Diario de la COVID-19: La lucha por las cifras

Escuchaba ayer a una tertuliana en el programa de Ferreras en La Sexta (de cuyo "periodismo" espectáculo espero hablar otro día) afirmar sin ruborizarse que, en África, en todo el continente (por si no queda claro), solo hay 15000 contagiados y 600 fallecidos. Ignorando todos los factores que pueden influir, para bien y para mal, en la incidencia que la COVID-19 pueda tener en África, debería ser evidente que, como mínimo, cualquier dato relacionado con el impacto de esta enfermedad en el continente africano debería ser tratado con mucha cautela.

Sirva esto de ejemplo de la forma en que los grandes medios de comunicación están tratando a diario los datos que se dan oficialmente: a pies juntillas y sin poner en duda su fiabilidad (hacerlo en el caso de los datos de África es especialmente incomprensible). A estas alturas ha quedado claro que ningún dato sobre la COVID-19, lo dé quien lo dé, es del todo fiable y que detrás de cada cifra hay muchos “peros”.

Entre los justificados encontramos la dificultad de valorar el impacto de una enfermedad con un alto número de asintomáticos o sintomáticos leves y una fase de incubación de hasta dos semanas, la saturación de los servicios sanitarios, la carencia de medios de detección y diagnóstico, las dudas científicas sobre los criterios de medición a aplicar o la existencia de incógnitas todavía sin resolver, como la posibilidad de que se puedan producir segundos contagios en personas ya curadas.

Pero hay más, y ahí entramos ya en el terreno de los grises. Como no podía ser de otra manera, la política ha invadido la lucha por los datos desde el principio, tanto a nivel interno como externo.

Desde el punto de vista internacional, ser un país con un alto número de contagiados y fallecidos lleva irremediablemente asociado el estigma de ser un país poco preparado, desorganizado y con una clase política deficiente. Lo que suele interpretarse como poca seriedad para pagar tus deudas, y en última instancia, mayores tipos de interés para financiarse internacionalmente en un futuro próximo, lo cual es una poderosa motivación para ocultar y manipular las cifras, mientras las circunstancias lo permitan. Dicho de otra forma, quizá España e Italia no hayan gestionado la crisis de la COVID-19 todo lo bien que hubiera sido de desear, pero quizá uno de sus problemas haya sido su incapacidad para maquillar sus cifras o haber sido dos de los primeros países afectados de manera masiva.

La componente interna tiene tanta o más importancia. Cualquier gobierno, nacional o local, sabe que las cifras de personas muertas y contagiadas son valoradas por los ciudadanos como una forma de medir la acción del gobierno de turno, incluso cuando existan muchos factores que quedan fuera del alcance de dichos gobiernos. Cada dato que se da representa no el grado de eficacia para gestionar la propia crisis, sino también la capacidad de reacción o incluso la preparación del país o la región para hacer frente a una situación así. Y cualquier partido de la oposición sabe es un arma que, bien empleada, puede generar muchos dividendos en el futuro. (Esto no implica, por supuesto, que los gobiernos estén libres de crítica o que haya muchas responsabilidades cruzadas que se obvian —intencionadamente— en los mensajes de los políticos, pero de eso hablaremos otro día).

Y de esta forma, nos encontramos con un panorama en el que los gobiernos manipulan los datos que tienen, ocultando fallecidos y contagiados, agregándolos o directamente ignorándolos para, de cara al exterior, limitar la pérdida de prestigio y de capacidad de financiación futura, y de cara al interior, no perder la próxima carrera electoral frente a partidos que, en muchos casos, tienen un comportamiento oportunista. Es cierto que estas son las cifras que tenemos, pero haríamos bien en, como al resto de la población, ponerlas en cuarentena y no precipitarnos a sacar conclusiones sin algo de sana crítica.

(Epílogo: a pesar de lo dicho, no me cabe duda, no obstante, de que sí hay gobiernos que lo están haciendo mejor que otros, pero la poca fiabilidad de las cifras hace muy difícil estar realmente seguro de cuáles son en estos momentos).

