Ella

Cuando tocó al timbre, le abrí el portal y dejé la puerta entreabierta como hago siempre. No tardó en subir los tres pisos. Se presentó como Vanessa, aunque más tarde me dijo que en realidad se llamaba Ana. No estoy muy seguro de que aquel fuese tampoco su nombre real, pero creo que fue su manera de hacerme sentir mejor. Cuando entró le invité a sentarse en el sofá junto a mí pero prefirió escoger una silla y yo opté por no insistir. Era sensiblemente más joven y delgada que las otras chicas que me habían enviado y no hacía falta ser un lince para saber que estaba asustada. Tardó casi media hora en relajarse, tiempo durante el que se limitó a frustrar mis intentos de establecer algún tipo de acercamiento cordial antes del sexo. No me miraba ni sonreía; se comportaba como un operario que está preparándose para descargar un camión. Respondía a cualquier pregunta de la manera más escueta posible, casi siempre con monosílabos. Podía verle el sujetador con relleno debajo de la blusa negra semitransparente. No tenía apenas pechos y los brazos le colgaban a los lados como si fuese una muñeca de trapo con las extremidades desproporcionadas. Unos pantalones cortos y una especie de botines también negros con un poco de tacón le daban un aspecto bastante alejado de lo que eran mis estándares de prostituta. Más bien, parecía recién salida de una fiesta de disfraces o un congreso de góticos. Al principio estuve a punto de reírme de su atuendo un par de veces, pero me contuve sin saber muy bien porqué. Sus piernas flacas y blanquecinas cambiaban de posición constantemente y jugueteaba con el poco esmalte negro que quedaba en sus uñas. Sus ojos nerviosos parecían no posarse en nada más de unos segundos y sólo cuando me miró a los ojos creí ver algo. Parecía estar esperando el momento en el que sonaría la campana y podría salir al recreo a jugar con sus amigos. Era todo bastante extraño, casi ridículo, casi melancólico. Parecía que fuésemos a suicidarnos juntos. Pero no.

Le dije si quería beber algo y aunque su primera respuesta fue negativa, no tardó en preguntar si tenía Lambrusco. Me contuve y fingí un gesto de disgusto bastante logrado, para el asco que me produce el popular espumoso italiano. Volví de la cocina con un verdejo y poco después ya habíamos agotado la primera botella. Por iniciativa propia y para sorpresa mía, en la tercera copa me cogió de la mano y me obligó a llevarla al dormitorio. Me hizo tumbarme en la cama y yo mismo me acomodé, mientras ella se quitaba con poco arte la blusa y la dejaba extendida sobre la cómoda con más voluntad que éxito. Una gran cicatriz hipertrófica le recorría el lateral desde la axila derecha hasta casi la altura de la cadera y cuando traté de tocársela dio un respingo hacia atrás. Juro que por la cara que puso me habría apuñalado allí mismo si hubiese tenido un cuchillo a mano. Le pedí perdón y la timidez se borró de su cara al decirme que aquello no entraba en el trato. Acepté con la cabeza y le volví a pedir perdón un par de veces más.

Después de aquello, pasamos bastante tiempo sin hablar. Pensé que se iría, pero no lo hizo. Se quitó el resto de la ropa y se quedó desnuda encima de la cama, mirándome como no lo había hecho en toda la noche. No era una chica atractiva pero sentí que ella era más de lo que yo había merecido en toda mi vida. No hicimos nada. Ni siquiera nos tocamos. Tan solo la observé. Nos bebimos dos botellas más y me habló de sus ex parejas, de su padre y de otros hombres que habían pasado por su cuerpo. No sonrió cuando le pagué ni tampoco al despedirse de mí. Cuando entró en el ascensor deseé que se girase, pero no lo hizo. Después de todo, yo era sólo trabajo.

Sin nombre - 2

La arena de la playa no es el lugar ideal para unos zapatos de piel de buey de 700 euros, así que Castor los lleva colgando del talón con sus dedos índice y corazón. En el fondo ha metido unos finos calcetines negros de ejecutivo. Tampoco es el mejor lugar para llevar traje, pero al menos ha tenido la precaución de dejar la chaqueta en el coche y arremangarse hasta las rodillas los pantalones de raya diplomática. Parece llevar depilados los tobillos, pero no es más que la consecuencia del rozamiento de los calcetines durante muchos años. En la mano libre sujeta con firmeza un cigarrillo que apenas humea. Si no fuese por el aplomo con el que se mueve, resultaría ridículo.

Mapache le acompaña con un atuendo más acorde a las circunstancias, el estereotipo de cualquier surfero californiano: unas bermudas de color celeste que le llegan hasta las rodillas y una camiseta negra con el anagrama de una marca deportiva, que le queda lo bastante ancha para disimular el bulto en su espalda; con la costumbre, la sensación fría que le transmite ha acabado por ser agradable, reconfortante. Falta una semana para la primavera pero el color de su piel está oscurecido como si fuese finales de agosto. El pelo largo y rubio recogido con poco esmero en una coleta completa el conjunto.

El cielo continúa cubierto y el viento les obliga a protegerse los ojos con la mano a modo de visera; el pantalón del traje flota y el pelo rubio se mueve con violencia, tratando de escapar de un confinamiento al que no está acostumbrado. Andan en la misma dirección sin hablarse ni mirarse, y podría pensarse que entre ellos no hay más que una coincidencia temporal y espacial. Con cada paso, clavan los dedos como garras en el suelo irregular y el movimiento levanta una ráfaga de arena detrás del pie. Mapache distingue algo, señala con la barbilla y las cejas y farfulla algo entre dientes. Hay alguien dentro del agua, a la altura de las boyas que delimitan la zona reservada para el baño. Su compañero desdeña el comentario con una leve sacudida de cabeza que apenas es apreciable.

