Fenotipo

No es necesario ser demasiado exactos, pero lo intentaré. La palabra fenotipo es un término proveniente del campo de la genética compuesto por la unión del verbo griego phainein (mostrarse, ser visible) y la palabra griega typos (marca, huella), que se define como el conjunto de características de un individuo que se determinan como resultado de la interacción de su patrimonio genético (genotipo) y su entorno, entre las que se incluyen los aspectos fisiológicos, morfológicos, conductuales y de otra naturaleza. Desde que lo conocí me di cuenta de que siempre había tenido bien identificado cuál era su fenotipo preferido en lo que a mujeres se refería. En cuanto al físico, mujeres de tetas grandes y firmes (naturales o no), culos duros pero no muy grandes ni pequeños, piernas largas y torneadas. En un plano más estético, que hiciesen un uso discreto pero habitual del maquillaje, tacones cuanto más altos y finos mejor, faldas y escotes cuanto más cortas y generosos mejor, sexos rasurados o al menos cuidados y piel bronceada. Por último, conductualmente, si podemos decirlo así, que mostrasen una dedicación significativa de su tiempo al desarrollo y mejora de sus propiedades físicas y tuviesen escasos inconvenientes para pasarlo bien, siempre según su propia idea del concepto. Afortunadamente, él representaba a la perfección la versión masculina de tal fenotipo. Dado que como he podido observar por lo general ambos se atraen como polos opuestos de un imán, en los ambientes en los que se movía disponía de una fuente variada y abundante de potenciales parejas con las que establecer contactos con propósitos sexuales. Pude verlo muchas veces. No, claro, no. Esto no quiere decir que redujese su espectro de cópula a aquellas mujeres que de acuerdo a su criterio encajaban en tal paradigma; la realidad era que el grado de identificación suficiente que el sujeto particular en cuestión (ella) tenía que tener con sus preferencias para poder llevar a cabo una relación sexual variaba según las circunstancias del momento y las necesidades del sujeto de estudio (él), si bien las limitaciones en cuanto a los entornos que frecuentaba hacían difícil salirse del modelo escogido. Eso también tuve oportunidad de comprobarlo. La verdad es que era un tipo digno de observación.

Viento y lluvia

En el cristal de la mesa de Ikea de segunda mano que hace un par de meses compré a un argentino que se mudaba con su mujer a Cádiz, y que me costó horrores meter en el coche, veo las nubes moviéndose a toda velocidad. Parece como si huyesen de algo. El viento sopla con fuerza y las sábanas colgadas al otro lado del ventanal en la finca de enfrente se agitan con violencia. Me asombra que la mujer que las ha tendido, porque he visto que era una mujer, confíe tanto en las pinzas que las sujetan a las cuerdas de nylon verde, cuando cada vez que utilizo el tendedero exterior compruebo el nudo y me pregunto si resistirá. La contestación no tarda en llegar al comenzar a tender las sábanas, pantalones, camisetas, suéters o fundas de las almohadas. Así que me hago una pregunta que no puedo contestar, sobre la que sólo puedo hipotetizar, me arriesgo y tomo una decisión. No es que sea una decisión demasiado trascendente. Pero no creo que dejase fuera la ropa en un día como hoy. No, seguro que no. ¿Será ella más valiente que yo? ¿Más inconsciente? ¿Más experimentada? Quién sabe.

Por la franja de cristal, que es de apenas unos centímetros, también aparecen algunos pájaros solitarios. Hace unos días veía grupos de pájaros formando una V, que me recuerdan a las formaciones de ciclistas cuando hay viento racheado, pero ahora ya apenas los veo. Como las nubes, ellos también huyen, aunque no sé si de nosotros, de esta ciudad o de todo en general. Aunque la silueta que es su reflejo no permite apreciar los detalles, diría por el tamaño que los solitarios son gaviotas, esas que tienen su residencia habitual en el Manzanares, a apenas unos metros de aquí. Se deslizan por la superficie brillante y continúan hacia la parte de la mesa sobre la que se refleja la persiana, que tengo bajada a la altura del pecho. Entonces desaparecen. Ha dejado de llover. 

Se está nublando y la luz, ya escasa de por sí, comenzará pronto a desaparecer. Justo donde la persiana corta el firmamento, reposa una taza de café que tomé hace ya un par de horas; los restos se han secado y a simple vista aparecen adheridos con fuerza a la cerámica, pero como tantas otras cosas en la vida, serán suficientes unas gotas de agua para que se diluyan y se desprendan de las paredes. Casi nada es tan resistente como parece a simple vista.

Ayer acabé La ley del menor, de Ian McEwan. Me gustó mucho su lectura, tanto en la forma, quizá más clásica de lo que estoy acostumbrado, como en el contenido. Esta mañana, antes de levantarme de la cama, he comenzado Para que no te pierdas en el barrio, de Patrick Modiano. Ya lo dejé ayer por la noche en la mesilla adrede. Son apenas 140 páginas; voy ya por la mitad y calculo que lo acabaré hoy; me da miedo estar acostumbrándome a leer demasiado deprisa y que acabe engullendo las palabras como engullo la comida. Este libro me está gustando más que el anterior, Tan buenos chicos, del que, he de admitir, apenas guardo algún recuerdo. A diferencia de estos dos autores, siempre he sido poco dado a ambientar historias en lugares reales, quizá porque pienso que Valencia o Madrid son ciudades menos glaumorosas que Londres o París, en las que estos novelistas ambientan estas dos obras. Es probable que se trate del típico complejo de inferioridad español frente a nuestros vecinos del norte, expresión manida donde las haya.

Ha vuelto la lluvia. Enciendo el flexo y acabo escribiendo esta última línea. Es hora de comer.

Una botella de Pacharán

Son las dos y media pasadas. Cuando llego a la cola de la única caja del supermercado hay tres personas delante de mí. Una mujer joven, un hombre de mediana edad y otra mujer mayor menuda, que hace unos minutos me ha pedido que le alcance un paquete de tila de la última estantería. Ninguno lleva más de cinco artículos. Mientras la mujer está metiendo el cambio en el monedero, entra un sujeto corpulento, con barba de varios días y barriga prominente, que es como son todas las barrigas. Aprovechando que las bebidas espirituosas están detrás de la caja, se acerca al dependiente y le dice:

—Oye, dame una botella de pacharán.

El tono empleado es del que sabe que va a conseguir su propósito. A pesar de las reiteradas peticiones, el dependiente le ignora mientras atiende al hombre. Al ver que no consigue su resultado, se dirige al cliente que está siendo atendido:

—¿A usted no le importa, no? —pregunta, obviando que debería preguntar a toda la cola.
—Sí —dice sin mirarle, mientras otro empleado mete sus cosas en la bolsa.

Esa respuesta sorprende al recién llegado, que supone que ha habido alguna confusión en la comunicación y trata de confirmar si es así:

—¿Le importa?
—Sí, me importa. Póngase a la cola, como todo el mundo —dice sin mirarle a la cara.

Tras el infructuoso intento, vuelve a la carga contra el dependiente, mientras el hombre que acaba de ser atendido sale del supermercado.

—Va, dame una botella de pacharán. La tienes ahí detrás. Me la das y te cobras diez euros. Venga —insiste.
—No puedo hacer eso, señor, tiene que ponerse a la cola.
—Vamos hombre, si la tienes ahí detrás. Va, te cobras diez euros.
—Le digo que no puedo hacer eso. Tiene que ponerse a la cola —dice, y da por cerrada la conversación.

Cuando miro, detrás de mí hay ya cinco o seis personas. Nadie lleva más de media docena de artículos. El hombre lo intenta entonces con la mujer mayor que va delante de mí:

—Disculpe, ¿le importa que... —dice, dejando la frase a medias como si no hiciese falta acabar de preguntar y la respuesta se diese por sobreentendida.

La mujer asiente con la cabeza y le hace una señal para que pase, pero es posible que el tipo piense que necesita más apoyos, así que me mira y me pregunta exactamente lo mismo. Para su desgracia, mi contestación es diferente:

—Sí, me importa. Póngase a la cola.
—Vaya, podías haber quedado como un rey.
—No tengo necesidad de quedar bien. Es usted un jeta —digo mientras comienzo a poner la compra en la cinta.

Decepcionado, ya un poco molesto y exasperado, me ignora e identifica un nuevo flanco: la persona que mete la compra en las bolsas. Es china y parece que no habla demasiado castellano, a decir por las veces que tiene que hablar con el dependiente (que también es de ascendencia china pero probablemente español). Mientras le pide a éste, de nuevo, la botella del maldito pacharán, llega el relevo a la caja, lo que desencadena un clima propenso para los propósitos del individuo, ya que uno de los dependientes coge la botella, este le da cincuenta euros, aquel le da el cambio (cuarenta euros y algunos céntimos), este le devuelve los céntimos con una mueca y desaparece por la puerta.

