Ella

Cada noche, cuando llegan las diez aproximadamente, dejo lo que estoy haciendo, cojo el coche y me acerco a su trabajo. Aunque ella nunca me lo ha pedido, no me gusta que tenga que volver sola a casa en bus a esas horas. Hay días que tengo que dejar la cena a medias, pero la verdad es que nunca se ha quejado por ello. Yo tampoco me quejo, a pesar de que alguna vez me haga esperar más de lo que cualquier persona consideraría razonable. Habitualmente, cinco o diez minutos, pero en ocasiones, se alarga hasta la media hora y en un par de veces, he llegado a estar sentado en el coche, impaciente, durante más de dos horas. Aunque es exasperante, he de confesar que cuando la veo salir por la puerta me olvido de todo, y me doy cuenta de que podría pasar una eternidad esperándola.

Después de tres años y pico haciendo todas las noches lo mismo, menos como es obvio fines de semana y festivos, días en los que ella afortunadamente no trabaja, reconoces a la gente de la zona; sus hábitos, sus entradas, sus salidas, sus caras. Algunos son regulares, otros no. Llegas, aparcas en doble fila, y esperas. Enciendes la radio, pero lo cierto es que a esa hora no ponen nada demasiado interesante, excepto los días de fútbol, así que te acomodas en el asiento, bajas la ventanilla, y observas. Y entonces ves a esa morena guapísima que pasa cada día en torno a las diez y veinte y por la que babearías si no estuvieses enamorado, claro. O a ese grupo de amigas que salen del trabajo a la misma hora, y se van juntas a tomar una cerveza. Al entrajetado del impresionante todoterreno negro con los mismos problemas de siempre para meter el coche en el garaje. O a ese otro que como yo, aparca en doble fila delante mío, y aguarda sentado dentro del coche, y posiblemente también escuchando la radio, a su novia. Ves a la mujer mayor empujando el coche en doble fila, a la gente que sale de clase a esa hora, a los que entran al videoclub y a los que sacan dinero del cajero. Te acostumbras a reconocer a algunos, a espiar una pequeña parte de su rutina diaria, como un voyeur esporádico, y eso ha acabado por ser agradable.

A veces antes, a veces después, ella aparece por el portal, con más o menos prisa dependiendo de lo tarde o lo pronto que haya salido ese día, y no puedo negar que en ese momento se me ilumina el rostro. A veces sonríe y a veces no; casi puedo adivinar su estado de ánimo por la cara que pone cuando abre la puerta de cristal al salir. Últimamente no esta atravesando una buena época; sólo con verla puedes adivinarlo. Entonces pasa al lado de mí coche, sin dirigirme la mirada, entra en el de ese chico, le da un beso, y desaparecen.

Como todas las noches, desde hace tres años y pico.

I’m an alcoholic

«Créeme cuando te digo que la gente no sabe qué es esto. Sólo ven vagabundos tirados en las esquinas, aferrados a una botella, y se preguntan por qué no dejamos de beber; por qué no acabamos con nuestro vicio. Así de fácil, así de sencillo, como si sólo fuese eso: un simple y puto vicio. ¡Ójala! Pobre borracho, me han escupido a la cara muchas veces. Nunca sé si os damos pena o asco. Veis lo que queréis ver. Nos veis a nosotros durmiendo en un portal, pero no veis, o no queréis ver, a ese que necesita bajar al bar un sábado a las siete de la mañana porque necesita una copa de coñac, ni a la maruja de barrio, ni al adolescente colgado del vodka. Vosotros sólo nos veis a nosotros, vagabundos, mendigos, basura. Mírame. Mírame. No sabes, no saben nada; qué vas a saber tú. Tú no ves las caras plagadas de arañas vasculares, no sientes los temblores, no sufres las convulsiones. Con la heroína bajas al infierno, pero con el alcohol no sólo bajarás, sino que con algo de suerte te quedarás allí. La gente no sabe que dejar de beber puede matarte, pero yo sí que lo sé. Eso lo aprendes; cuesta poco darse cuenta. Vosotros sois simplemente un montón de gilipollas que pensáis que lo sabéis todo y no tenéis ni idea, sentados en vuestro mundo de mierda. Ni puta idea. Así que mira, no me jodas, y métete tus sermones y tu compasión dónde te quepan».

