Historia verídica

Pasé los diez primeros años de mi vida entre algodones; gasas, sistemas de respiración asistida, goteros, pasillos de hospital y medicamentos fueron mis compañeros de juegos. Casi podría decir que a alguien no le gustó que yo entrase en este mundo, porque mis problemas -y los de mis padres- empezaron a los pocos minutos de vida. Un niño que al nacer no quiso llorar pasó cuatro meses en el área de cuidados intensivos neonatales, lo que fue a todos los efectos el prólogo de una serie de interminables años en los que pasé a coleccionar tantas hospitalizaciones como problemas de salud, hasta el punto de que sobre todo durante los cinco primeros años, pasaba más de dos tercios de cada mes ingresado. Tuve el dudoso privilegio de experimentar cómo se viven las navidades, tus propios cumpleaños o las vacaciones de verano entre las paredes de un hospital. Si he de atender a lo que mis progenitores me cuentan de todo aquello, en más de una ocasión estuve bastante cerca de irme muy lejos, lo suficiente como para no poder estar aquí contando esto.

Hacia el final de esos diez años, quizá con el crecimiento físico o simplemente por la misma razón que nací así, la mayoría de aquellos problemas comenzaron a difuminarse, y a día de hoy, aparte de unos cuantos recuerdos no siempre desagradables, y un puñado de cajas de medicamentos que aún hoy, veinte años más tarde, sigo comprando regularmente "por si acaso", sólo me queda una cosa de la que no he podido deshacerme: el irrefrenable impulso de contar mentiras.

Señor Azulejo

El Señor Azulejo te mira cuando te duchas, cuando te bañas, cuando te enjabonas o cuando simplemente dejas caer el agua caliente por tu cuerpo. En silencio, pegado a la pared, te observa, aunque tú le ignores, aunque no te hayas fijado nunca en él, aunque no sepas ni que existe. Es feliz viendo el agua deslizarse por tu barbilla, el jabón correr por tus piernas y tu pecho, y casi puede sentir lo que tu sientes si lo intenta. Pero cuando sales, cuando apagas la luz, cuando corres la cortina, y le dejas ahí detrás en la oscuridad, solo con todos esos seres sin boca, sin ojos, sin cara, al Señor Azulejo le gustaría gritar muy fuerte, pero su boca no se abre y su garganta no emite sonido alguno. El Señor Azulejo lleva muchos años pasando miedo, vigilando, aterrorizado entre extraños. Por eso, a veces, aunque tú no lo notes, lo que le cae desde los ojos cuando te duchas no es agua caliente, no es jabón, son lágrimas. Moriría de miedo si pudiera, pero él no es más que un pobre azulejo agujereado, nada más que un pobre azulejo sucio.

No te rías cuando veas al Señor Azulejo. Todos tenemos miedo de algo y este es su miedo.

L.

Cuando llegaba el verano, y el valle se convertía en una olla a presión casi permanentemente, las siete de la mañana pasaba a ser la única hora en que era sensato pasear, y por tanto, el único momento que L. podía dedicar a sí misma. El calor todavía no era excesivo, y con el frescor del ambiente la humedad resultaba, a diferencia del resto del día, refrescante; el rocío caído durante la noche se acumulaba sobre la hierba y andar descalza sobre ella era la mejor y a menudo la única experiencia agradable del día. Sin rumbo definido y con los ojos cerrados, caminaba durante unos minutos sintiendo la caricia de la grama mojada sobre las plantas de sus pies o las gotas de agua sobre su empeine, consciente de cada movimiento de su cuerpo, de cada brizna de aire, de cada sensación, de cada sonido, sin más compañía que la de algún pájaro intruso y bienvenido; olvidaba sus problemas y se dejaba llevar.

Un día, al llegar a finales de agosto, L. se detuvo y mientras respiraba profundamente, se convirtió en flor.

Gómez y Machado

El señor Gómez era de ese tipo de personas que llegas a odiar sin conocer, simplemente por su aspecto físico, su comportamiento, su manera de tratar a la gente. Ese tipo de personas a quienes dedicas un 'qué hijo de la gran puta' como primera y única impresión. Con su traje de dos mil euros, su Porsche todoterreno y un eterno purito en la boca, resultaba sencillo imaginarle espetándole aquello de 'no sabe usted con quién está hablando' a cualquier guardia urbano. Ese tipo de personas a quienes te gustaría ver en el suelo escupiendo sangre, humillado, masticando un poco de humildad, tragando un poco de la mierda que reparten día tras día a los que están debajo de él.

