Trenes

Cuando por el sistema de megafonía del tren se anuncia la parada de Chamartín, mi situación ya es bastante comprometida. Apenas logro contener la enorme chaqueta plegada sobre mis rodillas, mientras lucho por evitar que el paraguas, que no he abierto y que con toda probabilidad acarrearé inútilmente durante todo el día de un lado para otro, caiga al suelo, o que algún extremo de la bufanda desborde por los laterales de mi cuerpo y se desparrame sobre la persona que viaja a mi lado. Encima de todo ello, en precario equilibrio, el voluminoso libro que estoy leyendo, que mantengo abierto por la mitad con una mano, y entre las piernas, el maletín del portátil, con la correa extendida desafiante en el suelo hacia el asiento delantero, que permanece vacío desde Atocha. A pesar de todo, mantengo bajo control tanto la estructura como el ansioso estado anímico que me provoca. Al detenernos en la estación, al otro lado del ventanal, la luz tímida de la mañana sobre los andenes crea marcados contraluces, como en una imagen a la que se le ha aplicado demasiado contraste. Algunas personas se mueven con lentitud acompañando al tren en su movimiento, como si persiguieran una puerta escogida de antemano, que se abrirá poco después con un molesto pitido.

Para mi desconsuelo, dos personas vienen a ocupar los asientos frente a mí. Un chico joven, cargado con una mochila vieja y roída y apariencia de haberse trasladado al presente desde un mitin sindicalista de los años ochenta (cazadora marrón descolorida y abombada, pantalones grises casi blancos y un pelo rizado similar a una permanente), y una señora mayor, cargada con dos grandes bolsas de plástico llenas de pequeñas cajas de cartón. Ambos apresuran a poner sus bártulos entre las piernas, ella ocupando parte del pasillo, mientras yo trato de recoger con el pie la correa del maletín y meterla debajo de mi asiento. La maniobra de encaje, coordinada pero individual, nos lleva apenas unos segundos, y cuando nos ponemos de nuevo en marcha, es como si todos nosotros y nuestras cargas fuéramos polvo lunar que tras el movimiento se ha aposentado de nuevo en el lugar que le corresponde.

Todo comienza poco después de dejar atrás la estación. En el breve trayecto a mi destino regresan a mi pecho como losas las implicaciones inherentes al cargamento que llevo conmigo: dónde guardar el libro, cómo coger el maletín, inalcanzable desde mi posición actual, si la mujer se echará a un lado para dejarme pasar o si se negará a moverse, cómo agarraré la chaqueta y me pondré en pie o si al frenar la inercia hará que me desplome sobre el sindicalista venido del pasado. El proceso mental, improductivo pero inevitable, se muestra como una metamorfosis que me fusiona con el asiento en una única pieza de plástico y metal y carne y hueso, y cuyo resultado final se hace patente un instante antes de ponerme en pie, incapaz de hacer el menor movimiento, de mover un solo músculo, como si con mi cuerpo tuviese que mover el resto del vagón. Dura solo un mínimo fragmento de un segundo, pero uno absolutamente real, en el que el cansancio y la apatía se abaten sobre mí y me invitan a desistir y continuar el trayecto hasta la siguiente estación o cualquiera más allá, y esa opción se presenta como una revelación, como la salida que estoy esperando. Entonces, movidos por una fuerza invisible, la carne y el hueso se liberan del plástico y el metal, y mi cuerpo se pone en pie, todavía sorprendido de su autonomía, en el reducido espacio destinado a mis piernas, y agotado aún pero satisfecho, salgo al pasillo y bajo al andén, donde dejo que el aire frío de la mañana llene mis pulmones.

Ricardo

De joven tuve un amigo cuya principal diversión consistía en abrir los maleteros de los coches detenidos en un semáforo o un paso de cebra. Los dejaba abiertos sin coger nada y salía corriendo. A menudo, los amigos le jaleábamos la hazaña desde la acera, a una distancia prudencial para que nadie sospechara de nuestra complicidad. Un día, animado por nosotros, Ricardo se acercó a un enorme Audi A8, pero antes de que pudiese tocar la cerradura el conductor dio marcha atrás y lo arrolló. En la caída la bola del remolque le golpeó la cabeza y le dejó para el resto de su vida media cara paralizada.

Eso lo sé porque sus padres se lo contaron a Daniel, el único de nosotros que fue a visitarlo durante los dos meses que estuvo ingresado. Como los demás, aquel día salí corriendo, y no había vuelto a ver a Ricardo hasta esta mañana, cuando he ido a recoger el coche del lavadero. De espaldas a mí, ha cogido las llaves de un clavo en la pared, y al girarse nos hemos encontrado de nuevo. Me ha mirado a los ojos y tras un instante de duda ha esbozado una cálida sonrisa. Yo he rehuído su mirada, he fingido que no lo conocía y me he alejado de allí a toda prisa, igual que hice aquella tarde de viernes.

Parloteo

Observo su reflejo en la ventana. Está desesperada o harta, no sabría decir. Aunque durante el trayecto se ha limitado a echar miradas intermitentes de desaprobación a nuestro amigo, como si se sintiese vencida, ahora ha bajado el libro y lo mantiene abierto sobre sus muslos, con los ojos perdidos en las personas del andén al otro lado de la ventana. Suspira visiblemente, cruzamos la mirada un segundo, diría que con la complicidad que da la resignación compartida, incluso el odio compartido, y luego clava los ojos en él como si quisiera fulminarlo. En mi caso, hace varios minutos que he dejado de leer, incapaz de concentrarme, y simplemente escucho una canción aleatoria en los cascos. Mientras tanto, el gilipollas a mi lado continúa radiando la conversación telefónica con su madre como si la tuviera a tres metros de distancia. Sus palabras, treintaypocos, acento andaluz, barbilampiño y con ligero sobrepeso, idiota sin lugar a dudas, incluso logran abrirse paso a través de la música hasta mis tímpanos, y durante los cuarenta minutos que dura la conversación me entero, yo y medio vagón, de que se le ha roto la pantalla del móvil, de que, para su sorpresa y disgusto, su madre tiene el iPhone cuatro que él tenía guardado para ocasiones como estas, que la reparación le cuesta ciento ochenta euros y de que como solución se plantea comprar un móvil para utilizarlo durante el tiempo que lleve el arreglo, para luego devolverlo a la tienda. Me levanto del asiento cuando el tren comienza a decelerar al llegar a mi parada, y sin interrumpir el parloteo echa las piernas a un lado para dejarme pasar. Frente a mí, una segunda chica con otro libro entre las manos frunce los labios mientras mira de reojo al locutor, y pienso que hay lugares del mundo en los que matan a la gente por menos que esto.