Ilusiones

Iba el otro día andando por la calle, cuando lo oí. Era una voz infantíl, ridícula, como de dibujo animado. ¡Aquí abajo, aquí abajo! Pensé instantáneamente en David el Gnomo o Campanilla, y me sentí por un momento como un niño. Pero miré y allí estaba aquello. ¡Soy un chiquiprecio! ¡Un chiquiprecio! ¡Patrocinador oficial de la Sel...!. No le dejé acabar y lo pisé.

Destrozar así las ilusiones de un niño, que poca consideración. Y qué tremendo atrevimiento.

 

(Texto publicado el pasado 22 de noviembre de 2005 como colaboración en Futuro Perfecto, el anterior blog de Nadie. Y es que no somos nadie y además de no serlo hoy no tengo ganas de escribir.)

Ricardo

Ricardo me lo dijo meses más tarde. Al final, me confesó que aquel acto de valentía, honradez y responsabilidad social que me había estado contando hasta entonces, había tenido unas razones algo más sustanciosas y sólidas que los etéreos principios morales sobre los que me solía sermonear. Filtrar aquel informe interno, en el que había estado trabajando durante seis meses, le costó su trabajo y su carrera; a nadie le gusta tener un chivato en plantilla. Se arrepentía de lo que había hecho, aunque no me cabe duda de que más influido por las consecuencias que por el hecho en sí; quería, ansiaba sentirse justificado moralmente, aunque los dos sabíamos que la ética había tenido más bien poco que ver en todo aquello.

Ahora no lo habría hecho era la cantinela que repetía sollozando cada vez que llegaba al cuarto o quinto whisky, que de una forma u otra, siempre acababa pagando yo. Porque los quince mil euros que había conseguido de su contacto en el periódico, una vez estuvo sin trabajo, con un despido procedente en la mano y su creciente afición por el alcohol, le duraron más bien poco; los últimos ochocientos nos los gastamos él y yo yendo una noche de putas. Las chicas las pagó él, y creo que precisamente esa es la razón de que le siga pagando los whiskys.

Esa, y que gracias a aquel informe, aunque él no lo sepa, yo ascendí a reportero jefe.

¿Apuestas?

Hace cosa de unos cuantos meses, salió a la luz en diferentes medios europeos que algunas casas de apuestas de Internet estaban estudiando en común diversificar su, llamémoslo así, "ámbito de aplicación", a cuestiones que iban mucho más allá de los meros acontecimientos deportivos. Aunque muchas de ellas ya habían introducido temas sociales de cierto interés (los ganadores de los Oscar, por ejemplo), y lo continúan haciendo (ganadores de conocidos "realities" o elecciones gubernamentales), en este caso las apuestas tocaban temas algo más peliagudos.

Básicamente, se trataba de aprovechar los datos oficiales de conflictos bélicos, criminalidad o desastres naturales, para añadir una nueva categoría de sucesos a la gran variedad de situaciones sobre las que se podían realizar ya apuestas. Preguntas del tipo 'Muertos declarados oficialmente al final de la semana en Irak', 'Condenados a muerte en el estado de Texas durante el segundo semestre de 2016' o 'Número de violaciones mensuales en Nueva Delhi' eran algunas de las delicadas apuestas que se planteaban en el informe que se filtró a la prensa a través de un exempleado.

Como es natural, las empresas implicadas se apresuraron a enfatizar lo preliminar de aquel estudio y su condición de meramente orientativo, aunque la presión que se generó desde algunos grupos sociales, principalmente en el norte de Europa, obligó a éstas a desestimar totalmente tal macabra introducción de la muerte en el mundo del juego. A raíz de aquello, más de una docena de personas fueron despedidas, aunque no se sabe si por su relación con el citado estudio, o en relación con la filtración del informe.

Hágase determinista

Hoy, y aunque sea sólo por un día, he decidido que me apunto al carro del determinismo; renuncio a todo tipo de conceptos de responsabilidad y culpa. Por lo que queda avisado de que si no le gusta lo que estoy diciendo, ya sabe que no es a mí, sino al destino a quien debe ir usted a pedirle cuentas. A mi que me registren, y suerte con él.

