Dos máquinas y yo

Mi vida está formada por mi mismo y dos máquinas.

La primera de ellas está situada justo antes de mi. Esta máquina construye los segundos: los colorea, les da cuerpo, un universo. Sentimientos, colores, palabras, sensaciones, pensamientos, fantasías, sonidos, intuiciones, imágenes, placeres, dolores, ideas, temores e ilusiones... llena cada uno de todo lo necesario, dependiendo del segundo en cuestión, y cuando está listo para ser usado, lo produce.

Entonces yo, que estoy en el medio, lo consumo. Durante tan sólo un único segundo, que es su duración exacta. Aunque eso no significa nada. Unos parecen eternos y otros al contrario, no parecen ni siquiera existir (esta sensación también va contenida en el segundo). Y cuando he acabado con él, aparece el siguiente. Por mi parte no tengo que hacer nada, sólo saber leerlos; el resto me viene dado, y simplemente tengo que ceñirme a lo que leo. Absolutamente cualquier cosa que pueda necesitar, está dentro de ese segundo. Así que esto es lo que diríamos que es mi vida: yo leyendo segundos.

Una vez gastado, para acabar, una segunda máquina que está inmediatamente detrás de mi, lo destruye para que nadie lo vuelva a usar, ni siquiera yo mismo. Ni siquiera lo recicla, por si las moscas: lo desintegra. Todas las precauciones son pocas. Aunque a decir verdad, a pesar de todo tengo la ligera sospecha que últimamente esta máquina debe de estar funcionando mal, porque llevo ya unas semanas teniendo la extraña sensación de estar consumiendo segundos ya vividos.

Así que si hay algún técnico en la sala, por favor, que se levante y me eche una mano. Muchas gracias.

Extraños

Todas las mañanas a las diez, puntual como un reloj, Miguel, un jubilado que vive desde hace años sin más compañía que un pobre gato al que odia sin razón alguna, entra en el bar de Eduardo, se sienta en uno de los taburetes de madera y pide un carajillo. Su amigo, que lleva décadas detrás de la barra y ha vivido toda su vida en el barrio, enciende la cafetera y mientras ve llenarse la taza, piensa: pobre Miguel.

Al otro lado de la barra, sentado, el viejo observa la figura encorvada frente a él, la incipiente calva, y siente la rutina de años gritando por cada poro de su piel, viviendo en cada pelo de su cuerpo, tanto que casi le duele. Y aprieta los labios y piensa: pobre Eduardo.

I

Algunas personas nacen con determinadas habilidades que con el tiempo, si son convenientemente desarrolladas, les hacen destacar por encima de los demás. Aunque no siempre es así. Otros inútiles, aún tocados por la mano de la suerte, se hunden en la mediocridad, echando a perder un regalo tan precioso, aunque bien podría considerarse que prefieren desplegar los encantos de la estupidez y la ignorancia, probablemente mucho más afines a su ser. No obstante, tengo serias dudas de que alguna de éstas pueda considerarse una habilidad especial, ya que de ser así este mundo estaría lleno de superdotados, y es por todos sabido que las cosas son algo diferentes.

La cuestión, sin querer extenderme más en discursos que no llevan a ninguna parte, es que yo tuve la suerte de ser una de esas personas privilegiadas: nací con un impresionante talento para el sadismo. Para crear, y deleitarme con, situaciones en las que sin esfuerzo alguno, llevaba el sufrimiento hasta niveles insospechados, inalcanzables para cualquier otro ser humano. La crueldad, con la que inicié un apasionado romance, era mi juguete, y el dolor, ante cuya belleza caí rendido, se convirtió en mi mundo; puse al universo a mis pies, le hice llorar lágrimas de sangre y desear la muerte antes que la vida.

Debería estar claro a estas alturas que, no sin esfuerzo y sacrificio, yo no dejé atrofiar este fascinante presente, sino que lo desarrollé en toda su extensión, llegando a parajes desiertos que ningún hombre había pisado antes y que quizá nadie vuelva a pisar. Yo estuve allí, y me llevé conmigo los gritos de la Humanidad, para que retumbasen en los oídos de todos aquellos dispuestos a escucharlos.

Contenido explícito

Pienso en unas miradas nerviosas que se acercan y se alejan, en el contacto intencionado de tu cuerpo contra el mío, en una espalda arqueándose, en unas piernas que se abren invitándome a entrar. En el sabor de tu sexo, el sabor de tus pechos y el sabor de tus labios, en una lengua húmeda y caliente perdiéndose en mi boca, en tu saliva y en esos labios pegados a los míos. En tu sonrisa y esos ojos cerrándose al sentirme acariciar tu sexo como algo que me pertenece. En instintos primarios, en tus pezones, en mis dedos buscándolos y en el gemido que emites al sentir mis manos frías sobre tu cuerpo caliente. En la sangre fluyendo por mis venas, en tu respiración agitada, en tu lengua lamiendo mis dedos y mis dientes mordiendo tus labios. En esa falda y el sexo que se humedece debajo de ella, en palabras obscenas al oído, en mi sexo erecto y caliente y este molesto botón, en mis pantalones y en tus manos dentro de ellos. En poseerte, en animales en celo, en tu sexo y en mi sexo, en mis dedos debajo de tu falda, en mis dedos debajo de tus bragas, en mis dedos dentro de tu coño. En montarte, en lamerte como un perro, en tu sexo afeitado, húmedo, caliente, mojado, en mí dentro de ti y en tu cuerpo cabalgándome.

