Ancas de rana

Dicen que si tiras una rana a una olla de agua hirviendo, esta saltará fuera y se alejará escaldada. Si por el contrario la metes en agua fría e incrementas la temperatura poco a poco, la rana no percibe el peligro y acaba cocida. Eso dicen, aunque no había tenido la oportunidad de comprobarlo. Aun así, este último caso parecía ser, pues, el de la gente de aquella triste y patética ciudad: ni uno sólo de sus habitantes era más listo que una simple rana. Llevaban tanto tiempo encerrados en aquella cárcel de edificios de ladrillo caravista que eran incapaces de tomar la decisión de saltar y huir, a pesar de las consecuencias. Lo sentía en cada uno de sus ojos, sus palabras, sus movimientos. O quizá no fuesen incapaces, quizá no lo hubiesen olvidado, quizá las personas nacían sin esa capacidad en aquel lugar. Inútiles de percibir el crimen y el peligro de una vida gris y monótona y estúpida, una existencia fútil. Pero todo crimen tiene su castigo, después de todo.

Aunque él no tenía nada claro que una rana pudiese escapar de una olla hirviendo saltando: esta se encontraría hervida antes de que pudiera siquiera contraer los músculos de las ancas. Sin embargo, eso no cambiaba las cosas.

Árbol

Observó la imagen formada por los pies que colgaban frente a él, como si tratase de descifrar algún enigma por la forma de los dedos o el color de las uñas. Como última escala en su viaje fuera del cuerpo de sus propietarios, la sangre se había deslizado por sus piernas dejando surcos que se asemejaban al delta de un río. Le pareció que el olor había comenzado a remitir. La confirmación vino al liberar su nariz y aspirar profundamente. Apenas quedaba ya un ligero tufillo a estiércol. Se sentía mejor. Confuso todavía. Se metió la camisa dentro del pantalón con minuciosidad, como hiciera horas antes en su casa después de ducharse, se la abrochó e hizo una mueca al descubrir sus botas reglamentarias manchadas de vómito. Sudaba a mares bajo aquel sol de mediodía. Estaba hecho un asco. Seguramente olía peor él que aquellos dos y acercó su nariz al sobaco para comprobarlo. Ese movimiento le trajo a la vista de nuevo los pies que había olvidado por completo. Levantó la vista con curiosidad, como si fuese la primera vez que los veía.

Se fijó en la mujer. Jugó a adivinar su edad y decidió que tenía treinta y pocos años. En aquel estado, su cuerpo desnudo carecía de cualquier connotación sexual. Mostraba un color pálido parecido a la vainilla y cercano a verdoso en las extremidades. El pelo castaño, en el que se enredaban las hojas secas y los restos de su propia sangre, le caía a la derecha de la cabeza. Dos agujeros ocupaban el lugar de sus ojos, y de éstos surgían cascadas oscuras que atravesaban sus mejillas y caían hasta la barbilla, como esas figuras de vírgenes que lloran lágrimas de sangre. Tenía la boca llena de algo, aunque la presión de la cuerda y la posición de su mentón se la mantenía cerrada y no apreciaba a ver qué era aquello. No tenía tampoco especial curiosidad por averiguarlo. Miró el lugar donde antes habrían estado sus pechos y el palo que desde su entrepierna colgaba hasta la altura de las rodillas. Se imagino la sangre corriendo por éste hasta que no quedase en su cuerpo ni una gota. Desangrada como un cerdo en el matadero. Lo miró a él y pensó que habían tenido menos compasión, pero esa idea no duró demasiado en su cabeza. Conservaba sus ojos, pero poco más. Estaba rajado desde el pecho hasta el ombligo, y podía ver el interior de su cuerpo como el de un costillar en la vitrina refrigerada de una carnicería. Sus genitales no habían corrido mejor suerte que los de ella.

Miró las cuerdas, tensas con el peso de los dos cadáveres. Le sorprendió que no se balanceasen. Suponía que los cuerpos colgados de una cuerda debían mecerse suavemente al ritmo del viento, como había leído en alguna parte. No era ese el caso de estos dos; no se movían ni un ápice. Debajo de ellos se amontonaban las vísceras de él, salpicadas de pequeños puntos blancos. La sangre que horas antes habría formado un gran charco estaba seca y cubierta de hojas.