Aunque, para evitar decepciones y el mal trago de reconocerse en lo que ya está escrito, recomiendo al lector que se adhiera -sólo por un día- a esta radical política y decida que si esto no le gusta, no es cosa suya sino del destino que se levantó con el pie izquierdo esta mañana. Tendrá usted que estar de acuerdo conmigo en que, ¿existe algo más cómodo -y contradictorio- que decidir ser determinista?

 

(Texto publicado el pasado 21 de noviembre de 2005 como colaboración en Futuro Perfecto, el anterior blog de Nadie. Y es que no somos nadie y además de no serlo yo voy algo liado.)

Los Contradicistas

«No hay datos exactos que indiquen en qué momento decidió Martin Contradict fundar Los Contradicistas (confundidos habitualmente con Los Contradiccionistas, de mucha menor importancia), ni incluso si lo hizo, pero se rumorea que fue allá por el siglo XIV tras una acalorada discusión con un vecino, después de que éste se mostrase, sin razón alguna, radicalmente opuesto a que Martin cultivase hortalizas en su propia parcela, en lugar de la tradicional plantación de cereales. Tras aquel incidente, Martin se dedicó de manera sistemática a oponerse a todo aquello que le era posible, lógica o ilógicamente. Aunque como es obvio, jamás admitió estar en desacuerdo con nadie.

Nada más se sabe del surgimiento de esta peculiar organización, pero su historia se difumina a lo largo de los siglos, sin que existan datos fiables sobre ella. [...] Al parecer, a través del boca a boca la organización fue creciendo, lo que le dió una nueva magnitud al concepto de negación. No sólo estaban en desacuerdo con cualquier cosa y persona, con la que podían discutir durante días, sino que incluso estaban en contra entre ellos mismos, en contra de la propia organización, en contra de sus propias opiniones y en contra de su propia existencia lo que daba lugar a tremendas contradicciones que resolvían simplemente negando que tal contradicción existiese. [...] Su radical oposición a todo les llevó al borde de la extinción cuando en el siglo XVII, una parte importante de sus miembros muriese de hambre, al mostrarse en desacuerdo con la idea de que comer era necesario. Este punto marcó un punto de inflexión en la radicalidad del grupo, que unificó su opinión disminuyendo de este modo el nivel de agresividad intelectual interno.

Aunque tras aquello hubo varias escisiones de importancia variable —los Masones es quizá la de mayor reconocimiento—, la organización ganó en fortaleza y coherencia interna, aunque nunca lo admitió ni pública ni privadamente. A pesar de que hay muchos estudios que los citan como fuentes de importantes aportaciones en las más variadas disciplinas (La Tierra no es plana), otros muchos dudan de que sus contribuciones se derivasen de algo más que la negación en sí misma (La Tierra no es redonda). [...] Sí que es cierto que esta oposición por sistema condujo al cuestionamiento de muchos conceptos incorrectos (véase para más detalles la duda metódica, de René Descartes, principal impulsor de la facción moderada), y no hay muchos investigadores que les nieguen el mérito.

Tras la Primera Guerra Mundial, por diversos conflictos políticos [...], la presencia pública de la organización se reduce drásticamente, hasta llegar a su total desaparición varios años más tarde. No hay en la actualidad evidencias ni a favor ni en contra de que el grupo siga activo, pero todo apunta a que, en cada comunidad de vecinos, en cada reunión familiar, en cada clase, en cada foro de Internet, silenciosamente, están ahí, extendiendo sus tentáculos, lentamente, con su sistemática oposición a todo y a todos. Después de todo, lector, quizá tú mismo seas uno de ellos. Y quizá yo mismo lo sea. Pero lo que está claro, es que ninguno de los dos jamás lo admitirá».

 

Anders Stepkoein, Creadores de Poder: Los Contradicistas, Vol I. Arial Press, New York, 1963.