Machado era de los que hacían realidad esos deseos. Otro hijo de la gran puta, no nos engañemos, pero en el extremo contrario. Mientras que Gómez era el responsable de depresiones, abusos, y algún que otro intento de suicidio frustrado, en definitiva, de hacer sentir miserables a las personas, Machado era la causa de huesos rotos, fracturas craneales y más de un intento de asesinato frustrado. El poder social y económico pueden amargar la vida de una manera profunda y angustiosa, pero la violencia física es también un recurso muy poderoso; el dolor físico es mucho más instintivo, más real, más inmediato. Machado no se cansaba de repetir que éste era doblemente democrático: todo el mundo tiene miedo al dolor físico, e infligirlo es un poder que todo el mundo posee. Este era su lema, expresado en forma de filosofía vital, y lo aplicaba siempre que lo consideraba necesario.

En resumen, ambos jugaban al mismo juego, pero con diferentes dados; ninguno tenía el más mínimo respeto por la vida humana. Así que cuando aquella noche a Machado se le fue la mano con Gómez, como en tantas otras ocasiones, y le hizo tragar más orgullo del que éste fue capaz de asimilar, a nadie le importó mucho porque a fin de cuentas, en términos absolutos la única implicación que aquello tuvo fue que donde antes habían dos hijos de puta, ahora ya sólo había uno.

A de Alicia, Mariano, Delabro y un novio sin nombre

Vale. A de Alicia. Y Mariano, pero no M de Mariano, sino Mariano a secas. Bengala Mariano, a todo lo más, si me apuran. Y un perro llamado Delabro y un novio sin nombre, corriente y moliente. Y nuestro querido felino, con las hojas del eterno crucigrama resuelto, esperando agachado en la oscuridad a nuestra querida chica, que baja en estos momentos por las escaleras con la bestia de su novio (el can, no el novio) atado por una correa. Y al llegar al portal, se encuentran los unos y el otro, el uno y los otros, frente a frente, y el amor, el cariño, las lágrimas asomándose a los ojos, la alegría contenida, la emoción, da paso a la locura, a la pasión, al deseo y la lujuria. Y al mismo tiempo que Mariano le ofrece las soluciones con una sonrisa de enamorado, Delabro le tiende a A de Alicia; y mientras el primero da buena cuenta de ella, el segundo hace lo propio con Horizontales 1. Naturales de un estado de África cuya capital es Addis Abeba, con Verticales 2. En este lugar. Jugó y ganó, porque la carne de A, ahora ya tan sólo 'A', sabe tan bien como la celulosa cuando te la regala tu amado.

Y ahí tienen a Delabro y a Mariano, retozando juntos en Tahití, y a falta de As de Alicias y libros de pasatiempos, bebiendo daiquiris, comiendo perdices y viviendo felices.

Tim

Detrás del Gran Abedul, alejados unos quince metros y ocultos entre la broza, fueron encontrados los dos cuerpos. Él, salvajemente mutilado, al que le habían arrancado de cuajo brazos y piernas, y con la cara destrozada, sin orejas ni nariz, cortadas a cuchillo; conservaba los ojos, quizá para permitirle ver, antes de que acabaran con él, lo que hacían con la que desde hacía casi dos años era su compañera sentimental. Con ella tuvieron, a primera vista, mayores contemplaciones, aunque fue violada numerosas veces y golpeada en la cara y las piernas con algún objeto metálico, quizá una llave inglesa. La escena que los agentes encontraron frente a sí era dantesca, y es posible que jamás la olviden; el resultado era tal que sólo el forense pudo acercarse a examinar los cadáveres, que se encontraban en avanzado estado de descomposición.

Las posteriores investigaciones a las que dió lugar el hallazgo mostraron que Rick Waddick, en apariencia un tranquilo agricultor de pueblo, regentaba con el nombre de Jim Bean un negocio como corredor de apuestas en la ciudad, junto con Anna "Urraca" Faggett y Joe "Mapache" Rabold; a este último lo encontraron una semana más tarde, en un motel de carretera, con la garganta rajada y los genitales y los ojos dentro de la boca.

Al parecer, el procedimiento a seguir con los clientes que mantenían deudas pendientes con la "empresa" era la amenaza intimidatoria, mediante cartas, matones o algún pequeño susto; una paliza a tiempo siempre rendía buenos dividendos, pero casi nunca era necesario llegar a ese punto. Nadie sabe cómo, pero se habían creado en el gremio, a base de mentiras y teatro, una reputación de gente sin escrúpulos, y eso ayudaba a que las cuentas cuadrasen; no obstante, a pesar de los rumores nunca habían matado a nadie ni es posible que lo hubiesen hecho, llegado el momento. Una inmerecida fama les precedía, y con eso era más que suficiente.

