El día de la madre

Junto a nosotros hay un matrimonio con dos hijos pequeños. Sobre su mesa hay esparcidas al menos dos docenas de servilletas de papel satinado, de esas que parecen diseñadas para repeler la grasa de los dedos. En el centro, una cazuela de barro en la que un trozo de carne huérfano nada en un charco de aceite rojizo. A su lado finaliza el menú un plato blanco desportillado con un montoncito de mayonesa y migas de rebozado. Calamares, intuyo.

El marido lleva puesta una camiseta de color ocre y unos pantalones vaqueros que tienen dificultades para contener unas lorzas que desbordan con generosidad por su cintura, formando un flotador de un tamaño considerable. Probablemente no sabe que el perímetro abdominal es un indicador del riesgo de infarto de miocardio. Intento adivinar su índice de masa corporal. Debe rondar los 27 o 28, no estoy seguro. Tendré un valor más fiable cuando se haya levantado, ya que desde aquí no puedo verle bien las piernas. Con los codos sobre la mesa y ambas manos sostiene el móvil frente a él y con rapidez y el pulgar, sube y baja por las publicaciones de su muro de Facebook. De vez en cuando, señala con el dedo una imagen o un texto y dice algo en voz alta, pero parece más un comentario para sí mismo que una interacción humana.

De todas formas, aunque lo fuese, su mujer no está en condiciones de prestarle atención: tiene tareas más importantes de las que ocuparse: sus dos hijos, que se mueven agitados en las sillas. El que parece mayor lleva un rato enrabietado, lloriqueando y haciendo aspavientos con las manos. Entre sus gritos apenas entiendo lo que dice pero creo entrever que está pidiendo, reclamando, exigiendo un helado, a lo que su madre se niega en redondo porque "no hay helados después de la cena, que luego vomitas, ¿o no te acuerdas de la última vez?". Me parece una razón lógica, pero su hijo no comparte mi opinión. Aprovechando el fuego de cobertura de su hermano, el otro ha metido la mano en la mayonesa y se prepara para esparcirla por la mesa, pero antes del aterrizaje ella es más rápida y cogiéndole con fuerza por la muñeca le limpia los dedos con las servilletas repele-grasa.

La mujer tiene el pelo rubio recogido en una coleta mal hecha que es incapaz de recoger algunos mechones y que cuando la situación se lo permite se recoge detrás de las orejas. Las canas pueblan las raíces del cabello sin ningún pudor y en la piel blanquecina de su cara se extienden varias manchas rojizas, no sé si debido al esfuerzo de contención. Lleva puesta una camisa amplia de color plátano en la que destacan unos grandes pechos algo caídos; el botón a la altura de su escote se aleja con entusiasmo del ojal que le corresponde. Se lleva el dorso de la mano a la frente, retira el sudor y lanza una mirada rápida a su marido, pero el ser humano que se esconde tras la marca SAMSUNG de la carcasa trasera del móvil no parece dispuesto a ser de gran ayuda.

Así pasan varios minutos, hasta que al fin ella pide ayuda de manera evidente: "cariño, ¿quieres ayudarme, por favor?". Entonces él baja el aparato, mira al crío, la mira a ella y dice con una amplia sonrisa mientras se guarda el teléfono en el bolsillo: "Venga, vamos a comprarte un helado".