Extraños

Todas las mañanas a las diez, puntual como un reloj, Miguel, un jubilado que vive desde hace años sin más compañía que un pobre gato al que odia sin razón alguna, entra en el bar de Eduardo, se sienta en uno de los taburetes de madera y pide un carajillo. Su amigo, que lleva décadas detrás de la barra y ha vivido toda su vida en el barrio, enciende la cafetera y mientras ve llenarse la taza, piensa: pobre Miguel.

Al otro lado de la barra, sentado, el viejo observa la figura encorvada frente a él, la incipiente calva, y siente la rutina de años gritando por cada poro de su piel, viviendo en cada pelo de su cuerpo, tanto que casi le duele. Y aprieta los labios y piensa: pobre Eduardo.