Parecen decididos a zambullirse en las aguas del Cantábrico, pero ejecutan una curva trazada con compás y continúan su marcha por la orilla, donde la arena se endurece y el andar se hace más cómodo y ágil: los brazos se relajan y los movimientos adoptan un acento elegante y firme. La espuma borra el rastro de sus pisadas pasados unos segundos, aunque la huella izquierda de Mapache es la que tarda más en desaparecer, debido a su sobrepeso y el arco plantar alto en ese pie, que le obliga desde que era un niño a utilizar plantillas especiales. Pero es bueno andar por la playa.

Frente a ellos, un hombre y una mujer se aproximan con una parsimonia que contrasta con los aspavientos con los que ella acompaña sus palabras; su acompañante mira absorto al suelo siguiendo una línea recta imaginaria. Cuando están a un puñado de metros, Mapache emite un graznido a modo de saludo e interrumpe el relato de la mujer, que les mira sorprendida. La colilla   vuela arrastrada por una ráfaga de aire y como si fuese esa la señal acordada, una mano vuela a la espalda y cede el protagonismo de la escena a la sensación fría, agradable y reconfortante.

La primera bala entra cerca de la unión entre los huesos parietal y occipital, y sale limpiamente por el maxilar derecho. Sin esperar a que se desplome sobre el suelo, la segunda bala entra unos centímetros debajo de la oreja izquierda y se queda alojada en algún lugar cercano a la clavícula, debido al ángulo con el que el cuerpo cae. La mujer tiene tiempo para soltar un breve grito antes de encontrarse el cañón del revólver de Mapache apuntando a su cabeza, con el efecto deseado: el regreso del silencio. Sólo se escucha el ruido de las olas y la espuma al llegar a la orilla.

Mapache dispara dos veces más en la espalda del cadáver, que yace tumbado boca abajo con la boca abierta. Con la mano izquierda y un movimiento de la cabeza se quita la goma del pelo y guarda la sensación fría, agradable y reconfortante en el lugar donde estaba alojada unos minutos antes. Recupera la sonrisa y saluda a la pareja, que se aleja a toda prisa mientras les observa. La sangre que brota con abundancia de la cabeza de Castor huye de su cuerpo en dirección al mar y tinta la arena de rojo hasta que la siguiente ola limpia el escenario de la ejecución. Ese proceso se repetirá durante más de una hora. Con el pantalón mojado, las rayas diplomáticas ya apenas se perciben y la piel de los zapatos de piel de buey de 700 euros comienza a echarse a perder. 

Sin nombre - 1

Estamos a principios de la primavera. Calculo que son las ocho y media, pero no lo sé a ciencia cierta porque nunca salgo a nadar con reloj. A excepción de la cabeza, mi cuerpo está totalmente sumergido en el agua fría y salada del Cantábrico. El mar está más picado que estos días pasados, aún así me siento a salvo mientras muevo las manos y las piernas para mantenerme a flote y recuperar algo de aliento tras varios minutos nadando. Tengo la impresión de que podría permanecer aleteando suspendido todo el tiempo que quisiese. Expulso el aire y me dejo llevar hasta las profundidades. Sucumbo a la tentación de abrir los ojos; el mundo no existe aquí debajo. El tiempo se detiene y a excepción del gusto, mis sentidos están casi anulados. Apenas veo medio metro más allá de mis manos y mis oídos sólo captan el murmullo amortiguado de las olas bailando encima de mí. Sólo soy consciente de las yemas de los dedos al mover las manos enérgicamente. De vez en cuando algún pez diminuto revolotea a mi alrededor unos segundos y desaparece. Se me acaba el aire y vuelvo a la violencia de la superficie a recuperar mi percepción. A mis incómodas e imperfectas puertas a la realidad.

Los ojos me escuecen; cierro los párpados y los aprieto como si tratase de expulsar un elemento extraño, sin obtener ningún alivio. Tendré los ojos irritados toda la mañana, el mismo y pequeño inconveniente de cada mañana. Ignoro la molestia y sumerjo la cabeza con regularidad para aliviar el sudor de mi frente, que desaparece en el mar tan pronto como brota de los poros y entonces el proceso vuelve a repetirse. Disfruto del contraste del calor de mi cuerpo con la fría temperatura del agua. Es agradable.

Diviso la boya que utilizo de referencia a unos cincuenta metros a la derecha, que se bambolea como un borracho agarrado a una farola. Hoy me he escorado más de lo habitual, porque debería tenerla al otro lado. Ha llegado el momento de volver a la vida terrestre, así que me hundo por última vez y salgo con los brazos extendidos en dirección a la orilla. Tengo los músculos entumecidos aunque no tardarán en ponerse a tono. Nadar en el mar es totalmente diferente a hacerlo en las aguas pacíficas de una piscina. Aquí dentro nada te respeta y no eres más que una insignificancia en un medio que no es el tuyo. Simplemente te ignoran.

Cuando llevo recorrido algo menos de la mitad del camino, una ola me coge con el brazo cambiado y una bocanada de agua me recorre como un témpano helado. Me detengo tosiendo con violencia desde las profundidades de mi garganta. El agua me sale por la nariz y me sueno con los dedos enérgicamente. Espero un par de minutos a recomponerme. Aleteo. En la orilla, un hombre y una mujer caminan por la arena, cerca del límite donde la lengua de las olas lame la tierra. Apenas los diviso, pero van abrigados; a esta hora todavía hace fresco.

Quizá trescientos metros delante de ellos, dos hombres avanzan a paso rápido en dirección contraria como si huyesen de algo. El contraste entre ambas parejas es notorio. No tardarán más que unos segundos en cruzarse. Me sumerjo por última vez y retomo la horizontalidad que el Cantábrico me permite, que en algunos momentos no es mucha. Con cada brazada mi mente se abstrae un poco más. Mientras mis pensamientos se desvanecen el sonido del mar silencia, quizá intencionadamente, el grito de la mujer.

