M.

M. comenzó a comerse las uñas ya desde muy joven. La primera vez que alguien le increpó por ello, ni siquiera sabía que era eso lo que hacía. ¿Comerse las uñas? ¡Él no se comía las uñas! Simplemente se las rebanaba... a ras de dedo. Ni más, ni menos. Y lo mismo hacía con la piel de alrededor, con la dosis correspondiente de dolor y masoquismo; los propios dientes pueden ser un instrumento de tortura fabuloso. De todas formas ha de decirse que no es para tanto, ya que conserva, a día de hoy, todos los dedos en perfecto estado.

Con el tiempo, a M. las uñas se le quedaron cortas, y no única ni principalmente en un sentido literal. Por lo que aunque continuó con esta desagradable manía, se vió obligado a buscar alguna otra cosa con la que entretenerse, dando durante su búsqueda y por desgracia con algo mucho más sustancial: se encontró a sí mismo. Así que de vez en cuando, al mirarse en el espejo y darse cuenta de que todo va bien, como quien se mira las uñas y detecta que han crecido lo suficiente como para volver a convertirlas en víctimas, M. siente la necesidad de arrancarse un poco de su propio ser, de astillarlo ligeramente, con la seguridad del dolor que esto le producirá y de que sin duda, todo volverá a su sitio pasados unos días.