Conversación

Los minutos iniciales los dedican a coletillas y expresiones rutinarias, a preguntar por trivialidades que a ninguno le interesan pero que contribuyen a romper un hielo que nunca le pareció que fuera tan grueso, a caldear una situación que ella no pensó, después de conocerse tanto tiempo, que pudiese ser tan gélida. Pero una cosa es el teléfono, donde sólo hay palabras, sonidos, entonaciones e intensidades, y otra muy diferente sentarse cara a cara, donde hasta las palabras cobran una fuerza que los impulsos eléctricos de la línea telefónica son incapaces de reproducir.

Incluso si ignora eso, ahora cada fonema va acompañado de un complejo baile en el que intervienen los labios, la lengua, los dientes, la garganta que sube y baja. Si va un poco más allá, encuentra el movimiento de los globos oculares jugando al ritmo que les marca cada palabra, las manos y los dedos gesticulando al compás de los sonidos para enfatizar cada idea, cada pregunta, cada deseo, cada afirmación, cada duda o certeza; la espalda, la cabeza, las extremidades, incluso el sexo, que se mueve con frecuencia indefinida para acoplarse y acomodarse en el asiento.

Al final de todo eso quedan las pupilas que se dilatan, la sonrisa huérfana que no necesita una palabra para manifestarse, los párpados que bajan y suben sin esperar a que la superficie del ojo se haya secado, el pecho que se llena y vacía al inspirar y espirar, el pie en el aire y su nervioso balanceo; el repiqueteo de los dedos contra la silla, tocándose el pelo, acariciando la superficie de la mesa o recogiendo con esmero los granos de azúcar que se han desperdigado; la mayor o menor inclinación del cuerpo, los labios que sin pronunciar palabra hablan por sí solos, las miradas que son incursiones de exploración espontáneas y veloces, la posición de la cabeza, la armonía de todo el cuerpo, que visto en su conjunto y para un observador externo entrenado, dice muchas más cosas que el aire pasando a través de las cuerdas vocales.