Unos segundos después salgo a la calle y en ese preciso momento un camión de la basura que circula a 90 km/h embiste al hombre de la botella de pacharán, que se hace añicos contra el asfalto. El impacto hace que salga despedido quince metros por los aires, hasta golpearse la cabeza con un volquete lleno de escombros. Entre estertores y gemidos, de alguna parte aparece una jauría de perros salvajes que se abalanza sobre él. La sangre de los miembros desgarrados salpica a los coches adyacentes. Se suceden las peleas entre los animales, cuyos colmillos han desgarrado la piel del torso; los intestinos se extienden a los lados por el suelo. Uno de ellos se está comiendo la carne de la parte interna del muslo, mientras se suceden los gritos. Alguien avisa de que todavía respira, y se oyen aplausos entre los presentes. La mayoría de los perros se dispersan con rapidez por las calles adyacentes, dejando huellas oscuras en el pavimento. Los que quedan son ahuyentados por una bandada de gaviotas enloquecidas surgidas de la nada; vemos con admiración cómo caen sobre él y se mueven nerviosas alrededor del cuerpo; las alas enrojecidas, los graznidos, las garras sobre el cuerpo. Los últimos gritos del hombre, antes de que un pájaro le arranque la garganta con el pico, hacen que varias personas se asomen a la calle. Tras contemplar el espectáculo unos segundos, vuelven a sus quehaceres con una mueca de indiferencia. Los ojos duran poco tiempo en sus cuencas. Cuando llega el barrendero quedan ya pocos pocos pájaros y no le cuesta espantarlos con el palo; recoge los escasos restos y los echa en el cubo de la basura. El pescadero echa varios cubos de agua encima de la calzada ensangrentada, que se vuelve rosada y forma un pequeño riachuelo pegado a la acera que se pierde en la alcantarilla.

Los pocos que aún miramos sonreímos satisfechos. Miro el móvil. Se hace tarde.

Lluvia cayendo

Cuando me acosté anoche llovía. Cuando me he levantado esta mañana llovía. Lleva semanas así: cayendo sin interrupción. Casi diría que meses, he perdido la cuenta. Al principio apenas la percibes y eso puede llevarte a pensar que la llovizna, esos millones de minúsculas gotas suspendidas sobre tu cabeza no conseguirán mojarte, que son sólo una molestia, un incordio pasajero. Pronto aprendes que estás equivocado; solo hay que permanecer debajo de ella el tiempo suficiente. Hace tiempo que vuelvo a estar empapado y el sol esta vez se resiste a mostrarse. Antes aún se asomaba de vez en cuando entre las nubes, pero ahora lleva tanto tiempo sin hacerlo que creo que se ha olvidado de mí, que me ha abandonado. Quizá sea un sol tímido, quizá sea un sol cruel, quizá sea ambas cosas.

Miro a través de la ventana y veo a los niños jugar en la calle. Aunque con la ropa mojada todo se hace más difícil, algunos días pienso que yo también puedo salir. Poder, querer, tener, necesitar, no sé qué verbo debo utilizar. Pero al cruzar el portal, en el instante que la suela de la zapatilla toca la acera, la lluvia se hace más intensa y siento frío y ganas de volver a casa, mientras todo el mundo a mi alrededor parece seco, aunque sé que nadie lo está completamente; todo el mundo alberga al menos un poco de humedad entre sus ropas.

Otras veces, a menudo, me pongo una chaqueta seca y salgo a la calle y camino entre la gente, fingiendo que debajo de ella estoy seco. Si consigues acercarte lo suficiente verás sin embargo que el agua escurre por las perneras, que cae por mis dedos, que estoy tiritando. Es posible que jamás lo veas; con la práctica he conseguido que tengas que acercarte demasiado para darte cuenta.

Al despertarme hoy seguía lloviendo. No me ha hecho falta mirar por la ventana para saberlo. Me acuesto cada noche calado hasta los huesos y cuando apoyo el pie fuera de la cama cada mañana sigo calado hasta los huesos. Es difícil dormir con la lluvia cayendo sobre ti. Se me están acabando los refugios y tampoco los paraguas sirven de mucho estas últimas semanas; el viento parece decidido a arrojarme el agua a la cara como si tuviese algo en contra de mí.

¿A quién vas a culpar? Ellos no tienen la culpa. ¿A ti mismo? No lo sé. Podría guarecerme mejor, ponerme ropa seca, dejar que me ayuden a secarme. A veces lo hago, pero es extenuante y como con tantas otras cosas es más fácil decirlo que hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de que hablar de la lluvia sea bueno, pero tampoco de que pueda evitarlo. Sólo sé que sigue lloviendo y hoy me parece que no va a parar nunca. Sólo sé que necesito que se detenga, que deje de caer. Lo hará, tarde o temprano, porque eso es lo que hace siempre y ruego al cielo o al infierno que esta no sea la excepción, porque cuando veo a lo lejos la tormenta ahogándolo todo y los rayos muriendo en el suelo, hay ocasiones en las que desearía sumergirme en ella y esperar a que uno de ellos caiga sobre mí.

Cuando me acosté anoche llovía, cuando me he levantado esta mañana llovía. Lleva semanas cayendo sin interrupción y yo sólo quiero que pare de una vez.

¿Ha pasado ya el autobús?

Esta mañana hemos firmado finalmente el contrato de alquiler del nuevo piso. De acuerdo al plan trazado, hemos salido de casa diez minutos más tarde de lo previsto y yo me he puesto, para no defraudar, innecesariamente nervioso y preocupado por el retraso acumulado. No me gusta hacer esperar a nadie y no me gusta que me hagan esperar, pero intuyo que a menudo llevo ambas cosas demasiado lejos, lo que me genera una dosis extra de ansiedad que no necesito, aunque eso es material para otro momento. También intuyo que Laura no tiene tantos problemas como yo con esperar o hacer esperar y le envidio por eso. 

El caso es que tras bajar por la calle Fuencarral, cruzar la Gran Vía, continuar por la calle Montera y atravesar la Puerta del Sol, llegamos a la parada del autobús número cincuenta, ubicada al comienzo de la calle Carretas. Esta vacía. Es decir, no hay nadie. Laura se sienta y yo me quedo de pie, incapaz de permanecer quieto y valorando seriamente coger un taxi. El tiempo corre. Llegan dos mujeres, creo; no estoy seguro del orden, aunque importa poco si llegan antes o después de nuestra protagonista. Un par de minutos después aparece quien debería ser el núcleo y motivo de este texto, ella, pero que a estas alturas es ya poco más que un satélite. Tratemos de ver si podemos traerla de vuelta al centro.

Lo cuento como lo recuerdo y mi memoria no es, por desgracia, nada de lo que pueda vanagloriarme; tengan en cuenta  que esto transcurre en apenas quince o veinte segundos, a lo sumo. Aparece una chica que se acerca a mí, que permanezco de pie imaginando la insoportable espera que van a tener que aguantar nuestros pacientes y futuros arrendadores, y me pregunta, con gran seriedad y cortesía: ¿ha pasado ya el autobús? Puede ser que la pregunta fuese ligeramente distinta, pero no tengo dudas de que iba en esa línea. Miro a la chica y ella me mira a mí; estoy paralizado, no sé qué contestar. Giro la cabeza hacia Laura desconcertado; mis reflejos están a la par con mi memoria, pero en este caso no se trata de eso; es como si algo se hubiese cortocircuitado en mi cabeza. Esa pregunta, en apariencia tan sencilla, es para mí del todo incomprensible, imposible de responder, no hay una contestación breve correcta. No vale un "sí" y tampoco un "no". Creo que le digo algo, probablemente una pregunta idiota. Juro que si me hubiese hecho la pregunta en Sumerio, que es según la Wikipedia es la lengua de la antigua Sumeria que se habló en el sur de Mesopotamia hace varios milenios, mi reacción habría sido la misma. Frente a ella, balbuceo, pero Laura se adelanta, sale al rescate y me salva del ridículo: no, no ha pasado todavía. Esa respuesta parece ser satisfactoria, dado que nos da las gracias, se aparta a un lado de la marquesina y finaliza cualquier contacto visual y verbal.

Sin embargo, en ese momento yo sigo en trance. ¿Qué significa exactamente "ha pasado ya el autobús"? ¿Bajo qué circunstancias podría contestarse con precisión esa pregunta? Quiero decir, si estamos en la parada y nada parece indicar que estemos allí viendo transcurrir el tiempo, significará que el autobús no ha pasado todavía, ¿no? Por otro lado, sí, por supuesto que ha pasado ya. Probablemente unos cuantos desde que comenzó el servicio esta mañana. ¿Cuál es la respuesta adecuada? ¿"Sí, ha pasado ya" o "No, no ha pasado todavía"? ¿Por qué autobús preguntas? ¿Por el anterior o por el siguiente?