No lo llames teletrabajo, no lo llames educación a distancia, llámalo X

En estos tiempos convulsos, cuando haya que sentarse delante del ordenador de lunes a viernes para teletrabajar —aquellos que tenemos la posibilidad de hacerlo—, obligar a los niños a hacer los deberes del colegio o impartir/conectarse a una clase online, haríamos bien en recordar la situación de confinamiento y estrés psicológico en la que nos encontramos.

El teletrabajo y la educación a distancia son prácticas, más o menos utilizadas —menos que más—, que se desarrollan en circunstancias de normalidad, en las que, al acabar la jornada laboral o educativa, las personas salen a la calle, hacen deporte o ven a los amigos. Pero estas no son circunstancias normales, así que nos haríamos todos un favor si dejáramos de pretender que lo de ahora es teletrabajo o educación a distancia, y fuéramos consecuentes con la realidad antes de juzgar nuestro propio rendimiento o exigirle productividad a los que nos rodean, tanto a este como al otro lado de la pantalla.

No hacerlo es, aparte de inhumano para los demás y contraproducente para nosotros mismos, carecer del más básico conocimiento sobre la psicología humana.

It's the economy, stupid

Imagen por lucya_77a en twitter

Imagen por lucya_77a en twitter

Tanto tiempo sin pasarme por aquí y lo hago ahora en plena crisis por el coronavirus, aka Covid-19. Supongo que necesitaba una razón lo bastante poderosa, claro que, sobra decirlo, hubiera preferido que se tratara de otra más positiva.

A lo que venía. Leía ayer a un contacto de mis redes sociales criticar el encierro forzoso al que está sometida buena parte de la población española, para acabar su comentario llamando a la desobediencia civil. Afirmaba no entender cómo pasear sola por una calle desierta en la que se había cruzado con trece personas —todas ellas caminando solas, y con las que había mantenido una distancia más que prudencial para evitar un potencial contagio— podía ser más perjudicial que el confinamiento actual.

Confieso que mi primera reacción fue de indignación. El comentario en sí me pareció una temeridad o, incluso peor, una estupidez. Sí opino que el aislamiento social es necesario para, ya no la erradicación del contagio, sino para reducir su velocidad de propagación y que, de esta manera, las personas contagiadas puedan recibir una atención médica adecuada. Lo que llaman aplanar la curva. También opino que su argumento se apoya en la imposibilidad de contagio en las circunstancias que esta persona se encontró al pasear, pero de no existir dichas restricciones, no se habría cruzado con trece personas, sino con trescientas, muchas de las cuales no habrían caminado solas, sino acompañadas, se habrían reunido en grupos para charlar, etc. En fin, ya nos conocemos. Como diría Antonio Recio, la estupidez del ser humano es legendaria y pruebas tenemos más que de sobra.

Pero a menudo que le contestaba, me daba cuenta de que, aunque seguía sin estar de acuerdo con su postura, el argumento de la reclusión tampoco tenía tanto sentido, si uno atiende a la realidad que nos rodea. Y la realidad es esta:

[María José] Rallo [secretaria general de Transportes] también ha explicado que "este martes [17 de marzo] por la mañana ha ocurrido un episodio por un retraso de un tren de la línea C5". [...] De todos modos, la secretaria general de Transportes también ha afirmado que "estas situaciones son inevitables" y que, por ello "es importante apelar a las personas que se encuentren en esos andenes en ese momento y que traten de separarse al máximo, aunque no sea fácil". [Maldita.es, 17 de marzo]

(Lo de ayer lunes fue todavía peor y la negrita es mía).

Dicho de otra forma, esta realidad es que para evitar la propagación del Covid-19 se ha restringido la libertad de movimiento de las personas, pero que esta restricción se pone en cuarentena cuando se trata de ir a trabajar, con independencia de la actividad de la empresa en cuestión y las condiciones en las que se desarrolle dicho trabajo. Enciérrate en casa el fin de semana, pero no te olvides de que el lunes tienes que coger el metro e ir a trabajar. Que oiga, lo del Covid-19 es grave, pero tampoco nos pasemos de estrictos.