Se dijo que habría que bajarlos de allí. Esa sería una tarea difícil sin abandonar la protección de la luz del sol, pero entrar en la penumbra de las sombras no era una opción. Después de eso, estaba la logística. Era importante. Imprescindible. Necesitaría una escalera y algo para trasladarlos hasta la carretera porque no sería posible llevarlos arrastrando. A pesar de que él pesaría mucho menos que cuando estaba vivo, aun era un individuo de tamaño considerable. Ella no. Pero los dos juntos pesaban demasiado y él no iba a poder hacerlo sólo.

Esperaría. Fran y el Gordo no tardarían en llegar. Ellos sabrían qué hacer. Ellos sabrían cómo hacerlo. Ellos traerían las botas de agua, el paraguas y si era necesario, como parecía ser el caso, construirían un muro de contención. Todo para que, al menos, la maldad que caía del cielo no fluyese libremente.

Fotos

Horizontes

Al principio eres libre. De una manera pura, extraña, superlativa y ajena a ti. Tanto como un globo de helio flotando hacia la estratosfera. No tardará mucho en aparecer sobre tus hombros una liviana carga que irá creciendo con los años sin que apenas la percibas, y llegado un tiempo llegarás a creer que ese parásito que crece en tu espalda es parte de ti. Te acostumbrarás a él y te convencerás de que no está ahí. De que has nacido con él, de que es parte de tu naturaleza. Pero es mentira. Con el tiempo ese equipaje solo hace que crecer y lo percibas o no, todo se hace más complicado, más pesado, más insoportable, más denso. Buscas a alguien con quien compartirlo, tratas de deshacerte de él, pero no tardas mucho en darte cuenta de que no puedes borrar tu nombre de su superficie y esa realidad aparece en tu vida como una bola de acero golpeando tu esternón. A menudo te sientes tan cansado como crees que podrás estarlo jamás, y descubres que eso también es mentira porque tras ese horizonte siempre hay otro más lejano.

Un día lees SALIDA DE EMERGENCIA en la ventana del autobús que te lleva de siete a cinco a trabajar por cuatro euros la hora, pero sabes que detrás de esas letras solo hay otra promesa incumplida más y ya has perdido la cuenta de las veces que has deseado desaparecer. Como una moneda engullida por un sofá sin que nadie la eche de menos; como una pequeña pastilla amarilla redonda perdida dentro una caja gigante llena de ansiolíticos. Pero nunca es tan fácil cuando no eres esa moneda ni esa pequeña pastilla amarilla como la que se perdió, justo la que necesitas encontrar al llegar a casa.

El tiempo sólo hace las cosas más duras, más ásperas, más difíciles, más grandes, más absurdas, más asfixiantes y entonces piensas si buscar tu propia salida de emergencia no será la única manera de no tener que continuar arrastrándote hasta el próximo horizonte.

Bonito

Cuando no tienes un buen día, no tienes un buen día. Parece una perogrullada, pero hay cosas que a veces necesitas repetirte. Yo hace mucho tiempo, demasiado, más que demasiado, que no tengo uno de esos. Uno de esos días cojonudos en los que todo es de puto color rosa chicle, en los que todo el mundo, todo el puto mundo, te saluda con una sonrisa. Uno de esos días en los que en el metro en lugar de un viejo pegado a ti oliendo a cerdo hay un universitario que no se atreve ni a mirarte. Uno de esos en los que joder, quieres tirarte a medio mundo, sólo porque son ellos y porque son así.

Pero no. Ya no queda rosa chicle. Se acabó hace tiempo. Gris, gris, gris y más gris. Gris chicle, si quieres. Un chicle insípido, monótono, triste. Uno masticado hasta la saciedad y en el que sólo queda goma endurecida por las mandíbulas de mi existencia. Tú lo sabes muy bien porque estabas ahí. Trato de flotar pero me hundo sin remedio como una tonelada de hierro en el fondo del mar. Patéticos, tristes y reciclados. Así son los segundos con los que lleno cada minuto, cada hora, cada día, cada mes de mi puta vida.

