Violencia

Hace ya algún tiempo -bastante- que vengo pensando en el problema de la violencia y su legitimación. Dicho así suena raro, lo sé. Aunque llevo bastante tiempo dándole unas vueltas, el tema resurgió tras ver de nuevo V de Vendetta hace un par de semanas. Y no es que quiera tampoco hacer apología de la violencia (gratuita). No esperen ningún hilo argumental en lo que van a leer; probablemente no lo haya. Tampoco busquen exactitud filosófica; eso sí que les puedo asegurar que no hay. Esto es la entrada de un blog escrita en un rato, no un ensayo filosófico. Es posible que sea algo largo, así que tómenselo con calma; estos tres últimos días el blog ha sido suave. Tengan asimismo en cuenta que tampoco pretendo decir nada nuevo, ni por supuesto, como nada de este blog, deben ustedes tomarlo demasiado en serio; son sólo unos cuantos pensamientos incompletos en voz alta, y no quiero ser el responsable de que den con sus huesos en la cárcel, así que no esperen que les visite.

Esta historia comienza un párrafo tarde y con la excesiva confianza que hay en el funcionamiento del diálogo. Parte de la popularidad actual de éste viene de la mano de Habermas y K.O. Appel y su ética dialógica. El principio específico de esta ética afirma que sólo pueden pretender validez las normas que sean aceptadas por todos los afectados tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría, y que tenga en cuenta los intereses de todos. Seguro que eso les suena; de ahí es de donde mana gran parte del ideario socialzetapeista actual. Además, existen una serie de precondiciones a la entrada en el diálogo, una de los cuales es la predisposición a aceptar las opiniones de otros y ser capaz de sustituirlas por las propias. El problema es que ninguna de estas condiciones suele cumplirse en la realidad; ni los diferentes actores están en situación de igualdad ni se suele dar una voluntad real por parte de ninguno de ellos para llegar a acuerdos justos y ajenos a los propios intereses. De hecho, cada uno de ellos entra al diálogo con sus propios intereses y hace valer su poder y estatus para forzar hasta donde pueda su propia solución. Creo que Nietzsche decía -aunque por supuesto, no con estas palabras- que sólo el débil -el esclavo-, aquél que no puede hacer valer su fuerza, busca el consenso, el acuerdo, la igualdad. Y si no lo decía, entonces lo he soñado.

Del fracaso del diálogo sincero podemos pasar a la actual consideración de la violencia. Max Weber definía el Estado como aquel que tiene el monopolio de la violencia legítima y por tanto, todo lo que salga de ahí supone un uso ilegítimo de ésta y lo que es más importante, es condenable moralmente, excepto en aquellos casos claros de defensa propia. De hecho, esta sociedad condena cualquier cosa que huela a violencia, lo que va seguido inmediatamente de un llamamiento al diálogo, la comprensión, el consenso y la búsqueda de soluciones racionales, sin que en realidad los agentes implicados, y sobre todo aquellos que se encuentran en la parte fuerte de la balanza, estén dispuestos a ello. Tal llamada a la búsqueda de soluciones racionales es por lo general un simple medio de evitar el conflicto, pero sin ninguna intención real en absoluto de que nada cambie.

Esto implica que en algunos casos, la única arma de la que se dispone frente a los poderes del Estado, frente al abuso social económico y político de unos muchos por unos pocos, y frente a la injusticia encubierta, es una violencia (si bien es cierto que Gandhi hizo de la no-violencia un arma social, no está claro que sin las circunstancias de colonialismo y represión en las que éste vivió, dicha actitud sirviese de algo) que se ve deslegitimada moralmente por la propia sociedad. Una moral que vale para unos pero no para otros. No querría limitar esto únicamente a los oprimidos por ejemplo en las dictaduras sudamericanas, como hace la que se ha dado en llamar ética de la liberación, que parte de la filosofía ha condenado (y es que a veces menudo ésta se olvida de que en el mundo real las cosas no se mueven sin rozamiento, y es que desde el sillón de una cátedra todo se ve más fácil), sino que es aplicable a muchos otros ámbitos.

La idea detrás de todo esto, y acabo, es que muchas reivindicaciones válidas, totalmente legítimas, se ven autolimitadas a la protesta pacífica por una moral que no parece aplicarse a aquellos contra quienes se dirige. Cuando en realidad, nadie sabe hasta qué punto esa protesta a la Gandhi funciona. Hasta qué punto una sentada hace moverse a alguien que no está dispuesto a moverse. Hasta qué punto un comunicado pacifista hace reflexionar a alguien que no está dispuesto a reflexionar. Hasta qué punto una manifestación hace ceder a alguien que no está dispuesto a ceder. Nadie sabe si eso funciona, pero a la vez, se condena el uso de la violencia física, de manera que la moral pasa a ser un arma en manos de aquellos que carecen de escrúpulos y no dudan en ignoran tales mandatos morales en su actividad diaria. Digo yo, en otras palabras, ¿no podría considerarse la violencia física social ejercida por la masa, en ocasiones, y bajo ciertas circunstancias, como una cierta forma de defensa propia?