Pero con Tim se equivocaron desde el principio, porque en realidad, éste ni siquiera se llamaba así. Dario Falgione, el verdadero nombre del chico, había contraído con aquella travesura una deuda de doscientos dólares, que aunque habría sido una cantidad insignificante para la mayoría de personas, con diecinueve años y a espaldas de su familia, le iba a costar varios meses reunir. Nada tendría que haber pasado, pero con el primer aviso que recibió de Jim y sus socios, el chaval se puso nervioso, se acojonó, y le faltó tiempo para ir a contárselo a su tío, Carlo Fangione. Las medidas que éste tomó para que la situación no se volviese a repetir han sido ya contadas previamente y son de sobra conocidas, aunque nunca nadie consiguió probar nada de aquello.

Pérdidas no tan pérdidas

Un día, sin querer, sin poder evitarlo, perdí un adjetivo. Uno calificativo, de esos que son tan presumidos y caminan con la cabeza alta mirando a los demás por encima del hombro. La verdad es que parte de la culpa es mía, porque aquel día iba con prisas, y no sé si fue él mismo, yo con el traqueteo de las teclas o con mi cabeza en otro lado, pero la cuestión es que desapareció entre mis dedos y mis pensamientos, y desconozco si se coló por los poros de la mesa, pero jamás supe de él, y hasta hoy no ha aparecido.

Lo busqué, vaya que si lo hice; rebusqué libros enteros, vacié armarios, desmonté estanterías, hasta limpié el coche, cosa grandemente inaudita en mí, pero nada de nada. Volatilizose, igualito que si se lo hubiese tragado la tierra. Así que, forzado por las circunstancias, me acostumbré a prescindir de él, y me di cuenta mientras lo hacía que después de todo, no había perdido tanto, porque a cambio, había encontrado un montón de verbos, conjunciones, nombres propios y comunes, adverbios, preposiciones y muchas otras cosas que ahora no vienen a cuento, y aquello no quedaba tan mal después de todo. Es más, emulando a Hernández y Fernández, yo aún diría más: quedaba muy bien.

Así que ahora cuando estoy escribiendo, de vez en cuando, cojo un adjetivo de los altaneros, casi siempre calificativo, y sin atender a sus súplicas ni lloriqueos, lo tiro, lo pisoteo y lo machaco sin piedad. Soy una mala bestia, ya lo sé, qué le voy a hacer; un ser cruel y sanguinario. Y en su lugar, pongo algún sustantivo o pronombre, mucho más dispuestos a sentarse en el banquillo de vez en cuando y sin duda más agradecidos por las oportunidades ofrecidas. Ya lo decía aquel: «Hoy por ti y mañana por mí».

Mapache Joe

Me llamo Joe, pero me llaman Mapache Joe, es lo primero que sale de su boca cuando te lo presentan. Y este tipo apesta lo primero que pasa por tu cabeza cuando lo hacen. Es normal, porque Mapache Joe es una mofeta, por mucho que pretenda convencerte de lo contrario; pero que no se les escape que se lo he dicho, porque Joe me mataría si se enterase, que es además la principal razón por la que todo el mundo simula que el tipo en cuestión es realmente un mapache. Quizá sea también porque siendo el prestamista más odiado y con el mayor número de clientes, cosas que en esa profesión van unidas sin remedio en relación directamente proporcional, lo de que te entren arcadas cuando lo tienes delante, le va que ni pintado.

Pero Mapache Joe no sabe la que se le viene encima, porque detrás de una vieja radio sobre la que lleva acumulándose irremediablemente el polvo durante años, se encuentra olvidado, o a lo mejor no, el único fascículo de Pasatiempos o no que aún conserva todas las hojas de soluciones intactas. Es decir, la respuesta a las cavilaciones de los últimos cinco años de la vida de A de Alicia. Y a Mariano, a Bengala Mariano para nosotros, le da igual que Joe sea un mapache, una mofeta o un castor; faltaría más, que para eso es un tigre. No un gato, ni un lince ni una nutria, un puto tigre, con sus rayas, sus pezuñas y sus colmillos, sobre todo sus colmillos, y además, como ya dijimos, lleva sin comer desde que Julio Iglesias sacó su tercer disco. Y Mariano está cansado, aburrido, harto de estar agazapado en la oscuridad.

Y todo eso es malo para Mapache Joe; malo, muy malo. Ni el olor le va a salvar esta vez.