Una visita a comisaría

Hace aproximadamente cuatro meses y medio, después de una larga sequía literaria, escribí en un par de días un pequeño texto, de no más de mil palabras, en el que describía con bastante detalle un par de asesinatos ficticios, y en el que incluía una violación y una dosis importante de violencia gratuita. Me gusta escribir sobre eso, no puedo evitarlo. Creo que el texto estuvo colgado unos tres días, porque después de releerlo un par de veces lo acabé borrando (sí, lo borré). Por un lado, no es que me pareciese demasiado descriptivo, pero me sentía incómodo con él (ya saben que este blog lo lee mi familia y aunque me conocen bastante bien, siempre hay margen para la sorpresa) y el desarrollo de la historia tampoco me acababa de encajar. Si a eso le sumamos que me pilló en un día de horas bajas, el resultado fue la eliminación de la entrada. Esta mañana se ha presentado la Policía Nacional en mi casa, justo cuando me preparaba para ir de camino al trabajo, es decir sobre las ocho y media. Es desconcertante que te llamen a la puerta a primera hora, cuando todavía estás a medio desayunar, y que al otro lado de la mirilla veas a dos policías nacionales mirando a la puerta con cara de pocos amigos y esperando que abras. Como no podía ser de otra manera, he abierto la puerta y sin dar demasiadas explicaciones, me han dicho que les tenía que acompañar a comisaría. Como soy lento pensando y no estaba para discutir ni ellos parecían dispuestos ni acostumbrados a recibir negativas, no me ha quedado otro remedio que acompañarles. Hasta que me he dado cuenta de que no había hecho nada, he pensando incluso que me iban a poner unas esposas o unas de esas bridas blancas grandes. Por fortuna, ha sido todo bastante normal. Mientras bajábamos los cinco pisos de la finca no nos hemos cruzado con ningún vecino (que por otro lado, no me conocen ya que apenas llevo un par de meses aquí y la mitad del tiempo he estado de vacaciones), pero al salir a la calle Fuencarral era la atracción principal. Vestido con el traje como iba, alguno pensaría que yo era alguna especie de estafador. Mientras cruzábamos la calle en dirección al coche aparcado en doble fila, me preguntaba qué sería lo que había hecho para tal escolta, pero estaba demasiado acojonado para preguntar y de nuevo, ellos no parecían muy habladores. Ahora ya tengo más información y si he de ser sincero, prefería permanecer en la ignorancia, porque lo que me han contado no me tranquiliza.

Creo que sólo había entrado una vez en una comisaría de la nacional, en aquel caso a denunciar el robo de una tarjeta de crédito, y entonces me senté delante de un escritorio a explicar cómo pensaba yo que se había producido el robo. Hoy era todo muy diferente. Ni había escritorio, ni policia al otro lado. Me han invitado a entrar en una salita no demasiado grande con una mesa y dos sillas y un espejo muy grande en una de las paredes. Por lo demás, la habitación estaba vacía y creo que por influencia de las películas, me sentía observado por alguien al otro lado del pretendido espejo. Si mientras iba en el coche de la nacional ya estaba nervioso, cuando me he sentado en la silla, que estaba helada, podría haberme tomado una caja de diazepam y me habría quedado igual. Estaba ansioso, nervioso y creía que iba a vomitar en cualquier momento. Suerte que esta mañana me había tomado un primeran y un motilium.

Después de varios minutos que no soy capaz de determinar, ha entrado un hombre de mediana edad con una carpeta en la mano y con camisa de manga corta a cuadros y pantalones tipo chinos, creo. No estaba yo para fijarme mucho en su ropa, la verdad. Ha pasado por mi derecha, se ha sentado y con un leve movimiento se ha acercado a la mesa dejando la carpeta de cartón marrón encima de la mesa. Hasta ahí, todo seguía pareciéndose bastante a lo que mi memoria cinematográfica esperaba que sucediese. No se ha encendido un cigarrillo, pero olía a tabaco lo suficiente para que mi deficiente olfato lo notase cuando ha pasado a mi lado.

Allí delante, tenía una expresión de indiferencia y aburrimiento, como si tuviese que sentarse en esa misma silla en esa misma sala con esa misma carpeta todos los días, una y otra vez. No ha hablado demasiado. Con un leve acento andaluz se ha presentado, me ha dicho cuál era su cargo (aunque no me acuerdo de ninguna de las dos cosas), ha abierto la carpeta y ha desplegado sobre la mesa cuatro fotos del cuerpo de dos cadáveres y varias fotografías con algunos detalle de las laceraciones, úlceras y cortes que los dos tenían en las extremidades y la cara. Todo era bastante repugnante y explícito. Cuando las tenía distribuida, ha cerrado la carpeta, les ha dado la vuelta para que las pudiese ver bien y se ha quedado mirándome fijamente, como si esperase que yo fuese que en algún momento yo fuese a decir o hacer algo. Algo delatorio, supongo. O ponerme a llorar. O quizá no. Yo no tenía ni idea de qué se suponía que iba aquello y la situación me superaba demasiado como para tratar de preguntar o decir algo.

No sé cuánto tiempo hemos estado así. Quizá un minuto o dos. Yo mirando a algún punto irrelevante de las fotos tratando de desenfocar la vista y él mirándome a mí. De vez en cuando yo levantaba la cara de la mesa y me encontraba con sus ojos, e instantáneamente la volvía a bajar. Sin inmutarse ni esperar que yo me cansase, entonces ha sacado una hoja impresa, ha apartado las fotos con la mano con cuidado y me la ha acercado deslizándola por la mesa. No me ha costado más que media docena de palabras darme cuenta de que era una copia de la entrada que había escrito varios meses antes, y he dejado de leerla. Aunque ahora me parece obvio, yo seguía sin entender una mierda y él seguía allí delante, mirándome. Creo que hubiese preferido que se pusiese a gritar porque el silencio de la sala me resultaba muy desagradable. La cuestión es que yo ni relacionaba las fotos con el texto, ni entendía qué hacía yo allí, tenía náuseas y estaba sudando como un cerdo. En aquel momento deseaba sufrir algún ataque al corazón o ataque epiléptico para poder salir de allí sin tener que mover un músculo de manera voluntaria.