Puede suponerse con suficiente certeza que lo que esta chica quería conocer era la información que pudiésemos tener sobre el tiempo que el autobús de la línea 50 tardaría en pasar, y para saberlo tenía que conocer cuánto llevábamos esperando en la parada. Como Laura sugeriría poco después, ya sentados en los asientos del bus, lo más probable es que su intención fuese preguntar algo similar a lo siguiente: ¿Cuando habéis llegado a la parada, habéis podido ver si el autobús acababa de pasar? Pero la cuestión es que la pregunta no ha sido esa y la extrema seriedad con la que la ha hecho y la ausencia de mayores aclaraciones, como si hubiese expresado su duda con la mayor exactitud posible, han contribuido a crear en mí tal estado de confusión.

Aquí acaba la historia. Afortunadamente, en línea con la previsión de Laura, al final no hemos llegado tan tarde, hemos firmado y tenemos nuevo piso en alquiler para el mes de noviembre y siguientes. Aunque, he de admitirlo, todavía no me he deshecho del estado de perplejidad.

Menganita contra la empatía perdida

Menganita, que es como se llama nuestra concursante de hoy (se escuchan aplausos al fondo de la sala, deben ser sus familiares; que alguien les haga callar, por favor), lleva un tiempo sin trabajar en nada directamente relacionado con su sector, que por desgracia para ella, sus colegas de profesión y mucha otra gente se encuentra en horas bajas a perpetuidad. El Estado del Bienestar, que le llaman. De vez en cuando tiene suerte y pica algo de aquí, algo de allí, unas horas esta semana y unas horas la próxima, y con lo que gana a duras penas saca para vivir, ya que de una "vez" a la siguiente pueden pasar semanas o, si la cosa no va bien, meses.

Menganita tiene ya más de diez años de experiencia y es titulada superior, pero también es consciente de la situación de su sector y de los niveles de desempleo actuales, por lo que no aspira a cobrar mucho más que el salario mínimo, que a menudo tiene que prorratear porque muchos trabajos son a media jornada o incluso de menos horas. No es nada nuevo; hace mucho tiempo que ella y muchos millones de personas están más que acostumbrados a esta situación: a sobrevivir, aun teniendo un trabajo con el que uno debería poder al menos vivir. Esa es una palabra que define muy bien la situación: sobrevivir.

Según la Real Academia Española, sobrevivir es: "2. intr. Vivir con escasos medios o en condiciones adversas". Yo sobrevivo, tú sobrevives, ella sobrevive.

Menganita no pretende encontrar el trabajo de sus sueños, por Dios, claro que no, así que se adapta a cualquier cosilla que encuentra, sea de su sector o no, a pesar de que está sobrecualificada para todos ellos. Pero ya se sabe: hay que tirar p'alante hasta que las economía mejore. Es decir: hasta que las cifras del desempleo bajen, suba el PIB, se recupere el consumo, mejore la venta de viviendas y las bolsas suban. En definitiva, hasta que podamos cambiar de coche cada cinco años y todos volvamos a ser felices otra vez. Cuando lee esto me mira y se ríe por no llorar. Bien. Continuemos, no quiero ponerme político.

Menganita hace poco consiguió un trabajo aceptable. No digamos bueno. Simplemente aceptable, que es más de lo que tenía hasta ahora. No es su trabajo ideal, pero sí en su sector y desarrollando funciones de su competencia, y eso ya es mucho. De horas, la cosa está flojilla; poco más de media jornada y además con una duración de sólo tres meses. Bueno, algo es algo, se dice; menos da una piedra, murmura; quizá luego me contraten, quizá tenga continuidad, quizá esto, quizá lo otro, pero al menos de momento voy tirando. Será por sueños, fantasías y unicornios. Con algo hay que tener esperanza.

Menganita comienza a trabajar y aunque no gana ni siquiera para poder vivir, ya saben: algo es algo y menos da una piedra. Todo va bien, ya saben, aceptable, hasta que pasadas varias semanas y sin que exista una causa justificada, se produce un hecho insólito. Su responsable le retira las competencias para aquellas tareas para las que está específicamente preparada y formada.

Según la Real Academia Española, insólito es "1. adj. Raro, extraño, desacostumbrado".

Menganita ha estado ejecutando durante semanas esas mismas actividades sin problemas, pero ni eso ni que tenga experiencia más que sobrada y demostrable tiene, al parecer, mayor relevancia; qué importan las consecuencias sobre el trabajo diario o las implicaciones para Menganita como persona y trabajadora. Por descontado, podréis imaginar que ella no está de acuerdo con tal decisión. Puede intuir las razones, pero no las entiende del todo y desde luego, nadie se molesta en darle ningún tipo de explicación. Para qué, supongo. Lo que nos importa es que ese cambio en sus funciones le deja sin la parte más interesante, reconfortante y agradable de su trabajo.

Menganita conduce un BMW pero ya no le dejan pasar de 30 km/h. Cierto es que su empresa actual le paga como si fuese apenas un utilitario viejo, pero Menganita se empeña en seguir siendo un BMW, con sus preocupaciones y responsabilidades asumidas no remuneradas. Guardémonos los calificativos, no seamos demasiado duros.

Menganita se resigna, porque no le queda otra, y se amolda a las nuevas circunstancias. Ya han pasado dos de los tres meses del contrato, y es hora de mover el culo si no se quiere quedar tirada con una mano delante y otra detrás. He aquí que es preseleccionada y acude a una entrevista de trabajo. De nuevo, ha tenido suerte: es en su sector y ahora en una empresa de referencia; las cosas pintan algo mejor; es un trabajo a jornada completa con una duración estimada de un año y bueno, podemos admitir que tampoco este sea su trabajo ideal, pero se acerca más, bastante más, mucho más, que el que tiene ahora. Es lo que en circunstancias normales llamaríamos “una oportunidad interesante”, pero que el nulo interés de su actual empresa en sus perspectivas futuras, la amputación de funciones que ha sufrido y la actitud de su responsable, indiferente al impacto que su decisión nunca explicada haya podido tener en la moral de nuestra amiga, convierten en “una oportunidad que no puedes dejar escapar”. Al fin y al cabo, le dijeron que podría conducir a 90 km/h pero ahora le han limitado la velocidad a 30 km/h, sin más. Es razonable que sienta cierta frustración, incluso inseguridad, y comience a plantearse cosas: ¿es que no confían en mi capacidad para conducir a esa velocidad? ¿Es que conduzco mal? Si no es así, ¿por qué nadie me lo dice? Probablemente jamás tengamos la respuesta. En fin.

Menganita acude a la entrevista. Menganita pasa la entrevista y Menganita es contratada. Pero, oh, vaya por Dios, de los nueve días de trabajo que le quedan para acabar el contrato en su actual empresa, distribuidos a lo largo de todo un mes (vaya, eso no llega ni a media jornada), hay cuatro días que se le solapan con el actual trabajo. En un gesto que no está obligada a hacer, la persona que le contrata lo arregla para que pueda compaginar al menos la mitad de esos cuatro días. Pero sigue habiendo dos días conflictivos en los que ambos trabajos se solapan. Así que tiene que decidir.

Menganita tiene en un plato de la balanza un trabajo a jornada completa con más responsabilidad y funciones, con el colectivo con el que más le gusta trabajar y con una duración estimada de un año. En el otro tiene nueve días de trabajo durante el mes que queda, que vienen a ser algo más de 50 horas, sin ninguna responsabilidad, haciendo tareas básicas, sin conocer cuál es la percepción de ella que tiene su responsable ni ninguna perspectivas de futuro. Y luego, nada: volver a echar currículum, esperar, hacer entrevistas, esperar. No parece un panorama demasiado halagador, este último, ¿verdad? Más si tenemos en cuenta que Menganita ya ha agotado el subsidio de desempleo, lo que significa que después de los nueve días el destino es tirar de ahorros y luego la puta calle. Para qué andarnos con remilgos. A la vista de los hechos, la elección debería estar clara, ¿no? Debería estarlo, ¿no? ¿No? Pues parece que no.

Menganita duda. Como lo oyen. Duda. No solo no quiere quedar mal con su actual empresa, sino que le preocupan los posibles cambios que ésta tenga que hacer para cubrir su baja esos dos días y el impacto sobre sus compañeras, la mayoría de las cuales, no nos olvidemos de ese detalle, no han cuestionado la decisión que en su día tomó su responsable ni le han dado ningún tipo de apoyo moral. Sin embargo, la oferta es demasiado buena para rechazarla, por lo que después de varias consultas y debates internos y externos, se lanza a la piscina. Allá vamos y que sea lo que Dios quiera. En plazas peores hemos toreado. Quietos ahí los antitaurinos, que es solo una expresión.

Menganita ha tomado una decisión, y se planta en el despacho de su responsable. Sí, la misma que le quitó las competencias hace unas semanas sin darle ninguna explicación. En realidad, si somos fieles a la realidad, no ha ido hasta el despacho; apenas consigue la atención justa para comentarle su situación y le plantea el problema logístico que nosotros ya conocemos, que se resume en los siguientes tres puntos:

1) Va a empezar un nuevo trabajo.

2) Puede hacer siete de los nueve días restantes que restan de contrato.

3) Hay dos de los nueve días que se le solapan y por tanto no puede trabajar.