A de Alicia y Mariano

A de Alicia vive esclavizada por una decisión. Una muy simple, aunque no vamos a entrar aquí a juzgar a nadie, o quizá sí que lo acabemos haciendo, pero un poco más tarde. La primera opción es bajar al perro ijoputa de su novio, que no tiene muchas luces, el dueño, no el can, a la calle a que el pobre bicho haga sus necesidades. La otra, seguir con el crucigrama que lleva cinco años haciendo; y no es que lo tenga casi acabado, sino que más bien, ni lo ha empezado y no será por falta de dedicación. Más que un crucigrama, aquello podría decirse que es un puzzle de diez mil piezas, por el tiempo empleado. Y todo porque el perro se comió las hojas con las soluciones, ya que A de Alicia jamás ha conseguido acabar ningún pasatiempo; no le da para tanto. Una chica no muy lista para un chico más que tonto con un perro ijoputa aficionado a comer hojas de pasatiempos. No desvelaremos qué alternativa tomará nuestra querida amiga A de Alicia, pero podemos adelantar que escondido en el portal, se encuentra agazapado un tigre de bengala llamado Mariano, que canta operetas en sus ratos de ocio y lleva sin comer desde que Julio Iglesias sacó su tercer disco.

No me miren así. Cosas más raras se han visto.

31 de mayo. Entrada de bitácora nº 606

El momento hacia el que hace días que nos encaminábamos y que he mencionado de pasada en las últimas entradas de esta bitácora se desencadenó hace sólo unas horas. No puedo controlar más la situación, y me sorprende haber sido capaz de hacerlo tanto tiempo, pero ya no me quedan fuerzas ni argumentos, y todo me hace suponer que yo seré la primera víctima de las circunstancias. Tras la rotura del timón hace unas semanas, conseguí mantener la moral de los hombres alta con mentiras acerca de corrientes submarinas que no existen, y busqué una solución que nunca llegó. Varios hombres han muerto ya a causa del escorbuto, y aunque las esperanzas de alcanzar tierra pospusieron lo inevitable, los rumores empezaron a difundirse. Finalmente, esta mañana se han confirmado mis temores, cuando he comprobado con pavor que no queda más que un barril de agua en las bodegas.

He de dejarlo aquí; el vocerío que escucho indica que con toda seguridad a estas horas la noticia ya se ha propagado por cubierta, y casi puedo oír los pasos y los gritos llamándome tras la puerta. No me consuela pensar que mi muerte será sin duda la más rápida de todas. No me resta otra cosa, pues, más que admitir mi fracaso y asumir la responsabilidad por la muerte de mis hombres; por los que han caído y por los que caerán. Yo, y nadie más, soy el único culpable; he creado esta situación y he de pagar por ella, aunque en ello me lleve la vida. Que Dios nos acoja en su seno, porque vamos a morir.

Jeremías es una estrella

Jeremías busca una palabra en su cabeza, mientras camina con paso firme bajo el sol de un doce de agosto por una calle cualquiera de una ciudad cualquiera. Treinta y nueve grados centígrados marca el termómetro fuera, y dentro casi cinco litros y medio de sangre corren por unas venas dilatadas bajo la piel hirviendo; un corazón bombeando con violencia, unos pulmones llenándose y vaciándose de aire caliente mientras los músculos y tendones se contraen y relajan con cada movimiento, tal y como está escrito. Ajeno a su complejidad orgánica, o quizá no, una sonrisa se dibuja en su boca al ver acercarse una chica, y se divierte intentando adivinar sus formas, ligeramente ansioso por el encuentro. En sus pies, unas viejas zapatillas Adidas que llevan años comiéndose el mundo devoran la acera, y en sus oídos, en su cabeza, Santa Esperanza; Uma Thurman, Lucy Liu y Kill Bill. Sonríe.

Siete metros delante suyo, en el suelo, una lata de refresco medio aplastada espera con ilusión el papel de su vida. Nueve metros más adelante, y once sobre su cabeza, una mujer de cincuenta y siete años sale al balcón. Y Jeremías, fiel al guión aprendido, listo para encarnar a Pelé, a Maradona, a Platini, a Cruyff, ante millones de personas que se esconden, ante un universo que le contempla en silencio, ya apenas necesita imaginar nada cuando el interior de su pie impacta con el bote, haciendo de él justo en ese instante una gran estrella, y una diferencia de temperatura de dieciocho grados provoca una bajada de tensión, un tambaleo, un mareo, un apoyo desesperado en una barandilla que se tambalea, al tiempo que una chica se detiene y observa con indignación como su blusa blanca ha quedado manchada de Coca Cola por la torpeza de un idiota cuya sonrisa y seguridad ha desaparecido al instante, y lista para abrir la boca, una maceta llena de tierra se destroza contra el suelo que ella debería estar pisando en ese momento. Si no fuese por Jeremías, nuestra estrella.