Yo esperaba que dijese algo, pero no ha pasado nada más. Se ha limitado a recoger las fotografías, meterlas ordenadamente en la carpeta de nuevo con un pequeño golpe en la mesa para alinearlas en la base y me ha indicado que ya podía salir. Cuando le he dado la espalda sabía que seguía ahí, mirándome. Antes de llegar a la puerta un policía ha entrado y me ha ha acompañado hasta una habitación donde me he sentado en una silla de plástico de color amarillo pálido como las de las salas de los ambulatorios, unida a otras encima de un armazón metálico. Había dos hombres más, uno mayor con una camisa abierta casi hasta el esternón pero en general, de aspecto más bien normal, y otro que tendría mi edad y estatura pero que pesaría no más de cuarenta kilos. Cuando he entrado me han examinado brevemente pero ahí ha acabado su interés por mí. No tenía ni idea del tiempo que ha transcurrido, pero al rato, una policia nacional ha asomado por la puerta, me ha llamado con una breve exclamación y ha preguntado desde la puerta si quería llamar a alguien. Tras un par de intentos sin éxito, he conseguido localizar a mis padres y les he dicho dónde estaba, qué ocurría (de lo poco que yo entendía) y les he pedido que buscasen un abogado. Entre lo poco que entendía y el estado en el que me encontraba, a duras penas he podido encontrar la forma de dejar claro que lo del abogado era importante.

He vuelto a la sala anterior, donde sólo quedaba el hombre mayor, y al cabo de una hora y pico ha aparecido el que en principio, y de momento, es mi abogado. Cuarenta y muchos años, traje gris marengo, camisa blanca y corbata azul, que estropeaban unos zapatos marrones mal cuidados. Abogado penalista, me ha intentado tranquilizar sin éxito y hablando mucho más rápido de lo que mi cabeza era capaz de asimilar, me ha explicado lo que pasaba y porqué estaba allí. Como mucho, habré entendido la mitad de lo que ha dicho.

Al parecer, no se han presentado cargos ni soy sospechoso de nada. Lo único que la policía tiene son conjeturas y hechos circunstanciales (no sé si él lo ha expresado así o soy yo que lo he robado de alguna película), pero me han pedido que esté disponible y localizable, y que el martes por la mañana vuelva a comisaría, aunque no sé para qué. Menos mal que no soy sospechoso, recuerdo que he pensado. A los no sospechosos no les pide nadie que estén localizables.

En más o menos media hora, según el reloj de la comisaría, después de rellenar un par de impresos y que me devolviesen las llaves de casa, el móvil, la cartera y los dos euros con veinte céntimos que llevaba, he salido por la puerta y David (el abogado) me ha acercado a casa. Cuando he llegado serían las doce y media del mediodía o así. No sé cuántas veces ha dicho que no me preocupase en absoluto, pero sí que han sido más de las necesarias porque no me han tranquilizado en absoluto. Seguramente él tampoco sería capaz de hacerlo en mi situación. O quizá sí, no lo sé.

Al llegar a casa he encendido el aire acondicionado, he bajado el estore, me he tomado tres pastillas de diazepam de 2,5 mg y me he tumbado en la cama. La cabeza tiende a engañar con estas cosas, pero creo que me ha costado más de una hora dormirme. Al levantarme he pensado por un momento que había sido un sueño demasiado real, pero al mirar el móvil y ver que tenía un montón de llamadas perdidas he vuelto a la realidad. Laura, mis padres, mi hermano, dos del abogado, varios amigos y familiares y tres llamadas de números desconocidos.

Os aviso que a muchos no os voy a devolver la llamada, al menos no hoy y tampoco sé si lo haré mañana o pasado. Espero que entendáis que no estoy de humor para hablar con nadie ni para explicar algo que no entiendo, así que por favor no llaméis para preguntar cómo estoy o qué ha pasado. No sé mucho más de lo que he escrito y estoy todo lo bien que puedo estar teniendo en cuenta las circunstancias. Os lo resumiré: Estoy cagado de miedo y no entiendo una mierda. Cuando se tranquilice todo esto (qué gilipollez, porque ni siquiera sé qué es "todo esto"), entonces ya veremos.

No sé ni a qué puta hora conseguiré dormirme hoy, creo que me debería tomar algo.

Escaleras arriba (+18)

Le dice algo al oído, pero la música no le permite apenas intuir sus palabras. Sin embargo, siente que la comprensión es irrelevante en ese momento. Siente su mano flaca y huesuda agarrándole de la muñeca y poco después están subiendo escaleras arriba en dirección a los baños de mujeres. Allí, varias chicas hacen cola en la puerta de los servicios, pero con una facilidad que parece fruto de la costumbre ella se las ingenia para colarse en uno de los baños sin seguir el orden acordado. Dentro, cierra con rapidez el pestillo, baja la tapa del váter, se sienta encima y sonríe. Fuera alguien golpea la puerta y grita algo, pero ella vocea algo y se ríe con la evidente intención de que la escuchen al otro lado. Le pide a él, incómodo por la situación, que se apoye en la puerta, como si alguna de las mujeres pudiese decidir tomar el baño al asalto. Las voces han cesado y no parece probable, pero él obedece. Debería estar más acostumbrado a este ritual, piensa, pero no es así. Está nervioso. Ella se lleva la mano al sujetador y saca una diminuta bolsa de plástico blanco que abre con cuidado. El resto sucede deprisa. Como si se tratase de una rutina, saca un poco de polvo blanco y lo esparce por encima de la superficie negra y lisa de su bolso de piel de Gucci, que probablemente es falso. Fuera nadie aporrea ya la puerta. Nadie vocifera ya al otro lado del mundo, pero él no consigue calmarse, como si de repente algo fuese a arrancar la puerta de sus bisagras, dejándolos a los dos al descubierto. Sin embargo, nada de eso sucede. Están solos allí dentro y afirmaría que la música ha dejado incluso de oírse. Con habilidad, ella no tarda en distribuir la sustancia blanca en dos pequeñas cordilleras nevadas con una tarjeta de crédito, cuyo emisor bancario él no acierta a ver. Al acabar, ella le acerca el filo de la tarjeta para que la chupe y él obedece; algunas cosas no las chupas tanto, dice ella sonriendo. Un billete de veinte euros enrollado aparece poco después y en unos segundos no queda en el bolso más que un rastro blanquecino que ella recoge con su dedo húmedo y se lleva a la boca mirándole a él.

