Dos hombres normales y corrientes

Dos hombres, aparentemente normales y corrientes, o al menos tan aparentemente normales y corrientes como cualquier hombre normal y corriente que puedas encontrar caminando por la calle a las dos de la tarde de un soleado ocho de marzo, comienzan a cruzar un puente en direcciones opuestas. Nada que destacar de la forma en que van vestidos. Vestimenta común, aunque no vulgar, aunque no típica. No llaman la atención, pero tampoco pasan desapercibidos. No parecen hombres grises, pero tampoco artistas. Sus ropas no rebosan originalidad, pero tampoco rutina.

Andan casi a la misma velocidad, con un caminar rítmico y ágil, pero sin que sus pasos muestren ningún tipo de ansiedad ni prisa. Sus pies se levantan del suelo limpiamente, y si observas atentamente, puedes ver la curva que éstos describen, con una cadencia casi calculada, al entrar en contacto el suelo con el talón, la planta del pie, y finalmente la punta, hasta que un segundo más tarde el zapato se eleva para empezar con el otro. O imaginarte la presión del peso del cuerpo distribuyéndose poco a poco por el pie. Su movimiento es limpio, firme, claro, como un paisaje en un día de viento. No quiero decir con esto que caminen igual, sino que lo hacen de forma parecida. No parecen ir a ningún sitio en especial, sino que simplemente están disfrutando del placer de caminar, y quizá sea eso lo único extraordinario que se puede apreciar en ellos, si tenemos en cuenta el ritmo al que viven en la ciudad. No es su ciudad, en cualquier caso. La de ninguno de los dos, aunque tampoco están allí de paso. Por el puente sí. Llevan ambos ya algunos meses instalados, y aunque no esperan quedarse, tampoco piensan ahora en regresar allá de donde quiera que vengan. Por supuesto, no se conocen y están igual de interesados uno en el otro como cualquiera de nosotros lo está de alguien con el que coincide esperando en un semáforo. Es decir, ningún interés en particular.

Mientras se acercan al centro del puente, uno de ellos mira inexpresivo las ventanas del edificio que hay al lado del puente hacia el que se dirige. Doce o trece plantas, gris y blanco, pintado probablemente hace sólo unos meses. Los cristales parecen frágiles a esa distancia, y dan la sensación de ser ese tipo de cristales que tiemblan cuando pega uno un portazo, esos que había antes en las casas de las ciudades. El otro, sin embargo, está interesado en el paisaje que se extiende a su derecha, aunque en realidad no tiene nada de interesante. El río que está atravesando lleva años, o incluso décadas, seco, y en su interior han crecido sin orden ni concierto algunos árboles, aunque la cuenca seca está principalmente llena de pequeños arbustos de no más de un metro de altura. Hace meses que no llueve, y cuando lo hace, no con la suficiente intensidad.

Al cruzarse en mitad del puente, ninguno de ellos parece especialmente interesado en la otra persona, y cualquiera diría que ni siquiera se percatan de su presencia, sumidos como están en sus propios mundos. Pasan casi rozándose, a escasos centímetros, sin mirarse, sin inmutarse, ajenos, opacos, sólidos como rocas, con el semblante serio y la sangre fluyendo por sus músculos en movimiento y la respiración uniforme, con la vista en las nubes, en los edificios, en el mundo que los rodea. Ausentes.

Y cuando ya les separan unos metros, y antes de que esa distancia comience a hacerse más grande, uno de ellos se detiene con la mirada al frente, llena sus pulmones de aire, cierra los ojos, y sonríe felizmente mostrando dos colmillos afilados, porque ha decidido que ya tiene cena para esa noche.