Pienso en comerte y en que me comas. Pienso en follarte y en que me folles.

Un click de Famobil

A varios millones de años luz de nosotros un hombrecito saluda con la mano mientras escucha a Manu Chao. Hace ya unos días que llegó, aunque no sabe cómo llegó ni porqué está allí, y lo peor de todo es que tampoco sabe cómo volver. La verdad es que no tiene demasiada idea de nada, pero para qué engañarse, nunca la ha tenido. Simplemente está allí y se siente algo ajeno, tan lejos de casa. Se rasca la cabeza como hace Homer cuando no sabe algo, y la imagen le resulta divertida y ríe. Hace memoria y piensa que no duerme especialmente mal, no está especialmente cansado ni especialmente deprimido. Aunque tampoco está especialmente animado, ni especialmente feliz, ni especialmente ilusionado. No está especialmente nada, se dice el hombrecito; está medianamente todo. Pero aquí no estoy bien, murmura, y concluye que quizá Aristóteles no era infalible después de todo.

El hombrecito se siente como un click de Famobil, porque a él Playmobil le llegó un poco tarde. Pero un click pirata sin barco, un click granjero sin granja, un click caballero sin castillo ni princesa que rescatar. Y se levanta y le grita a la nada, para darse cuenta de que encima de una estrella a una eternidad de su mundo no hay aire con el que llenar sus pulmones. Qué absurdo resulta todo eso, susurra con cara de incredulidad, y durante un instante que dura todo lo largo que es, que tampoco es mucho, se acuerda de Gregorio Samsa, de todos los cienpiés que ha visto en su vida, se acuerda de Atlanta, de su pueblo y del intenso dolor del Urbason. Y se rasca la cabeza otra vez, igual que antes, como hace Homer, y piensa que se siente extraño, aunque ahora ya no le parece tan divertido. Ningún sentido. ¿Qué hago yo aquí?

Pero no le cuesta mucho convencerse que no es tan malo perderse de vez en cuando ni sentirse como un click aunque no sea de plástico y sus manos no tengan forma de U (aunque puede ponerlas así si quiere, lo ha probado). Que probablemente nadie entienda a veces dónde está, empezando por él, pero que mejor que el mundo se vaya acostumbrando a sus ausencias transitorias, a sus metamorfosis anímicas temporales, si a estas alturas de la película no lo ha hecho ya. Un poco más, un poco menos, ¿a quién le importa, qué más da? Algo de variedad en tanta monotonía nunca viene mal; altibajos y bajialtos. Así que, a millones de años luz de nosotros, el hombrecito sonríe, se sienta de nuevo y saluda a su estrella. Y la estrella le mira con sus ojos de estrella, le devuelve la sonrisa, y le devuelve el saludo con un Hola, M.. Y a M. los ojos le brillan.

Y el hombrecito piensa que no tardará en volver a su casa, pero que en este preciso instante de su vida como click de Famobil es feliz porque acaba de ver a una estrella sonreír.

(Foto: Febrero 2000 aprox., Atlanta.)

Déjame que te de un consejo

La primera vez que sientes el frío del cañón de una nueve milímetros presionando contra la nuca es fácil que te mees encima; es casi inevitable. A los tres años cualquier niño controla sin problemas sus esfínteres, pero en ese momento tú no eres capaz de hacerlo y ni siquiera te das cuenta; tu cabeza está demasiado ocupada con tu vida para evitar que tu cuerpo vaya por libre.

Y eso no cambia hasta que comprendes que la existencia no es algo que se posee como un par de zapatillas; que se es o no se es. Que morir es algo que nunca puede pasarte a ti, y que para perder algo, hay que ser consciente de que lo has perdido; una vez muerto no vas a poder echar de menos tu vida.

Sólo cuando entiendes esto puedes librarte del miedo y mantener la cabeza fría. Y lo más importante, ayudar a evitar que alguien te la atraviese con una bala. Cuanto antes lo asimiles, mucho mejor para tí.

Él

Los mismos ojos azules inexpresivos, las mismas mejillas sonrosadas, el mismo pelo rubio cortado hasta las cejas: diez niños físicamente indistinguibles los unos de los otros. Tanto que cuando acudíamos a la biblioteca, como cada noche, y nos colocábamos en formación frente a él, ninguno de nosotros habría sido capaz de decir quién era quién.

Nosotros no, pero él sí. Porque si había algo que nos distinguía, de alguna manera él lo percibía y lo buscaba con obsesión, como un perro que sigue una presa. Nos examinaba uno a uno, y podías sentir su aliento cuando se acercaba a ti, con esos pequeños ojos enfermizos escudriñándote y su lengua extendida fuera de la boca. Flotaba con su presencia a tu alrededor, hasta que finalmente volvía sobre alguno de nosotros y lo olisqueaba de nuevo, insistentemente, gruñendo de placer, y le lamía las manos con dedicación, mientras los nueve restantes nos retirábamos en silencio, aliviados y aún con el terror en los huesos, sin atrevernos a pensar que podíamos ser la elección del día siguiente.

Dos horas más tarde, todo parecía olvidado cuando convertidos en auténticos animales, nos llenábamos los cuerpos de grasa y devorábamos la carne de la cena, que arrancada con los dientes y los dedos, corría por nuestras gargantas engullida prácticamente sin masticar.

A la mañana siguiente, siempre volvíamos a ser diez.