Se reclina hacia atrás en el váter, sonríe, abre las piernas y acerca sus manos al pantalón, tirando de él hacia sí y sonriendo con esa cara de puta angelical que a él tanto le gusta. Su nerviosismo inicial ha cedido y ha dejado en su lugar una sensación de excitación muy diferente. Siente el corazón bombeando sangre en la profundidad de su pecho, pero si se abriese ahora la puerta, quizá ya no importaría tanto. Todo ha cambiado mucho en unos segundos. Los botones no ofrecen mucha resistencia y su sexo erecto sale ayudado por sus pequeñas manos algo frías. Lo acaricia suavemente y tras pasar la lengua por la superficie, se lo mete en la boca, acompañando el movimiento de sus labios con sus dedos. Su otra mano se ha deslizado debajo de su tanga entre sus piernas y se mueve despacio allí debajo. Él cierra los ojos y hunde sus dedos en el pelo largo y castaño de ella, obteniendo una sensación de poder que sin embargo él sabe irreal. La saliva cubre ya su polla y ella continúa jugando con su sexo despacio, muy despacio, casi como si se tratase de un castigo divino.

Sus labios y lenguas y manos se encuentran como si no se hubiesen visto nunca. Él pasa la mano por su nuca pero ella se separa, le da un beso en la mejilla, se baja el tanga hasta las rodillas y se da la vuelta y abre las piernas.

A él no le es difícil encontrar su coño con el dedo índice y meter su sexo desnudo en él, que entra como un cuchillo en un bote de mantequilla. Lo tiene húmedo, caliente, delicioso, dulce y eterno. Tan sagrado como un universo. Cada vez que entra dentro de ella, los gemidos de ambos se sincronizan con un leve pero prolongado gemido. Se siente morir. La saliva y su flujo se mezclan y sabe que no va a tardar mucho en correrse, así que trata sin demasiada convicción de salir, pero ella lo impide y entre susurros le suplica que se corra. Córrete. Venga, córrete. Hazlo. Córrete. Córrete. Córrete.

Mientras ella todavía habla, él no puede aguantar más y con un par de embestidas desaparece de aquel sórdido lugar y se sumerge en el calor de su coño. Ella acompaña los gemidos con un gruñido de placer que se escucha en el momento que el semen entra en ella. Unos segundos y varios espasmos después una risa alegre los trae a los dos de vuelta de algún sitio más feliz. Ella se pone de pie y la leche le escurre hacia abajo por los muslos. Recoge lo que puede con los dedos y se los lleva a la boca.

Entonces se sube el tanga, vuelve a sonreír y le mira. Vamos, dice. Esta canción me encanta.

El tío Raimundo

De camarera, de Marilyn Monroe, de fallera o de caperucita roja, todos los años en Nochevieja mi tío Raimundo (el tito Rai), aparecía disfrazado en nuestra casa con zapatos de tacón y los labios inevitablemente pintados de rojo.

Su entrada en casa siempre me pillaba en la cocina pelando patatas junto a mi madre, que al oírle llegar no hacía ningún esfuerzo por disimular lo mucho que le molestaba la provocativa extravagancia de su hermano: esbozaba una mueca de disgusto y luego musitaba algunas palabras entre dientes que nunca pude comprender. En el polo opuesto se encontraba mi padre, que lo recibía con escandalosas risas y algarabías que se escuchaban con claridad desde donde estábamos. Eso hacía que mi madre volviese a torcer el gesto y yo me concentraba en no rebanar más que la piel del tubérculo, con miedo a abrir la boca aunque fuese para estornudar.

Esta tónica continuaba durante la primera parte de la cena, de una manera casi ensayada: mi madre evitaba cualquier contacto con el tito, en especial aquello que requiriese mirarle a la cara, lo que tras un par de horas de cena acababa por resultar cómico. Mi padre, a medida que las copas de vino caían, intensificaba su vis cómica y le preguntaba por su ropa interior, si tenía algún noviete esperándole para la posterior fiesta de año nuevo o destacaba lo bien que llevaba el pelo esa noche.

El objeto de tantas atenciones y protagonista indiscutible de la cena se movía entre el respeto a mi madre y la complicidad con la jovialidad de mi padre. Los demás comíamos y manteníamos conversaciones irrelevantes y mirábamos y esperábamos ese momento en el que el tito sacase el pintalabios. Ese era el comienzo del previsible segundo acto: mi madre acababa por explotar, se levantaba de la mesa y se metía en la habitación cerrando con un sonoro portazo. Tras ella, se metía el tío Raimundo y luego mi padre tambaleándose. A los pocos segundos empezaban los gritos, luego le seguían los llantos y por último, salían los dos y disculpaban que ella no acabase la cena en familia: inexplicablemente, algo le había sentado mal.

Estábamos acostumbrados a aquella absurda excusa. No sólo habíamos sido testigos de los acontecimientos de esa noche, sino de los de todas las anteriores, pero no abríamos la boca. Se ve que a mi madre las cenas de Nochevieja le sentaban mal por definición.