Pero yo, joder, mi cuerpo, mi alma, mi ser, mi espíritu, mi coño, todos, todos necesitamos un puto día así. Todo el mundo se merece uno de vez en cuando, sólo por existir. No sé ni siquiera si me entiendes, si lo has llegado a hacer o si alguna vez lo has intentado. El problema es que yo, ingenua, esperaba ese día de ti. Pensaba que si no me lo podías dar, al menos lo intentarías. Confiaba en ti. Que si no podías rescatarme no dejarías que me ahogase. Sí, lo pensaba. Quizá lo hayas hecho alguna vez. No lo sé. Pero lo que sí sé es que soy tonta. Soy una estúpida y jamás dejaré de repetírmelo. Porque tú vas ahora y me dices que sobro. Que sobro. Que me largue. No me jodas. Que ya no pinto nada. Adiós, hasta luego, que te vaya bonito, ¿no decía eso la canción? Bonito. Que te vaya bonito. Y me lo dices con esa jodida vocecita de niña pija que siempre has tenido porque eres un cobarde y no tienes cojones de mirarme a la cara mientras me dejas tirada en la cuneta. No eres sólo un cobarde. También eres historia.

Y entiéndeme, no tengo un buen día, espero que lo entiendas. Quizá sea culpa tuya y quizá no. Aquí en el fondo del mar no encuentro al puto Bob Esponja y estoy yo sola. Dímelo mañana y a lo mejor, a lo mejor te pueden ir dando mucho por culo.

Momentos

Un balón en el punto de penalti y la punta de la bota derecha apoyada en el césped. El último pin de la cerradura liberado y la llave que llega al final de su recorrido. La bola abandonando las yemas de la mano del lanzador en rotación. Tu aliento húmedo antes de que tus labios y los míos se unan. Una ráfaga de viento que encuentra la tela y los pies abandonan el suelo hacia ninguna parte. El gatillo que llega hasta su límite y el percutor del revólver lanzado a su encuentro con el fulminante. Los tacos clavados en el tartán, la mano extendida y los cuádriceps a la espera del fogonazo. El cuerpo estirado y vertical en el momento de sumergirse en el agua salada del mar. Aire saliendo de mis pulmones en su camino hacia los pliegues vocales y mi boca adelantándose al sonido. Un millón de gotas de agua dispuestas a hallar el consuelo en las hojas de los árboles. La cornisa que se separa de su estructura y parece eternamente suspendida en la nada antes de comenzar a caer. Tu espalda arqueada al borde del orgasmo. Los pies colgando, la cuerda suelta y los dedos antes de alcanzar el saliente en la roca. El hombro en tensión y el hacha afilada que corta el aire antes de encontrarse con tu cuello.

 

Jumping up and down the floor, my head is an animal.

And once there was an animal, it had a son that mowed the lawn.

(Of Monsters And Men — Dirty Paws)

Flotar

No sé qué parte quiere dejar escapar y cuál obligar a permanecer con él. Probablemente, ni siquiera esas decisiones dependan de sí mismo. Genética, herencia cultural y tiempo parecen estar continuamente conspirando para reducir sus propias opciones y hacerle girar como una brújula. La ventana de oportunidad lleva años cerrándose, pero a veces alguna ráfaga de aire la abre un poco más. Este parece ser, pues, el caso. Duda, no obstante, de estar dispuesto para asumir la libertad y las dependencias que vendrán de la mano de esas elecciones. Me permitiré no contestar a la pregunta de si esto es un relato autobiográfico o no. No es sencillo acertar el trazo y no salirse de la línea; ceñirse a los hechos se hace difícil en determinadas circunstancias y la ficción resulta un sendero tentador.

Quince años. Catorce, quizá. Cree que recuerda con nitidez las lágrimas y la incomprensión de una situación anímica que con el tiempo va a intentar aprender a esquivar y comprender sin éxito. A diferencia de lo que él mismo piensa, la vivencia personal no le aporta información extra que le permita interpretar la situación. El dolor, la soledad y la desesperanza no son ingredientes con los que sea fácil cocinar un buen plato.

Como un narrador externo, se ve a sí mismo sentado en el suelo, en el margen en el que la hierba se extiende sobre los dominios del cemento, con los brazos aprisionando sus piernas encogidas, llorando. Nadie más que él le observa. El dolor se convierte en sollozos hasta que la calma acaba llegando. Querría gritar, pero algo dentro de él se lo impide. El miedo a algo desconocido o demasiado familiar.

Muchos años han pasado desde entonces. Océanos de lágrimas y dolor y angustia y rabia y huidas hacia ningún lugar. La fantasía de sumergirse en las profundidades hasta que los pulmones no aguanten más. Breves paradas en pequeñas islas semi abandonadas. Pero a fin de cuentas, aunque el viento sople en contra, navegar es la mejor opción y no queda más remedio que seguir haciéndolo.