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Majuncio

En Majuncio, pueblo al norte de Pancuja, habían decidido cambiar el habitual rojo-amarillo-verde de su único semáforo por la tricolor republicana. Bueno, no. En realidad no lo habían decidido. Alguien lo había decidido y simplemente nadie había hecho ni dicho nada. Rojo-amarillo-morado. Transcurridos los primeros días, el cambio tampoco fue demasiado relevante. Antes, verde, pasar. Ahora, morado, pasar. Hasta que un buen día alguien pintó encima del morado. Con rojo. Y en aquel caso tampoco nadie hizo ni dijo nada.

Y todavía hoy puede verse una hilera de coches y carros, esperando a que el semáforo se ponga verde... o el republicano vuelva al pueblo.

“Como si”

Nicolás tiene mucho tiempo libre. Mucho. Mucho más del que necesita a los noventa años. Mucho más del que desea. Demasiado. Demasiado cuando no queda nada más por vivir. Nada más por hacer. Y sentado frente a la puerta espera. Piensa. Sonríe. Y espera. Ella habría solucionado esto. Discretamente. En silencio. Sin ruido. Pero ya no. Ahora él no quiere eso. Ya no. Nicolás es un viejo. Pero no es un inútil.

Aunque lleve pañales. Aunque se mee encima. Aunque se cague encima. Aunque apenas pueda mantenerse en pie. Aunque le tengan que lavar. Aunque tenga que comer papilla. Aunque sea tan fácil tratarlo como a un perro.

Mira su reloj. Es casi la hora. Casi. Sólo queda oír esas bisagras chirriar una vez más. Su última alegría. Y dejar las cosas zanjadas. Cerradas. Finiquitadas. Y darle a esa hija de puta una lección. Una que no olvidará en su vida. Así que sonríe. Y espera. Porque puede esperar un poco más. Y una eternidad. O dos. Quién tiene prisa. No ha resultado tan difícil. ¿Verdad? Y sonríe.

Una llave. Tanteando. Una llave al otro lado. Buscando. Un pestillo. Bingo. Dos pestillos. Una puerta. Una cuerda que se tensa. Un gatillo. Un percutor. Una bisagra que grita. Una bisagra que avisa. Una bisagra que llora. Una bisagra que suplica. Como si. Una hija. De puta. O una madre. ¿Qué?

Y una nieta.

Tres bisagras. Avisando. Chillando. Llorando. Suplicando. Como si. En una habitación con un viejo. Que se muere antes de morir. Que quiere morir antes de morir. Una explosión. Un segundo o quizá no tanto. Y sangre. Sangre de viejo. Sangre de noventa años. Sangre de un hombre con demasiado tiempo. Sangre de un hombre que ya no sonríe. Sangre de una cabeza inerte. Muerta. Y otros ojos. Otras manos. Otro pelo. Otros labios. La persona equivocada. Sangre. Que una niña de seis años jamás conseguirá limpiar de su cara.

Y una imagen. Que un alma de seis años. (Esto sí). No olvidará en su vida.

Flotas

«Si tienes suerte y el golpe te pilla fresco, cuando te desplomas sobre la lona al menos tienes una ligera conciencia de qué es lo que pasa. Si no tienes esa suerte... bueno, si no la tienes, llegado ese punto no importa demasiado porque eso no va a cambiar nada. Y entonces, simplemente caes. Así, sin más. Te derrumbas, caes, sin sentir que caes. Y flotas. Flotas. Como una tonelada de hierro en el fondo del océano, flotas y te escuchas a ti mismo; el latido del corazón retumbar dentro de tu cabeza, el aire saliendo de tus pulmones y tus propios gemidos mientras el mundo entero guarda silencio. Y en ese preciso instante, exhausto, agotado, derrotado, muerto, acabado, te levantas. Porque flotas, porque tienes que hacerlo, y porque después de todo, ese es tu maldito trabajo».

Pesadilla

Todos los días, antes de acostarse, abre su libro y lo lee. Y todos los días, da igual por donde lo abra, se encuentra a sí mismo de nuevo en el papel, descubriendo con horror que su vida ya ha sido pensada antes, que alguien se ha encargado de escribirla, de revisarla, de corregirla, de mandarla a la imprenta, de publicarla, de distribuirla, de comprarla. Que su vida, como una vulgar historia, ha pasado ya por innumerables manos, que no posee ni un ápice de originalidad. Y cada noche, intenta sin éxito leer un poco más allá, reconociéndose en frases que se eternizan al narrar a un protagonista intentando ir un poco más allá, atormentado por no saber si es él el que escribe o el libro el que narra.

