Patios de recreo
Éramos los parias. Con los roles establecidos desde el principio del curso, cuando sonaba la sirena nos conformábamos con una pequeña porción del espacio disponible en el patio de recreo, en la que formábamos dos porterías con cualquier otra cosa que tuviéramos a mano. Sin larguero ni líneas pintadas en el suelo, los límites se establecían por sentido común y acuerdo popular, y la pelota no era más que la suma del papel de plata de los bocadillos de los integrantes de ambos equipos, que a menudo había que rearmar tras la desintegración que sufría a causa de alguna patada. Varios metros más allá, grupos de nuestros compañeros más aventajados, a los que llamábamos los profesionales con sorna y cierta envidia, disfrutaban de las comodidades de campos de fútbol sala casi reglamentarios, incluyendo los balones que el profesor de educación física tan amablemente les cedía al llegar la hora del recreo. Aun así, no teníamos ningún tipo de conciencia de clase futbolera. Estoy bastante seguro de que, en secreto, todos albergábamos la esperanza de dejar atrás las líneas imaginarias y la minúscula y aparatosa pelota para formar parte de alguno de los equipos oficiales.
Visto en perspectiva, tampoco nos podíamos quejar; un escalón por debajo en estatus y ocupación física, las niñas se arrinconaban en las esquinas del recreo, sentadas o cantando en torno a alguna goma de saltar. Solo algunas parecían interesadas en el fútbol, pero una cosa era ser un paria del patio de recreo, y otra dejarlas jugar con, o incluso, contra nosotros. Entre ellas, la más insistente fue María, una chiquilla rubia y desgarbada con las piernas como palillos, que se presentaba al borde del campo imaginario todos los días. Finalmente, tras una pequeña asamblea improvisada, aceptamos que formara parte de los suplentes, a regañadientes de más de uno. Al fin y al cabo, era una chica. ¡Una chica!
No duró en el banquillo. Aún en un curso inferior al nuestro, ella era, con diferencia, la que mejor jugaba, y me atrevo a decir que nada tenía que envidiar a cualquiera de los profesionales, pese a lo cual su estatus de chica condicionaba cualquier posible ascenso a categorías superiores. Sin embargo, tampoco aquello era suficiente, ya que nos comportábamos como si le estuviéramos haciendo un favor, y como es evidente, fuera de la cancha de juego, nos manteníamos mutuamente distanciados. Ella no era nuestra amiga.
Una mañana, el balón de uno de los campos reales llegó hasta nuestro campo imaginario. Al jugar en terreno de nadie, era una interrupción habitual, y nos limitábamos a devolverlo con nuestro mejor estilo, quizá con la idea de demostrar que, en realidad, aunque jugásemos con porterías ficticias y una bola de papel de plata, no éramos tan malos (aunque sí lo fuésemos). En aquella ocasión fue María quien lo interceptó, sujetándolo con la planta del pie. A distancia, Julio, un chiquillo que venía todos los días al colegio con zapatillas de fútbol sala, esperaba el balón de vuelta, y al ver que ella no reaccionaba, él y varios compañeros suyos se acercaron, mientras nosotros nos mirábamos unos a otros sin saber muy bien qué hacer.
—Devuélveselo, vamos —susurró algún miedoso. Más bien al contrario, María comenzó a dar toques con él en el aire, un desafío que los profesionales no podían dejar pasar.
—Que me des el balón, niña idiota —dijo Julio cuando llegó junto a ella.
El siguiente toque que María le dio a la pelota fue una patada que la mandó al otro lado de las paredes del patio del colegio, para desconcierto de ellos y regocijo nuestro. Incluso se escuchó alguna risa reprimida.
—Ahí tienes tu balón, niño idiota —dijo ella sonriendo con los brazos cruzados.
María pasó una semana castigada por aquello, y tras el castigo volvió a aparecer en nuestro campo imaginario a jugar, como si nada hubiera pasado. Aunque plantarles cara a los profesionales era algo a lo que ninguno jamás se habría atrevido, nadie en el grupo mostró un ápice de cercanía o admiración.
La misma escena se repitió en varias ocasiones en los meses siguientes, con resultado y protagonistas dispares. A veces el balón acababa de nuevo en el otro lado de la valla (y también de nuevo, ella castigada), a veces le pegaba una patada y lo mandaba al otro extremo del patio y a veces le daba toques hasta que el profesional, resignado, se plantaba frente a ella y lo pedía de buenas maneras. Desde que uno de los mayores había tratado de quitársela y ella lo había toreado entre risas, nadie se había vuelto a arriesgar a una humillación pública. Todo el colegio sabía que, con mucha diferencia, era más hábil que cualquiera, y aunque para nuestro grupo era un orgullo tenerla junto a nosotros, era un sentimiento que manteníamos oculto. Incluso así, no puedo negar que cada vez que una pelota ajena llegaba a sus pies, una sonrisa de diversión mal disimulada se dibujaba en nuestros rostros.
Una mañana, antes de que comenzáramos a jugar, Julio se acercó con dos de sus lugartenientes.
—Eh, niñ… María, ¿quieres venir con nosotros?
Ella los miró, indiferente, mientras esperábamos a su espalda, tímidos y convencidos de que nos íbamos a quedar sin nuestra estrella.
—Qué pasa, ¿os falta alguien?
—No. Solo queremos que juegues con nosotros.
—Pero no os sobra ningún sitio, ¿no?
—Quitaré a alguno, yo me encargo de eso.
María no dijo nada. Giró la cabeza y nos recorrió con la mirada uno a uno. Me pareció que se estaba despidiendo y sentí una punzada de remordimiento por cómo la habíamos tratado. No podíamos reprocharle nada.
—Qué dices, María, ¿te apuntas? —insistió Julio.
Ella frunció los labios un segundo y sonrió.
—No, creo que me quedo con ellos.
Y sin decir nada más, se volvió y los dejó plantados a su espalda, mientras se dirigía a mí con una gran sonrisa y la mano extendida para que le chocara los cinco.