Menganita trata de buscar y plantear alternativas. A estas alturas, a veces leo Margarita en lugar de Menganita, porque no conozco a nadie que se llame Menganita. Tampoco Margarita. He conocido varias Rosas. Ninguna Violeta. En fin, eso no es relevante, sigamos. Dos días. No parece que sea un problema tan grande, ¿verdad? Eso piensa nuestra concursante, y propone soluciones como trabajar otros días o cambiar turnos, con tal de facilitarle la vida a su actual empresa, a su responsable, a sus compañeras. Con algunas excepciones, no podemos decir que se lo merezcan, pero Menganita no juega al mismo juego. Pero, cómo puede ser, a pesar de todo la persona que tiene delante mantiene el semblante serio y el tono cortante; oh, sí, está decepcionada por la decisión de nuestra amiga, que ha decidido cambiar dos jodidos días de trabajo de mierda (los tacos son míos, no suyos) por un año a jornada completa. Parece que no hay posibilidad de que nadie cubra esos dos días. Es imposible, una contingencia fatal, una catástrofe, algo demasiado complejo para ser gestionado, una debacle, un desastre de proporciones colosales, cómo se te ocurre, Menganita, en qué estarías pensando; España se va a pique, las bolsas caen y Alemania invade de nuevo Polonia. Pero, espera un momento... ¿Entonces, Menganita... no puede ponerse enferma?

Menganita está consternada y un poco asombrada. Flipando, por resumirlo en una palabra. A pesar de los inconvenientes que le puede generar, uno tiende a imaginar que un responsable con un mínimo de empatía se alegra cuando alguien a su cargo que va a finalizar su contrato en breve encuentra otro trabajo. Recuerden: el conflicto son 2 miserables días. Pero claro, para eso hace falta sentir aprecio por tus trabajadores, por las personas que trabajan para ti, esas que están bajo tu responsabilidad, y la observación directa no ha alumbrado evidencias de que esta premisa se cumpla. No daremos detalles de la conversación, pero Menganita tiene la impresión de estar hablando con alguien que le trata como si le hubiese salvado de la miseria más absoluta, como si tuviese que agradecerle la vida. Pero Menganita ya tiene una madre y no es esa mujer.

Menganita ya no está consternada, tampoco asombrada, no flipa ya. Ahora está simplemente enfadada, decepcionada, molesta. Ay, ¿qué esperabas? Allí, en ese momento, piensa que quizá su responsable se sienta traicionada de alguna forma incomprensible e irracional y egoísta. Que quizá no sea consciente de que las personas necesitan trabajar para vivir. Quizá no le importe la situación vital de nuestra amiga y quizá no se ha tomado la molestia de preguntarle. O quién sabe, quizá necesite desarrollar su empatía, quizá se haya tomado a sí misma demasiado en serio o no entiende que un trabajador no es una máquina, sino una persona que no está incondicionalmente a su servicio. Tampoco descartemos, si escarbamos un poco más, que lo que le moleste después de todo no sean esos dos días, sino el hecho de que alguien que no sea ella tome una decisión; es decir, no tener todo el poder. Quizá no se haya parado a pensar que Menganita tiene razones para sentirse traicionada, que ella sí las tiene, por la forma en que la ha ninguneado. Claro que estas son cuestiones que lanzo al aire y que yo ya me he respondido a mí mismo.

Menganita va a cambiar de trabajo. Esto es seguro. Quizá le vaya bien, quizá le vaya mal, no lo sabemos, pero de momento, sabe que el próximo mes tendrá una nómina y que está ante una oportunidad interesante que ahora más que nunca es “una oportunidad que no puede dejar escapar”. Aunque lo intuyo, no puedo decir cómo acabará la historia porque aún no ha terminado. ¿Trabajará esos dos días conflictivos? ¿Acabará el contrato o se verá forzada a pedir una baja voluntaria? Y lo que es más importante, ¿sobrevivirá su empresa a tan fatal tsunami empresarial? No lo sabemos; dependerá de la capacidad de su responsable para asumir y aceptar sus evidentes limitaciones de liderazgo y empatía. Y tragarse un orgullo que es desproporcionado. Aprender que el látigo no siempre funciona y que la jerarquía no significa sumisión. Lo que parece evidente, en cualquier caso, es que su empresa actual, de momento y gracias a su responsable, no se ha ganado el privilegio de que Menganita trabaje para ellos, de que les dedique, por lo que podemos considerar una mísera cantidad de dinero, una parte de su tiempo y de su vida, de su esfuerzo y sus capacidades. 

¿Y saben qué? Eso sí es una pena, en especial para su empresa actual. Porque empresas hay muchas, pero personas de la talla personal y profesional de Menganita no hay tantas.

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(Nota: no creo que haya muchas dudas, pero esta entrada no tiene absolutamente nada que ver con mi entorno profesional, la empresa para la que trabajo ni ninguno de sus clientes, sino con, digámoslo así, el entorno laboral de una amiga tan alejada de la informática como yo lo estoy de las personas sin hogar, aunque claro, ella hubiese sido mucho más exacta en el término que yo acabo de dar).

 

Bitácora

He vuelto a entrar en tu blog. Sí, ya sé que decías que no te gustaba esa palabra: blog. Que lo tuyo era una bitácora, no un blog. Tú y tus manías, tú tan poco anglófona, tú tan anglófoba. Como si hubiese alguna diferencia. Te lo dije más de una vez: la palabra "bitácora" escupe mi mente a una época de piratas y abordajes y cañones, camarotes con olor a madera vieja y humedad y mugre, planos de navegación y astrolabios, a tópicos empapados de agua salada y tiburones. A horas de televisión a tu lado. A ruido de sables en la pantalla sobre barcos de madera mientras tú dormías con tus pies apoyados en mis piernas.

Ha sido hace tan solo unos minutos; casi puedo contarlos, aunque no descarto que la memoria me engañe; hace mucho que perdí la pista del cubilete en el que está la bolita. Es posible que hayan pasado un par de horas, que fuese incluso ayer, la semana pasada, hace tres meses o dos años. Cómo estar seguro del tiempo que ha pasado desde entonces, desde aquello, desde lo nuestro. Dime cómo hacerlo porque no encuentro la forma, el camino, la pista de despegue, la salida de la atmósfera, la huida de esta galaxia en la que fuimos.

Tres letras, nada más. Solo eso ha sido necesario para que en la barra del navegador, siempre tan fiel a ti y tan hijo de puta, tan suspicaz y tan cruel, haya sugerido la dirección de tu blog como si se tratase de un punzón picahielo extendido hacia mí. Siempre supiste que eres mi tortura favorita; que contigo tengo tendencias suicidas; que me gusta buscarte aunque todas las células de mi cuerpo rueguen al unísono que no te encuentre; que solo tú puedes destruirme. Yo no rechazo una oferta como esa y ahora tengo ese punzón clavado en el costado; apenas puedo leer las líneas que serpentean por el fondo naranja que pusiste cuando aún estábamos juntos. Cámbialo, te decía yo, es horrible, y tú sonreías, pero nunca lo cambiaste y desde que te fuiste ya no me parece tan feo y cada vez me gusta más. Me temo que es un poco como tu recuerdo; hipnótico, lejano, distorsionado y más bello de lo que fue. No es tan horrible ahora aunque lo fuese entonces.

Y cuando entro ahí está el mismo título con la misma fecha y el mismo comienzo y la misma continuación y el mismo final que la última vez. Sigues sin escribir nada y pienso que si no vuelves es porque debes estar siendo muy feliz o muy infeliz; nunca fuiste mucho de grises y a tu manera conseguías disfrutar de ambas cosas.

El sentido común me dice que debería borrar el historial, pero lo nuestro tuvo mucho de sentido y poco de común; nunca aprendí a utilizar ese concepto y por ti quiero seguir sin saber hacerlo; prefiero creer que he olvidado cómo hacerlo y regresar dentro de un tiempo para arrancar la costra y abrir la herida de nuevo con esta página de fondo naranja detenida en las mismas frases y palabras y letras desde que te marchaste.

Cámbialo, te decía yo, es horrible, y reías. Al final me hiciste caso; lo cambiaste, me cambiaste, te cambiaste.

El cartero

Las postales fueron lo primero, porque no tenía que hacer nada. Sólo leer. Era fácil y poco arriesgado. Un fragmento de la vida de otra persona en una docena de líneas. Leía aquellas postales una, dos o incluso tres veces, y las clasificaba, igual que hacía con cualquier otra correspondencia, igual que había hecho hasta entonces sin reparar en ellas. Hasta ese momento, me consideré una especie de curioso. Era divertido al principio. Estoy de acuerdo en que eso no me justifica, pero puesto en perspectiva no es tan grave. Creo que empecé a hacerlo en torno a los 37 años, aunque no estoy seguro. La memoria es débil. Si lo pienso bien, no hace tanto de aquello.