Así que en algún momento, la intuición de que quizá deba cambiar de dirección se presenta como una revelación. Deja de buscar refugios pasajeros y encuentra un lugar estable, cómodo, todo lo que puedas, dentro del interior de ese angosto y ruinoso barco de madera que demasiado a menudo piensas que va a acabar hecho añicos. ¿Sigue ahí después de todo, no es verdad? Arría velas y deja que la tormenta, con su insistencia, tome el control. Rompe el mástil y deshazte de los remos. Olvida cómo nadar y entiende que se trata sólo de saber flotar. Asume que el viento no va a cesar; que las olas nunca dejarán de estar ahí; que el estruendo de la tormenta seguirá ahí aunque te tapes los oídos. Quizá tenga algo mejor que ofrecer para ti.

Aprender a disfrutar de la violencia de su propia existencia. Dejarse llevar. Permitirse gritar sin importar las miradas que eso pueda levantar. Quizá no sea más que eso, piensas, mientras el mástil se astilla con el impacto del primer hachazo. A lo mejor no queda otra opción y ese pensamiento es tan cálido como la promesa de una existencia auténtica y dolorosa.

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Seek out the light between / Time and confusion glowing up ahead / Instead of slipping through / You bit off more, much more than you could chew / You could not Swallow It / No baby you're not ready, slow down / And take the time to evolve / You could not Swallow It / No baby you're not ready, slow down

(Brandon Flowers - Swallow It)

Ella

Cuando tocó al timbre, le abrí el portal y dejé la puerta entreabierta como hago siempre. No tardó en subir los tres pisos. Se presentó como Vanessa, aunque más tarde me dijo que en realidad se llamaba Ana. No estoy muy seguro de que aquel fuese tampoco su nombre real, pero creo que fue su manera de hacerme sentir mejor. Cuando entró le invité a sentarse en el sofá junto a mí pero prefirió escoger una silla y yo opté por no insistir. Era sensiblemente más joven y delgada que las otras chicas que me habían enviado y no hacía falta ser un lince para saber que estaba asustada. Tardó casi media hora en relajarse, tiempo durante el que se limitó a frustrar mis intentos de establecer algún tipo de acercamiento cordial antes del sexo. No me miraba ni sonreía; se comportaba como un operario que está preparándose para descargar un camión. Respondía a cualquier pregunta de la manera más escueta posible, casi siempre con monosílabos. Podía verle el sujetador con relleno debajo de la blusa negra semitransparente. No tenía apenas pechos y los brazos le colgaban a los lados como si fuese una muñeca de trapo con las extremidades desproporcionadas. Unos pantalones cortos y una especie de botines también negros con un poco de tacón le daban un aspecto bastante alejado de lo que eran mis estándares de prostituta. Más bien, parecía recién salida de una fiesta de disfraces o un congreso de góticos. Al principio estuve a punto de reírme de su atuendo un par de veces, pero me contuve sin saber muy bien porqué. Sus piernas flacas y blanquecinas cambiaban de posición constantemente y jugueteaba con el poco esmalte negro que quedaba en sus uñas. Sus ojos nerviosos parecían no posarse en nada más de unos segundos y sólo cuando me miró a los ojos creí ver algo. Parecía estar esperando el momento en el que sonaría la campana y podría salir al recreo a jugar con sus amigos. Era todo bastante extraño, casi ridículo, casi melancólico. Parecía que fuésemos a suicidarnos juntos. Pero no.

Le dije si quería beber algo y aunque su primera respuesta fue negativa, no tardó en preguntar si tenía Lambrusco. Me contuve y fingí un gesto de disgusto bastante logrado, para el asco que me produce el popular espumoso italiano. Volví de la cocina con un verdejo y poco después ya habíamos agotado la primera botella. Por iniciativa propia y para sorpresa mía, en la tercera copa me cogió de la mano y me obligó a llevarla al dormitorio. Me hizo tumbarme en la cama y yo mismo me acomodé, mientras ella se quitaba con poco arte la blusa y la dejaba extendida sobre la cómoda con más voluntad que éxito. Una gran cicatriz hipertrófica le recorría el lateral desde la axila derecha hasta casi la altura de la cadera y cuando traté de tocársela dio un respingo hacia atrás. Juro que por la cara que puso me habría apuñalado allí mismo si hubiese tenido un cuchillo a mano. Le pedí perdón y la timidez se borró de su cara al decirme que aquello no entraba en el trato. Acepté con la cabeza y le volví a pedir perdón un par de veces más.

