Luna

Aterrorizado hasta la médula y alejándome a toda velocidad bajo la luz amarillenta y lánguida de las farolas, escuché la puerta cerrarse con violencia detrás de mí y no fue hasta mucho tiempo después, tras recorrer varias calles, cuando estuve a una distancia que consideré prudencial, que reduje el ritmo y volví la cabeza hacia atrás, sin pensar por un segundo en detenerme, para descubrir con sorpresa que a pesar de mis temores nada ni nadie me seguía, que el mundo a mis espaldas continuaba en reposo, tan tranquilo como podría estarlo cualquier otra noche, lo que me pareció muy extraño y me hizo preguntarme por un instante si quizá había sido todo un macabro juego de mi imaginación, si era posible que todo estuviese en realidad dentro de mi cabeza, si aquellas caras salpicadas de sangre, los ojos vidriosos y vacíos, las muecas que elevaban las comisuras de los labios formando una espantosa curva o los cuchillos relucientes que entonces habría jurado que empuñaban habían sido reales y no, como empezaba a sospechar, un producto de mis fantasías y de los cientos de noches que había pasado devorando historias de terror, pero sin dar tiempo a esa peligrosa duda a echar raíces en mi cabeza la arranqué de cuajo y seguí corriendo tan rápido como me permitían mis jóvenes piernas, y muy pronto las casas y las luces del pueblo quedaron atrás, al tiempo que entre jadeos y sudores penetraba en el estrecho sendero semiabandonado que abruptamente desciende hasta el lago bordeando los vallados de los campos de maíz, trasladándome en apenas unos instantes a un mundo tan diferente que parecía pertenecer a otro universo, un mundo casi mágico, en el que me sentía protegido por las lechuzas suspendidas sobre mi cabeza y sus grandes ojos acechantes y vigilantes, contrariadas por el hecho de que mis correrías ahuyentarían sin duda a sus presas, y habitado por tortuosos troncos de alcornoques convertidos en esqueléticos seres de otro mundo, arbustos que arañaban sin compasión mis muslos con sus ramas desnudas, alfombrado por la hierba húmeda y rebosante de rocío que me acariciaba las pantorrillas y refrescaba mis tobillos, y sumido en los sonidos difuminados y tímidos que se extendían sobre la manta del silencio, como el susurro de las hojas movidas por el viento, el crujido de los animales salvajes correteando a lo lejos, el zumbido de abeja de los automóviles que transitaban la carretera nacional, ocupados por personas que iban de unos lugares a otros sin tener tiempo o querer pararse a pensar qué dejaban tras de sí, o el reír cristalino del arroyo, cuyo murmullo se hacía más fuerte a medida que, todavía con el corazón en un puño, me acercaba veloz a su muerte en las aguas del lago, todo yo y todo ello rendido, sometido, embriagado por la luz de una luna que clavada en el cielo sobre mi cabeza, a pesar del aspecto fantasmal en el que sumía al bosque que dejaba a mi espalda, diríase que estaba decidida a protegerme, a ayudarme en mi huida, porque jamás la había visto tan grande ni tan reluciente y parecía alumbrarme en mi camino, hasta que minutos más tarde, sudoroso y jadeando, con el pecho elevándose nervioso y agitado al ritmo de mis pulmones y el corazón latiendo como un tambor dentro del pecho y batiendo en las sienes, alcancé al fin el claro en el que moría el camino y la tierra y la hierba se tornaban en fina arena, con el lago multiplicando el reflejo de mi celestial acompañante en infinidad de centelleantes puntos que como las lentejuelas de una estrella de cine brillaban un instante antes de desaparecer, ese lugar en el que desde mi infancia había sentido que el tiempo se detenía, en el que a lo lejos descansaba y me contemplaba compasivo el viejo embarcadero que hace más de una década se tragó a aquella desdichada familia en mitad de la tormenta, y sobre el que me esperaban, pacientes, iluminados por una luna cómplice y culpable, aquellos cuatro seres y sus relucientes cuchillos.