Porque una blusa no vale una vida, y Jeremías, Jeremías sabe eso.

Mario Montoya

Mario Montoya fue desde su nacimiento objeto de burlas por su aspecto gracioso, pero gracioso en grado superlativo. A causa de ello, su infancia había sido tan complicada como lo eran sus facciones. Una nariz prominente surgiendo de unos pómulos hundidos que colaboraban a engrandecerla, unas orejas de soplillo perpendiculares a los laterales de su cabeza, y unos grandes ojos saltones que no se perdían un detalle, convertían su cara en una broma y a él mismo en diana de cualquier mofa. Seamos sinceros: mirarle daba risa, esa era la verdad. No le costaba hacer reír a la gente, ni voluntaria ni involuntariamente, y ni siquiera necesitaba abrir la boca: un retrato suyo era una caricatura a los ojos de cualquier otra persona. Pero como era natural, a Mario aquello le hacía más bien poca gracia.

No fue fácil, ya que esta situación se prolongó durante muchos y largos años, con sus correspondientes raciones de sufrimiento y escarnio para el niño y posterior adolescente, pero con el tiempo y la ayuda de no pocas personas, Mario Montoya aprendió a reirse de sí mismo (por lo que obviamente se reía mucho) y en el proceso fue perdiendo aquel complejo de inferioridad labrado a fuerza de insultos y lágrimas. Y se convirtió, casi sin quererlo, casi sin intentarlo, y utilizando para ello sus atributos naturales, en el cómico más importante que el mundo hubo conocido jamás.

Sangre

Como otras veces, se quita la ropa, se tumba en la cama lentamente e intenta olvidarse de sí mismo. Cada objeto de la habitación se encuentra en su sitio, colocado previamente con minuciosidad obsesiva; todo sigue un guion ya antes escenificado.

Trata de relajarse respirando con profundidad, sin éxito, y observa con ansiedad los tablones del techo. Su excitación se dispara al detectar un punto marrón casi indistinguible frente a sus ojos, y crece a la misma velocidad que este se convierte en una mancha bermellón que se extiende en todas direcciones; su sexo se hincha involuntariamente, y cuando siente la primera gota de sangre, caliente aún, caer sobre su pecho, cierra los ojos y un ligero hormigueo le recorre la entrepierna. A esa le sigue otra en el cuello, en la frente, en el pecho de nuevo, en la mejilla, hasta que el goteo se convierte en un fino hilillo de líquido que cae directamente sobre su diafragma, convirtiéndolo en un grotesco demonio rojo que encorva el espinazo y jadea como un perro.

Veintitrés segundos después de esa primera gota, con su lengua deslizándose por los labios en busca del líquido vital, dos metros y ochenta y cinco centímetros por encima su cabeza, una tabla de madera carcomida y en estado de putrefacción se sale del guion y cede ante ciento quince kilos de carne que unas horas antes eran un ser humano; la inercia y la gravedad hacen el resto. Diecinueve segundos más tarde, morirá a causa del golpe, experimentando un profundo e intenso placer al sentir como su boca se llena de su propia sangre.

Colchón

Tumbado boca abajo en la cama con un brazo colgando fuera de ella, lo primero que vió al abrir los ojos fueron aquellas bragas rojas de encaje tiradas en el suelo. Claro que aquello no era normal, puesto que su mujer hacía años que no gastaba ese tipo de delicatessen, ni tampoco lo era dormir desnudo, costumbre que hacía mucho que había abandonado, pero no estaba en esos momentos demasiado capacitado para cuestionar su realidad más inmediata. Sentía la lengua pastosa, una sensación que se prolongaba hacia dentro por su garganta, y que al parecer, también lo había hecho hacia fuera, en forma de una desagradable mancha que se extendía debajo de su boca. La visión de un toro de lidia en el ruedo, jadeando, con la boca abierta y un hilo de saliva colgándole de la lengua le vino a la cabeza por un instante, pero su propio instinto de conservación se encargó de reemplazarla. Casi inconsciente como se encontraba, alejarse de la humedad del colchón era su mayor y único objetivo, así que a duras penas, se dió la vuelta y respiró profundamente, agradeciendo el cambio de posición. Quería seguir durmiendo. No, necesitaba seguir durmiendo.

En ese momento, una voz de mujer le susurró al oído algo que no se molestó en entender, mientras un cuerpo femenino desnudo y caliente se pegaba a él y unas manos suaves empezaban a masturbarle lentamente.