No recuerdo el día, pero sí que fue un miércoles de agosto. La chica a la que iba enviada la postal se llamaba Ana. En mi memoria no hallo nada más, ni siquiera de qué hablaba el remitente; supongo que de sus vacaciones, quién sabe. Qué importa ya. Cogí la postal, miré a mi alrededor y sin ni siquiera leerla me la metí debajo de la camisa, pegada al estómago y sujeta por mi barriga contra el pantalón. Las manos me temblaban y estuve todo el día pensando que alguien me había visto. Que me harían desnudarme y luego me despedirían, pero no. Cuando llegué a casa me senté en la cama y la saqué; tenía una fotografía de dos niños negros jugando al fútbol en un campo de polvo marrón. El sudor había hecho que la tinta se corriese y algunas palabras no eran reconocibles. No me importó. Aunque no tenía mucho, la leí al menos veinte veces. Vacié una caja de zapatos que tenía llena de monedas antiguas y la metí dentro. Estaba eufórico. Exultante. Mucho.

Desde que leí la primera postal hasta que robé una pasaron siete años. Tendría entonces unos 44 años. Sí, más o menos. Dos años más tarde tenía nueve cajas llenas debajo de la cama. Pasado un tiempo dejé de leerlas, porque no me hizo falta mucho para darme cuenta de que la gente que las enviaba sólo decía tonterías. Así que yo sólo las robaba. Empecé a llevar una vieja cartera que tenía en casa al trabajo, y las iba metiendo allí dentro. Cambié de puesto en la sucursal para estar más tiempo en la sección de clasificación y en casa compré cajas de mudanza de 50x50x50 cm. ya que el número empezaba a ser importante y se me habían agotado las cajas de zapatos. En un puñado de ocasiones alguien vino reclamando a la sucursal, pero por aquel entonces el servicio no era lo fiable que es hoy y una postal es fácil de extraviar; el destinatario y la dirección se escribe a mano, con prisas y en un hueco demasiado pequeño, así que no hay garantías de nada; es fácil confundirse o que no se entienda la letra.

Año y medio más tarde almacenaba en un trastero alquilado siete cajas de mudanza repletas hasta el borde. Por una simple casualidad, el nombre de la destinataria de la primera carta que robé también era Ana. Ignoro si era la misma persona, imagino que no. Todo fue parecido pero mucho más rápido; tenía práctica: no me ponía nervioso; sabía cómo ocultarme, cuál era el mejor momento del día, qué compañeros estaban más atentos y cuáles más distraídos. Con la carta en la mano, leía el destinatario, igual que había hecho hasta entonces, pero ahora buscaba un nombre o una dirección manuscrita. Si la letra me gustaba, me guardaba la carta y al volver a mi sitio la metía en la cartera de piel marrón. Con el tiempo se convirtió en una mochila y luego en una bolsa de deporte de tamaño medio.

Al poco tiempo la letra dejó de importar. Las cogía todas, me daba igual. Llegué a leer algo así como el primer centenar, pero era difícil encontrar algo interesante, por lo que también empecé a guardarlas sin leerlas. Ni siquiera abría los sobres. Casi todas eran aburridas, triviales, livianas, vacías, efímeras. Tonterías y más tonterías. No lo entendía cómo la gente podía perder el tiempo de esa manera, y sigo sin hacerlo hoy en día. Solo en algún caso alguna me llamaba la atención, por la caligrafía, el color del sobre, algún dibujo a color, y tumbado en la cama con un cigarrillo en la mano abría el sobre, la desplegaba con cuidado y la leía en voz alta. Tuve muchas decepciones pero me gustaba el ritual.

Puedes imaginarte mi problema de espacio. Llené el primer trastero en poco tiempo y necesité alquilar otro. Eso no bastó y tuve que almacenarlas también en casa. Dos años después me gastaba un tercio del sueldo en el alquiler de un piso sin amueblar en las afueras. No sé, tendría como trescientas cajas llenas de cartas y postales. Quizá más. Más, seguro. No sé, no lo recuerdo. Nunca las conté. Ni las postales, ni las cartas ni las cajas. Yo solo las cambiaba de sitio. Las movía de un lugar a otro, eso era todo.

Entonces las reclamaciones empezaron a llegar; era raro el día que no recibíamos media docena. Personas que gritaban, personas que se enfadaban, personas que nos insultaban, personas que rellenaban impresos, personas resignadas, personas irritadas. Lo sentía por mis compañeros, pero al poco dejé de preocuparme por ellos y por las quejas, hasta que desde central mandaron a alguien a investigar el problema. Un tipo gris y serio con un traje gris y serio cuyo nombre no recuerdo. Pero sí que tenía unos labios finos como cuerdas y que su mandíbula me recordaba a los muñecos de los ventrílocuos. Curiosa palabra, ¿no te parece? Ventrílocuo. En más de diez años ese fue el único período en el que me detuve; ni siquiera leía las postales. Era un autómata clasificador. Un robot. Un ser sin alma. Un brazo orgánico que se movía como uno mecánico. Esta, en esta saca. Esta, en la saca de allí. Esta, en la saca pequeña. Así todo el día. Era extenuante.

Seguro que te lo imaginas: el corazón me daba un vuelco cada vez que cogía una carta en mis manos; era como una gota en un vaso que acaba llenándose; al final del día apenas podía respirar de la ansiedad que aquello me causaba. El médico me recetó 3 mg de lexatín al día aunque algunos días llegué a tomar hasta el doble. Tres semanas duró aquel infierno y entonces despidieron a dos compañeros que hacía mes y medio que habían entrado a trabajar, supongo que porque consideraban que los robos habían coincidido en el tiempo con su incorporación. No era así, claro, pero qué iba a decir yo. No tardé ni treinta segundos en retomar mi actividad cuando el tipejo de la central salió por la puerta. Valiente memo. Dejé los ansiolíticos.

Por aquel todavía entonces descartaba la correspondencia que no fuese íntima: entidades bancarias, empresas, organismos públicos. Es decir, todas aquellas en las que el nombre del destinatario aparecía mecanografiado o el sobre llevaba algún distintivo impreso. Hasta que ese también dejó de ser un criterio para discriminar. Todas, las cogía todas. No hacía ninguna distinción. Cuando nadie me miraba, cogía un puñado que acababa en una de las bolsas de deporte que había adquirido: el modelo más grande que encontré después de visitar una docena de tiendas. Al finalizar el día estaba a rebosar y me costaba horrores levantarla, cuando podía hacerlo. Había días que me quedaba el último en la sucursal porque si no la arrastraba no era capaz de llevarla hasta el coche.

Vendí el piso y me mudé a uno diminuto en un barrio de la periferia. Alquilé una nave industrial lejos de la ciudad, la equipé con estanterías y moví allí todas las cajas. Para entonces entre unas cosas y otras apenas el sueldo apenas me daba para vivir. Cada vez eran más cajas y más estanterías, y las bolsas de deporte no duraban demasiado. Cajas, estanterías y bolsas de deporte. Hacía dos viajes a la semana para llevar las cartas de mi casa a la nave. Tendría unos 54 años, más o menos. No sé. La mudanza me llevó unos dos meses. Pensé en contratarla, pero me daba miedo que perdiesen alguna carta y por otro lado, tampoco tenía dinero suficiente.

Me subieron el alquiler de la nave y tuve que tomar una decisión. Dejé el piso y me mudé a la nave industrial. Estaba a dos horas del trabajo, pero ahora sólo pagaba un alquiler, que no obstante me estaba gastando en parte en la gasolina, aunque me ahorraba los dos viajes que hacía antes. En un rincón puse un colchón que había cogido de un contenedor cercano y compré un camping gas y una estufa. Todos los días robaba algo de algún supermercado; con la habilidad que había adquirido era muy fácil. A pesar de todo, no comía lo suficiente y empecé a adelgazar. Tuve que dejar de llenar tanto las bolsas, ya que si no cuando estaban llenas no podía moverlas. Para compensar, algunos días llevaba dos bolsas, dejaba una en el coche y al finalizar el día repartía las cartas entre las dos.

Tengo 59 años. A menor ritmo, el número de cajas ha seguido creciendo hasta hace tres semanas y dos días: el momento en el que me fui del trabajo. No sé porqué empecé a leer postales, cómo ni porqué empezó todo. Esta vez han sido tres las personas que han enviado desde central. El tipo gris de la anterior ocasión, acompañado de una mujer joven y un chico también joven con cara de niño y la nariz aguilucha. Salí por la puerta en cuanto los vi entrar en el despacho del responsable de la sucursal. No sé si me están persiguiendo. Hace algo más de tres semanas de eso, o cuatro, no sé. Aun me quedan ansiolíticos de la otra vez. Están caducados pero me los tomo, algún efecto tendrán todavía. Debe haber mucho jaleo; en estos meses pasados hemos tenido muchas quejas de empresas y particulares. No sé, puede que sí sea eso. Desaparecí el día que ellos llegaron. No he dado señales de vida, así que lo más probable es que me estén buscando. Por suerte, nadie tiene esta dirección y no he firmado contrato de alquiler así que tardarán en encontrarme. Cuatro semanas, creo. Nadie sabe dónde estoy. Hace humedad aquí y frío, pero no van a encontrarme.