Manías

Se dormía. Por cualquier rincón, se dejaba caer y se dormía; no importaba el lugar o el momento. Para cuando la gente había empezado a señalarla y susurrar entre dientes, ya se había ido. Deberías resistir, le decían algunas personas, y ella sonreía amargamente encogiéndose de hombros. Ójala, pensaba. Ójala, decía, mientras lloraba por dentro. Le hubiera gustado tener el poder para tomar ese tipo de decisiones, pero su cuerpo se rendía sin darle opción, y todo el margen que poseía eran unos escasos segundos y la única decisión, evitar la caída hasta el suelo. Aprendió a no confiar en sí misma y a tener una fe ciega en los demás. Algunos le fallaron y otros permanecieron siempre a su lado, atentos a esos momentos en los que su amiga abandonaba este mundo.

Por lo demás, nunca le gustó aquello de que se dormía, porque siempre dijo que no era ella. Prefería bromear diciendo que le dormían. Manías, decía con una sonrisa inocente, y hasta hoy, nadie ha podido demostrar que no tuviera razón.

Conociendo a James Joyce

Hace muchos años, mientras tomaba una cerveza, se me acercó un individuo, y sin mediar palabra, se sentó conmigo. Al principio permaneció por horas, minutos, segundos, instantes, millones de momentos, días quizá, quieto, estático, inerte, muerto, pululando con su ser sobre mí. Me olfatea, me siente, me saborea. El camarero pasa a nuestro lado, nos mira, nos sonríe —¿le conozco de algo?—, y sin un paso de indecisión, pasa de largo. Quizá altivez. Sus ojos se clavan en algo a mi espalda. Sonríe. Huelo a cerveza. A alcohol. A humo. A Dublín. Su atención se posa en mi.

ÉL: (Mirándome fíjamente) Hola

YO: (Intentando aparentar tranquilidad) Hola

Rozo la mesa con mis dedos y la encuentro arrugada, estropeada, quizá molesta a ser utilizada de nuevo como una vieja puta, pero suave por las caricias de tantas manos. Eterna. Madera. Luces tenues. Conversaciones. Una mujer a mi espalda. Una cacatúa. Música. Risas. Un chico le roza la mano a otro que tiene al lado, disimuladamente. A escondidas, y yo lo veo y me siento como un intruso. Su amigo reacciona y le acaricia disimuladamente. Mi compañía comienza a hablar. Se me acerca poco a poco, hasta colocarse a un par de dedos de mi. Puedo sentir su aliento y tengo arcadas. ¡Sepárate!, suplico sin abrir la boca. Se levanta y me habla desde la barra, a gritos haciendo que todo el mundo le oiga. O vuelve y me susurra al oído como un amante a otro. Su respiración de nuevo. Calla, escribe algo y me lo da a leer. Ahora deja de mirarme y habla con la mesa de al lado, y no sé ya a quién le habla pero intuyo que sigue siendo a mí. Se distancia hasta que casi no le oigo y se vuelve a acercar hasta que me hace sentir incómodo. Oigo sus voces en mi cabeza, pero no sé si es él o soy yo. Desaparece y vuelve a aparecer, y yo siento como si el tiempo se hubiera detenido. Se levanta y mirándome desde arriba, me sonríe y me habla, pero su boca no se mueve al ritmo de sus palabras y no entiendo nada. No sé si hablo o no. Leopold, Molly y Stephen, susurra. Se levanta y tres personas se le unen cuando sale por la puerta del pub.

Un mes más tarde recibo una carta suya; la leo pero no la comprendo. Y al mes, cuando la vuelvo a leer, ya no es la misma. Ayer mismo la releí.

Y juraría que jamás la había leído antes.

Llamadme Baudelaire

Había una vez
un chiquillo que olía a pez,
y por oler a pescado
lo trataban como a un apestado.

Ya de niño
paseaba por el Miño,
y a tan corta edad
mostraba la gente su crueldad.

Un día vino al pueblo
una cría con su abuelo,
y detrás de una reja
estaba la niña que olía a oveja.

A los dos le chiflaban los mejillones
y los tragaban a mogollones,
aunque comían también cordero
que les regalaba un madero.

Se hicieron mayores
y de los olores,
nunca más se supo
ni aquí, ni en Pernambuco.

Y estos dos ancianos
cogidos de las manos,
vivieron felices
y comieron perdices.

Dedos

Su boca, su lengua húmeda, sus labios carnosos. Dedos deslizándose por mi cintura, intentando colarse entre mi piel y el pantalón lo poco que éste se lo permite. Recorro su espalda fría y se encorva como una gata. Siento sus manos nerviosas en el botón mientras me muerde los labios y abre las piernas, invitándome a entrar. La escucho respirar y acaricio sus pechos, sintiendo sus pezones duros y el calor de su cuerpo mientras seguimos jugando ya instintivamente, hasta que el obstáculo acaba cediendo y sus dedos encuentran mi sexo caliente y erecto...

Desnúdate

Dices que no tienes tiempo de exponerme tus ideas. Que no tienes ganas de contarme tus pensamientos. Que tus sentimientos son tuyos y de nadie más. Que no tiene sentido explicarme nada en absoluto. Que no entiendo nada. Que no te escucho, que no te presto atención, que no me intereso por ti. Que soy un desconocido. Que no me conoces, que no te conozco, que somos extraños el uno para el otro.

Quizá tengas razón, después de todo. Quizás sólo quiera tus sensaciones.