Rosemary

Rosemary me contó que había perdido el brazo derecho al caerle encima una viga de madera maciza que debía atravesar diagonalmente el comedor de su futura casa, a la que ella y su marido habían dedicado gran parte de los ahorros de su vida y el tiempo de los últimos tres años. Al parecer, un fallo en uno de los apoyos la hizo desplomarse sobre el suelo, donde se encontraba ella recogiendo unas herramientas; allí la encontró él una hora más tarde, inconsciente sobre un charco de sangre. Perdió el conocimiento al instante y despertó una semana más tarde, con el miembro amputado a la altura del hombro, sin recordar nada de lo que había sucedido. De esto hace ya casi veinte años, y ambos continúan recibiendo ayuda psicológica.

La casa continúa vacía, sin más ocupantes que algún perro salvaje o pájaro ocasional. Ellos no han vuelto a poner el pie en ella ni lo harán jamás; aunque no la olvidan.

Instrucciones: El Hombre Horizonnnnnnnnnnte

Me llaman El Hombre Horizonte. Ya sabéis. Como en Horizontes Lejanos y Horizontes de Grandeza, pero casi. Sólo lo primero: Horizontes. El Hombre Lejano y El Hombre de Grandeza también me gusta -este último suena un poco a pueblo, ¿no?-, pero uno no elige su destino ni su denominación de origen. Eso sí, es importante pronunciarlo bien, para que no pierda la fuerza, manteniendo la ene, así: Horizonnnnnnnnnnnnnnnnte. Hay que tener algo de práctica para hacerlo correctamente, que no sale a la primera. Otro punto vital es la posición del cuerpo al decirlo. Los brazos deben encontrarse ligeramente estirados, inclinados unos quince grados hacia arriba, con las palmas de las manos abiertas mirando al suelo, como si estuvieras en una torre a trescientos metros -menudo pedazo de torre, ya lo sé- indicándole a alguno que ha subido contigo a tomar el sol que todo lo que la vista alcanza, incluyendo a los campesinitos esos que parecen hormiguillas —chaf chaf— allí abajo, es tuyo. Para acabar con las instrucciones, es imprescindible que los ojos estén entreabiertos. No cerrados, porque entonces parecerás gilipollas, ni abiertos del todo, porque entonces parecerá que te está dando algo. Lo dicho, entreabiertos. O entrecerrados. Entre abiertos y cerrados, con esa mirada estilo Hombre Martini que sacas sólo las noches de sábado.

Practiquen. Se lo dice El Hombre Horizonnnnnnnnnnnnnnnnte.

(Ojos, brazos y manos en posición acorde tal y como se ha descrito)

Mario

Y con un quién no te aprenda, que te compre finiquitó aquella bronca sin sentido, apuntando teatralmente a Mario con el dedo, gastando ese aire de superioridad que utilizaba al hablar con cualquiera de nosotros, y ofendido se dió la vuelta enérgicamente, movimiento que sin duda había ensayado frente al espejo, dirigiéndose hacia la puerta; una carrera de actor dramático frustrada, por suerte para la profesión. Todo ese tiempo, Mario permaneció allí, erguido, mirándole a la cara, de pie, casi podría decirse que sonriendo, callado, como si aquello no fuese con él. Y casi cuando el señorito hubo abandonado la habitación, murmuró entre dientes, lo suficientemente alto para ser oído y lo bastante bajo para poder negarlo si hubiera hecho falta: Es quién no te conozca, idiota.

Todos sabíamos que el señorito había oído aquello, pero fingiendo que no había sido así, continuó andando, porque cualquier otra cosa hubiese sido ponerse en evidencia, mientras a su espalda, ahora sí, Mario sonreía abiertamente, consciente de su triunfo.

Yo creía que llovía y era agua que caía

La tragedia se veía venir desde el principio, pero él no la vió. Siete menos cinco. Una fiambrera, unos cubiertos y alguna pieza de fruta, todo ordenadamente encajado en la bolsa de papel que acostumbraba a llevar al trabajo, decorada convenientemente con la propaganda de Coronel Tapioca que traía de origen. Aquella era, se había dado cuenta, la única y mejor forma de ahorrar, así que había abandonado los dos platos con bebida, postre y café en un bar restaurante para aquellos no hipotecados, o al menos aquellos menos hipotecados. Las siete. Abrió la puerta y al ver el suelo mojado y una ligera lluvia que caía, felicitó mentalmente a los meteorólogos de la segunda cadena de televisión, mientras barajó por un instante coger el impermeable azul que le miraba con timidez desde detrás de la puerta, escondido debajo de la chaqueta de su mujer. Recordar que el paraguas se escondía en el asiento trasero del copiloto le convenció para no hacerlo, así que lo ignoró y caminó casi de puntillas los diez o quince metros que le separaban del coche, sorteando de la mejor manera —y única posible— que conocía los charcos que se interponían entre él y su destino. Cualquiera que le observara esbozaría una sonrisa por el aspecto curioso que mostraba con sus saltitos, aunque se habría sentido inmediatamente identificado con él: todos hemos caminado así alguna vez.