No tengo ni idea del tiempo que llevo tirado en este colchón apenas sin moverme. Tengo el cuerpo entumecido. Debe ser eso. Estoy cada vez más débil y tengo que levantarme muy despacio para no desmayarme, ya que me he despertado en el suelo varias veces, pero desde este colchón puedo ver las estanterías y eso me hace sentir bien. Como el primer día con la primera postal. No sé cuántos miles de cajas habrá. Deben haberme despedido. Es normal, yo también lo habría hecho. Llevo mucho tiempo sin ir a trabajar. Demasiado, seguro. Sí, quizá sea eso. Esta tos me está matando. Igual es neumonía. Si me vieses, ahora mismo doy un poco de miedo, pero no te asustes, me recuperaré. Lo prometió. Hace tres días que no como. Aquí hace bastante frío. Mucho. Me cuesta organizar mis pensamientos. Dijo que lo haría. Espero no haberme equivocado demasiado en lo que te he contado. Que me escribiría. Igual me ha bailado alguna fecha, algún dato, es bastante posible, no soy infalible. Ah, sí. Se llamaba Ana. Como te decía, mi memoria no es lo que era y tampoco puedo pedirle demasiado. Hace mucho frío aquí. Espera mi carta, dijo. No sé, no recuerdo más. No sé. No sé. Lo he olvidado. Ana, creo. No, sus apellidos no. No sé, no me lo preguntes más. Escribirá, seguro.

Cuando acabes de leer esta carta, métela en el sobre y échala en la caja 1137 de la sección P2 Oeste. Es la última, pero aun no está llena. Si las necesitas hay más cajas en la pared del este, al fondo. No olvides recoger el correo. Seguro que Ana escribe pronto. Me lo prometió.

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(Tiempo de escritura aprox. 3h. Revisión superficial)

Oculto tras un montón de hierros

Siempre me llamó la atención el morbo que despiertan en la gente los accidentes de tráfico. El ir y venir del personal de urgencias con sus camillas y mantas térmicas aluminizadas, la sangre aún caliente que se mezcla en la calzada con el aceite y la gasolina formando un charco que alguien se apresurará a tapar con una capa de serrín; cristales, trozos de metal y otras partes expulsadas del vehículo siniestrado y los agentes de policía dirigiendo el tráfico; si ese día tienes suerte, quizá puedas ver algún cadáver extendido en el suelo, quizá puedas llegar a oler la carne quemada de las víctimas. Los coches avanzan con lentitud, mientras los ojos de sus ocupantes, cómodos y seguros detrás de las ventanas, observan y curiosean, escudriñando entre los hierros retorcidos y ennegrecidos, buscando algún rastro humano vivo o muerto, no importa, e imaginan, adivinan, reconocen, no sin sentirse un poco afortunados y un mucho más indiferentes, lo que hay donde no alcanza su vista. Así estoy yo, dentro de mi coche, inmóvil, aunque al menos yo sé que la sangre que gotea es mía.

 

(Versión modificada de Bonito coche)

Una pantufla de color rosa

En una esquina de la habitación, un montón de ropa sucia espera desde hace tres días que alguien la meta en la lavadora, añada detergente y suavizante al cajetín y gire el dial y la ponga en marcha y remate el proceso tendiendo el resultado. Unos metros más allá, atravesando el tabique de ladrillos del 4 cubierto de gotelé, una pantufla de color rosa comprada el pasado febrero en un mercadillo y cuya intensa tonalidad original ha comenzado ya a apagarse permanece solitaria en mitad de la cocina, mientras su dueña empieza a descomponerse junto a ella. La forma en que su boca está aplastada contra el suelo convierte la escena en un chiste pero no hay nadie para reírse aparte de ti.

La colina Pelado

Que las oficinas de la comisaría no tuviesen aire acondicionado tenía una única ventaja: cuando hacía calor, nadie remoloneaba para quedarse en ellas. Por mucho que la calle hirviese, al menos fuera soplaba el aire y la brisa que entraba en el coche con la ventanilla bajada hacía el calor más soportable. El trayecto desde la comisaría hasta el sendero suponía entre 10 y 15 minutos de conducción, dependiendo de los semáforos que encontrase uno por el camino. En este caso, fueron doce minutos y cincuenta y dos segundos, tiempo durante el cual pudo pensar en el trabajo de Diana y sus perspectivas laborales, la reforma doméstica a medio acabar —no hay que dejar de ver el vaso medio lleno—, la discusión sobre la conveniencia de contratar alguien para limpiar en casa dos días por semana cuatro horas al día, los impresos que todavía le quedaba por informatizar, los neumáticos y la revisión del coche, para acabar con asuntos más profundos: si ese era el trabajo que quería o no, si alguna vez estaría satisfecho, qué iba a hacer con su vida y porqué estaba allí. No allí, sino allí, en Panite. Detuvo el coche al lado del camino de tierra y paró el motor. Cuando salió sintió un ligero mareo que atribuyó al excesivo calor de las 12:13 pm de un doce de agosto. Habría informado a la central, pero todo lo que hacía la radio cuando la ponía en marcha era crepitar de una manera que le ponía de los nervios.

El camino que subía hasta la cima salía a la derecha de una señal de madera en forma de flecha que informaba de la longitud del camino (3.3 km), el tiempo estimado en recorrerlo a paso normal (45 minutos) y el desnivel de subida (394 metros). En un dechado de originalidad o necesidad de afirmación grupal, varias personas habían hecho marcas en la madera con una navaja y pintado con espray encima de las indicaciones. A eso se unía la inclinación del poste, resultado de algún ataque de testosterona juvenil. Los árboles y los arbustos no tardaban en aparecer a ambos flancos de la senda, ganando en frondosidad y cantidad a medida que se acercaba la cima, lo que garantizaba sombra en gran parte de la subida.

Apenas había andado cincuenta metros y por la espalda ya sentía brotar pequeñas gotas de sudor que oscurecían la camisa cuando entraban en contacto con ésta. Con el lazo en la mano, comenzó a llamar al hipotético animal pero tan pronto como hubo empezado el ridículo se apoderó de él, así que optó por continuar en silencio buscándolo con la mirada. Tras apenas unos minutos, oyó un ruido y un perro que apenas levantaba un palmo del suelo salió de entre los arbustos disparado hacia él. Su primera reacción fue propinarle una patada tal que lo pusiese en órbita. La segunda, capturarlo con el lazo, a pesar de que aquello requeriría una habilidad que tenía la certeza de no poseer. La tercera y vencedora opción fue la no hacer nada, y cuando éste apoyó sus patas delanteras en la pierna izquierda dejó una huella de sangre en los impolutos pantalones de Marcus. No sin cierto temor y aprensión, se agachó y acarició la cabeza del perro, a cuyo estímulo éste respondió ofreciendo la tripa y los genitales parcialmente cubiertos de sangre. Palpó el cuerpo del cánido en busca de una mordedura o una herida pero el perro parecía bastante cómodo con aquella situación. Ante la disyuntiva de cargar con el sangriento animal o ponerle el lazo, comenzó a andar hacia el coche y se sintió aliviado al ver que éste le seguía. Separándolo ostensiblemente de su cuerpo, como si fuese portador de alguna enfermedad contagiosa, lo metió en el maletero y se sentó de costado en el asiento del conductor y encendió la radio con la intención de informar sobre el nuevo pasajero y esperar órdenes. Sin embargo, el mismo ruido molesto anterior fue la única respuesta que obtuvo. Crepitaba, nada más. Probó a apagar y encender media docena de veces, con la esperanza de que la repetición de ese procedimiento activase como por arte de magia algún contacto electrónico en las profundidades de ese trasto, pero no se produjo el milagro.

Con el perro a buen recaudo, decidió que un bicho de ese tamaño no podía haber perdido esa sangre y seguir andando como si el tema no fuese con él. ¿Con él? ¿Era macho? ¿En qué momento lo había decidido?

Bajó todas las ventanillas para asegurarse de que el animal tuviese suficiente ventilación y volvió al punto de partida con el lazo, aunque no confiaba en que en situación de peligro fuese capaz de utilizarlo para otra cosa que no fuese golpear al atacante. Después de una leve indecisión, desmontó sus únicas preocupaciones sin quedar demasiado convencido: no podía pensar en nadie interesado en robar algo de un coche de policía que tenía más de diez años en el que no funcionaba ni el aparato de radio. Ah, el perro. Hace calor, pero aguantará.

Por precaución, se prometió una inspección relámpago; lo del coche de policía le traía sin cuidado, pero no deseaba ser el responsable de un canicidio por imprudencia. Lo más probable es que el perro hubiese encontrado algún animal muerto medio descompuesto con el que darse un banquete; conocía de primera mano las tendencias coprófagas de la mascota del Gordo y probablemente era una afición extrapolable a muchos otros cánidos. Lo buscaría, lo encontraría y cerraría el caso, si es que podía llamarlo así. No era un trabajo policial de primer orden, pero para los parámetros en los que se movía la delincuencia y el crimen en Panite podía considerarse algo bastante decente.