Desnúdate.

Nicolás

El señor Nicolás no entiende como ha llegado al estado en el que se encuentra. Pero la verdad es que apenas dedica tiempo a pensar en ello. Sentado en su silla de ruedas, como cada día, mira a través de la ventana. Hace varias semanas que empezó la primavera, y aunque puede sentirlo en el ambiente y la actividad de la calle, no ve aún ningún brote en el árbol que hay a la entrada de su casa. Tampoco sabe si debería haberlo. Igual está muerto; el invierno ha sido especialmente duro este año. Soy estúpido, se dice. No sé nada de árboles, y aquí estoy, devanándome los sesos en busca de una explicación para algo sobre lo que no entiendo. Ni siquiera puedo acordarme de si tenía hojas el verano pasado, porque no recuerdo que las hubiera donde ahora hay unas ramas desnudas, y lo único que sé hacer es perderme en conjeturas que no llevan a ninguna parte.

Antes de que el sentimiento de culpa le invada por completo, un gorrión atrae su atención por un instante, y el árbol y sus cavilaciones le abandonan para siempre. Le gustaría que se posase en el alféizar, ya que desde su posición apenas lo ve, pero los malditos pájaros nunca lo hacen. Les odia por ello. Es un día luminoso; le gusta. Observa a la gente pasear. Desea salir. Lo echa de menos. Ahora más que cualquier otro día siente su piel fría, tanto que puede notar el contraste con el calor del sol. Tal cosa es absurda. Sabe que su deseo ha de estar construido en torno a descripciones poéticas e historias de otras personas, no verdaderas sensaciones. Ha de estarlo, porque ninguna otra cosa tiene sentido, porque no recuerda nada real que pueda alimentar sus fantasías. Nada más encaja. Es difícil estar seguro de algo, y el esfuerzo que conlleva alcanzar la seguridad no merece la pena ya que ni en eso puede confiar. Sin embargo, más movido por la curiosidad que por la temperatura, aún desea salir. Aunque no lo hace, aunque no sabe porqué. Ni siquiera se plantea si es capaz de hacerlo. La respuesta es No, y la falta de razones un poderoso argumento, el único, el mejor que hay. A pesar de ello, no se atormenta. Alguna razón habrá. Ha de haberla. Las cosas no son como son porque sí. Existe una explicación, puede intuirlo, y que no sea capaz de encontrarla es una muestra de ello, así que lo mejor es renunciar a ella. Es inútil resistirse a la evidencia, no puede negarlo, y sin embargo, es incapaz de reprimir un pequeño suspiro de queja que asciende por su garganta. Quizá sólo quiera creer eso. Infantil, piensa, y opta por dejar perder la vista en la calle, pero en su lugar sus ojos se fijan en una mancha en el cristal. Se siente cansado, inútil, y deja caer las manos sobre los muslos.

Hoy es un día especial. Le gusta que lo sea aunque le cuesta asumirlo. Preferiría ser feliz con la rutina diaria, la soledad en su silla de ruedas, los pájaros y ese árbol, sus pensamientos, la distancia entre él y la gente de la calle, pero no lo es. Eso le molesta, porque es identificarse con algo que no puede ser. Siente una ligera sacudida de excitación. Hace mucho tiempo que no recibe una carta. Tanto que no lo recuerda. Con ella sobre las palmas extendidas, la mira con curiosidad. Un par de caballos con las patas delanteras levantadas están estampados en un sello en la esquina superior derecha. Es un sello corriente. Vulgar. Observa la dirección y reconoce la letra de un viejo: redondeada, limpia, a conciencia, como el cuaderno de caligrafía de un niño. Imagina las pausas, la lentitud de los trazos, la atención puesta en cada letra, la presión del bolígrafo sobre el papel y el movimiento de la mano al escribir la ele o el rabillo de la a. Se siente bien al pensar en ello y sonríe. Le da la vuelta, buscando el remitente, y encuentra una dirección desconocida y la misma escritura minuciosa. Ni un nombre que intentar recordar. No le sorprende. ¿Cuánto tiempo hace que no sabe nada de nadie? Para qué.

No le entusiasma abrirla con los dedos, pero no tiene otra cosa a mano y su ansiedad no le permite posponer el momento, así que intenta utilizar el pulgar a modo de abrecartas. Él fracasa y su torpeza triunfa. El sobre se rompe y el remite se divide en dos. Necio. Tendrías que haberlo abierto por un lateral, hubiera sido más fácil. A pesar de ello, hace un esfuerzo por olvidarse de sí mismo, saca cuidadosamente las hojas y deja el sobre encima de sus rodillas. Blancas y plegadas con delicadeza, responden a las expectativas. Los renglones, trazados como con tiralíneas, uniformemente espaciados y todos ellos de igual longitud. La misma esmerada y paciente escritura. Sólo un viejo reconoce la letra de otro viejo, murmura entre dientes. Ahora que la tiene frente a él, ya ha perdido casi todo el interés. No sabe siquiera si quiere leerla. Qué necesidad hay. Puede que sea una equivocación, aunque lleva escrita su dirección. Su nombre. Sus apellidos. Apenas una página y media. Duda entre la pereza por tener que leer tanto, o desprecio por ser merecedor de tan poco. Temiendo que su apatía se convierta de nuevo en su mejor aliado, decide comenzar antes de convencerse de que no vale la pena continuar con eso.

