Mario

Y con un quién no te aprenda, que te compre finiquitó aquella bronca sin sentido, apuntando teatralmente a Mario con el dedo, gastando ese aire de superioridad que utilizaba al hablar con cualquiera de nosotros, y ofendido se dió la vuelta enérgicamente, movimiento que sin duda había ensayado frente al espejo, dirigiéndose hacia la puerta; una carrera de actor dramático frustrada, por suerte para la profesión. Todo ese tiempo, Mario permaneció allí, erguido, mirándole a la cara, de pie, casi podría decirse que sonriendo, callado, como si aquello no fuese con él. Y casi cuando el señorito hubo abandonado la habitación, murmuró entre dientes, lo suficientemente alto para ser oído y lo bastante bajo para poder negarlo si hubiera hecho falta: Es quién no te conozca, idiota.

Todos sabíamos que el señorito había oído aquello, pero fingiendo que no había sido así, continuó andando, porque cualquier otra cosa hubiese sido ponerse en evidencia, mientras a su espalda, ahora sí, Mario sonreía abiertamente, consciente de su triunfo.