Tenía yo quince años cuando el tito murió de un infarto. Lo recuerdo bien porque la Nochevieja anterior me había dado un par de consejos para conquistar a un chico de clase que me gustaba. Nunca supe si el tío Raimundo era en realidad marica, que era como le gustaba que le llamasen. Sin embargo, creo que en realidad, lo único que pretendía era llamar la atención de mi madre para que ella se acordase de él durante el resto del año.

Todas las Nocheviejas tras su muerte, mi madre llora y veo las lágrimas cayendo por sus mejillas mientras pelamos patatas. A veces se escucha un ruido en la puerta y ella levanta la cabeza, deseando poder hacer una mueca de disgusto y musitar algo incomprensible entre dientes. Mi padre no tardó en encontrar otro objeto de diversión.

Max y el dentista

Max alberga una esperanza ilimitada en los progresos de la ciencia médica y en concreto en la velocidad a la que estos se producirán durante los años que le quedan de vida, lo que a menudo le conduce a pensar que para cuando esta o aquella dolencia propia de la vejez se manifiesten en su persona ya existirá una cura. Dado que no hay nada en el presente que respalde su idea —los avances se producen, si bien no a la velocidad que él presagia ni a la que los telediarios anuncian—, no cabe pensar sino que ese progreso en el que confía se está reservando para los años venideros, como si cuando en el momento que cumpla los sesenta o setenta años cientos de descubrimientos médicos vayan a florecer de repente gracias al abono de su anhelo y necesidad de que estén allí. Que el pasar de los años no haya alumbrado a sus ojos ningún descubrimiento médico espectacular no le mueve a revisar su teoría, pero sí que le confirma en su negativa a pensar que en los quince años transcurridos desde su última visita al dentista se haya producido alguna mejora en las prácticas odontológicas de las que tanto ha huido. Parte del dilema lo resuelve pensando que al fin y al cabo, el tratamiento de una muela picada o de un diente rebelde no son elementos vitales para una persona y es lógico por tanto que tales cuestiones no muestren los mismos avances que, por ejemplo, una materia de la seriedad de la neurología. Está seguro que de hacer una revisión comparada de la evolución de la odontología y la mayor parte de las disciplinas médicas, su postura se vería confirmada.

El recuerdo de las jeringuillas metálicas utilizadas para aplicar la anestesia en la encía sólo le hace reafirmarse. Si ha pasado cinco años con ese cráter en la muela, ¿por qué no pasar otros cinco, diez, o veinte? Hasta su muerte, incluso. Quizá sea esa inmensa perforación algo que le acompañe a la tumba, como una verruga o un lunar, sin darle mayores quebraderos de cabeza. Si no es así y todo sigue el curso normal de las cosas, sabe que por necesidad alguien tendrá que arrancarla una vez que el responsable de tal socavón haya avanzado lo suficiente su trabajo, lo que como ya ha experimentado será la causa de un terrible dolor que le tendrá sin dormir un par de noches, si tiene la suerte de que el acontecimiento se produzca al fin un viernes por la tarde y no cualquier otro día de la semana. Eso es lo único que le ha impulsado a concertar una cita con el dentista: adelantarse a un final trágico con la esperanza de que en lugar de una matanza descontrolada, tenga lugar un planificado ajuste de cuentas. Es difícil a estas alturas evitar la sangre y el dolor pero siempre puede limitar su cantidad e intensidad. En realidad, aquel argumento tampoco se lo cree demasiado pero no hay más salidas.

Aun así, ¿no es mejor dejarlo pasar? ¿Qué razón hay para anticiparse a aquel sufrimiento? Según su propia experiencia la evolución natural de una visita al dentista para erradicar una caries es, meses o años después, una infección, seguida por una endodoncia y el remate de la extracción del diente, con lo que el resultado final no es otro que incrementar el dolor respecto al hipotético escenario en el que prescinde del dentista. Existe entonces poca justificación para continuar con aquello, a sabiendas que sin remedio la segunda y definitiva visita se acabará produciendo. Los empastes no tienen porqué acabar mal, pero sus muelas son adictas al drama y a repetir la historia de sus compañeras. Prueba de ello son las tres cavidades que existen en su maxilar inferior derecho y en el izquierdo superior, donde antaño hubo piezas dentales sanas, que enfermaron, fueron curadas y tiempo después, desahuciadas y arrancadas de su lugar natal.

Quizá los dentistas perciben su desconfianza en la ciencia médica odontológica y le hacen pagarlo de esa manera, o quién sabe si el afán lucrativo lleva al gremio de los dentistas a ejecutarle mal aquellos tratamientos a sabiendas de que volverá a los pocos meses a pasar por caja. Se niega a hacer cálculos mentalmente sobre el beneficio económico que aquella hipotética práctica puede generar a los odontólogos y vuelve a mirar el teléfono. Se le ocurre una excusa que no interesará a su interlocutor pero que él necesita dar. Una disculpa y la promesa de una llamada que nunca se producirá. Confía en que su muela pueda esperar meses o años. Quién sabe si la odontología, a pesar de su pereza, acabará por avanzar lo suficiente en lo que le queda de vida.

Microrrelato

Por un instante, se sintió libre. Y no sólo libre, sino dueño de su propia vida de una forma que nunca antes había imaginado que podría sentirse. Sin apenas esforzarse, toda la rutina en que había consistido su vida se estaba haciendo añicos por momentos, de un modo en el que él aún no era consciente. Sonrió ante la idea de una partida justa, de un adversario capaz, pero sobre todo, ante la idea de su propia falibilidad. Porque aunque por una sola vez, ese último microsegundo había jugado del otro lado, vió que en realidad, había sido su aliado más fiel.