Y se resiste, día tras día, a saltarse la trama y pasar directamente al final del libro, aunque se da cuenta de que, a pesar de las consecuencias, no podrá resistirlo mucho tiempo más. Pero le consuela pensar que, sin duda alguna, cuando lo haga, lo encontrará escrito en esa última hoja.

(Texto publicado el pasado 24 de noviembre de 2005 como colaboración en Futuro Perfecto, el anterior blog de Nadie. Y es que no somos nadie.)

The Shouting Hill

Cuenta Marcus Boffmann en su libro Historias sin miedo que aproximadamente a treinta millas al norte de Tweedtown, entrando ya en el desierto de Nevada, se encuentra lo que se conoce como La colina del Grito (The Shouting Hill), a la que acuden cada año miles de personas al año con la única intención de gritar, tan alto como puedan, al desierto que se extiende frente a ellos.

A partir de este ejemplo, reflexiona Boffmann acerca de la urgente necesidad de contar con espacios a través de los cuales el individuo de la gran ciudad (principalmente, pero no de manera exclusiva), al que se le exige un grado superlativo de civilización a la vez que se le fuerza a convivir con grados a menudo intolerables de caos de irracionalidad (representados a través del estrés, los abusos psicológicos y físicos o la injusticia e incompetencia burocrática), pueda reducir hasta unos niveles admisibles la presión que se deriva de esta contradicción social y personal.

No nos sorprendamos, dice Boffman, de que «de tanto en tanto, una persona se salga literalmente de sus casillas y lleve a cabo lo que es una atrocidad ante los ojos de cualquiera. Nos sorprenderíamos, hasta el nivel de la compasión y quizá la empatía, de la historia que muchos de estos asesinos que aparecen en los noticiarios tienen tras de sí».

Al igual que Joel Schumacher en Un día de furia, Marcus Boffmann advierte que es una temeridad olvidar las partes no conscientes de la sociedad, y que cualquiera de nosotros, o aquellos con los que convivimos día a día, podría, sometido a una excesiva presión, convertirse en un salvaje.

Matías

El padre de Matías decidió obsequiar a su hijo recién nacido con un curioso regalo. Un regalo, por decirlo de alguna manera, a largo plazo. Cada día, sin falta, le sacaba una foto de la cara al niño, escribía la fecha al dorso, y la guardaba religiosamente, con la ilusión de ofrecérsela algún día en el futuro junto con todas las demás. Como es de esperar, al ver dos fotos consecutivas el cambio era inapreciable más allá de los cambios habituales que cualquier persona refleja en su rostro de un día para otro, pero cuando comparaba fotos de fechas distanciadas entre sí por meses o incluso años, el cambio era espectacular. Aquello no era en realidad nada nuevo; cualquier niño cambia sensiblemente de un año al siguiente, y Matías no era una excepción. La diferencia era que en este caso, y utilizando un pequeño artefacto que el padre había construido al par de años de vida del chiquillo, se podía ver cómo el rostro del niño literalmente cambiaba -crecía- ante tus ojos. Aparte del notable hecho, por supuesto, de que no todo el mundo posee un registro fotográfico diario de de los primeros trece años de vida de uno mismo.

Porque ese es el tiempo que el progenitor de Matías fue capaz de continuar con su pequeño experimento, que era después de todo en lo que se había convertido aquello. Lo que en un principio nació como un regalo para el futuro, era ahora su pequeña obsesión particular y la tortura diaria de su hijo. Un nueve de abril le tomó la última fotografía, sentado en una silla de la cocina, cuando éste tenía trece años, siete meses y cuatro días, y después de ese día, incluído expresamente el día de su muerte, jamás volvió a reflejarse la cara de Matías en documento gráfico alguno; ni fotográfico, ni filmográfico ni tan siquiera en un dibujo. Tras su muerte, tal y como dejó indicado en su testamento, las casi 5000 fotografías de su rostro fueron quemadas junto a su cuerpo, y con ellas, aquel regalo de su padre que le marcó durante toda su existencia.