Media hora más tarde, se encontraba aparcado, dentro de su coche, pero la lluvia había tomado un matiz mucho más serio, y lo que antes era apenas una ligera llovizna, había pasado a ser un buen aguacero. Echó de menos no haber cogido el impermeable, y se culpó durante un segundo por su estupidez; siempre hubiese estado a tiempo de dejarlo en el portamaletas. Desplegó el paraguas y fue consciente de que necesitaba una superficie tres veces mayor que la que se desplegaba sobre su cabeza para no acabar empapado. Conclusión: se iba a mojar. No mucho, pero sí, se iba a mojar, sin ninguna duda. Ante la falta de alternativas, y asumiendo su húmedo destino, echó a andar, con su negro compañero en una mano extendido sobre sí, y la bolsa de la comida en la otra. En los auriculares, Steve Miller Band: Did you see the lights / As they fell all around you / Did you hear the music / Serenade from the stars, y mientras a pesar del viento, permanecía seco de cintura para arriba, lo que pasaba con el resto de su cuerpo era algo muy diferente. Le consolaba pensar que el impermeable no habría evitado aquello y después de todo, le encantaba caminar bajo la lluvia, aunque reconocía que quizá aquellas no fuesen las mejores condiciones para hacerlo. Una preciosa chica morena vestida de ejecutiva con la que se cruzó —él la miró, ella no— le hizo desentenderse de aquellas cavilaciones sin oficio ni beneficio, sustituidas por una ligera sensación de falta de cariño —femenino y no materno— y otras de mayor jovialidad pero similar productividad, mientras aquella vieja y arrugada bolsa de papel, expuesta a miles de gotas de agua, se humedecía poco a poco, lentamente, ausente a los banales pensamientos de su portador. Ajena al resto del mundo, se empapaba con alegría...

...y todos sabemos lo resistente que es el papel mojado, ¿verdad?

Nico, o un caso típico de hipocondria

Conocí a Nico a finales de la década de los ochenta. Nico tenía una curiosa afición a las salas de espera de los hospitales, fueran públicos, privados, la salita del dentista o la del ginecólogo. Y ahora que lo digo, me pregunto qué pensarían las mujeres que lo encontrasen esperando al ginecólogo. En cualquier caso, la cuestión era estar allí, y esperar. Esperar sin más ni más, claro, ya que nunca nadie le llamaba para entrar a la consulta del médico. Porque obviamente, él no estaba en ninguna lista. Y hacía lo que todo el mundo que está acostumbrado a esperar hace: proveerse de materiales de entretenimiento. Se llevaba libros, pasatiempos, vídeojuegos, revistas del corazón, apuntes de clase. Cualquier cosa que le mantuviese entretenido durante aquel tiempo interminable, incluyendo discusiones interminables con los incansables y habituales jubilados sobre el estado de la nación, el tiempo o las últimas noticias futbolísticas. Y "aquel tiempo" podía ser desde una hora u ocho horas. Nos contó que una vez incluso pasó diecisiete horas seguidas en una sala de urgencias, esperando, y acabó desesperado, lógicamente; esperar sin esperar nada. No nos extraña, le contestamos, y nos reimos. Nico es un tipo un poco absurdo, y ni siquiera hace falta pararse a pensarlo. Lo es.

Un buen día, aburrido como solía estar, tras un par de típicas horas de espera, y a falta de sudokus, crucigramas, sopas de letras y demás entretenimientos de kiosko, así como de compañeros de tertulia, se acercó a la ventanilla de la consulta, e increpó sin ninguna compasión a la pobre enfermera, acusándole de tenerle allí esperando dos largas horas. Ella, consciente de que aquello era sin duda verdad -mi amigo no es nada, pero nada, discreto-, se disculpó rápidamente y le preguntó su nombre. Y Nico, que se había anticipado a aquella pregunta con un leve movimiento de ojos recorriendo la lista de pacientes, contestó con descaro: Pues afortunadamente, menos mal, porque creo que soy el siguiente, Enrique Rodriguez. Y aún se atrevió a añadir, señalando firmemente con el dedo aquel apellido ajeno: Aunque no es Rodriguez, es Rodrigo.