 

Querido Nicolás,

Hace tantos años que nos cruzamos, porque fue justo eso lo que sucedió, que el nombre Sebastian no te dirá nada. Después de casi media vida, es difícil recordar un nombre si no tienes una cara que te ayude, aunque bien visto, esta cara ha cambiado mucho y aún no siendo así, no creo que me reconocieses si me tuvieses delante. Imagino que a estas alturas estás tan sorprendido al leer estas líneas que piensas que se trata de una curiosa equivocación.

Pero no lo es. No te diré que fuimos íntimos amigos, compañeros de clase, que nos peleamos por una mujer o trabajamos juntos. Nada de eso. Lo único que compartimos fue una cerveza cerca de medianoche en un bar de carretera y un par de horas de conversación hace ya casi treinta años. No hay mucho más. Espero que no estés demasiado decepcionado tras leer eso. Podría decir que recuerdo cada palabra, pero sería un pretencioso y además faltaría a la verdad, y a estas alturas, para qué mentir. Bien, puedo asumir que la intriga inicial ha dejado paso a una total incredulidad, y ahora que estoy seguro de que no sabes quién soy, tendrás que perdonar que me haya tomado la confianza no sólo de escribirte, sino de hablarte como si en realidad nos conociésemos de toda la vida.

Ignoro por qué te escribo, si te lo estás preguntando. Achaques de la edad, supongo. Descubrí entre unos papeles tu dirección y pensé que valía la pena arriesgarse a escribir esta carta que en el peor de los casos, simplemente la recibiría de vuelta. Me queda un recuerdo muy grato de aquella conversación. Sé que todo esto te parecerá extraño, pero no creas que a mí me lo parece menos. No es este el momento de contarte qué ha sido de mi vida, así que espero que tras la sorpresa, te decidas a contestarme y si crees que puede valer la pena, tomar de nuevo otra cerveza a una hora más decente (el cuerpo ya no permite excesos), aprovechando que paso a menudo por tu ciudad. No hay mucho más que añadir, por lo que me despido con la esperanza de que al menos la curiosidad te empuje a contestar.

Un saludo de un amigo,

Sebastian

 

Sebastian. No puede evitar perderse por un segundo en el perfil de los pulgares contra el blanco de la hoja. Observa sus grandes uñas, sus grandes dedos, sus grandes manos. Manazas de viejo. Torpes. Sale de su universo a duras penas e intenta recordar sin éxito. Sebastian. Al menos hago ciertas sus predicciones, se consuela. Lo cierto es que no hay nada en su cabeza que pueda asociar a ese nombre o a una conversación en un bar de carretera a medianoche hace treinta años, y eso es todo lo que tiene. Sebastian. Le culpa por no haberle dado más detalles. No confía en que navegar en su memoria vaya a reportarle mayores beneficios, si es que decidiese al menos intentarlo. Los fracasos pasados le aconsejan no hacerlo, así que abandona ese sendero sin ni siquiera iniciarlo.

No está seguro de qué sentir. La decepción es el camino más sencillo. El más habitual. Quizá quiera sentirse así, romper la carta e ignorarla, a lo mejor es eso lo que se merece. Haría las cosas fáciles. Simples. Los pájaros el árbol la ventana y él. Su soledad su miseria su cabeza y él. Él, su gran enemigo. O a lo mejor únicamente está buscando una excusa para no moverse, para no levantarse, para no vivir. Quizá lleves mucho tiempo haciéndolo; sí, sin ninguna duda. Demasiado para darse la vuelta. Demasiado casi para cualquier cosa. Es un viejo oso que despierta para descubrir que ha pasado la primavera y el verano hibernando y se encuentra de nuevo ante el invierno que acabará con él.

Con los años, ha ido acostumbrándose a este tipo de ideas. Al principio, aún sentía remordimientos, el impulso de despertarse en medio del otoño, sacudirse la pereza de encima y hacer algo con lo que quedaba de él. Poco a poco, para su fortuna o desgracia, fueron desapareciendo, y de ellos sólo queda ya un leve sabor amargo. El instinto de supervivencia no es eterno, se compadece. Esboza una sonrisa ante tanto ingenio. No hace eso muy a menudo. Deja la carta sobre sus rodillas lentamente e intenta reflexionar, pero no sabe cómo hacerlo ni acerca de qué. Los porqués ha dejado de planteárselos. Lo absurdo de ese impulso le hace sentir ridículo y sonríe, aunque más por histeria que por otra cosa. Ya no siente indecisión. Sí en el sentido de que sigue sin tomar una alternativa. No porque conoce la respuesta a la pregunta. Sus "a lo mejor" nunca son de verdad. Desde hace años, décadas, son rotundos noes. Implacables noes disfrazados de quizás. Negativas de hierro envueltas en dudas de papel. Y sin embargo, en este caso queda algo de ese sí postizo, más de lo que pensaba. Puede no ser tan mala idea. Y ahí está de nuevo ese gorrión. Ese u otro, qué más da. No hay quien los distinga. Aunque ahora está más cerca, mucho más. Fuera, al otro lado, justo en la ventana. Donde siempre lo ha esperado. Míralo. Un vulgar gorrión, pero sus pequeños saltitos le causan regocijo. Excitación. Un águila real no le haría sentir mejor. Lo observa con la boca ligeramente abierta. Tan pequeño como vivo. Intenta sin conseguirlo no pestañear ante tanta belleza, y mientras el mundo se desliza rápidamente fuera de su mente, Sebastian y sus dos hojas caen para siempre al suelo.