Mientras subía, deseó que en la votación a favor de los pantalones cortos que hicieron uno año y pico antes hubiera salido vencedor el SÍ. Eso le garantizaría un aspecto ridículo, pero caminar cuesta arriba por la colina Pelado con unos pantalones largos de color azul marino oscuro en pleno mediodía de ese maldito día de agosto era suficientemente estúpido como para que la vestimenta fuese considerada un agravante. Durante los siguientes minutos su cabeza viajó hasta la reforma que semanas atrás Marcus había iniciado en su casa, a pesar de las quejas y amenazas de Diana, en un arranque de vitalidad, decisión y autosuficiencia mal entendida. No tardó en darse cuenta de que la planificación pecaba de un optimismo radical que ya quisieran para sí los que años atrás habían asegurado que a finales del siglo XX habría colonias en la Luna. Tras arrancar la talla y el suelo de casi la mitad de la casa, generando al menos una docena de sacos de escombro cuyo polvo invadía hasta el cajón de los calzoncillos, la fase de construcción se antojaba sensiblemente más compleja para alguien como él, con nula experiencia en trabajos físicos. No sólo en aquello se había equivocado. Las previsiones económicas también se habían disparado tras comprobar que había infravalorado u obviado los precios de algunos materiales, y la constatación de que tendría que contratar mano de obra especializada para tareas que en un principio pensaba hacer él mismo. Con un cálculo poco riguroso, al poco de comenzar había estimado que la reforma se alargaría el doble de lo pensado y más del triple de un dinero que no tenía. Por precaución e instinto de protección, se había asegurado no decir ni una palabra de aquello a Diana, que se quejaba a menudo del escaso grado de avance. Algo en lo que, le fastidiaba admitir, tenía toda la razón.

Marcus no podía presumir de tener un gran olfato sino más bien todo lo contrario, pero aquello no supuso problema alguno para una corriente de aire a la que acompañaba un profundo y nauseabundo olor. Intentó reprimir un par de arcadas, pero la garganta y el esófago estaban fuera de control y con la tercera náusea el café con leche y el sándwich del almuerzo medio digerido salió con violencia por su boca, llenando sus botas y los pantalones de pequeñas partículas blancas y marrones. De haber estado interesado, habría distinguido la lechuga, los trozos de pan integral, el queso, el tomate y el jamón, resultado de su tendencia a comer como si participase de algún concurso de velocidad que a Diana tanto le sacaba de quicio. Sin embargo, sacó un pañuelo de papel, se limpió y tras guardarlo en el bolsillo sacó otro con el que cubrirse la nariz, mitigando el repugnante olor.

La desconfianza instintiva con la que continuó el camino fulminó sus disquisiciones sobre el coste temporal y económico de la reforma y las implicaciones de ésta en su relación de pareja, le hicieron prestar más atención a su entorno. Varios metros después, en un recodo del sendero donde éste se abría al pasar por un gran nogal, encontró una razón suficiente para vomitar por segunda vez. Antes de que su mente pudiese tener tiempo de racionalizar aquello, se encontró corriendo colina abajo con las babas cayendo desde su boca sobre la camisa.

Aunque reprimió las siguientes arcadas, aparte de sus esfínteres eso sería lo único sobre lo que tendría control en las semanas y meses siguientes.

(Texto relacionado con Árbol, de hace unos días)

Ancas de rana

Dicen que si tiras una rana a una olla de agua hirviendo, esta saltará fuera y se alejará escaldada. Si por el contrario la metes en agua fría e incrementas la temperatura poco a poco, la rana no percibe el peligro y acaba cocida. Eso dicen, aunque no había tenido la oportunidad de comprobarlo. Aun así, este último caso parecía ser, pues, el de la gente de aquella triste y patética ciudad: ni uno sólo de sus habitantes era más listo que una simple rana. Llevaban tanto tiempo encerrados en aquella cárcel de edificios de ladrillo caravista que eran incapaces de tomar la decisión de saltar y huir, a pesar de las consecuencias. Lo sentía en cada uno de sus ojos, sus palabras, sus movimientos. O quizá no fuesen incapaces, quizá no lo hubiesen olvidado, quizá las personas nacían sin esa capacidad en aquel lugar. Inútiles de percibir el crimen y el peligro de una vida gris y monótona y estúpida, una existencia fútil. Pero todo crimen tiene su castigo, después de todo.

Aunque él no tenía nada claro que una rana pudiese escapar de una olla hirviendo saltando: esta se encontraría hervida antes de que pudiera siquiera contraer los músculos de las ancas. Sin embargo, eso no cambiaba las cosas.

Árbol

Observó la imagen formada por los pies que colgaban frente a él, como si tratase de descifrar algún enigma por la forma de los dedos o el color de las uñas. Como última escala en su viaje fuera del cuerpo de sus propietarios, la sangre se había deslizado por sus piernas dejando surcos que se asemejaban al delta de un río. Le pareció que el olor había comenzado a remitir. La confirmación vino al liberar su nariz y aspirar profundamente. Apenas quedaba ya un ligero tufillo a estiércol. Se sentía mejor. Confuso todavía. Se metió la camisa dentro del pantalón con minuciosidad, como hiciera horas antes en su casa después de ducharse, se la abrochó e hizo una mueca al descubrir sus botas reglamentarias manchadas de vómito. Sudaba a mares bajo aquel sol de mediodía. Estaba hecho un asco. Seguramente olía peor él que aquellos dos y acercó su nariz al sobaco para comprobarlo. Ese movimiento le trajo a la vista de nuevo los pies que había olvidado por completo. Levantó la vista con curiosidad, como si fuese la primera vez que los veía.

Se fijó en la mujer. Jugó a adivinar su edad y decidió que tenía treinta y pocos años. En aquel estado, su cuerpo desnudo carecía de cualquier connotación sexual. Mostraba un color pálido parecido a la vainilla y cercano a verdoso en las extremidades. El pelo castaño, en el que se enredaban las hojas secas y los restos de su propia sangre, le caía a la derecha de la cabeza. Dos agujeros ocupaban el lugar de sus ojos, y de éstos surgían cascadas oscuras que atravesaban sus mejillas y caían hasta la barbilla, como esas figuras de vírgenes que lloran lágrimas de sangre. Tenía la boca llena de algo, aunque la presión de la cuerda y la posición de su mentón se la mantenía cerrada y no apreciaba a ver qué era aquello. No tenía tampoco especial curiosidad por averiguarlo. Miró el lugar donde antes habrían estado sus pechos y el palo que desde su entrepierna colgaba hasta la altura de las rodillas. Se imagino la sangre corriendo por éste hasta que no quedase en su cuerpo ni una gota. Desangrada como un cerdo en el matadero. Lo miró a él y pensó que habían tenido menos compasión, pero esa idea no duró demasiado en su cabeza. Conservaba sus ojos, pero poco más. Estaba rajado desde el pecho hasta el ombligo, y podía ver el interior de su cuerpo como el de un costillar en la vitrina refrigerada de una carnicería. Sus genitales no habían corrido mejor suerte que los de ella.

Miró las cuerdas, tensas con el peso de los dos cadáveres. Le sorprendió que no se balanceasen. Suponía que los cuerpos colgados de una cuerda debían mecerse suavemente al ritmo del viento, como había leído en alguna parte. No era ese el caso de estos dos; no se movían ni un ápice. Debajo de ellos se amontonaban las vísceras de él, salpicadas de pequeños puntos blancos. La sangre que horas antes habría formado un gran charco estaba seca y cubierta de hojas.

Se dijo que habría que bajarlos de allí. Esa sería una tarea difícil sin abandonar la protección de la luz del sol, pero entrar en la penumbra de las sombras no era una opción. Después de eso, estaba la logística. Era importante. Imprescindible. Necesitaría una escalera y algo para trasladarlos hasta la carretera porque no sería posible llevarlos arrastrando. A pesar de que él pesaría mucho menos que cuando estaba vivo, aun era un individuo de tamaño considerable. Ella no. Pero los dos juntos pesaban demasiado y él no iba a poder hacerlo sólo.

Esperaría. Fran y el Gordo no tardarían en llegar. Ellos sabrían qué hacer. Ellos sabrían cómo hacerlo. Ellos traerían las botas de agua, el paraguas y si era necesario, como parecía ser el caso, construirían un muro de contención. Todo para que, al menos, la maldad que caía del cielo no fluyese libremente.