Desde ese día, Nico no espera más de lo necesario, a pesar de que ese concepto nunca ha estado demasiado definido en su caso. Inventarse dolores, temblores y otros síntomas, y simularlos de manera convincente es mucho más divertido que cualquier barato pasatiempo. Lo conocen en casi todos los consultorios de la ciudad, porque es fácil recordar una cara pero no un nombre, y nadie se atreve a cuestionar su identidad. Un caso típico de hipocondria, murmuran entre ellos.

Aunque el ginecólogo no conoce aún ni su cara, ni su nombre.

Amago de inicio

Muchas historias de gángsters comienzan con una muerte. Con un asesinato, más concretamente, que por lo general da pie a una venganza, que a su vez da pie a otra, y esta a otra, y así ad infinitum, hasta que muere, como suele decirse, hasta el apuntador. Todo el mundo sabe que en el mundo del gángster la ley del Talión es parte del decálogo del buen mafioso, dejando aparte, obviamente, la afición que tiene este tipo de gente a matarse entre sí. Cuestión de genética, imagino. Sin ir más lejos, El Padrino comienza así: «Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala 3 de lo Criminal de la Corte de Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija, y que, además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas». Obviamente, el juez de la Sala 3 de lo Criminal de la Corte de Nueva York no le da a Amerigo Bonasera lo que éste espera, y de ahí que tenga que recurrir a otros medios y a otras personas, como cualquier hijo de vecino haría. El resto lo conocen, y si no es así, seguro que se pueden hacer una idea. En ocasiones, no se trata de una simple muerte, sino de dos o tres, incluso algunas historias comienzan con asesinatos de decenas de personas, con montones de cadáveres, charcos de sangre, miembros amputados y sesos desparramados deslizándose lentamente hacia abajo por la pared; una verdadera orgía de color bermellón, exactamente igual que un matadero de cerdos, y discúlpenme la analogía. Aunque estos relatos no sólo continúan así, sino que a menudo, el primer cadáver no es sino un eslabón más de una larga cadena previa de ajustes de cuentas, que a menudo se remonta varias décadas atrás, porque otra cosa que un mafioso tiene es buena memoria: nunca olvida una cara, un desplante o un mal corte de pelo. Supongo que por algún sitio hay que empezar a contar.

Pero no se lleven a engaño. No es cierto que sea siempre la afrenta personal, si es que puede considerarse así, la causa de estos sangrientos malentendidos. A veces se trata simplemente de negocios, sin más ni más. Cuestión de pelas, de pasta, de guita. El carnicero necesita que se maten cerdos -discúlpenme otra vez- para seguir con su trabajo, y el mafioso necesita que se maten personas. Así de fácil. Un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer para proteger su negocio y su familia; nada por lo que alarmarse o poner el grito en el cielo. La cuestión es que nadie muere de manera natural en una historia donde campen mafiosos a sus anchas, y todo el mundo sabe eso. Porque si un individuo de esta calaña no campa a sus anchas, no es un mafioso. No sé lo que es, y probablemente él tampoco pero desde luego, no un mafioso; y nadie que no sepa quién es en ese mundo dura lo suficiente como para averiguarlo. Ni siquiera el propio gángster puede morir en la cama, de un infarto o en una residencia de ancianos. A todo lo más, puede morir ahogado por la espina de algún marisco exótico, aunque eso depende de la categoría del personaje en cuestión; no todo el mundo posee el privilegio de escoger su propia muerte.

Lo confieso, yo aún no sé si esta historia es una historia de gángsters, de amores y desamores, o es un drama televisivo de domingo por la tarde de madres de alquiler y padres arrepentidos, aunque bien es cierto que cualquiera de ellas es susceptible de llenarse de sombreros, pistolas, y teñirse de rojo en cualquier momento; es pronto aún para saber eso, aunque no voy a ocultar que algo intuyo y esta introducción debería dar alguna pista sobre ello. Y si yo no estoy seguro, imaginen ustedes. Ni puñetera idea, claro. Tengan paciencia, todo llega, tarde o temprano, siempre; nos dará tiempo a descubrirlo, cada cosa a su debido tiempo. Ya saben ustedes lo que se dice de las prisas. Tampoco me gustaría, no obstante, causar la impresión de que estoy familiarizado con ese tipo de ambientes o elementos; en absoluto, nada más lejos de la realidad. Quizá algo, una ínfima parte, pero de modo superficial, nada ni siquiera con lo que poder mantener una conversación.

Retomando el comienzo, si esta resulta ser después de todo una historia de gángsters, me excusarán que no la comience con extorsiones a punta de pistola o balas agujereando cráneos, como hemos quedado que sería lo normal en estos casos. Porque esta historia no comienza con una muerte, ni con dos ni con un centenar. Más bien al contrario, lo hace con un nacimiento: el mío.