Mauro y las voces

Mauro oía voces. Voces de todo tipo: agudas como el silbido de un tren y graves como el carraspeo de un abuelo. Autónomas, independientes, emancipadas, decenas, cientos, en ocasiones miles de voces, todas dentro de su cabeza, manteniendo conversaciones, discusiones, monólogos que ni él mismo era capaz de recordar. Cuando daba la casualidad de que su atención se centraba en una de ellas, a veces estaba de acuerdo con lo que oía, y a veces no. A veces no. Tengo mucho majadero aquí dentro, pensaba en ocasiones. Y en otras ocasiones, todo lo contrario. Algunas de ellas opinaban que habían estado toda la vida ahí dentro, y que además lo merecían, mientras que otras, aquellas con una vocación más médica, pensaban, con mucho criterio según ellas, que lo que le pasaba a Mauro no era del todo normal. Pero claro, el instinto de supervivencia tira mucho, y eso siempre se oía allí por lo bajini.

Eso no es normal, Mauro, le repetía todo el mundo constantemente; su mujer, sus hijos, sus amigos, sus compañeros de trabajo, el quiosquero y el panadero, la mujer del quinto, la del cuarto y "esa" (ñam ñam, pensaban casi al unísono todas las voces masculinas de su cabeza al verla). Cualquier persona se creía con derecho a decirle que debía hacer algo con aquello. Y eso que M. era, en apariencia, totalmente normal. Incluso algunas de las voces le habían dicho en cierta ocasión que aquello no era lógico, pero como se ha dicho, el instinto de supervivencia es una poderosa razón para mantener el pico cerrado.

Así que, más por cansancio que por deseo propio, Mauro fue al psiquiatra, y esto fue lo que pasó (transcripción no literal y abreviada):

Psiquiatra Así que al parecer usted oye voces, ¿no es cierto?

Mauro Pues sí, oígo voces. Cientos de voces, miles de voces, en todo momento, dentro de mi cabeza, hablando, riendo, cantando, discutiendo, gritando. Ni siquiera sé cuantas hay. Supongo que usted no oye voces.

Psiquiatra No, Mauro, yo no las oígo.

Mauro Jamás sabrá cuánto le compadezco.

Con este breve y cortante comentario, Mauro se levantó, mientras se escuchaba un grito unánime de alegría dentro de su cabeza (es cierto que alguna discrepaba). Y todas sonreían allí dentro. Todas. Todas, incluída la voz que Mauro creía propia...

.. y la del psiquiatra.

Dimito

Estoy cansado. Cansado. De levantarme siempre antes que él, de estar siempre listo para lo que él quiera y cuando él quiera. De pasar todo el día esperándole, y que cuando por fin lo hace no me dedique más que unas pobres miradas. Harto de su narcisismo, de que me hable sólo para oír su propia voz, de vestirme como él quiere y de ser simplemente uno más en su vida.

En resumen, hasta las narices estoy de hacer todo lo que a él le da la gana. Dimito. Que se busque otro espejo, a la mierda.

 

(Texto publicado el pasado 23 de noviembre de 2005 como colaboración en Futuro Perfecto, el anterior blog de Nadie. Y es que no somos nadie.)

