Historia verídica

Pasé los diez primeros años de mi vida entre algodones; gasas, sistemas de respiración asistida, goteros, pasillos de hospital y medicamentos fueron mis compañeros de juegos. Casi podría decir que a alguien no le gustó que yo entrase en este mundo, porque mis problemas -y los de mis padres- empezaron a los pocos minutos de vida. Un niño que al nacer no quiso llorar pasó cuatro meses en el área de cuidados intensivos neonatales, lo que fue a todos los efectos el prólogo de una serie de interminables años en los que pasé a coleccionar tantas hospitalizaciones como problemas de salud, hasta el punto de que sobre todo durante los cinco primeros años, pasaba más de dos tercios de cada mes ingresado. Tuve el dudoso privilegio de experimentar cómo se viven las navidades, tus propios cumpleaños o las vacaciones de verano entre las paredes de un hospital. Si he de atender a lo que mis progenitores me cuentan de todo aquello, en más de una ocasión estuve bastante cerca de irme muy lejos, lo suficiente como para no poder estar aquí contando esto.

Hacia el final de esos diez años, quizá con el crecimiento físico o simplemente por la misma razón que nací así, la mayoría de aquellos problemas comenzaron a difuminarse, y a día de hoy, aparte de unos cuantos recuerdos no siempre desagradables, y un puñado de cajas de medicamentos que aún hoy, veinte años más tarde, sigo comprando regularmente "por si acaso", sólo me queda una cosa de la que no he podido deshacerme: el irrefrenable impulso de contar mentiras.