Fitter, happier, more productive

Dormir seis horas mola. Y cinco horas también. Mola. No. Joder, mola. Ya me entienden. Tienes más tiempo para hacer cosas, ver algún canal porno e incluso conseguir que la gente te mire con una leve admiración cuando lo dices: Yo duermo cinco horas (y ay por Dios no sabe usted el sueño que paso). 

Puedes leer, escribir y comerte las uñas de los pies. Si llegas. Puedes matar mosquitos, contar estrellas sol y luna. Puedes acostarte en el suelo y sentir el frío en la espalda mientras miras al techo, puedes aprender esperanto o simplemente, puedes no hacer nada. Perder el tiempo gloriosamente a la dos de la madrugada. Tirarlo. Malgastarlo. Todo tuyo. Pero no nos engañemos. Por la mañana, estás hecho una mierda, o peor. Sí, definitivamente, peor: una auténtica mierda. Una mierda pluscuamperfecta. Caca de vaca. El lunes, pase, y el martes, pase. Si no ha habido festival el fin de semana, claro. Pero a medida que se acerca éste de nuevo eres más un muerto viviente que otra cosa. Con la creatividad de un muerto viviente. Con la vitalidad de un muerto viviente. Y casi con la cara de un muerto viviente. O quizá no tanto.

Hace sólo unos días decidí aumentar mis horas de sueño y mejorar —o regularizar en la medida de lo posible— mi alimentación. Ya saben, por aquello de la calidad de vida. Fitter, happier, more productive. Todo eso. Sí, ya saben. Así que he pasado, en dos días, de apenas cinco horas a poco menos de siete horas. Y con intención de incrementarlas, si soy capaz. Y lo confieso: se nota. No. Joder, se nota. Yo lo noto y mi estómago lo nota. Y si esto sigue así, mis días de murciélago están contados. O no. O ni lo uno ni lo otro. Tengan paciencia. 

Es broma. No teman, no llegaremos a tanto. Pero seguiremos informando.