Weeron

Los soportes utilizados para los compresores de sistemas de aire acondicionado del tipo que se instalan en las fachadas están habitualmente fabricados con una aleación de aluminio, acero y otros componentes adicionales, dependiendo del fabricante, que son unidos normalmente utilizando soldadura manual de arco metálico. Porcentualmente, el acero representa casi el 95% de la pieza. A principios de la década de los 90, la compañía Weeron, una de las principales empresas fabricantes a nivel mundial y suministradora en exclusiva de Fujitsu, Carrier y Mitsubishi comenzó a tener problemas económicos debido a la competencia china y la cancelación de varios importantes contratos públicos con la administración pública estadounidense. Las medidas que adoptó la empresa para superar la situación de crisis fueron la reducción de personal, la disminución del porcentaje de acero hasta el 70% de la pieza y su sustitución por cobre, estaño y otros compuestos más baratos, así como acelerar sensiblemente el proceso de soldadura. Este último aspecto aumentó la productividad de los operarios en un 15% aproximadamente según la información hecha pública por la empresa a principios de abril de 1994, momento en el que sus cuentas presentaban un aspecto saludable.

El 9 de agosto de 1997, en medio de una ola de calor que llevó a algunas zonas de los Estados Unidos a superar los 45 grados, un compresor de aire acondicionado de 29 kg cayó sobre un hombre desde un cuarto piso en Phoenix, matándolo al instante. Dieciséis aparatos más cayeron al vacío durante ese día y el siguiente, matando a cinco personas e hiriendo a otras cuatro, dejando a dos de ellas en estado vegetativo. Weeron no realizó ninguna comunicación pública tras estos incidentes, pero un peritaje judicial realizado por la Universidad de Chicago indicó que la aleación y el tipo y calidad de la soldadura detectada en los soportes defectuosos era insuficiente para sostener el peso del 10% de los compresores de mayor tamaño, y que en condiciones de calor extremo, había muchas posibilidades de que la soldadura cediese, dando lugar a los accidentes ocurridos.

La compañía se escudó en sus controles internos de calidad y las pruebas realizadas antes de la comercialización de los soportes, pero al mismo tiempo comenzó a revisar y cambiar los casi 2 millones de soportes vendidos con la nueva aleación. El coste de este proceso, unido a las demandas de sus principales clientes industriales y a la de los damnificados por los fallos de seguridad, puso a la compañía contra las cuerdas. El viernes 15 de enero de 1999 Weeron anunció la bancarrota, con una deuda contraída de más de 300 millones de dólares, una gran parte de ésta en concepto de indemnización a las víctimas, y dejando a más de 2500 trabajadores sin empleo. El comité de dirección fue declarado culpable de negligencia criminal y atentado contra la seguridad nacional. Fueron condenados a 45 años de cárcel. Excepto Mike Garrison, que falleció poco después del juicio de un ataque al corazón, el resto de miembros continúan a fecha de hoy entre rejas.

Un tío legal

Dice mi mujer entre risas que me paso el día hablando de él. Que parece que esté enamorado, que es mi único tema de conversación, que lo tiene hasta en la sopa. Vale, el tipo me gusta, he de reconocerlo, pero por supuesto no en el sentido que ella lo dice. Es ingenioso, y parece un tío legal; está un poco loco, pero no más que el resto del mundo , y tampoco me fiaría de nadie que no lo esté al menos un poco; no deja de ser una garantía de que no se toma a sí mismo demasiado en serio, y con esa clase de personas las cosas son siempre más fáciles. Más fluidas. Así que a la hora de la comida, ya sentados a la mesa, en medio de cualquier conversación y sin previo aviso, a veces María me mira fijamente, con una mueca de seriedad, y me pregunta sarcásticamente si me voy a casar con él. Entonces yo le devuelvo la mirada, sonrío y sigo con mi comida en silencio. Quizá hoy le conteste que lo haré cuando ella deje de follárselo.

Espejo

Algunas noches me pongo delante del espejo y me quedo mirando fijamente mi cara reflejada en él, aguantándome la mirada, quieto, hasta que el reflejo empieza a serme desconocido. Me gusta cuando siento que me distancio de mi rostro, y lo observo como si fuese el de otra persona, como si no lo conociese; juzgarlo, criticarlo, estudiarlo, igual que el de alguien que me cruzo en la calle. No todos los días lo consigo; a veces me lleva cinco minutos, otros días media hora y en ocasiones simplemente me canso de intentarlo y desisto; mantener los ojos abiertos lo reseca y provoca picor, pero es importante evitar pestañear ya que la pupila vuelve a enfocar y pierdes parte del progreso hecho hasta el momento; cuando el párpado baja y vuelve a subir es, de alguna manera, como si volvieses a reconocerte, a verte a ti mismo. Pero cuando lo consigo, cuando ya no estoy ahí, sé que puedo pegarle, porque ese no soy yo. Nunca lo soy. El que le pega es otro, el del espejo.

Aficiones

Me gusta matar gente. Por simple y llana diversión; vulgar entretenimiento. No pierdan el tiempo buscando razones enrevesadas; no tuve un padre autoritario ni me maltrataron en la escuela. En ese sentido, y yo diría que en cualquier otro, soy una persona tan normal como cualquiera de ustedes: amable, inteligente y aunque esté mal que lo diga yo, bastante guapo. Se trata de que sencillamente, disfruto al disponer de la vida de otra persona y tener el poder de acabar con ella. Decir algo así no resulta políticamente correcto, lo sé, pero es al fin y al cabo lo que me gusta hacer y no encuentro razones para ocultarlo. Tampoco me miren así; la historia de la Humanidad está plagada de guerras, genocidios, asesinatos y crímenes violentos de todo tipo, así que es obvio que no soy el único con este tipo de aficiones: a los seres humanos nos gusta matarnos unos a otros, y a los hechos me remito. Esa es la simple y cruda realidad. La diferencia es que algunos estamos dispuestos a admitirlo y otros no.