No hay mucho que ver en la ventana de un viejo. Algún estúpido gorrión de vez en cuando, y un árbol que ya debería haber rebrotado. Aunque quizá, y lo más posible, es que esté simplemente muerto.

Friendo espárragos

Yo antes vivía en Babia subido en un nido. Era un país un poco extraño, pero como yo soy bastante raro, me gustaba. Viví allí durante muchos años, hasta que un día haciendo el tonto me caí del nido y me metí una leche de impresión. No escarmentado con las alturas, me busqué un cómodo y tranquilo cúmulo y me fui a vivir a las nubes. Todo fue bien durante un tiempo, pero al final, uno acaba cansándose de tanta tranquilidad y tanta comodidad, y viendo un folleto de propaganda, se me ocurrió que me podría ir a vivir a la luna, por aquello de viajar a lugares inexplorados. El problema es que la gente no me llamaba para salir porque me pasaba el día en la luna, aparte de que tan lejos no me enteraba de nada. ¡Si es que estás en la luna!, decían ellos. Pues claro, pensaba yo. El caso es que me cansé pronto del dichoso satélite. Finalmente, después de muchas cavilaciones, he decidido que quiero estar un poquito más cerca de la tierra (y de la Tierra), así que voy a plantar una parra, subirme en ella y procurar no caerme, por la cuenta que me trae.

Aunque ya verás lo poco que tarda en llegar algún gracioso y cortármela.

(La parra, claro)

Ratas

Ignoro durante cuanto tiempo fui vecino del señor Nicolás, pero sí sé que cuando lo vi por primera vez me pareció a simple vista un viejecillo bastante normal. Pequeño, algo encorvado, y vestido con lo que a posteriori sería su indumentaria habitual, a saber, su eterna chaqueta de lana, una camisa a cuadros y unos pantalones de pana, podría haber pasado por mi abuelo. Nunca llegué a conocer su verdadera edad, pero en aquel momento me dio la sensación de que su cara, repleta de arrugas, le hacía parecer mayor de lo que en realidad era. Y eso es básicamente todo lo que me queda de nuestro primer encuentro, algunos días después de que yo hubiese ocupado la vivienda que se encontraba frente a la suya.

Al principio, nuestra relación fue absolutamente tranquila, y tampoco es que yo desease, aunque no por nada en especial, que esto cambiara; afortunadamente al parecer ambos mostrábamos el mismo interés por entablar amistad con el otro, es decir, ninguno en absoluto. Nos encontrábamos en ocasiones en la escalera o, hasta que éste dejó de funcionar, en el ascensor, y tras intercambiar los saludos de cortesía con sus correspondientes sonrisas, mi mirada se perdía en la, a decir por mi comportamiento, fascinante estructura metálica que rodeaba el hueco del ascensor, mientras que sus ojos se afanaban en buscar en los grises azulejos del suelo aquellos insignificantes detalles que por alguna extraña razón yo consideraba menos importantes que las formas geométricas del enrejado. Durante algunas semanas ese fue el único contacto que mantuvimos, durante el cual los dos intentamos en la medida de lo posible no interesarnos por la vida del otro, política que pese a mis deseos no se prolongaría demasiado.

Observé al poco de llegar que a menudo almacenaba botellas y algunas bolsas de plástico en el suelo, pegadas a la pared, algo que para mí no suponía inconveniente alguno y tampoco era motivo de sorpresa puesto que ya lo había visto, o más bien sufrido, en otras ocasiones. El caso es que en ese momento no me pareció adecuado llamarle la atención, siempre con miras, más que a mantener un trato amistoso, a no dar pie a ningún tipo de trato, amistoso o de cualquier otro tipo. El problema comenzó poco tiempo después, cuando me percaté de que había comenzado a aplicar ocasionalmente esta, en un principio inofensiva medida, a lo que yo consideraba un tanto instintivamente mi territorio, de tal forma que no sólo lo encontraba lleno de objetos, sino que no pocas veces llegaba a obstaculizar, de un modo que me parecía intencionado y cuya idea me apresuraba a expulsar de mi cabeza, la entrada de mi casa.

Fue a partir de entonces que el problema se me hizo patente, cuando comencé a considerar lo que aquel viejo dejaba en, ahora ya tanto su lado como en el mío, es decir, allí donde le venía en gana, como basura.

Guiado en todo momento por un espíritu compuesto por comprensión y belicismo a partes iguales, y con la idea de poner fin a aquella desafortunada situación, intenté repetidamente y sin éxito hablar con él, pasando a realizar una serie de inútiles protestas frente a su puerta, a las que no obtuve respuesta, al tiempo que mi benevolente espíritu se disipaba dando lugar a uno más acorde con las circunstancias. Mientras tanto, el viejo incrementaba alarmantemente la cantidad y variedad de los desechos, y si hiciésemos una hipotética escala de desperdicios, puede afirmarse que incluso la calidad.

No hubo que esperar mucho para que las ratas hicieran acto de presencia, invocadas sin duda por el ambiente tan propicio que mi vecino les había creado, y sobre cuya procedencia nunca indagué demasiado, más por deseo de mantenerme en la ignorancia que por falta de respuestas; me era fácil oírlas a las tantas de la noche, con sus nauseabundos correteos, que me obligaban a permanecer horas enteras sentado en una silla en la esquina de mi habitación, sin ser capaz de hacer otra cosa que maldecir una y otra vez tanto a las propias ratas como al ser responsable de semejantes repulsivas criaturas peludas.