Después de aquello, pasamos bastante tiempo sin hablar. Pensé que se iría, pero no lo hizo. Se quitó el resto de la ropa y se quedó desnuda encima de la cama, mirándome como no lo había hecho en toda la noche. No era una chica atractiva pero sentí que ella era más de lo que yo había merecido en toda mi vida. No hicimos nada. Ni siquiera nos tocamos. Tan solo la observé. Nos bebimos dos botellas más y me habló de sus ex parejas, de su padre y de otros hombres que habían pasado por su cuerpo. No sonrió cuando le pagué ni tampoco al despedirse de mí. Cuando entró en el ascensor deseé que se girase, pero no lo hizo. Después de todo, yo era sólo trabajo.

Sin nombre - 2

La arena de la playa no es el lugar ideal para unos zapatos de piel de buey de 700 euros, así que Castor los lleva colgando del talón con sus dedos índice y corazón. En el fondo ha metido unos finos calcetines negros de ejecutivo. Tampoco es el mejor lugar para llevar traje, pero al menos ha tenido la precaución de dejar la chaqueta en el coche y arremangarse hasta las rodillas los pantalones de raya diplomática. Parece llevar depilados los tobillos, pero no es más que la consecuencia del rozamiento de los calcetines durante muchos años. En la mano libre sujeta con firmeza un cigarrillo que apenas humea. Si no fuese por el aplomo con el que se mueve, resultaría ridículo.

Mapache le acompaña con un atuendo más acorde a las circunstancias, el estereotipo de cualquier surfero californiano: unas bermudas de color celeste que le llegan hasta las rodillas y una camiseta negra con el anagrama de una marca deportiva, que le queda lo bastante ancha para disimular el bulto en su espalda; con la costumbre, la sensación fría que le transmite ha acabado por ser agradable, reconfortante. Falta una semana para la primavera pero el color de su piel está oscurecido como si fuese finales de agosto. El pelo largo y rubio recogido con poco esmero en una coleta completa el conjunto.

El cielo continúa cubierto y el viento les obliga a protegerse los ojos con la mano a modo de visera; el pantalón del traje flota y el pelo rubio se mueve con violencia, tratando de escapar de un confinamiento al que no está acostumbrado. Andan en la misma dirección sin hablarse ni mirarse, y podría pensarse que entre ellos no hay más que una coincidencia temporal y espacial. Con cada paso, clavan los dedos como garras en el suelo irregular y el movimiento levanta una ráfaga de arena detrás del pie. Mapache distingue algo, señala con la barbilla y las cejas y farfulla algo entre dientes. Hay alguien dentro del agua, a la altura de las boyas que delimitan la zona reservada para el baño. Su compañero desdeña el comentario con una leve sacudida de cabeza que apenas es apreciable.

Parecen decididos a zambullirse en las aguas del Cantábrico, pero ejecutan una curva trazada con compás y continúan su marcha por la orilla, donde la arena se endurece y el andar se hace más cómodo y ágil: los brazos se relajan y los movimientos adoptan un acento elegante y firme. La espuma borra el rastro de sus pisadas pasados unos segundos, aunque la huella izquierda de Mapache es la que tarda más en desaparecer, debido a su sobrepeso y el arco plantar alto en ese pie, que le obliga desde que era un niño a utilizar plantillas especiales. Pero es bueno andar por la playa.

Frente a ellos, un hombre y una mujer se aproximan con una parsimonia que contrasta con los aspavientos con los que ella acompaña sus palabras; su acompañante mira absorto al suelo siguiendo una línea recta imaginaria. Cuando están a un puñado de metros, Mapache emite un graznido a modo de saludo e interrumpe el relato de la mujer, que les mira sorprendida. La colilla   vuela arrastrada por una ráfaga de aire y como si fuese esa la señal acordada, una mano vuela a la espalda y cede el protagonismo de la escena a la sensación fría, agradable y reconfortante.

La primera bala entra cerca de la unión entre los huesos parietal y occipital, y sale limpiamente por el maxilar derecho. Sin esperar a que se desplome sobre el suelo, la segunda bala entra unos centímetros debajo de la oreja izquierda y se queda alojada en algún lugar cercano a la clavícula, debido al ángulo con el que el cuerpo cae. La mujer tiene tiempo para soltar un breve grito antes de encontrarse el cañón del revólver de Mapache apuntando a su cabeza, con el efecto deseado: el regreso del silencio. Sólo se escucha el ruido de las olas y la espuma al llegar a la orilla.

