Agujas y otras cosas

El pasado cuatro de enero el disco duro de mi portátil dejo de funcionar, y casi de existir, a las ocho y media de la noche. Tras un pantallazo azul de Windows y lo más similar a cerrar a un paciente en medio de una operación de transplante de corazón, mi portátil decició ignorar a su principal unidad de almacenamiento: su único disco duro. Tras comprobar con pavor que ninguna herramienta de recuperación de información conseguía recuperar ninguna información, valga la redundancia, busqué el ticket de compra por toda la casa. Lo han adivinado: sin éxito. Dos días después, en casa de mis progenitores, y aunque estaba convencido de que la garantía había expirado, localizé el ticket de compra. Lo han adivinado, casi: la garantía caducaba el día cinco de enero de 2008; es decir, el día anterior. Al llegar a casa, volví a intentarlo todo, y desesperado, hice lo equivalente a abrir el capó del coche y volverlo a cerrar. Les ahorraré los detalles; inexplicablemente, tras eso el disco duro volvió de sus vacaciones, y poco después, con algo de ayuda, todo volvía a la normalidad. Esa es una de las razones de que no les haya mencionado a los Reyes Magos este año. Esa, y que en realidad no me apetecía. Bien.

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Nací con el pie izquierdo, aunque a lo largo de los últimos 31 años he conseguido cambiar el paso; y no es que naciese cabreado (aún así, algunos días me sigo levantando con el pie izquierdo, pero en otro sentido). Al poco de salir a este mundo tuve ciertos problemas respiratorios, que arrastré hasta bien entrada la pubertad, y a los siete años una dolencia todavía no identificada me llevó a estar ingresado en observación durante una semana en el hospital La Fe de Valencia. Como probablemente han deducido, no recuerdo los detalles exactos de aquella estancia. Confieso que tampoco me he preocupado nunca demasiado por averiguarlos; mi interés se limita a los momentos en los que aquello me viene a la cabeza, por una razón u otra, así que todo lo que puedo contarles son ambigüedades más o menos verídicas sobre aquel periodo hospitalario. No obstante, hay una cosa muy concreta que sí recuerdo.

No sé si han estado alguna vez ingresados en un hospital, y tampoco si lo han hecho de pequeños. La estancia no es especialmente desagradable, por supuesto, intuyo, siempre que ésta sea temporal, breve, y la causa de ésta, dentro de lo que supone el ingreso hospitalario de un niño, poco grave. Allí hay otros niños con los que jugar y te sientes algo especial por la cantidad de juguetes y visitas que recibes; a un crío siempre le gusta sentirse el centro de atención a causa de una enfermedad; es como el hombre contra la bestia; tú eres el hombre y estás allí porque luchas contra la bestia; todo el mundo te presta atención y eso te gusta (eso también pasa normalmente de adulto). En definitiva, puedo afirmar que de acuerdo a lo que viví, no fue una experiencia que considere traumática. También es posible, si prefieren especular, que en realidad sí lo fuese y el trauma resida aún en mi subconsciente, esperando para atacar de un momento a otro; no descartemos nada, por aquello de justificar trastornos psicológicos agudos en un futuro.

A pesar de ello, sí que hay como les decía algo muy concreto que recuerdo, aunque no soy capaz de ambientar con exactitud la habitación y estancias en las que me movía. No descarto por tanto que se haya producido en todos estos años una profunda deformación de la realidad, aumentada por la mente influenciable e imaginativa de un chiquillo de corta edad. El caso es que había entre todos los niños que compartíamos aquel espacio (que puede ser una planta del hospital, una unidad, o un edificio, no sé decirles) una chica algo mayor que el resto, quizá tan sólo un par de años, que se divertía —probablemente mucho— amenazándonos con pincharnos con jeringuillas por la noche, mientras dormíamos. No sé a los demás, pero a mi aquello me aterrorizaba hasta la médula, al verme totalmente vulnerable, por no hablar de lo que me costaba dormirme. Recuerdo aquellas noches como unas de las peores de mi vida.

Hoy en día no tengo especialmente miedo a las agujas, pero en cualquier caso, allí donde estés, y sin ningún tipo de rencor, te deseo lo peor.

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Últimamente se me está haciendo muy áspero escribir algo que merezca la pena, a pesar de los intentos. Sirva esto de excusa y advertencia al lector ocasional y habitual.