Como era de prever, aquello empeoró radicalmente y tan sólo unas semanas más tarde podía ver con desagrado, y más que con desagrado, con repugnancia, como las latas, las botellas, los restos de comida, en definitiva, la evidencia más palpable de la continuidad del señor Nicolás en este mundo, se amontonaba esparcida a lo largo de todo el rellano, ya que al parecer consideró a partir de ese momento, y muy a pesar mío sin mi consentimiento, el cual por otra parte jamás habría obtenido, hacerme partícipe involuntario de sus más que incómodas actividades. De manera paralela, y siguiendo la lógica imperante hasta entonces, el número de ratas que poblaba aquel pequeño espacio pasó de unas pocas a varias decenas e incluso me atrevo a decir que a más de un centenar, que no tenían el más mínimo reparo en mostrarse a la luz del día, frente a la considerada nocturnidad que había caracterizado a sus predecesoras. Lo peor vino cuando, muy posiblemente a causa de la superpoblación que tanto ellas como yo sufríamos, pasaron a ocupar mi vivienda, lo que me produjo una serie de serios problemas nerviosos por el miedo que domina mi cuerpo ante la presencia de tales seres, e impuesto por las circunstancias, que me acostumbrase a su compañía en la medida que vivir en esas condiciones era posible.

Esto hizo que me viera obligado a limpiar, si es que a aquello que yo hacía podía llamarse tal cosa, aquel espacio común que consideraba en parte como propio. Y he dicho si podría llamarse así porque a menudo, llevado por el odio hacia mi vecino, el proceso derivaba en una dantesca escena en la que, inmerso en un ataque de rabia, acababa como un poseso, chillando y pegándole patadas a todo aquello que encontraba delante de mis pies, lo que fue haciendo que tanto su portal como las paredes, antaño blancas, o al menos acreedoras de dicho adjetivo aunque fuese de forma vaga, se tiñesen de infinidad de manchas multicolor, producto de mis justificados ataques de histeria.

No recuerdo con qué frecuencia se daba en mí este comportamiento, pero sí que no fue así siempre, sino que adoptando la propia dinámica de nuestra relación, se incrementó de forma gradual. Lo que fue durante un breve periodo de tiempo un ejercicio de pulcra resignación pasó a ser unas palabras subidas de tono dirigidas contra la puerta tras la cual se encontraba presumiblemente el viejo, y acabó convirtiéndose en una estimulante, he de reconocerlo, y obsesiva actividad que fue acrecentándose en violencia e intensidad, a causa de la más que impunidad de que disfrutaba. Con el tiempo aquello desembocó en una demostración de mi fuerza física, un espectáculo en el cual se mezclaban tanto las enérgicas patadas que le propinaba a todo cuanto veía, ya fuesen restos de comida o bolsas de plástico, botellas, que muchas veces y con inmensa satisfacción por mi parte acababan por hacerse mil pedazos contra su puerta, o ratas, que si eran cogidas desprevenidas se encontraban ante su propia sorpresa sobrevolando tras un violento despegue los desperdicios con los que tanto parecían disfrutar. No puedo dejar de mencionar las gesticulaciones que llevaba a cabo, imagino que ridículas, y los gritos comparables a los de un hereje siendo torturado por la Inquisición, que dejaron de contener palabras con sentido para pasar a ser una prueba de resistencia y potencia para mis cuerdas vocales. Frente a esto, nunca encontré más réplica que el silencio del sólido bloque de madera color caoba que daba entrada a su casa, decorado por mí mismo al estilo de algún probable pintor contemporáneo de renombre. Eso, obviamente, si no considero su interminable y constante vertido de desechos como una silenciosa respuesta, como una burla a mis inútiles y espontáneas escenificaciones, como una forma de decirme quién era el dueño y señor de aquel lugar.

No creo necesario mencionar el hedor que todo aquello desprendía, que me considero incapaz de describir, y que se convirtió, a pesar mío, en mi inseparable compañero, hasta que normalmente dos, y en algunas ocasiones tan sólo una vez al mes, venía su hijo, más que a verle, a certificar que seguía vivo, por la brevedad y frecuencia de las visitas, y metódicamente limpiaba, siempre con el permiso de las ratas, aquel espacio que a su padre tanto esfuerzo le había costado acondicionar a su gusto, y en cuya dispersión y ornamentación yo había colaborado. Sólo después de aquello remitía un poco aquel olor asqueroso, para volver a los días con todo su poderío e invadir con la grandeza de un Carlomagno o un Atila cualquier rincón de mi casa, venciendo con inusitada facilidad a las decenas de ambientadores comerciales que tenía distribuidos por toda ella.

Habrá quedado claro, a estas alturas, que no me sentía especialmente atraído a establecer ningún tipo de contacto con el viejo ni con su hijo, cuya falta de interés no sólo por presentarse ante mí para disculpar el comportamiento de su padre, sino sobre todo por intentar encontrar una solución para este desagradable asunto, la interpretaba yo como aprobación de la situación e indiferencia hacía la desgracia que me había caído encima, hasta el punto de que a menudo, cuando se encontraba ocupado en tareas de limpieza, me parecía verlo mirar hacía mi puerta, como si fuese consciente de que me escondía tras ella, y sonreír con una mueca que se engrandecía, hasta convertirse en una risotada que me aterrorizaba tanto como me crispaba.