Mapache dispara dos veces más en la espalda del cadáver, que yace tumbado boca abajo con la boca abierta. Con la mano izquierda y un movimiento de la cabeza se quita la goma del pelo y guarda la sensación fría, agradable y reconfortante en el lugar donde estaba alojada unos minutos antes. Recupera la sonrisa y saluda a la pareja, que se aleja a toda prisa mientras les observa. La sangre que brota con abundancia de la cabeza de Castor huye de su cuerpo en dirección al mar y tinta la arena de rojo hasta que la siguiente ola limpia el escenario de la ejecución. Ese proceso se repetirá durante más de una hora. Con el pantalón mojado, las rayas diplomáticas ya apenas se perciben y la piel de los zapatos de piel de buey de 700 euros comienza a echarse a perder. 

Sin nombre - 1

Estamos a principios de la primavera. Calculo que son las ocho y media, pero no lo sé a ciencia cierta porque nunca salgo a nadar con reloj. A excepción de la cabeza, mi cuerpo está totalmente sumergido en el agua fría y salada del Cantábrico. El mar está más picado que estos días pasados, aún así me siento a salvo mientras muevo las manos y las piernas para mantenerme a flote y recuperar algo de aliento tras varios minutos nadando. Tengo la impresión de que podría permanecer aleteando suspendido todo el tiempo que quisiese. Expulso el aire y me dejo llevar hasta las profundidades. Sucumbo a la tentación de abrir los ojos; el mundo no existe aquí debajo. El tiempo se detiene y a excepción del gusto, mis sentidos están casi anulados. Apenas veo medio metro más allá de mis manos y mis oídos sólo captan el murmullo amortiguado de las olas bailando encima de mí. Sólo soy consciente de las yemas de los dedos al mover las manos enérgicamente. De vez en cuando algún pez diminuto revolotea a mi alrededor unos segundos y desaparece. Se me acaba el aire y vuelvo a la violencia de la superficie a recuperar mi percepción. A mis incómodas e imperfectas puertas a la realidad.

Los ojos me escuecen; cierro los párpados y los aprieto como si tratase de expulsar un elemento extraño, sin obtener ningún alivio. Tendré los ojos irritados toda la mañana, el mismo y pequeño inconveniente de cada mañana. Ignoro la molestia y sumerjo la cabeza con regularidad para aliviar el sudor de mi frente, que desaparece en el mar tan pronto como brota de los poros y entonces el proceso vuelve a repetirse. Disfruto del contraste del calor de mi cuerpo con la fría temperatura del agua. Es agradable.

Diviso la boya que utilizo de referencia a unos cincuenta metros a la derecha, que se bambolea como un borracho agarrado a una farola. Hoy me he escorado más de lo habitual, porque debería tenerla al otro lado. Ha llegado el momento de volver a la vida terrestre, así que me hundo por última vez y salgo con los brazos extendidos en dirección a la orilla. Tengo los músculos entumecidos aunque no tardarán en ponerse a tono. Nadar en el mar es totalmente diferente a hacerlo en las aguas pacíficas de una piscina. Aquí dentro nada te respeta y no eres más que una insignificancia en un medio que no es el tuyo. Simplemente te ignoran.

Cuando llevo recorrido algo menos de la mitad del camino, una ola me coge con el brazo cambiado y una bocanada de agua me recorre como un témpano helado. Me detengo tosiendo con violencia desde las profundidades de mi garganta. El agua me sale por la nariz y me sueno con los dedos enérgicamente. Espero un par de minutos a recomponerme. Aleteo. En la orilla, un hombre y una mujer caminan por la arena, cerca del límite donde la lengua de las olas lame la tierra. Apenas los diviso, pero van abrigados; a esta hora todavía hace fresco.

Quizá trescientos metros delante de ellos, dos hombres avanzan a paso rápido en dirección contraria como si huyesen de algo. El contraste entre ambas parejas es notorio. No tardarán más que unos segundos en cruzarse. Me sumerjo por última vez y retomo la horizontalidad que el Cantábrico me permite, que en algunos momentos no es mucha. Con cada brazada mi mente se abstrae un poco más. Mientras mis pensamientos se desvanecen el sonido del mar silencia, quizá intencionadamente, el grito de la mujer.