Horizontes

Al principio eres libre. De una manera pura, extraña, superlativa y ajena a ti. Tanto como un globo de helio flotando hacia la estratosfera. No tardará mucho en aparecer sobre tus hombros una liviana carga que irá creciendo con los años sin que apenas la percibas, y llegado un tiempo llegarás a creer que ese parásito que crece en tu espalda es parte de ti. Te acostumbrarás a él y te convencerás de que no está ahí. De que has nacido con él, de que es parte de tu naturaleza. Pero es mentira. Con el tiempo ese equipaje solo hace que crecer y lo percibas o no, todo se hace más complicado, más pesado, más insoportable, más denso. Buscas a alguien con quien compartirlo, tratas de deshacerte de él, pero no tardas mucho en darte cuenta de que no puedes borrar tu nombre de su superficie y esa realidad aparece en tu vida como una bola de acero golpeando tu esternón. A menudo te sientes tan cansado como crees que podrás estarlo jamás, y descubres que eso también es mentira porque tras ese horizonte siempre hay otro más lejano.

Un día lees SALIDA DE EMERGENCIA en la ventana del autobús que te lleva de siete a cinco a trabajar por cuatro euros la hora, pero sabes que detrás de esas letras solo hay otra promesa incumplida más y ya has perdido la cuenta de las veces que has deseado desaparecer. Como una moneda engullida por un sofá sin que nadie la eche de menos; como una pequeña pastilla amarilla redonda perdida dentro una caja gigante llena de ansiolíticos. Pero nunca es tan fácil cuando no eres esa moneda ni esa pequeña pastilla amarilla como la que se perdió, justo la que necesitas encontrar al llegar a casa.

El tiempo sólo hace las cosas más duras, más ásperas, más difíciles, más grandes, más absurdas, más asfixiantes y entonces piensas si buscar tu propia salida de emergencia no será la única manera de no tener que continuar arrastrándote hasta el próximo horizonte.

Bonito

Cuando no tienes un buen día, no tienes un buen día. Parece una perogrullada, pero hay cosas que a veces necesitas repetirte. Yo hace mucho tiempo, demasiado, más que demasiado, que no tengo uno de esos. Uno de esos días cojonudos en los que todo es de puto color rosa chicle, en los que todo el mundo, todo el puto mundo, te saluda con una sonrisa. Uno de esos días en los que en el metro en lugar de un viejo pegado a ti oliendo a cerdo hay un universitario que no se atreve ni a mirarte. Uno de esos en los que joder, quieres tirarte a medio mundo, sólo porque son ellos y porque son así.

Pero no. Ya no queda rosa chicle. Se acabó hace tiempo. Gris, gris, gris y más gris. Gris chicle, si quieres. Un chicle insípido, monótono, triste. Uno masticado hasta la saciedad y en el que sólo queda goma endurecida por las mandíbulas de mi existencia. Tú lo sabes muy bien porque estabas ahí. Trato de flotar pero me hundo sin remedio como una tonelada de hierro en el fondo del mar. Patéticos, tristes y reciclados. Así son los segundos con los que lleno cada minuto, cada hora, cada día, cada mes de mi puta vida.

Pero yo, joder, mi cuerpo, mi alma, mi ser, mi espíritu, mi coño, todos, todos necesitamos un puto día así. Todo el mundo se merece uno de vez en cuando, sólo por existir. No sé ni siquiera si me entiendes, si lo has llegado a hacer o si alguna vez lo has intentado. El problema es que yo, ingenua, esperaba ese día de ti. Pensaba que si no me lo podías dar, al menos lo intentarías. Confiaba en ti. Que si no podías rescatarme no dejarías que me ahogase. Sí, lo pensaba. Quizá lo hayas hecho alguna vez. No lo sé. Pero lo que sí sé es que soy tonta. Soy una estúpida y jamás dejaré de repetírmelo. Porque tú vas ahora y me dices que sobro. Que sobro. Que me largue. No me jodas. Que ya no pinto nada. Adiós, hasta luego, que te vaya bonito, ¿no decía eso la canción? Bonito. Que te vaya bonito. Y me lo dices con esa jodida vocecita de niña pija que siempre has tenido porque eres un cobarde y no tienes cojones de mirarme a la cara mientras me dejas tirada en la cuneta. No eres sólo un cobarde. También eres historia.

Y entiéndeme, no tengo un buen día, espero que lo entiendas. Quizá sea culpa tuya y quizá no. Aquí en el fondo del mar no encuentro al puto Bob Esponja y estoy yo sola. Dímelo mañana y a lo mejor, a lo mejor te pueden ir dando mucho por culo.

Momentos

Un balón en el punto de penalti y la punta de la bota derecha apoyada en el césped. El último pin de la cerradura liberado y la llave que llega al final de su recorrido. La bola abandonando las yemas de la mano del lanzador en rotación. Tu aliento húmedo antes de que tus labios y los míos se unan. Una ráfaga de viento que encuentra la tela y los pies abandonan el suelo hacia ninguna parte. El gatillo que llega hasta su límite y el percutor del revólver lanzado a su encuentro con el fulminante. Los tacos clavados en el tartán, la mano extendida y los cuádriceps a la espera del fogonazo. El cuerpo estirado y vertical en el momento de sumergirse en el agua salada del mar. Aire saliendo de mis pulmones en su camino hacia los pliegues vocales y mi boca adelantándose al sonido. Un millón de gotas de agua dispuestas a hallar el consuelo en las hojas de los árboles. La cornisa que se separa de su estructura y parece eternamente suspendida en la nada antes de comenzar a caer. Tu espalda arqueada al borde del orgasmo. Los pies colgando, la cuerda suelta y los dedos antes de alcanzar el saliente en la roca. El hombro en tensión y el hacha afilada que corta el aire antes de encontrarse con tu cuello.

 

Jumping up and down the floor, my head is an animal.

And once there was an animal, it had a son that mowed the lawn.

(Of Monsters And Men — Dirty Paws)

Flotar

No sé qué parte quiere dejar escapar y cuál obligar a permanecer con él. Probablemente, ni siquiera esas decisiones dependan de sí mismo. Genética, herencia cultural y tiempo parecen estar continuamente conspirando para reducir sus propias opciones y hacerle girar como una brújula. La ventana de oportunidad lleva años cerrándose, pero a veces alguna ráfaga de aire la abre un poco más. Este parece ser, pues, el caso. Duda, no obstante, de estar dispuesto para asumir la libertad y las dependencias que vendrán de la mano de esas elecciones. Me permitiré no contestar a la pregunta de si esto es un relato autobiográfico o no. No es sencillo acertar el trazo y no salirse de la línea; ceñirse a los hechos se hace difícil en determinadas circunstancias y la ficción resulta un sendero tentador.

Quince años. Catorce, quizá. Cree que recuerda con nitidez las lágrimas y la incomprensión de una situación anímica que con el tiempo va a intentar aprender a esquivar y comprender sin éxito. A diferencia de lo que él mismo piensa, la vivencia personal no le aporta información extra que le permita interpretar la situación. El dolor, la soledad y la desesperanza no son ingredientes con los que sea fácil cocinar un buen plato.

Como un narrador externo, se ve a sí mismo sentado en el suelo, en el margen en el que la hierba se extiende sobre los dominios del cemento, con los brazos aprisionando sus piernas encogidas, llorando. Nadie más que él le observa. El dolor se convierte en sollozos hasta que la calma acaba llegando. Querría gritar, pero algo dentro de él se lo impide. El miedo a algo desconocido o demasiado familiar.

Muchos años han pasado desde entonces. Océanos de lágrimas y dolor y angustia y rabia y huidas hacia ningún lugar. La fantasía de sumergirse en las profundidades hasta que los pulmones no aguanten más. Breves paradas en pequeñas islas semi abandonadas. Pero a fin de cuentas, aunque el viento sople en contra, navegar es la mejor opción y no queda más remedio que seguir haciéndolo.

Así que en algún momento, la intuición de que quizá deba cambiar de dirección se presenta como una revelación. Deja de buscar refugios pasajeros y encuentra un lugar estable, cómodo, todo lo que puedas, dentro del interior de ese angosto y ruinoso barco de madera que demasiado a menudo piensas que va a acabar hecho añicos. ¿Sigue ahí después de todo, no es verdad? Arría velas y deja que la tormenta, con su insistencia, tome el control. Rompe el mástil y deshazte de los remos. Olvida cómo nadar y entiende que se trata sólo de saber flotar. Asume que el viento no va a cesar; que las olas nunca dejarán de estar ahí; que el estruendo de la tormenta seguirá ahí aunque te tapes los oídos. Quizá tenga algo mejor que ofrecer para ti.

Aprender a disfrutar de la violencia de su propia existencia. Dejarse llevar. Permitirse gritar sin importar las miradas que eso pueda levantar. Quizá no sea más que eso, piensas, mientras el mástil se astilla con el impacto del primer hachazo. A lo mejor no queda otra opción y ese pensamiento es tan cálido como la promesa de una existencia auténtica y dolorosa.

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Seek out the light between / Time and confusion glowing up ahead / Instead of slipping through / You bit off more, much more than you could chew / You could not Swallow It / No baby you're not ready, slow down / And take the time to evolve / You could not Swallow It / No baby you're not ready, slow down

(Brandon Flowers - Swallow It)