Mario Montoya

Mario Montoya fue desde su nacimiento objeto de burlas por su aspecto gracioso, pero gracioso en grado superlativo. A causa de ello, su infancia había sido tan complicada como lo eran sus facciones. Una nariz prominente surgiendo de unos pómulos hundidos que colaboraban a engrandecerla, unas orejas de soplillo perpendiculares a los laterales de su cabeza, y unos grandes ojos saltones que no se perdían un detalle, convertían su cara en una broma y a él mismo en diana de cualquier mofa. Seamos sinceros: mirarle daba risa, esa era la verdad. No le costaba hacer reír a la gente, ni voluntaria ni involuntariamente, y ni siquiera necesitaba abrir la boca: un retrato suyo era una caricatura a los ojos de cualquier otra persona. Pero como era natural, a Mario aquello le hacía más bien poca gracia.

No fue fácil, ya que esta situación se prolongó durante muchos y largos años, con sus correspondientes raciones de sufrimiento y escarnio para el niño y posterior adolescente, pero con el tiempo y la ayuda de no pocas personas, Mario Montoya aprendió a reirse de sí mismo (por lo que obviamente se reía mucho) y en el proceso fue perdiendo aquel complejo de inferioridad labrado a fuerza de insultos y lágrimas. Y se convirtió, casi sin quererlo, casi sin intentarlo, y utilizando para ello sus atributos naturales, en el cómico más importante que el mundo hubo conocido jamás.