En esta línea, yendo más allá de las imágenes dantescas de abarrotamiento en los transportes públicos de ayer, que invalidan por sí mismas gran parte del argumento a favor del enclaustramiento, ¿a alguien se le ha ocurrido establecer qué actividades empresariales son esenciales y cuáles no? ¿Se han valorado las condiciones laborales de dichas actividades en lo que a protección sanitaria se refiere? La respuesta es evidente: no. Porque aunque desde el gobierno se recomiendan medidas como el teletrabajo, la flexibilización de horarios o mantener reuniones no presenciales, no hay ninguna obligación para adoptar tales medidas, que por otro lado están muy vinculadas a determinados ámbitos laborales. No solo nadie va a obligar a una fábrica de tubos a detener la producción, sino que tampoco lo va a hacer cuando se trate de personal administrativo. Dicho de otra manera, al final de la película, la decisión final sobre la salud de esas personas y su exposición al Covid-19 queda en manos de la empresa, que sin querer generalizar, en algunos casos —como ya se ha visto— es posible que se rija más por criterios económicos que sanitarios. Visto así, el tema es bastante serio.

Que dirán ustedes que eso de intervenir empresas y detener la actividad es muy de comunistas, pero tenemos que decidirnos: o el Covid-19 es un problema de salud importante, o no lo es; no se puede cerrar los ojos de lunes a viernes y abrirlos los fines de semana. Si no lo es, entonces nos dejamos de enclaustramientos y reclusiones, y si sí lo es, entonces es necesario parar el país y asumir sus implicaciones, porque cualquier otra alternativa —como la actual, sin ir más lejos— lo que viene a poner sobre la mesa es cuáles son las prioridades del bendito sistema en el que vivimos. Por si a alguien se le ha olvidado, está muriendo gente y va a morir más gente.

No sé si saben que una de las cosas a las que me dedico es a la realización de análisis de riesgos. Obviando los detalles, una de las premisas básicas es que cuando una amenaza supone un riesgo para la salud de las personas, el impacto que se le asigna es el máximo, por una razón que debería ser evidente: las personas son el activo más valioso, por encima de cualquier otro.

Quien sabe, quizá no sea así y estemos todos haciendo el canelo.

Breve, nueve

Pues no, la verdad

Hace algo más de un año que no paso por aquí. El día de esa última visita fue el 26 de noviembre de 2018. Como suele decirse, ha llovido mucho desde entonces.

Apenas dos semanas después de esa última entrada volví a Nueva York unos días, para acabar de rematar los últimos flecos de un proyecto en el que habíamos estado trabajando durante 2018. De hecho, es justo allí donde estaba hace exactamente un año, el 12 de diciembre de 2018.

12/12/19 a las 20:20, en la 42 con la 2ª con el edificio Chrysler al fondo

Fue en esa misma visita cuando compré la postal de la imagen, aunque no recuerdo si fue en el Chelsea Market, en una tienda junto a la pista de hielo de Bryan Park o en Grand Central. Creo que fue la primera opción, pero tampoco importa mucho, en realidad.

Desde que llegó a casa, la postal ha estado apoyada en el lomo de los libros de la estantería del comedor, cerca de las copas de vino, por lo que, ya fueras a coger una copa de vino o un libro, no quedaba otro remedio que leerla.

A pesar de lo positivo del mensaje, 2019 no ha sido nuestro año. No ha sido el peor de los años, pero tampoco uno que vayamos a recordar especialmente por las cosas fantásticas, maravillosas y fabulosas que nos han ocurrido. Simplemente, ha sido un año más que ha pasado sin pena ni gloria.

No sé, quizá el error fue no haberla enviado. Para eso son las postales, supongo.

Sin embargo, quedan 19 días para acabar el año. Todavía queda esperanza.