No hay mal que por bien no venga

Hace mucho que Andrés no tiene tiempo para nada. Ayer por la noche, a altas horas de la madrugada, mientras finalizaba un informe y un desagradable sudor frio le caía por la espalda, sintió un intenso dolor en el pecho, e instantes después cayó al suelo como una losa. Al momento, apareció mágicamente en su despacho una mujer ataviada con una sotana negra y una inmensa capucha que ocultaba su rostro entre las sombras, al tiempo que sostenia una gran guadaña; su altura y envergadura era tal que apenas cabía en la habitación. Se acercó a él con paso lento, se inclinó con suavidad y solemnidad, y tras mirarle unos segundos a los ojos, le dijo con voz grave y cavernosa: «Bueno... que digo yo... que si eso ya me paso más tarde, que te veo liado».

Calla y sigue tragando

Cada vez que su marido le pega, María calla y sigue tragando. Cada vez que su jefe le humilla, Juan calla y sigue tragando. Cada vez que sus compañeros se burlan de él, Andrés calla y sigue tragando. Un día tras otro, ellos y millones de personas en el mundo, en esas u otras circunstancias, callan y siguen tragando. Por mantener las formas, por una justificada cobardía, por miedo a llamar la atención o al qué dirán, por un inmerecido respeto al otro, por temor o por simple falta de decisión. Callan y siguen tragando. Un día sí y otro también.

Hasta que un buen día cualquiera de ellos se levanta cansado. Cansado de callar y seguir tragando. Y entonces, a veces, pasan cosas.

Vivir

A. convierte todo lo que hace en una obligación, lo sea o no. Cuando ya lo es, por supuesto todo resulta más fácil. Como el rey Midas del cuento con el oro, cualquier cosa que toca se torna al cabo del tiempo en algo que ha de hacer, no en algo que quiere hacer, por muy ilusionado que esté al principio. Eso le quita, como es de esperar, toda la diversión a las actividades que hace, lo que le lleva a abandonar una tras otra, en busca de algo de algo de entretenimiento. Y en esa búsqueda que elimine la apatía, el aburrimiento, el hastío que envuelve todo aquello en lo que se embarca, A. observa, estudia, y experimenta. Con los habituales; coleccionismo, la lectura, el cine y la televisión, la música, los tebeos, las reuniones con amigos o los deportes. Con cualquier droga que es capaz de conseguir y meterse: se coloca hasta que el cuerpo aguanta, o deja involuntariamente de hacerlo y visita por necesidad la sala de urgencia del hospital de turno. Sexo en pareja, en trío, hetero y homosexual; orgías, sadomasoquismo, zoofilia, coprofilia y toda aquella parafilia que se le pasa por la cabeza. En todo ello, fracasa y se hunde en su miseria existencial; no entiende nada y piensa que hay en todo ello algo que se le escapa, un nosequé que se le resiste, que no puede alcanzar. La misma mierda monótona día tras día, la misma ausencia de emoción y de puta alegría inalcanzable. Incapaz de comprender en qué extraña cualidad o propiedad, ajena a él, reside la diversión que obtiene la gente que le rodea, intenta racionalizar su problema, asimilarlo, pero sin que ello le lleve a nada; ni siquiera le mantiene ocupado. Como último recurso, como última escapatoria, miente, engaña, roba, viola y asesina, tortura, maltrata, y se esfuerza en reducir la vida de los demás a un infierno, poniendo en ello todo su empeño. Y se siente feliz, realizado, alegre y jovial mientras lo hace; se divierte y su vida se convierte precisamente en eso: en una vida, en una que vale la pena vivir.

Seguramente culparán a A. por ello. Pensarán esto y aquello, y lo condenarán sin pensarlo dos veces. Hagan lo que quieran, qué más da. Al fin y al cabo, ¿qué saben ustedes de vivir sin ilusión?

Días de mierda

¿Saben aquel dicho popular que dice que el tiempo pone a todo el mundo en su sitio? ¿Que el tiempo le da a cada cual lo que se merece? Esa es la gran mentira y el gran consuelo de los idiotas de este mundo, y somos muchos. El gran engaño de los espabilados de siempre. Porque el tiempo no imparte justicia, no les da a los buenos su recompensa ni a los malos su castigo. Ni lo hace Dios, ni lo hace el tiempo, porque el tiempo no entiende de nada de eso; sólo pasa, un día tras otro, hasta tu último suspiro. Así que no confíen en él para que ponga las cosas en su sitio; háganlo ustedes antes de que sea demasiado tarde o miren para otro lado si eso les hace sentir mejor o prefieren evitar los problemas. Y en esto no hay ningún pero: las cosas son así de crudas.

Historias

De niño, siempre quise tener superpoderes. Soñaba día tras día, dormido o despierto, con poder hacerme invisible, ser capaz de volar, parar el tiempo, o convertirme en algún personaje del universo manga más conocido; nada fuera de lo normal. Más tarde, como era de esperar, crecí, y mis irreales e infantiles aspiraciones se tornaron en otras más humanamente accesibles pero igualmente inalcanzables. Ansiaba, igual que cuando era pequeño, dominar el mundo, pero ya no como un ser con poderes extraterrenales, sino de una forma más mediática, más común, de una manera en apariencia más real, incluso factible. Continué creciendo, y un día, pero no como algo que sucede de repente sino tras un largo proceso, me di cuenta de que todos esos sueños habian dejado de serlo y se habían convertido en pesadillas, enormes losas que cargaba inconscientemente a mi espalda, a causa de quizá una cabeza demasiado fantasiosa o una realidad que me había resistido a asumir. Comprendí que te haces adulto cuando entiendes que muchos de esos sueños que has ido acumulando desde que tienes uso de razón jamás se convertirán en realidad, y que no tienes poder para cambiar eso. Desde entonces, me debato entre renunciar a mis sueños o resistirme a hacerme adulto, mientras el tiempo pasa.