Hacía tiempo que había llegado yo a la conclusión de que se lavaba las manos en aquel asunto, limitándose como he dicho a alguna visita telegráfica al mes y a recoger los desechos de su padre, el cual poco me habría sorprendido si un buen día hubiera decidido de súbito realizar sus excreciones en el portal. Mantenía con éste por tanto la misma relación que con su progenitor, es decir, la observación atenta y constante de todos sus movimientos a través de la mirilla de mi puerta, considerándolo igualmente despreciable por hacerme víctima de su padre. A juzgar por la conducta de ambos, ellos parecían sentir la misma atracción por mí que yo por ellos, y dudo mucho que esto fuese a causa de mi comportamiento puntualmente anómalo y decididamente histérico, frente al suyo, regular y permanentemente enfermizo.

Así pues, todo nuestro trato acabó limitándose a una vigilancia constante y anónima cuando cada mañana, a través de una rendija de apenas unos centímetros vomitaba todos aquellos desperdicios que había generado durante el día anterior, mientras yo, amparado en la innecesaria seguridad que mi puerta me daba, me consumía de odio ante semejante espectáculo. O a aquellas desgraciadas ocasiones en las que coincidíamos en el rellano, y sin dirigirle la palabra, le observaba, encorvado como el viejo decrépito que era y quizá aún más de lo que entonces me parecía normal, con sus penosos movimientos, y maldecía entre dientes lentamente cada uno de ellos como en una especie de ritual, pidiendo al cielo, o más bien al infierno, que me mandase al mismísimo Lucifer para llevárselo a mejor vida, si es que puede decirse así, aunque poco me importaba a mí en realidad si su vida iba a ser mejor o peor, con tal de que no siguiese siendo frente a mí.

No sé si allí abajo alguien tuvo la decencia de escuchar mis maléficas plegarias, pero la cuestión es que un día Nicolás dejó de existir, se murió, simplemente, así, sin más, lo que trajo a mi vida una relativa tranquilidad, quedando abandonado a la compañía de las ratas, y a las tres estrictas visitas, de la misma duración a la que me tenía acostumbrado, que el hijo de Nicolás realizó como punto final a nuestra relación. Tras esto, y afortunadamente, no he vuelto a verlo por aquí y sinceramente, imaginándome la condición en la que ha quedado la vivienda de su padre, o más bien en la que éste la ha dejado, estoy bastante seguro de que no volverá. Ahora el protagonismo lo han heredado las ratas, las que pese a todos mis esfuerzos, vanos en cualquier caso, no sólo no consigo dominar, sino que en cierto modo son ellas las que han impuesto su voluntad, si es que puede decirse que estas peludas bestias tengan tal cosa. No obstante, incluso teniéndolas en cuenta, a las que por otra parte estoy completamente habituado, puedo afirmar sin ningún género de duda que la muerte de Nicolás ha provocado en mi vida una profunda transformación, si la comparo con el estado en el que me encontraba tan sólo hace unas semanas, cambio que, lejos de haber alterado en algo mis hábitos, los ha hecho si cabe más patentes. De modo que ahora, cuando echo de menos al pobre hombre, sólo tengo que tirar unas bolsas de basura delante de mi puerta y el instinto simplemente me dicta qué hacer.

Reggie

Reggie, tío, esto de matar gente cada vez me gusta menos.

Antes tenía su gracia, había que ser inteligente, astuto, hábil. Había que ponerle pasión, y sobre todo imaginación. Tener recursos, ya sabes. Que parezca un accidente, te decía el jefe, y tú lo hacías parecer un accidente o tú eras parte del accidente. Tenía su encanto. Y sobre todo, era limpio. Un par de balas en la sesera, un hoyo y a otra cosa mariposa. Un poco de cemento rápido y a dormir con los pescados. Una soga y a volar como un pájaro. Tenías tus métodos, tus trucos, tus cosillas. Había tradición en lo que hacías, y eso le daba valor. Hacías tu trabajo con dignidad.

Pero ya no más. Desde que al jefe le ha dado por ver CSI no hay quien trabaje a gusto. Ya no hay accidentes, ya no hay sogas ni cemento rápido ni hoyos ni palas ni nada. Ahora, que si un trozo de brócoli entre los dientes, que si métele esto en el buche, que si píntale las uñas de azul, que si una carta de tarot en el bolsillo... ah, y sobre todo, que le lleves el cuerpo -sí, ya lo sé, toda la vida ha sido un cadáver, pero es que ahora al jefe le ha dado por llamarlos cuerpo-, que quiere averiguar la causa de la muerte. Y claro, te toca inventarte una historia para que el señorito esté entretenido. Y ahí lo tienes, con la bata blanca esa que se ha comprado, diciendo Joe, algo no cuadra en todo esto o Joe, tenemos suerte, parece que hemos encontrado algo, o Joe, aquí veo algo extraño, ¿qué te parece?

Pero lo peor, Reggie, ¿sabes lo que es? Lo peor, con mucha diferencia, es cuando le da por "investigar" una muerte violenta, y quiere que le lleves el cadáver, perdón, el cuerpo, a trozos. Y es que este hombre no sabe cómo mancha la sangre y lo que cuesta que se vayan las manchas. No lo sabe, de verdad que no. Porque tío, es que mira cómo me estás poniendo, y a ver qué le digo yo luego al de la tintorería. En fin, Reggie, que no sé dónde vamos a parar, no lo sé.