Cosas (mías)

Ayer le regalé a L. No es país para viejos, de Cormac McCarthy. Hace unas semanas, compramos, no sin ciertos problemas que en su momento pensé en relatarles, cinco libros, que no voy a citarles aquí. La estantería de mi (ex) habitación de la casa paterna está llena de libros que compré en su momento y que no he siquiera abierto más que para firmarlos; ya saben, esa manía por la acaparación de bienes personales. Hace ya unos meses, L. trajo consigo un buen puñado de libros cuando vino a vivir conmigo (y viceversa).

A pesar del evidente superávit de material literario, hace mucho que no leo un libro de principio a fin, y al menos seis meses, esto sí, sin duda, que no comienzo uno, aunque es posible que me esté olvidando de alguno, no lo sé. Podría aducir multitud de razones. Les diría que es porque, como decía Nietzsche, me contaminan («¿Permitiré que un pensamiento extraño escale secretamente la pared?» [Ecce homo]), o que quizá sea porque no dispongo de demasiado tiempo y prefiero dedicarlo a otras cosas. Pero en realidad, he de confesarles que la razón es que hace tiempo que perdí el interés en lo que otros dicen y cómo lo dicen. Ya ven, soy así de especial.

Y lo peor es que no sé si eso es bueno, malo, o ninguna de las dos cosas. Supongo que siempre me quedarán los blogs.

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