Ella

Cuando tocó al timbre, le abrí el portal y dejé la puerta entreabierta como hago siempre. No tardó en subir los tres pisos. Se presentó como Vanessa, aunque más tarde me dijo que en realidad se llamaba Ana. No estoy muy seguro de que aquel fuese tampoco su nombre real, pero creo que fue su manera de hacerme sentir mejor. Cuando entró le invité a sentarse en el sofá junto a mí pero prefirió escoger una silla y yo opté por no insistir. Era sensiblemente más joven y delgada que las otras chicas que me habían enviado y no hacía falta ser un lince para saber que estaba asustada. Tardó casi media hora en relajarse, tiempo durante el que se limitó a frustrar mis intentos de establecer algún tipo de acercamiento cordial antes del sexo. No me miraba ni sonreía; se comportaba como un operario que está preparándose para descargar un camión. Respondía a cualquier pregunta de la manera más escueta posible, casi siempre con monosílabos. Podía verle el sujetador con relleno debajo de la blusa negra semitransparente. No tenía apenas pechos y los brazos le colgaban a los lados como si fuese una muñeca de trapo con las extremidades desproporcionadas. Unos pantalones cortos y una especie de botines también negros con un poco de tacón le daban un aspecto bastante alejado de lo que eran mis estándares de prostituta. Más bien, parecía recién salida de una fiesta de disfraces o un congreso de góticos. Al principio estuve a punto de reírme de su atuendo un par de veces, pero me contuve sin saber muy bien porqué. Sus piernas flacas y blanquecinas cambiaban de posición constantemente y jugueteaba con el poco esmalte negro que quedaba en sus uñas. Sus ojos nerviosos parecían no posarse en nada más de unos segundos y sólo cuando me miró a los ojos creí ver algo. Parecía estar esperando el momento en el que sonaría la campana y podría salir al recreo a jugar con sus amigos. Era todo bastante extraño, casi ridículo, casi melancólico. Parecía que fuésemos a suicidarnos juntos. Pero no.

Le dije si quería beber algo y aunque su primera respuesta fue negativa, no tardó en preguntar si tenía Lambrusco. Me contuve y fingí un gesto de disgusto bastante logrado, para el asco que me produce el popular espumoso italiano. Volví de la cocina con un verdejo y poco después ya habíamos agotado la primera botella. Por iniciativa propia y para sorpresa mía, en la tercera copa me cogió de la mano y me obligó a llevarla al dormitorio. Me hizo tumbarme en la cama y yo mismo me acomodé, mientras ella se quitaba con poco arte la blusa y la dejaba extendida sobre la cómoda con más voluntad que éxito. Una gran cicatriz hipertrófica le recorría el lateral desde la axila derecha hasta casi la altura de la cadera y cuando traté de tocársela dio un respingo hacia atrás. Juro que por la cara que puso me habría apuñalado allí mismo si hubiese tenido un cuchillo a mano. Le pedí perdón y la timidez se borró de su cara al decirme que aquello no entraba en el trato. Acepté con la cabeza y le volví a pedir perdón un par de veces más.

Después de aquello, pasamos bastante tiempo sin hablar. Pensé que se iría, pero no lo hizo. Se quitó el resto de la ropa y se quedó desnuda encima de la cama, mirándome como no lo había hecho en toda la noche. No era una chica atractiva pero sentí que ella era más de lo que yo había merecido en toda mi vida. No hicimos nada. Ni siquiera nos tocamos. Tan solo la observé. Nos bebimos dos botellas más y me habló de sus ex parejas, de su padre y de otros hombres que habían pasado por su cuerpo. No sonrió cuando le pagué ni tampoco al despedirse de mí. Cuando entró en el ascensor deseé que se girase, pero no lo hizo. Después de todo, yo era sólo trabajo.