indicador del riesgo de infarto de miocardio. Intento adivinar su índice de masa corporal. Debe rondar los 27 o 28, no estoy seguro. Tendré un valor más fiable cuando se haya levantado, ya que desde aquí no puedo verle bien las piernas. Con los codos sobre la mesa y ambas manos sostiene el móvil frente a él y con rapidez y el pulgar, sube y baja por las publicaciones de su muro de Facebook. De vez en cuando, señala con el dedo una imagen o un texto y dice algo en voz alta, pero parece más un comentario para sí mismo que una interacción humana.

De todas formas, aunque lo fuese, su mujer no está en condiciones de prestarle atención: tiene tareas más importantes de las que ocuparse: sus dos hijos, que se mueven agitados en las sillas. El que parece mayor lleva un rato enrabietado, lloriqueando y haciendo aspavientos con las manos. Entre sus gritos apenas entiendo lo que dice pero creo entrever que está pidiendo, reclamando, exigiendo un helado, a lo que su madre se niega en redondo porque "no hay helados después de la cena, que luego vomitas, ¿o no te acuerdas de la última vez?". Me parece una razón lógica, pero su hijo no comparte mi opinión. Aprovechando el fuego de cobertura de su hermano, el otro ha metido la mano en la mayonesa y se prepara para esparcirla por la mesa, pero antes del aterrizaje ella es más rápida y cogiéndole con fuerza por la muñeca le limpia los dedos con las servilletas repele-grasa.

La mujer tiene el pelo rubio recogido en una coleta mal hecha que es incapaz de recoger algunos mechones y que cuando la situación se lo permite se recoge detrás de las orejas. Las canas pueblan las raíces del cabello sin ningún pudor y en la piel blanquecina de su cara se extienden varias manchas rojizas, no sé si debido al esfuerzo de contención. Lleva puesta una camisa amplia de color plátano en la que destacan unos grandes pechos algo caídos; el botón a la altura de su escote se aleja con entusiasmo del ojal que le corresponde. Se lleva el dorso de la mano a la frente, retira el sudor y lanza una mirada rápida a su marido, pero el ser humano que se esconde tras la marca SAMSUNG de la carcasa trasera del móvil no parece dispuesto a ser de gran ayuda.

Así pasan varios minutos, hasta que al fin ella pide ayuda de manera evidente: "cariño, ¿quieres ayudarme, por favor?". Entonces él baja el aparato, mira al crío, la mira a ella y dice con una amplia sonrisa mientras se guarda el teléfono en el bolsillo: "Venga, vamos a comprarte un helado".

Sábana (+18)

Cuando llego a casa estás ya durmiendo. Son las dos y media de la madrugada y debemos de estar al menos a treinta y cinco grados, pero dices que taparte con una sábana te hace sentirte protegida. Tumbada de lado y las piernas entreabiertas, tu pelo se extiende sobre la almohada como si estuvieses sumergida debajo del agua. Inmóvil a los pies de la cama, tiro de la tela muy despacio, que se desliza sobre tu cuerpo desnudo con suavidad, descubriendo las pecas de tu espalda, la curva de tu cadera, la promesa de tu coño, las formas de tus pechos. La luz amarillenta que se filtra por las rendijas de la persiana hace que tu piel parezca de terciopelo y permanezco observándote así un par de minutos. Me desvisto en silencio, con cuidado de no despertarte. Reaccionas levemente a mi presencia cuando el colchón se hunde al tumbarme sobre él. 

Me pego a ti y me recibes con un leve suspiro. Sonrío. No duermes. Me gusta el contacto del sudor sobre tu cuerpo; te paso los labios por la nuca para saborearte; sabes igual de bien que siempre, un poco más salada esta vez. Acaricio el perfil de tu muslo con las yemas y recorro tu silueta hasta detenerme en tus pechos. Me das la bienvenida definitiva acomodando tu culo con mi sexo y presionándote contra mí. No hablas y no puedo verte pero sé que mantienes los ojos cerrados, como haces cuando te corres. Me chupo los dedos y juego con tus pezones hasta que se endurecen. Te escucho respirar más fuerte y empujas las caderas contra mí como si ya estuviese dentro de ti. Te beso en el cuello y cuando acerco mis dedos a tu boca abres las piernas; tu sexo está ya tan húmedo que cuando penetran en él nada opone resistencia. Nos movemos despacio mientras tu clítoris me acompaña y poco después aparece tu mano buscando mi polla. Quieta, te susurro al oído. Obedeces resignada y suspiras y gimes y vuelves a suspirar y vuelves a gemir mientras te balanceas al ritmo de mi mano entre tus piernas. Echas la cabeza hacia atrás buscando mi boca, mi lengua, mis labios. Fóllame, suplicas. Despidiéndome de tu espalda con mi lengua me separo de tu cuerpo y me acomodo para meter mi polla en tu coño, que entra como un dedo caliente en mantequilla. Me recibes con un gemido de satisfacción y tiro de tu barbilla hacia atrás; te dejas hacer y te mueves conmigo mientras jugamos; te ordeno que te masturbes hasta que siento cómo te estremeces y ahogas un grito en la garganta al correrte; esa es la señal que estoy esperando para acabar y perderme en ti.

Te doy un beso en la espalda y me quedo pegado a ti, todavía dentro de tu sexo caliente y húmedo. No te veo, pero sé que sonríes.

Conversación

Los minutos iniciales los dedican a coletillas y expresiones rutinarias, a preguntar por trivialidades que a ninguno le interesan pero que contribuyen a romper un hielo que nunca le pareció que fuera tan grueso, a caldear una situación que ella no pensó, después de conocerse tanto tiempo, que pudiese ser tan gélida. Pero una cosa es el teléfono, donde sólo hay palabras, sonidos, entonaciones e intensidades, y otra muy diferente sentarse cara a cara, donde hasta las palabras cobran una fuerza que los impulsos eléctricos de la línea telefónica son incapaces de reproducir.

Incluso si ignora eso, ahora cada fonema va acompañado de un complejo baile en el que intervienen los labios, la lengua, los dientes, la garganta que sube y baja. Si va un poco más allá, encuentra el movimiento de los globos oculares jugando al ritmo que les marca cada palabra, las manos y los dedos gesticulando al compás de los sonidos para enfatizar cada idea, cada pregunta, cada deseo, cada afirmación, cada duda o certeza; la espalda, la cabeza, las extremidades, incluso el sexo, que se mueve con frecuencia indefinida para acoplarse y acomodarse en el asiento.

Al final de todo eso quedan las pupilas que se dilatan, la sonrisa huérfana que no necesita una palabra para manifestarse, los párpados que bajan y suben sin esperar a que la superficie del ojo se haya secado, el pecho que se llena y vacía al inspirar y espirar, el pie en el aire y su nervioso balanceo; el repiqueteo de los dedos contra la silla, tocándose el pelo, acariciando la superficie de la mesa o recogiendo con esmero los granos de azúcar que se han desperdigado; la mayor o menor inclinación del cuerpo, los labios que sin pronunciar palabra hablan por sí solos, las miradas que son incursiones de exploración espontáneas y veloces, la posición de la cabeza, la armonía de todo el cuerpo, que visto en su conjunto y para un observador externo entrenado, dice muchas más cosas que el aire pasando a través de las cuerdas vocales.