No somos nadie

Mientras aguardas al ascensor, listo para ir al trabajo, turno de tardes, te asalta la duda de si has apagado o no las luces de la cocina, y decides entrar a casa de nuevo, sólo para comprobarlo, es sólo un minuto, te dices, a la vez que el ascensor, al que estabas esperando, se detiene justo en el momento en el que abres la puerta de tu casa, con el vecino del sexto en su interior, Andrés, que atraviesa una tremenda depresión a causa de la muerte de su esposa el mes pasado, y con él, quince segundos más tarde, el ascensor se cierra sin tí, y sigue su camino hacia la planta baja, por lo que al no coincidir con él por tan sólo medio mísero minuto, no puedes darle los buenos días, no puedes interesarte por él, no puedes alegrarle el día en la medida de lo posible, demostrándole que no está sólo en el mundo y que hay cosas que simplemente pasan, pero la vida sigue contigo o sin tí. Y así, sale a la calle cabizbajo, sin prestar atención, ausente, tres minutos antes de lo previsto, minutos en los que se habría entretenido en el patio hablando contigo, y a punto está de dejarse la vida y algo más debajo de las ruedas recién estrenadas de un todoterreno que circula correctamente por el carril derecho. Y al descansar del susto apoyado en una caseta de la ONCE, mientras se repone, decide, simplemente porque sí, simplemente por llegar hasta allí, comprar un décimo cualquiera, el último que quede de algún número cualquiera, el mismo que Marisa, una mujer que se divorció de su marido hace seis años y que se siente, a sus cincuentaymuchos, muy sola, lleva comprando durante meses o quién sabe si incluso años, quién sabe, y que habría comprado tres minutos más tarde, como hace todos los días, si Andrés no lo hubiera comprado un instante antes que ella. El mismo, como hace todos los días, menos hoy. Hoy también, si no hubieses entrado a verificar que las luces de la cocina, que estaban apagadas, estaban realmente apagadas. Hoy también, si Andrés no hubiese estado a punto de morir bajo los neumáticos de un Gran Cherokee. Hoy también, si en lugar de ponerse en la primera caja del supermercado, por simple pereza, por simple apatía, por simple desgana, se hubiese puesto en la tercera. Pero no. Todos los días, menos hoy.

Pero hoy es, precisamente, el día que ese décimo es premiado. Hoy. Porca miseria.

Razones ocultas

Apoyado en la puerta de un bar, de pie con las piernas cruzadas y ligeramente inclinado, un hombre se atrinchera bajo unas gafas de sol que casi tienen más años que los adoquines que pisa. Los pelos le asoman sin ningún tipo de timidez por una camisa abierta hasta la mitad del pecho, y que muere en unos pantalones de tela estrangulados por un cinturon de piel marrón; aparte de eso, un enorme anillo dorado en el dedo corazón y un palillo que saluda desde la comisura de sus labios son otros de los signos, pero no los únicos, que avisan, a propios y a extraños, de quién es.

Unos metros más allá, en la otra acera, un chico de no más de quince años, delgado y ágil como una lagartija, comienza a cruzar la calle apresuradamente entre el tráfico. Al llegar a la altura del hombre, éste se moja los labios y aprieta las mandíbulas clavando sus muelas en el palillo, abriendo la boca con expresivo disgusto, apenas lo justo, casi como si tuviera que pagar por abrirla. Sin moverse ni mirarle, completamente inerte, le dirige una voz grave que parece proceder directamente de sus entrañas, tanto que cualquiera diría que le han amputado las cuerdas vocales y habla directamente con el estómago:

- Eh, tú. Chaval. Sí, tú. Ven aquí. Venga, ven aquí.

El chico le mira asustado primero, con timidez después, sin saber si alejarse de allí a toda prisa o atender a la petición del extraño sujeto, si es que realmente habla con él. Tras valorar ambas posibilidades un segundo, más por miedo que por obediencia, como si éste pudiera atraparlo si echase a correr, se detiene frente al hombre y busca sin éxito sus ojos detrás de los cristales oscuros. Antes de que pueda abrir la boca, un giro de la cabeza del tipo en su dirección hace que descarte cualquier posible contestación. Diez segundos después, como si tuviera que pensar cien veces cada sílaba emitida, la boca del palillo continúa, con la misma cadencia pausada anterior, mortalmente lenta:

- Mira, chico. No sé quien eres. No sé qué haces aquí. No sé de dónde vienes. Y no sé dónde vas. Tampoco me importa demasiado. Ese es tu problema, ¿comprendes? -éste no sabe si ha de contestar o no, pero como si intentase evitar cualquier interrupción, esta vez su interlocutor es inusitadamente rápido y no le da opción- Lo que sí que sé, chaval, y atiéndeme, chico, es que si te vuelvo a ver cruzar entre los coches por medio de la calle, voy a encargarme de sacarte el hígado y los riñones y dárselos a comer a mis perros. Y ahora, chaval, lárgate, que me tapas la vista.

Tan intimidado como sorprendido, tras unos segundos de desconcierto y sin capacidad para añadir nada, el pobre chico comienza a alejarse de nuestro sujeto, que con el eterno palillo en la boca, yergue la cabeza, y al caer de nuevo en sus recuerdos, sonríe amargamente.