Sin nombre - 1

Estamos a principios de la primavera. Calculo que son las ocho y media, pero no lo sé a ciencia cierta porque nunca salgo a nadar con reloj. A excepción de la cabeza, mi cuerpo está totalmente sumergido en el agua fría y salada del Cantábrico. El mar está más picado que estos días pasados, aún así me siento a salvo mientras muevo las manos y las piernas para mantenerme a flote y recuperar algo de aliento tras varios minutos nadando. Tengo la impresión de que podría permanecer aleteando suspendido todo el tiempo que quisiese. Expulso el aire y me dejo llevar hasta las profundidades. Sucumbo a la tentación de abrir los ojos; el mundo no existe aquí debajo. El tiempo se detiene y a excepción del gusto, mis sentidos están casi anulados. Apenas veo medio metro más allá de mis manos y mis oídos sólo captan el murmullo amortiguado de las olas bailando encima de mí. Sólo soy consciente de las yemas de los dedos al mover las manos enérgicamente. De vez en cuando algún pez diminuto revolotea a mi alrededor unos segundos y desaparece. Se me acaba el aire y vuelvo a la violencia de la superficie a recuperar mi percepción. A mis incómodas e imperfectas puertas a la realidad.

Los ojos me escuecen; cierro los párpados y los aprieto como si tratase de expulsar un elemento extraño, sin obtener ningún alivio. Tendré los ojos irritados toda la mañana, el mismo y pequeño inconveniente de cada mañana. Ignoro la molestia y sumerjo la cabeza con regularidad para aliviar el sudor de mi frente, que desaparece en el mar tan pronto como brota de los poros y entonces el proceso vuelve a repetirse. Disfruto del contraste del calor de mi cuerpo con la fría temperatura del agua. Es agradable.

Diviso la boya que utilizo de referencia a unos cincuenta metros a la derecha, que se bambolea como un borracho agarrado a una farola. Hoy me he escorado más de lo habitual, porque debería tenerla al otro lado. Ha llegado el momento de volver a la vida terrestre, así que me hundo por última vez y salgo con los brazos extendidos en dirección a la orilla. Tengo los músculos entumecidos aunque no tardarán en ponerse a tono. Nadar en el mar es totalmente diferente a hacerlo en las aguas pacíficas de una piscina. Aquí dentro nada te respeta y no eres más que una insignificancia en un medio que no es el tuyo. Simplemente te ignoran.

Cuando llevo recorrido algo menos de la mitad del camino, una ola me coge con el brazo cambiado y una bocanada de agua me recorre como un témpano helado. Me detengo tosiendo con violencia desde las profundidades de mi garganta. El agua me sale por la nariz y me sueno con los dedos enérgicamente. Espero un par de minutos a recomponerme. Aleteo. En la orilla, un hombre y una mujer caminan por la arena, cerca del límite donde la lengua de las olas lame la tierra. Apenas los diviso, pero van abrigados; a esta hora todavía hace fresco.

Quizá trescientos metros delante de ellos, dos hombres avanzan a paso rápido en dirección contraria como si huyesen de algo. El contraste entre ambas parejas es notorio. No tardarán más que unos segundos en cruzarse. Me sumerjo por última vez y retomo la horizontalidad que el Cantábrico me permite, que en algunos momentos no es mucha. Con cada brazada mi mente se abstrae un poco más. Mientras mis pensamientos se desvanecen el sonido del mar silencia, quizá intencionadamente, el grito de la mujer.