El tío Raimundo

De camarera, de Marilyn Monroe, de fallera o de caperucita roja, todos los años en Nochevieja mi tío Raimundo (el tito Rai), aparecía disfrazado en nuestra casa con zapatos de tacón y los labios inevitablemente pintados de rojo.

Su entrada en casa siempre me pillaba en la cocina pelando patatas junto a mi madre, que al oírle llegar no hacía ningún esfuerzo por disimular lo mucho que le molestaba la provocativa extravagancia de su hermano: esbozaba una mueca de disgusto y luego musitaba algunas palabras entre dientes que nunca pude comprender. En el polo opuesto se encontraba mi padre, que lo recibía con escandalosas risas y algarabías que se escuchaban con claridad desde donde estábamos. Eso hacía que mi madre volviese a torcer el gesto y yo me concentraba en no rebanar más que la piel del tubérculo, con miedo a abrir la boca aunque fuese para estornudar.

Esta tónica continuaba durante la primera parte de la cena, de una manera casi ensayada: mi madre evitaba cualquier contacto con el tito, en especial aquello que requiriese mirarle a la cara, lo que tras un par de horas de cena acababa por resultar cómico. Mi padre, a medida que las copas de vino caían, intensificaba su vis cómica y le preguntaba por su ropa interior, si tenía algún noviete esperándole para la posterior fiesta de año nuevo o destacaba lo bien que llevaba el pelo esa noche.

El objeto de tantas atenciones y protagonista indiscutible de la cena se movía entre el respeto a mi madre y la complicidad con la jovialidad de mi padre. Los demás comíamos y manteníamos conversaciones irrelevantes y mirábamos y esperábamos ese momento en el que el tito sacase el pintalabios. Ese era el comienzo del previsible segundo acto: mi madre acababa por explotar, se levantaba de la mesa y se metía en la habitación cerrando con un sonoro portazo. Tras ella, se metía el tío Raimundo y luego mi padre tambaleándose. A los pocos segundos empezaban los gritos, luego le seguían los llantos y por último, salían los dos y disculpaban que ella no acabase la cena en familia: inexplicablemente, algo le había sentado mal.

Estábamos acostumbrados a aquella absurda excusa. No sólo habíamos sido testigos de los acontecimientos de esa noche, sino de los de todas las anteriores, pero no abríamos la boca. Se ve que a mi madre las cenas de Nochevieja le sentaban mal por definición.

Tenía yo quince años cuando el tito murió de un infarto. Lo recuerdo bien porque la Nochevieja anterior me había dado un par de consejos para conquistar a un chico de clase que me gustaba. Nunca supe si el tío Raimundo era en realidad marica, que era como le gustaba que le llamasen. Sin embargo, creo que en realidad, lo único que pretendía era llamar la atención de mi madre para que ella se acordase de él durante el resto del año.

Todas las Nocheviejas tras su muerte, mi madre llora y veo las lágrimas cayendo por sus mejillas mientras pelamos patatas. A veces se escucha un ruido en la puerta y ella levanta la cabeza, deseando poder hacer una mueca de disgusto y musitar algo incomprensible entre dientes. Mi padre no tardó en encontrar otro objeto de diversión.