Oculto tras un montón de hierros

Siempre me llamó la atención el morbo que despiertan en la gente los accidentes de tráfico. El ir y venir del personal de urgencias con sus camillas y mantas térmicas aluminizadas, la sangre aún caliente que se mezcla en la calzada con el aceite y la gasolina formando un charco que alguien se apresurará a tapar con una capa de serrín; cristales, trozos de metal y otras partes expulsadas del vehículo siniestrado y los agentes de policía dirigiendo el tráfico; si ese día tienes suerte, quizá puedas ver algún cadáver extendido en el suelo, quizá puedas llegar a oler la carne quemada de las víctimas. Los coches avanzan con lentitud, mientras los ojos de sus ocupantes, cómodos y seguros detrás de las ventanas, observan y curiosean, escudriñando entre los hierros retorcidos y ennegrecidos, buscando algún rastro humano vivo o muerto, no importa, e imaginan, adivinan, reconocen, no sin sentirse un poco afortunados y un mucho más indiferentes, lo que hay donde no alcanza su vista. Así estoy yo, dentro de mi coche, inmóvil, aunque al menos yo sé que la sangre que gotea es mía.

 

(Versión modificada de Bonito coche)